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Semblanza de Gaspar Betancourt Cisneros

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Semblanza de Gaspar Betancourt Cisneros

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Nace Gaspar Betancourt Cisneros en la hoy ciudad de Camagüey, antigua Santa María del Puerto del Príncipe, en 1803. Tres años antes, con motivo de los sucesos ocurridos en la vecina isla de La Española y la pérdida por España de su colonia de Santo Domingo, desde ésta se había trasladado a Cuba la Real Audiencia allí establecida, Primada de las Indias; y se dispuso tuviese su asiento en Puerto Príncipe, por la situación de esta ciudad casi en equidistancia de las de La Habana y de Santiago, y así en apartamiento de las rivalidades y posibles influencias de las autoridades con sede en estas dos ciudades, cabeceras de las dos jurisdicciones en que entonces se dividía el gobierno de la Isla.

Gaspar Betancourt Cisneros, El Lugareño

Desde los inicios de la colonización de Cuba la situación geográfica de la que hoy es Camagüey —que así seguiremos llamando, aunque no su nombre oficial en la época a que hemos de referirnos era aún el de Puerto Príncipe—, en el corazón de tierra adentro, y tan lejana de los mares que circundan nuestra Isla como de las otras villas fundadas por los colonizadores, dio a la demarcación principeña un singular carácter de independencia. Lugar de residencia favorito del conquistador Vasco Porcayo de Figueroa —sin duda el de más férreo temple de los que se establecieron en Cuba—, donde tuvo numerosa y distinguida descendencia, era, por el respeto que él mismo inspiraba y según cuentan documentos de la época, como una zona neutral en las frecuentes rencillas entre gobernadores, cabildos, obispos y oficiales reales, que caracterizaron los primeros tiempos de nuestra vida colonial; y fue desde un principio tierra de ganadería y de rescates, asegurándose así una economía propia, a la que nada importaban las pragmáticas fiscales dictadas por el trono metropolitano, ni el paso por el Puerto de La Habana de las flotas reales. El aislamiento de la villa dio a sus gentes, con el orgullo de sus entronques familiares, el carácter firme y altivo de quienes se bastan a sí mismos; el paisaje de un peniplano interminable, como es el de la región, les hacía ver todas las cosas en línea recta y equidad de reparto de sol, mientras la falta de horizontes de mar y de montañas los encadenaba al predio doméstico con devoción provinciana; y lo uno los obligaba a visiones de igualdad democrática, en tanto lo otro les daba un exclusivismo aristocrático. Y no está de más subrayar aquí, de paso, que esta conjunción ha caracterizado, a lo largo de nuestra historia, a los próceres camagüeyanos que la misma recuerda, evoquemos a Ignacio Agramonte, a Salvador Cisneros Betancourt, a Calixto Bernal, a Enrique José Varona—, todos proyectándose en línea recta de credos democráticos y voluntad de aristócratas.

El establecimiento en Camagüey de la Real Audiencia venida de Santo Domingo, justificado según antes dijimos por esa situación geográfica de la ciudad, diera a ésta una singular importancia, contribuyendo notablemente a su prosperidad económica el hacerla centro de la administración judicial de la Isla, y en consecuencia, lugar de convergencia de litigantes, procuradores y abogados; pero además, y esto llegó con el tiempo —cuando los cubanos iniciaban sus luchas por la independencia—, a ser subrayado oficialmente por el General Concha, interesando el traslado a La Habana de la Real Audiencia: la presencia de ésta robustecía el carácter independiente de los camagüeyanos, que se veían de cerca amparados por el alto Tribunal sin temor a las represiones del gobierno político. Al propio tiempo, los señores oidores eran como el centro de un círculo escogido, al que se incorporaron no pocas familias venidas de Santo Domingo por la misma causa que trajo a Cuba la Audiencia, o sea, la pérdida por España de dicha colonia, y la antigua Santa María del Puerto del Príncipe recibía con los Bernal, los Márquez, los del Monte, los Sterling y otros emigrados dominicanos, nuevas corrientes de pensamiento, que contribuían igualmente a acentuar aquella independencia de carácter.

Alrededor de este círculo de selección cultural y económica, iban a deslizarse la niñez y la adolescencia de Gaspar Betancourt Cisneros, en la más que cómoda instalación que le proporcionaban las riquezas y las relaciones de una familia que gozaba del general respeto. Descendía por línea paterna de nobles franceses, que pasaron a España por mediación de las Islas Canarias, y de éstas a América. Un antepasado lejano, caballero de la Tabla de Francia, abandonó sus estados de Normandía para ser conquistador y rey de Tenerife, y un su (sic) sobrino envió sus hijos al Nuevo Mundo. Entre nosotros, desde muy antiguo, la estirpe ha dado representantes de singulares méritos, dondequiera que ha arraigado; y en Camagüey, ya en 1757 Diego Alonso de Betancourt —y este nombre se repite constantemente en la familia— era Alcalde Ordinario. Otro Alonso Betancourt conspira por la independencia patria a comienzos del siglo pasado, y en el fracaso de una aventura expedicionaria, enfermo y abandonado en las desiertas playas de Caimán Grande, debe la vida al cruce casual de un velero inglés. Un Tomás Pío escribe en 1839 una Historia de Puerto Príncipe, que recoge en sus Memorias la Sociedad Patriótica; era un botánico notable, un benefactor generoso y el más opulento hacendado de la región oriental. Diego Alonso de Betancourt es, ya en tiempos más recientes, rancio caballero rico en haciendas y en hijos, que se destacaron en la vida provinciana por sus virtudes y su saber, al igual que el padre por su filantropía. Otro descendiente, Ángel Ciro, es en nuestros días jurisconsulto eminente y Presidente del Tribunal Supremo de Justicia. Un José Ramón, periodista y conspirador, emigra en 1825 a México, y desde allí lucha por la libertad de la patria lejana. Otro José Ramón, su hijo, es abogado distinguido, Presidente del Liceo Habanero, ferviente patriota que merece de sus conciudadanos la diputación a Cortes, y hombre de letras de singulares méritos, que en su novela Una Feria en la Caridad nos deja una viva descripción del Camagüey de mediados del siglo pasado. En el padre del Lugareño, el viejo y sonoro nombre de Alonso de Betancourt se enriquece con el apellido Aróstegui, no menos ilustre, y en el hijo, las virtudes de la sangre paterna se acrecientan con las de la materna. Doña Leonor de Cisneros viene también de noble tronco, que igualmente ofrece a Cuba distinguidos patriotas. Por dos veces se mezclan ambas sangres, en dos magníficas personalidades camagüeyanas: en Gaspar Betancourt Cisneros y en Salvador Cisneros Betancourt, y cada una de ellas queda clavada para siempre en las más nobles devociones patrias. Al marqués de Santa Lucía pudimos conocerlo de cerca los cubanos de mi generación, en el ocaso de su vida gloriosa como pocas, recta como su estatura, noble como el azul de su mirada, limpia como la blancura de sus canas. Del Lugareño nos habla con elogio la historia de nuestro siglo XIX, tan pródigo en grandes hombres, y esto basta para la feliz consagración de su memoria.

José Antonio Saco

En plena juventud —no tenía aún los veinte años de edad—, Gaspar Betancourt Cisneros, que vivía en Camagüey la vida fácil del hijo de familia en magnífica instalación social y económica, fue a completar su educación, en estudios y trabajo material, a los Estados Unidos; y al contacto con la libertad norteamericana pudo notar, en relieves que antes no viera tan ásperos, la triste suerte con que su isla natal sufría un sistema colonial que nunca haría posible a sus gentes el sosiego feliz en dignidad de hombres. Al mismo tiempo se relacionaba de cerca con cubanos y latinoamericanos allí emigrados por causas políticas —conoce a José Antonio Saco, a Gener, a del Monte, a José María de Heredia, y estuvo en tertulias con Manuel Vidaurre y otros de análoga significación, como Vicente Rocafuerte y José Antonio Miralla—, y sentía afirmarse en él la voluntad de acción encaminada en beneficio de la patria, lo que a su juicio exigía en primer término la separación radical de España. Conspira para lograrla, y un día del año 1823 parte en unión de José Aniceto Iznaga y otros ilusos, en la que él llamó después quijotesca aventura de Colombia, a llevar un mensaje a Bolívar, demandando su auxilio para la independencia de Cuba. Sabido es el fracaso de este empeño por causas ajenas a la voluntad de los mensajeros. El Lugareño regresa a Cuba, y afincado en su tierra natal camagüeyana, entre 1838 y 1840 publica en la Gaceta de Puerto Príncipe sus admirables “Escenas Cotidianas”, que firma con el desde entonces famoso pseudónimo de El Lugareño. Poco simpático al Gobierno, es obligado por las vicisitudes políticas a expatriarse; vive de nuevo en los Estados Unidos, y en 1852 preside en New York la Junta Cubana, en pie de apartar a Cuba del dominio español; y conocida sobradamente es su actuación a lo largo del período de nuestra historia, entre romántico y burgués, en que los cubanos amantes de la libertad se enfrentan, para lograrla para su Isla, a encrucijadas en que se confunden la anexión a los Estados Unidos y el anhelo de total independencia. El Lugareño, sin esperanzas de una independencia obtenida por el solo esfuerzo cubano, y creyente en la necesidad del mejoramiento físico y moral de nuestro pueblo por el cruce con otras sangres y el influjo de otras civilizaciones, defendió el anexionismo como ley imperiosa de la realidad existente. Se ha dicho que en él la anexión fue un cálculo y no un sentimiento. De todos modos, su ideal era la libertad, en próspero florecimiento para su patria; y durante años, en Cuba, en New York, en Europa —en viaje que debía ser de recreo y en que siempre tuviera presente la suerte del país natal—, estuvo en todo momento en contacto, personal o epistolar, con los que como él exponían vida y hacienda para lograr la felicidad de Cuba. Y a los sesenta y tres años de edad, con un poco de desencanto por tanto esfuerzo malogrado como ha visto, presintiendo y deseando la epopeya de 1868, pero quizás temeroso de sus proyecciones en un porvenir para Cuba semejante al de las repúblicas hispanoamericanas, que lograda la independencia no acertaran con el camino de la pacífica libertad, muere en La Habana dos años antes del grito de Yara; y su cadáver es trasladado a Camagüey, donde su entierro es grandiosa manifestación de duelo general.

Pero con ser sincera y gallarda quizás no sea la actuación política de El Lugareño la que deba subrayarse principalmente —y de aquí que la señalemos tan sólo a saltos—, en este curso de la Universidad del Aire, que se consagra a los forjadores de la conciencia nacional. Otra actuación tuvo él, con su pluma y con el ejemplo de su vida, precisamente en proyección de lugareño, que le ofrece merecidamente un destacado lugar entre esos forjadores; actuación de carácter social, que aún hoy hace actual su nombre, por existir todavía entre nosotros problemas que él quiso resolver, y resolvió localmente en cuanto le permitieron sus fuerzas: las realidades del ferrocarril de Camagüey a Nuevitas y los terratenientes del fundo de Najasa.

En 1923, hace casi treinta años, en la fiesta inaugural de una sociedad de instrucción y recreo fundada en Camagüey y que se amparaba bajo el nombre de El Lugareño, nos tocó en suerte pronunciar el discurso de apertura que naturalmente giraba alrededor de la vida del ilustre comprovinciano. Ahora, después de transcurrido más de un cuarto de siglo, al hablar de El Lugareño y teniendo a la vista lo no poco que sobre él y su época se ha escrito desde entonces, y dejando aparte las pretendidas galas de una oratoria en entusiasmada juventud, pudiéramos repetir aquel discurso; porque en él decíamos, y es hoy nuestra visión de El Lugareño, que la mayor grandeza de este prócer está en su vida, al parecer modesta, de esfuerzos consagrados a la prosperidad espiritual y material de su terruño; una vida en este sentido no superada por otra alguna de las que recuerda nuestra historia, y que así necesariamente tenemos que situar en primera fila, entre las de los grandes hombres de nuestro siglo XIX.

Predicando el amor a la tierra, productora de riquezas y base del sentimiento patrio, El Lugareño repartió en bien divididos lotes gran parte de las muy feraces de su mayorazgo de Najasa, dándolas a censo a hombres de campo en quienes despertó así el amor al trabajo y al suelo propio, fomentando la creación de los pequeños propietarios rurales. En más de una Escena Cotidiana hizo ver la conveniencia, y la patriótica necesidad, de que los grandes terratenientes practicaran el sistema. Inspirado en el mismo deseo de hacer ciudadanos en plenitud, de su peculio El Lugareño fundó escuelas rurales y granjas modelos. Crea, preside, subsidia, sociedades de estrechamiento de vínculos civiles. Hace particulares obras de caridad. Y expone su tranquilidad y su hacienda en la fundación del ferrocarril que uniría a su ciudad natal con el puerto de Nuevitas, el segundo que recorrió tierra cubana y uno de los primeros del reino español; pudiendo imaginarnos lo que significó, en aquella época y en una región tan devota de las tradiciones como Camagüey, esa empresa, en la que arriesgó trabajo y capitales propios, entre la indiferencia general y la desconfianza de un gobierno que, comenzando por sospechar del mismo Lugareño, terminaba por entorpecer maliciosamente cuanta obra de progreso idearan los hijos del país.

José Ramón Betancourt

A esta labor firme y continua de mejoramiento social, El Lugareño acompaña la que realiza con su pluma, en constante colaboración en la Gaceta de Puerto Príncipe y El Fanal divulgando principios de sana economía, de agricultura y ganadería, de educación familiar y ciudadana. Así nos ha dejado sus “Escenas Cotidianas”, en las que la amplia cultura del autor y su sagaz observación del mundo que lo rodea, se mezclan en un estilo de fácil gracejo de buen escritor que también podemos admirar en su correspondencia de las distintas épocas de su vida; porque en sus cartas como en sus artículos, la original personalidad de El Lugareño se hace visible, y en unas y en otros a veces salta la sátira bien intencionada, en la que era maestro, y se nota la singular habilidad con que sienta un postulado de importancia en una sola frase, gráfica y desenfadada, de relieves clásicos. Tienen así las cartas y las Escenas valores literarios, a más de los históricos; y es de lamentar que la agitada vida de Gaspar Betancourt Cisneros, solicitada a la vez por el amor a la patria grande, la devoción al terruño y las atenciones familiares, le impidiera una sosegada labor literaria, en la que seguramente hubiese brillado con luz propia, como permiten suponerlo las “Escenas Cotidianas”, que las más pueden estimarse como admirables artículos de costumbres. Y bien está señalar aquí de paso que también tuvo El Lugareño devociones por la pintura, debiéndosele, entre otros intentos y al decir de su deudo y discípulo José Ramón Betancourt, un retrato de la Tula Avellaneda, que decoró un tiempo la casa principal de su hacienda El Ciego de Najasa.

Perdonadme ahora, para terminar, una referencia personal, que nos permite subrayar la permanencia de la obra de El Lugareño. Ya en nuestros días, en nuestro más que centenario bufete de Pichardo, de Camagüey, un cliente distinguido, al que nos unía una antigua amistad familiar, el doctor Alonso de Betancourt, médico eminente que fue hijo de El Lugareño, puso en limpio titulaciones del antiguo mayorazgo de Najasa, ratificándose las parcelaciones hechas por su padre, y dejándose sin efecto alguna en que el abandono o la malicia torcieran la voluntad benefactora del prócer generoso. Y pudimos ver cómo allí, entre la sierra y el potrero y el río, están las huellas permanentes, indelebles, de la obra realizada por El Lugareño, como están igualmente en el viejo camino de hierro que tantos desvelos le costó lograr, para que Santa María del Puerto del Príncipe tuviera el puerto que su nombre evoca, y también en la granja escuela de su nombre que hoy sostiene el Estado, y en el legado de sus “Escenas Cotidianas”, consagradas a elevar el nivel moral y material de su pueblo. Y por la actual presencia de estas huellas, más que por otros empeños de su vida con ser todos dignos de elogio, se hace inmortal en nuestra historia el recuerdo de Gaspar Betancourt Cisneros, El Lugareño.

Textos

Breve selección (fragmentos), de algunos textos de El Lugareño:


(De una carta a José Antonio Saco, de 3 de abril de 1849.)

—Cuba anexada, sería un Estado soberano, con toda la libertad e igualdad que jamás puede darle España. Su constitución sería hecha por sus hijos, arreglada a su pasado y su presente, y calentada para su porvenir.

—Cuba anexada, tendrá toda la seguridad interior y exterior de que necesita en su actual estado de peligro y debilidad. Éste es otro bien que se encontraría en la fuerza, el prestigio, los recursos y poder de 30 Estados que son uno.

—Cuba anexada obtendría la tregua, el respiro que le daría tiempo para reformar y mejorar su estado social. En muy pocos años, y en una progresión incalculable Cuba tendría en su suelo 500 mil blancos más, que no se absorberían, sino que se injertarían o disolverían en otros 300 mil que tiene Cuba; y ellos con ellas harían otros 500 mil que mal que le pesase al Sr. Saco, serían cubanos. Y yo aseguro que un atravesadito mío con una Yankee o Alemanota había de salir más cubano y más bonito, y blanquito, y sanito y briosito y guapito que el Sr. Saco y su compinche Narizotas, con toda la pureza de su raza goda, árabe o gitana, que de todo hay en las viñas de Iberia.

—Cuba anexada tendría el Maestro que necesita para aprender la ciencia del gobierno, el arte de gobernar, de formar hombres libres y no instrumentos del despotismo, arte en que España no se ha distinguido gran cosa, y cuyos discípulos constituidos en Estados independientes ha más de 25 años todavía no han dado frutos que honren al Maestro ni a ellas.

Cabecilla de la Gaceta de Puerto Príncipe.


De las Escenas cotidianas, publicadas en la Gaceta de Puerto Príncipe entre 1838 y 1840.


De la Escena No. 6:

La sociedad tiene sus instintos propios como el hombre, a los cuales obedece como a leyes terminantes impuestas por el Creador. De estos instintos nacen sus derechos y sus deberes morales.

Después de la conservación, el deber más sagrado de toda comunidad social es su perfección o su mejoría.

La más alta y noble misión del gobierno es fundar aquellas instituciones que mejor afiancen y aseguren los instintos, los derechos y deberes de la sociedad.

La educación primaria es, para todo gobierno benéfico, objeto de la más alta importancia política y social; y para toda sociedad filantrópica y cristiana, un deber sagrado en obsequio de su propia conservación y perfección.


De la Escena No. 8:

He dicho que nuestros jóvenes son naturalmente amorosos, festivos, corteses con los demás. La bella índole, el genio alegre de los hijos del trópico no debe malograrse para la sociedad, por una moda ridícula, por una servil imitación. Que sacudamos los antiguos hábitos, las rutinas de tierra adentro, vaya que sea; pero que troquemos nuestras dotes más apreciables por fruslerías, insustancialidad y ridiculeces, no nos tiene cuenta a la verdad. Vale más, tirada la cuenta, que las muchachas nos culpen de enamorados, nos acusen de lisonjeros, que no de fríos y descorteses; sin embargo, de que no hay necesidad de ser ni lo uno ni lo otro (sic en el original también de El Lugareño). No es necesario que el roce con las damas sea precisamente interesado para que sea grato. De cualquier modo, el trato, y conversación, de una mujer es preferible al de esas fantasmas ideales que sólo existen en el magín de los payasos del romanticismo.


De la Escena No. 9:

Como yo no escribo con las miras de halagar preocupaciones vetustas, ni adular clases, ni celebrar o vituperar sistemas antiguos ni modernos, sino solamente para sostener los buenos principios, las conveniencias generales y los verdaderos intereses de esta Patria querida, tal vez habré dicho verdades amargas. Las digo empero sin pasión ni encono, y si los hechos en que apoyo mis asertos no son falsos, de ellos fluyen las deducciones siguientes:

Primera: Que nuestra clase pobre está desmoralizada por la ignorancia y miseria en que está sumergida.

Segunda: Que sistemáticamente se han envilecido las profesiones industriales en que pudieran morigerarse y prosperar honradamente nuestros pobres.

Tercera: Qué interín subsistan el sistema y la opinión que las envilece, el país no progresará como debiera, ni en su riqueza, ni en su industria, ni en su población, ni en su moral, ni en los demás progresos intelectuales de sus hijos.

Cuarta: Que los males irán en aumento hasta hacerse insoportables, si no se establece un sistema reparador, que cuando no los desarraigue, a lo menos contenga sus progresos.

De la Escena No. 11:

Instrucción intelectual y moral, hábitos industriales y económicos: he aquí los objetos a que debe dirigirse el proyecto de reforma de las costumbres de nuestros pobres... Ya está resuelto el gran problema social: que un pueblo engendrado y creado en las escuelas de la civilización es un pueblo dócil y moral; que alimentado con abundancia y con medios de subsistencia segura, es el pueblo que se interesa en aquel orden social en que su alma y su cuerpo están satisfechos. Éste es el sistema que afianza la seguridad de la Patria en las fuerzas reunidas de un pueblo ilustrado y rico; el que expurga la sociedad de un populacho ignorante, miserable, sin propiedad, sin industria, y de consiguiente sin estímulo para amar un suelo donde no ve una Patria, o una sociedad donde no encuentra afectos que interesen su alma en su conservación y engrandecimiento… Debemos en una palabra aspirar a no tener populacho de ninguna clase, sino un público y un pueblo; público que dirija la opinión, pueblo que la entienda y obedezca… Esto debemos desear, esto pretender, esto conseguir por medio de un sistema de instrucción intelectual e industrial.


De la Escena No. 2:

La rutina de criar vacas en comunidad, o mejor dicho, de que las críe la Naturaleza, ocupando una extensión inmensa con los mismos animales que pudieran criarse en pocas caballerías, es la más perjudicial a la industria y población de Camagüey, donde sólo pueden criar diez hombres, ¿cómo podrán criar mil, sin subdividir el mismo espacio para cultivarle y multiplicar en él los alimentos, por medio de la agricultura? Así el rutinero comunal es de hecho uno de la población y de la industria de su patria.

Propietarios hay que poseen un hato entero, y escasamente pueden sostener sus obligaciones, cuando otros con un potrero de treinta caballerías cuentan mayores entradas, sin estar sujetos a las vicisitudes de las estaciones, a las secas tan frecuentes que padecen las haciendas…

…La división de terrenos es útil con respecto al hacendado y con respecto a la población... Hay rutineros que perpetuarían si estuviese en sus manos el sistema de comunidad de haciendas, y el estado de pastores en que vivimos, el cual no es más que un escalafón sobre los pueblos nómadas...


Discusión:

Dr. Mañach: Hemos invitado para actuar como interrogadores esta tarde, a los doctores Federico de Córdova y Enrique Gay Calbó, miembros ambos de la Academia de la Historia, y al Dr. Francisco Ponte Domínguez, académico correspondiente de la misma y particularmente versado en la vida y obra del Lugareño. Ofrezco a cualquiera de estos señores la oportunidad de iniciar el interrogatorio al Dr. Pichardo Moya.

Dr. Córdova: Hemos oído, con verdadera satisfacción, la brillante conferencia que nos acaba de dar nuestro antiguo amigo y muy querido compañero el Dr. Pichardo Moya. No tendríamos que hacer observación alguna, sino por el contrario, aplaudir su bellísima disertación, si no fuera porque, invitados por el Dr. Mañach, se nos autoriza, casi se nos conmina a hacer ligeras observaciones, o algunas interrogaciones, en relación con esta disertación que acabamos de aludir. Quisiéramos, en primer término, invitar a nuestro compañero y amigo el Dr. Pichardo Moya a que nos dijera algo que nos parece de alguna importancia para completar la semblanza de nuestro compatriota eminente, Gaspar Betancourt Cisneros. Desearíamos que nos hablara acerca del concepto que nuestro Lugareño tenía sobre cómo interpretar el amor a la patria Y en relación con esta pregunta, hacer una o más interrogaciones al Dr. Pichardo.

Dr. Pichardo: En la segunda parte de esta conferencia, en que se leen algunos textos del Lugareño, yo he escogido algo en relación con los argumentos que él exponía en defensa de la solución anexionista. He llegado al convencimiento —y no sé hasta qué punto tenga fundamentos para ello— que El Lugareño, como quizá otros ilustres personajes de Cuba, veía la patria con el sentimiento natural de amor hacia la tierra natal; pero que en él era una cosa indispensable la libertad, más que la misma independencia. Tenía el sentimiento de admiración por la dignidad de hombre libre en el terruño natal, amándolo, más que el deseo del hecho de la bandera en sí. De aquí que, lo mismo que en Heredia, encontremos en El Lugareño ciertas cosas que queremos disculpar. Es una opinión tal vez muy personal. Individuos que habían luchado por la independencia vieron después, contemporáneamente, que las repúblicas hispanoamericanas independientes lograban la independencia, pero no la libertad. Estaban en plena guerra civil o bajo la dictadura, y esto era algo que los desencantaba y les hacía dudar de sus sentimientos en cuanto a la independencia, nunca respecto al amor a la patria.

Dr. Córdova: Me parece interesante fijar estas ideas, porque luego haremos algunas interrogaciones en relación con lo que pudiéramos llamar el proceso de las ideas políticas del Lugareño, a través de su vida, tan fructuosa y tan interesante. Yo quería fijar este concepto, porque lo considero de carácter general: El Lugareño, que era en ocasiones, como sabe nuestro compañero el Dr. Pichardo Moya, un positivista, elevaba, sin embargo, en muchas ocasiones este sentimiento de la patria a algo que nos parece que todavía tiene vigencia; sobre todo en los tiempos que nos ha tocado en suerte, o en desgracia, vivir. Decía él que, en su opinión, en un concepto general, el amor a la patria no consistía en las palabras almibaradas de gacetilla que se escribían en los periódicos diarios, sino en servicios permanentes, personales, desinteresados, generosos, a favor del pueblo; porque estas obras hablaban mejor que nada de la devoción, del cariño, del amor que nos ligaba a la tierra donde habíamos nacido, y que si por alguien se pusieran en duda, tendrían la elocuencia en el momento en que fueran defendidas por sus autores, de ser el testimonio mejor que se pudiera ofrecer de ese amor acendrado a la patria en que nacimos. Los servicios personales, desinteresados, en obsequio del procomún eran lo más importante. Establecería, por consiguiente, a mi entender, una especie de regla general para medir el verdadero patriotismo. Yo no quisiera hacer una larga disertación, pero no puedo dejar de apuntar, siquiera sea ligeramente, los extremos siguientes: su afán de independencia primeros en su expedición cerca de Bolívar; su gestión, más tarde, secundando el anexionismo, y por último declarándose franca y abiertamente separatista. Sobre estos aspectos, yo desearía que el Dr. Pichardo Moya nos dijera si él estima que este anexionismo del Lugareño pudiera juzgarse, como lo han hecho algunos escritores y críticos contemporáneos, como falta de comprensión del verdadero concepto que debían tener los patriotas cubanos. Siendo así que hombres tan eminentes como Manuel Márquez Sterling declararon que no era una nota vejaminosa ni vituperable para los que mantenían la idea anexionista, cuyo propósito era obtener libertad, la libertad de que carecíamos, y que una vez convencidos de que era un sueño o una ilusión acariciar la idea la patria completamente libre, es decir, independiente con el apoyo de los anexionistas, se declararon francamente separatistas, y llegaron —como El Lugareño mismo— hasta a decir que la revolución era el único medio para lograr el ideal cubano. Porque el anexionismo, más que un ideal, era un cálculo, el cálculo de conservar los esclavos, aunque no para él, que los había emancipado. Ciertos esclavistas esperaban obtener para ello el apoyo de los estados esclavistas del Sur de Norteamérica. Llegó, después del fracaso de la gran expedición que iba a capitanear Arnold, el general norteamericano, a declarar como una divisa, que habría que venir a morir en Cuba, para que Cuba fuera libre e independiente, en Cuba, en torno a nuestra bandera o cayendo al pie de nuestra bandera, sin mixtificación de ninguna índole, y muriendo como murió, devoto de la independencia de nuestro país. Yo desearía que el Dr. Pichardo Moya nos dijera si comparte este criterio, que parece ser la consecuencia de la vida misma del Lugareño, y no el otro, opuesto, de que el anexionismo era malo entonces y malo ahora, y llegar hasta a hacer una caricatura del Lugareño, en el sentido de que éste era de arcilla colonial.

Dr. Pichardo: El Dr. Córdova, con su admirable conocimiento de la vida del Lugareño, ha sintetizado lo que pudiéramos llamar el ciclo vital del Lugareño. La propia vida del Lugareño está denunciando la forma en que él sentía el amor a la patria: localizándolo en ese ideal de servicio, en hechos y no en palabras de gacetilla. Después, ya en plena juventud, tiene el ideal de la libertad completa de Cuba, y toma parte en la famosa expedición en demanda del auxilio de Bolívar. En cuanto a la cuestión del anexionismo, en las propias palabras defendiendo frente a Saco la anexión, El Lugareño habla de que Cuba anexionada tendrá un respiro para ponerse en condiciones de aspirar a la libertad completa. De modo que podemos entender de ahí que él no miraba aquello como definitivo, sino como un estado de transición para que Cuba adquiriera experiencia, moral y económicamente, para ajustarse a una vida de acción independiente más tarde. Ante el fracaso de aquella posibilidad anexionista en tránsito de libertad, El Lugareño siente la necesidad de la guerra, aunque en el fondo pudiera tener ciertos temores, justificados en un hombre que ha vivido mucho y ha experimentado tantos sufrimientos por la patria. Concretamente, creo que siempre tenemos que estimar al Lugareño como una figura noble, un ejemplo digno de exponer a las generaciones actuales y futuras de nuestra patria.

Dr. Mañach: ¿Me permite una pequeña interpelación, doctor? Porque tal vez fuera oportuna ahora y no después. Quería preguntarle si no le parece significativo el hecho de que los anexionistas que prefirieron la libertad a la independencia —y es una tesis que yo desconocía que la hubiera sostenido el Dr. Márquez Sterling y que la he sostenido aquí en la Universidad del Aire yo mismo, al comienzo, precisamente, de este curso—, ¿no le parece significativo, repito, el hecho de que los próceres de nuestra historia que sostuvieron esa preferencia eran los que estaban vaciados en un molde económico, de tipo positivista, y que llama la atención que hombres del tipo de Heredia, por ejemplo, vaciados en un molde más literario, y por esto de tipo más afectivo, no compartiesen esa tesis? No nos llevaría tal vez a pensar que el anexionismo se desinteresaba un poco por el destino cultural de Cuba. Pues claro está que la anexión, aunque supusiera efectivamente una mayor libertad, en un sentido político, en el orden de la cultura suponía, indiscutiblemente, comprometer de una manera tal vez irreparable los valores característicos de la cultura hispánica. ¿No le parece significativo que fuesen los hombres de inclinación más bien positivista y económica, como Saco y como El Lugareño, y no los de tipo espiritualista los que adoptaran esa actitud?

Dr. Pichardo: En la lectura que acabo de hacer he usado una frase: “el momento histórico nuestro, entre romántico y burgués, en que se presenta esa encrucijada de anexionismo y separatismo”, y se explica perfectamente que el individuo de esa tendencia económica, aunque no esté él instalado en la vida en plan de rico, sino por una tendencia natural a su tipo de estudios y al espíritu que se ha hecho, mire con más sentido práctico la evolución hacia la independencia, y tenga el temor aquel del separatismo. El hombre de ideas afectivas, como era José María Heredia, con más facilidad se lanzaba al ensueño, a la ilusión de la completa independencia. Ambas opiniones son patrióticas. Para mí, son dos tipos de patriotismo.

Dr. Mañach: En otras palabras, pudiéramos sintetizar diciendo que la mentalidad romántica era separatista y la mentalidad positivista tendía al anexionismo. Continúe, Dr. Córdova, y perdóneme que le haya demorado.

Dr. Córdova: Con mucho gusto, Dr. Mañach. Yo siempre he considerado que había más de un tipo de anexionista: unos que consideraban la anexión como un cálculo, que consistía en conservar el status quo, en proteger sus intereses económicos, y otros que consideraban el anexionismo, sin mixtificación, si no como un ideal, por lo menos como una idea: la idea de la Libertad. Pero aun en ese último caso, no como una aspiración suprema, ni como un verdadero sentimiento. Tan es así que en ningún momento —por lo menos, yo no lo he advertido—, el anexionismo ha sido un sentimiento popular, una idea que arrastrara a las masas, al pueblo. En unos y en otros, esto es, en los anexionistas por cálculo y en los anexionistas con la finalidad de una idea, ya que no de un ideal, es algo que nace de la contemplación de una realidad: que España no podía dar lo que tenía: libertad. La esperanza de encontrar dentro del anexionismo un refugio para los que no se conformaban con un estado en que la libertad era negativa. Pero esta situación se ve despejada con el fracaso de los anexionistas mismos y de aquellos que, como El Lugareño, apoyaban sinceramente ese movimiento anexionista, con la esperanza de que fuera un paso previo para llegar a la independencia de Cuba. Sin embargo, es muy significativo, y casi contradictorio, que al año escaso del 10 de octubre de 1868, solicitaran en escritos que se han publicado en copias fotostáticas por un compañero ausente, el Dr. Luis Marino Pérez en su biografía sobre José Jerónimo Betancourt, documentos en que en una ocasión nuestras Cámaras y en otra nuestro Ejecutivo nacional en armas, solicitara de los Estados Unidos la anexión, la incorporación de Cuba, como estado, a la gran nación norteamericana. Parece contradictorio, pero en otros documentos posteriores dicen los protagonistas o los intérpretes de esta situación de hecho, que ellos querían el anexionismo como paso previo a la independencia, pero esto tropezaba con una realidad innegable, la que hacía distanciar, en el orden político exclusivamente, al Lugareño de Saco. Este último quería firmemente la unión de la familia cubana como base inconmovible de nuestra sociedad. El Lugareño tenía la aspiración de mejorar esta propia familia cubana, con el intercambio, con el aporte de representativos de otros pueblos, que trajeran a nuestra constitución física e intelectual aportes que no podíamos esperar que nos lo facilitara la colonia, que carecía de ellos, De ahí que fuera indispensable el fracaso de la expedición a que hacía alusión pocos momentos antes, para que el mismo Lugareño se declarara francamente separatista, en el sentido de que vinieran a pelear los cubanos ellos solos, sin ayuda de nadie, haciendo buenas las palabras inmortales de Goicuría: “al árbol de la revolución la sangre abona”. Es decir, que no podíamos esperar que el maná nos viniera del cielo, sino que era menester desafiar todos los peligros y sacrificar la existencia misma, para el logro de una aspiración tan suprema como era la libertad y la independencia de Cuba.

Dr. Ponte Domínguez: Primero quiero felicitar al Dr. Pichardo por su brillante conferencia. Él hablaba al principio del aislamiento en que vivió Camagüey hasta la época del Lugareño. ¿No le parece que El Lugareño fue el gran precursor entre los que trataron de evitar ese aislamiento y que tendió a ello mandando jóvenes camagüeyanos a estudiar a La Habana, para que confraternizasen con los habaneros y no hubiese disputas sobre regionalismo, y además, abriendo esa trocha de camino de hierro hacia Nuevitas, para buscar un puerto más, y que esa comunión de convecinos de la isla tuvo una gran repercusión, andando los años, en esos jóvenes camagüeyanos educados en El Salvador, a tal extremo que después fue la base naciente del Camagüey democrático en la guerra del 68 y que acabó el aislamiento de Camagüey.

Dr. Pichardo: Creo esa observación muy acertada, sin que esto quiera decir que me hago eco del elogio a mi trabajo de esta tarde. Cuando lo terminé esta mañana —pues lo hice muy precipitadamente, por circunstancias que no hacen al caso— me di cuenta que había omitido señalar esa obra del Lugareño, enviando jóvenes a educarse a La Habana, con lo cual propiciaba una comunicación espiritual entre Camagüey y el resto de la isla, complemento natural de lo que hacía con el ferrocarril. En los planos que había hecho del reparto de las fincas de Najasa había puesto también una serie de caminos que no llegaron a realizarse, pero que indicaban claramente su idea de romper todo lo que significara aislamiento.

Dr. Ponte: Eso tuvo una repercusión, inclusive, en la Cámara de Guáimaro. El 7 de diciembre del 69, a los tres años del fallecimiento del Lugareño, le hicieron un homenaje, y en esa Cámara primaban los demócratas habaneros.

Dr. Pichardo: Aunque esto interrumpe el curso de nuestra discusión, permítame contar una anécdota, muy poco conocida, acerca de lo hecho por El Lugareño en relación con el ferrocarril. En aquellos tiempos las mercancías se enviaban a Nuevitas por medio de carretas, y los comerciantes firmaban contratos con los dueños de ese medio de transporte, para asegurarse la conducción. Cierta vez, ya tendido el ramal del ferrocarril, a causa del mal tiempo las carretas no pudieron llegar con su carga hasta el puerto, en tanto que el tren transportaba la suya sin novedad. Esto hizo que los comerciantes trataran de rescindir los contratos firmados con los dueños de carretas, dando motivo a un larguísimo pleito.

Dr. Ponte Domínguez: Hay una pregunta que quisiera hacer, también inspirada en las Escenas cotidianas a que se refirió el Dr. Pichardo. Si no recuerdo mal había una de ellas en que hablaba “del Camagüey virtuoso” y de “la cobarde diversión y estúpida industria de las lidias de gallo”, de las cuales El Lugareño fue un enemigo acérrimo, igual que lo fue Saco. También criticaba los billares, las fiestas de San Juan a caballo, que habían perdido toda la esencia espiritual de otros tiempos: las tabernas, los garitos, inclusive las limosnas que se daban por un organismo público que fomentaba el vicio. ¿No le parece que esas Escenas cotidianas, que se publicaron no sólo en Camagüey sino también en Trinidad (aunque Sagarra en Oriente no les brindaba calor, y en La Habana también encontraban dificultades), tendían a moralizar el pueblo, siendo ésta una labor muy fecunda del Lugareño?

Dr. Pichardo: En ese aspecto es en el que hay que ver más la labor del Lugareño; en la formación de conciencias, no en el aspecto político. En esa obra constante suya: hechos, artículos y palabras.

Dr. Gay Calbó: Felicito al Dr. Pichardo Moya por su disertación, en la que nos presenta al Lugareño como uno de los forjadores de la conciencia cubana. Espero que, además de lo que ha dicho en su conferencia, en los trabajos que nos trae para leernos esta tarde constará, un poquito más extenso, ese aspecto de forjador de la conciencia cubana. Pero yo quiero hacerle dos preguntas al querido compañero, una de ellas es sobre la evolución del Lugareño, que tuvo un zigzag en su vida —muy explicable en un hombre como él—, siendo primero uno de los precursores de nuestra independencia, en el año 1823 y luego un anexionista en el año 1848, para ser más tarde un independentista nuevamente en el año 1853 ¿Ha podido encontrar el Dr. Pichardo Moya explicación a esas actitudes, a esa evolución del Lugareño?

Dr. Pichardo: Creo que él tuvo su anhelo independentista cuando la conspiración del 23, y después, ante el estado en que veía a Cuba, en la prisa por verse libre de España, se hizo anexionista. Defendió la anexión como una acción superativa, necesaria para separarse de España cuanto antes y no le importaba sacrificar, como decía el Dr. Mañach, todos esos valores de la cultura hispánica, en la que él parece no era muy creyente, con tal de mejorar la raza y obtener la separación física y espiritual de España. Fracasa en ese intento, pero continuando en su idea de separación vuelve al ideal independentista. El Lugareño fue quizá el más antiespañol de todos los próceres cubanos.

Dr. Gay Calbó: La segunda pregunta se refiere a la época en que él vuelve a ser partidario de la independencia. ¿No encuentra el Dr. Pichardo el motivo de su cambio en el proyecto de venta de Cuba, que provoca en El Lugareño esa reacción que se transparenta en las palabras con que afirma que “no somos carneros para ser vendidos si tampoco deben ser vendidas nuestras tierras?

Dr. Pichardo: Puede ser que de ahí parta ya su desencanto en cuanto a las posibilidades del anexionismo, pensando que los Estados Unidos no aprecian nuestro país como un país de gente libre y digna, puesto que está dispuesto a comprarlo. Él murió siendo independentista y tuvo siempre la bandera cubana en su hacienda de Najasa, la misma que fue luego enarbolada en el año 68.

Dr. Mañach: Muchas gracias, señores.


Tomado de
Cuadernos de la Universidad del Aire del Circuito CMQ. Mensuario de divulgación cultural. Séptimo curso: Forjadores de la conciencia nacional. La Habana, Editorial Lex, agosto 1952, pp.193-210.
Nota de El Camagüey: Se ha modernizado la ortografía y realizado ligeras modificaciones en la puntuación original en aras de facilitar la lectura.

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