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Para una historia de Puerto Príncipe (4)

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Para una historia de Puerto Príncipe (4)

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Puerto Príncipe, en los perfiles más generales de su evolución, forma parte inalienable de la historia de la nación cubana. Pero, según se ha comentado a menudo, muchos de sus matices específicamente regionales han permanecido insuficientemente conocidos. No es necesario, pues, en estas reflexiones, detenerse en los aspectos mejor estudiados de su trayectoria. Antes bien, se trata aquí de examinar algunas cuestiones que, si bien son esenciales para comprender la historia de la región, se mantienen hasta hoy en una especie de claroscuro. Así pues, este capítulo recorre, a vuelapluma, las facetas esenciales del desarrollo principeño, pero con el propósito, no de trazar un completo panorama en sus detalles, sino de reflexionar sobre algunas de las cuestiones de mayor interés para una comprensión regional de la ciudad y su entorno.


Plaza Joaquín Agüero, conocida como Plaza de Méndez.


Soñar la independencia

El distrito de Puerto Príncipe es el que merece mayor cuidado
pues es innegable que las ideas de independencia [...] es alli donde fermentan a algunas cabezas

Leopoldo O’Donnell (1845)

Son complejos los estudios sobre el mundo de las ideas, en ellos influyen muchos factores y de modo similar a como puede ocurrir en otras áreas de estudio, uno de sus retos es el análisis crítico de los presupuestos teóricos heredados de la historiografía precedente. En su artículo “Historiografía «nacional» e historiografía regional en Cuba”, Hernán Venegas Delgado sugiere la reflexión sobre contenidos esenciales de nuestra historia que carecen aún de un estudio adecuado o más bien de otra mirada en la construcción de un discurso historiográfico verdaderamente nacional. Al preguntarse el autor: “¿Cómo es posible que una sociedad supuestamente cerrada, enclaustrada y conservadora como la camagüeyana pudiese encausar las ideas quizás más democráticas de los inicios del proceso revolucionario de 1868?”[1], colocó en el debate un interesante punto de vista sobre la vida política cubana, en particular relación con el independentismo primigenio, o sea aquel desarrollado en la primera mitad del XIX.

Un elemento importante para tales análisis en el Camagüey es la Real Audiencia. Su establecimiento en la ciudad del Tínima y el Hatibonico con solemnes ceremonias y Te Deum en la Parroquial Mayor, luego de su traslado desde Santo Domingo a mediados de 1800, debió haber tenido un impacto en una capital regional marcada por el “orgullo distintivo del camagüeyano, de ser hombre independiente, de tierra adentro”[2], que aun hoy es difícil de aquilatar. No solo porque de hecho la ciudad quedaba convertida en anfitriona de un amplio espectro de personas, en el que podían coincidir jóvenes graduandos de Derecho, litigantes y los propios funcionarios de la Audiencia —quienes desde el mismo instante de su llegada sacudieron los cimientos culturales de la población— sino además porque:

Los centenares de burócratas, funcionarios y emigrados que se asentaron en Puerto Príncipe y que vigilaban la política colonial en el Caribe, cargaron con ellos el temor a las revoluciones esclavas. […] Las rebeliones y las supuestas conspiraciones que surgieron o estallaron en la región en 1795, 1796, 1797, 1798, 1805 y 1809 exacerbaron sus preocupaciones. La frecuencia de las proyectadas seguramente hizo pensar a los emigrados que no habían escapado del todo a la posibilidad de ser destruidos por insurrecciones[3].

Fue Puerto Príncipe uno de los escenarios claves de ese interesantísimo acontecimiento de la Historia de Cuba identificado como la rebelión de Aponte, cuya trama imbricó a varias regiones de la isla con una proyección abolicionista e independentista. Negros y mulatos –libres y esclavos— coordinaron sus planes dando muestras de una capacidad de concertación y una movilidad social, ignorada por mucho tiempo en toda su magnitud por una memoria reacia a concederle espacio. La singularidad de este movimiento no descansa solo en estos aspectos, también debe tenerse en cuenta que “es el único caso conocido en que un conspirador de estos grupos sociales dota a su movimiento de un elaborado fundamento intelectual”[4], según demostraba un manuscrito elaborado por Aponte, en la actualidad extraviado, pero cuya existencia consta en los autos procesales.

Fue en el Camagüey donde comenzó la insurrección el 15 de enero de 1812 en la hacienda Najasa. La ola de violencia iniciada entonces causó la muerte a varios blancos y daños de consideración en varias propiedades. El pánico desatado se tornó tangible a través de los cruentos métodos empleados para su sofocación. “El 29 de enero de 1812 un grupo grande de ciudadanos se reunieron en la plaza central a fin de ver la ejecución en la horca de ocho rebeldes en una ceremonia que duró dos horas. Según el gobernador, las ejecuciones fueron saludadas con un entusiasmo casi imposible de olvidar, y que dejaron una impresión duradera en los presentes”, sentimiento que constituía uno de los objetivos básicos del despliegue represivo, en tanto demostraba cuanto se dependía de las autoridades para proteger vidas y riquezas del enemigo doméstico o sea de los esclavos. El saldo de la represión ascendería finalmente a catorce ejecuciones y más de un centenar de desterrados a San Agustín de la Florida. ¿Se calmarían los ánimos? De momento es posible, pero si algo sabían los recién llegados dominicanos era que reprimir un movimiento no ponía fin a la idea de la insurrección y se llegó hasta pensar medidas que contuvieran la introducción masiva de esclavos negros como fórmula para garantizar la tranquilidad. En los meses siguientes el cabildo principeño tomó disposiciones que, hacia lo local, pusieron barreras a ese negocio y el 7 de febrero de 1812 aprobó una solicitud a las autoridades coloniales para “suspender en esta Ysla la introducción de negros, sea de la clase que fuera”[5]. No otra razón que el miedo debió motivar la solicitud del cabildo principeño.

La estrategia colonialista de demonizar a las masas negras —tanto esclavas como libres— tuvo en Cuba un nombre: José Antonio Aponte. No satisfechos con la crueldad demostrada en su asesinato, las autoridades coloniales se empeñaron en forjar y perpetuar una imagen distorsionada del líder, al extremo de que en el imaginario popular quedó por generaciones la frase, “más malo que Aponte”, como sinónimo de maldad extrema. Tanto se empañó su figura, que no se consideró uno de los precursores de la independencia de Cuba, finalmente, hasta los años 40-50 del pasado siglo XX.

Tarja colocada en el Parque Agramonte que recuerda la rebelión de 1812.
Foto: Henry Mazorra.

En el continente, mientras tanto, comenzaban a agitarse las banderas de la independencia. La imagen de una Cuba que mantuvo su fidelidad a España cuando Hispanoamérica se entregaba al sacrificio emancipador, fue cuidadosamente alimentada por sus elites y poco cuestionada por la historiografía, hasta fecha reciente. La tesis dibujó las líneas de una “supuesta excepcionalidad del proceso histórico cubano de principios del siglo XIX, en cuanto a que el desarrollo de su sistema de plantación impidió toda posibilidad de independencia al negársela sus hacendados”[6], preocupados por la posibilidad de que sus dotaciones de esclavos intentaran tomar el camino de sus hermanos haitianos; inquietud que si solo tuviera por fundamento la propia existencia de la esclavitud, hubiera sido un impedimento de mayor generalización. Vista Cuba en su totalidad —entendida ésta como horizonte—, las huellas de un independentismo primigenio, de raíz bolivariana y latinoamericanista, son muy numerosas. No podía ser de otra manera. Aunque a veces no sea considerado en toda su dimensión, téngase presente que, en esa coyuntura histórica, “el sentido de la lucha por la independencia es hispanoamericanista, no nacional, pues la nación, como categoría sociológica e histórica, aún se estaba desarrollando en la América Hispana”[7].

La isla se estremeció con la posibilidad de que a sus costas llegara una invasión combinada de tropas mexicano-gran colombianas. La expectativa se fundamentaba en lo acaecido en el virreinato del Perú con tropas sudamericanas y tres grandes héroes como sus principales protagonistas: Simón Bolívar, José de San Martín y Antonio José de Sucre. No se minimice tampoco el impacto de la presencia continua de corsarios insurgentes que contribuyeron a mantener un estado de alarma por sus asaltos a barcos y haciendas cercanas a las costas; preocupación de la cual ha quedado constancia en las actas del cabildo principeño. Se temía, en justicia, que estas acciones formaran parte de un plan mayor desplegado por las jóvenes repúblicas latinoamericanas para separar a Cuba de España o al menos para obligarla a distraer fuerzas en esta isla y dificultar posibles planes de reconquista.

Aunque por su esencia la Audiencia era una de las piezas claves del engranaje de poder colonialista, la influencia que en ella —y en la ciudad— pudieron ejercer algunos magistrados de ideas liberales está por estudiar, como tantos otros aspectos. El caso más notorio es el del jurista Manuel Vidaurre Encalada quien en 1816 — cuando era Oidor Decano de la Audiencia del Cuzco— fue trasladado a España recelado por las autoridades coloniales por sus ideas independentistas. Posteriormente, en una decisión que no deja de tener su dosis de ironía, en 1821 se le encomendó la misión de Oidor, nada más y nada menos, que de la Audiencia de Puerto Príncipe. El peruano llegó a una ciudad que había vivido con singular intensidad los efectos permitidos del constitucionalismo español y en 1812, de la conjura de Aponte. Sus pasos principeños hicieron justicia a sus antecedentes, tanto que no pasó mucho tiempo antes de que fuera acusado por el cabildo de “ser el origen de todos los males que se causaban en el país por sus ideas liberales tan exaltadas”[8].

Familias dominicanas también contribuyeron a sembrar preocupación en las autoridades coloniales, lo cual se concluye del texto de un documento del Ayuntamiento local de fecha 8 de abril de 1823 en el que se afirma que:

los principales interesados en el incendio público son naturales de la Isla de Santo Domingo […] Aquí existe uno de los que firmaron la declaratoria de Independencia […] después de haberse restablecido la constitución [...] existe otro individuo que era del Ayuntamiento que continuó después de la revolución y existen otros que emigraron cuando los negros ocuparon la ciudad y se consideraron en peligro. Estos llevan las más íntimas relaciones con los otros dominicanos que se hallan en la Cadena y no es necesario la ilustración de U. para conocer cuánto pueden influir estos hombres en el sordo combate que se le hace al gobierno[9].

Interesante acotación, pero, ¿sería en realidad tan sordo? No debió serlo, porque apenas seis meses después (octubre de 1823), los temores del consistorio subieron de tono al afirmar. “En la Habana sola no hay conspiraciones para la independencia […] Toda la Isla abunda en traidores que maquinan su destrucción, como se sabe, aquí debía darse el primer grito de independencia para que corriese desde este centro a los estremos, comprometiéndose a los pueblos a repetirlo […] rebelión que tienen preparada tanto tiempo hace las asociaciones secretas de todos los pueblos ligados con los más estrechos vínculos”[10].

La referencia inicial era a la conspiración que más preocupó al gobierno español en Cuba en ese entonces, la conocida como Soles y Rayos de Bolívar organizada por José Fernández la Madrid, Vicente Rocafuerte, José Antonio Miralla y el ya mencionado Vidaurre y que llegó a tener ramificaciones en varias ciudades del interior de la Isla, entre ellas en el Camagüey, donde adoptó el nombre de Liga de La Cadena reuniendo con fines insurreccionales a algunos ilustres apellidos principeños y de la cual formó parte Manuel Vidaurre, quien como consecuencia de ello tuvo que salir de la isla vía Trinidad —otro importante foco conspirativo— con la ayuda de José Aniceto Iznaga Borrell, miembro de una de las familias más ricas de esa región y posiblemente de Cuba, aunque la mayor preocupación que generó esta conspiración derivó de sus vínculos con negros y mulatos, e incluso con esclavos. 

José Ramón Betancourt.
Cortesía de Ricardo Muñoz.

Los pasos posteriores de algunos de los implicados en La Cadena, obligados al exilio, es de sumo interés. En el destierro cuatro de ellos: José Agustín Arango, Gaspar Betancourt Cisneros, José Ramón Betancourt y Fructuoso del Castillo, junto a dos de los hermanos Iznaga —José Aniceto y Antonio Abad— y el argentino José Antonio Miralla, concibieron el plan de solicitar a los principales líderes de la lucha continental ayuda para la independencia de Cuba[11]. La primera misión partió en octubre de 1823 en busca de Bolívar. En la Guaira pudieron conocer al general Antonio Valero, puertorriqueño, quien había pertenecido al ejército de México y ponía en esos momentos su espada al servicio de la Gran Colombia, a cuyo gobierno pensaba inducir a libertar a Cuba y Puerto Rico, como ya le había expresado a Francisco de Paula Santander.

Entre las primeras personas por las que fueron recibidos en Caracas estuvo el cubano, principeño de nacimiento, Francisco Javier Yanes —uno de los firmantes del acta de independencia de Venezuela[12]—, quien les prometió todo su apoyo para lograr las entrevistas que fueran necesarias y a su vez los alertó sobre la imposibilidad de una ayuda inmediata debido a que Bolívar estaba empeñado, en esos momentos, en la campaña del Perú. Los planes fueron readecuados y de estas nuevas decisiones, es oportuno resaltar aquellas que alejan la idea de un proyecto fraguado desde el exterior a espaldas de la isla. José Aniceto Iznaga escribió sus memorias de estos hechos y en ellas dejó constancia del envío de un emisario para que “impusiese a los amigos en Cuba, y de paso a los de los Estados Unidos, de sus trabajos hasta la fecha”. El encargo fue cumplido por José Agustín Arango quien “desempeñó su comisión atravesando por lo interior del país desde Santiago de Cuba hasta Trinidad, tocando antes en Puerto Príncipe […]”[13].

Por diversas vías los comisionados —ahora acompañados por Valero— llegaron a Bogotá el 19 de enero de 1824, donde pudieron entrevistarse con Santander y con el ministro de estado, coronel Pedro Gual. La acogida fue excelente pero, al igual que Yanes, estos le expresaron “la poca esperanza que por el momento debían abrigar de que sacasen todo el fruto que era de esperar de Colombia en otras circunstancias […] Sin embargo, Santander les ofreció, si determinaban seguir su misión hasta el Perú y ver a Bolívar, todos los auxilios que necesitasen”[14]. La comisión decidió entonces retornar a los Estados Unidos para imponer de los resultados de sus gestiones a los independentistas que en ese país se encontraban, y José Antonio Miralla quedó en Bogotá con el encargo de mantener las relaciones con el gobierno. Por su parte Fructuoso del Castillo decidió incorporarse al ejército a las órdenes del general Pedro Briceño Méndez, con quien estrechó fuertes lazos. En Nueva York se reencontraron con José Agustín Arango —de vuelta de la misión a Cuba con la cual salió de Caracas—, “hallando aumentado el número de los refugiados” como resultado de las persecuciones de las autoridades coloniales en la Isla. Se decidió entonces que Arango continuase solo la misión ante Bolívar a fin de que éste

estuviese orientado en tiempo con exactitud del estado de opinión e ideas de los cubanos con respecto a la emancipación de Cuba; del espíritu revolucionario que se había despertado, personas principales que lo alimentaban, las fuerzas del mar y tierra de España en Cuba y su distribución con exactitud, y el proyecto en que se ocupaban los emigrados de Estados Unidos en combinación con sus amigos de Cuba de embarcarse en una empresa cualquiera para libertar al país si Colombia los auxiliaba[15].

La propuesta —en líneas generales— no era inédita en esta coyuntura. La región andina transitaba los pasos finales, en ese preciso momento, de una senda que culminaría al año siguiente con la independencia del Alto Perú y la creación de Bolivia. Y Arango, en una experiencia pletórica de simbolismo es, de cierto modo, testigo de una experiencia afín a la que quiere para su patria, pues llegó ante Bolívar ayudado por el general Valero quien marchaba al encuentro de El Libertador con tropas auxiliares para la campaña del Perú y la entrevista se produjo finalmente a principios de 1825, en medio del sitio del Callao.

Simón Bolívar les reiteró a Arango y a Valero lo que ya le habían dicho sus cercanos colaboradores, o sea, que en ese momento el empeño peruano no le permitía disponer de las fuerzas necesarias para emprender la soñada campaña antillana, pero les agregó que él tenía resuelto “echar a los españoles de Cuba y Puerto Rico, para extinguirlos completamente de toda América; que así se lo había ofrecido y empeñado en ello su palabra al coronel Heras”[16], muerto en combate en Maracaibo en abril de 1822.

Separar a Cuba de España tenía además una gran importancia desde el punto de vista militar, dada la privilegiada posición geográfica de la Isla, que la convertía en una importante base de operaciones; valor que se acrecentó en esa coyuntura histórica como resultado de la retirada española de otros puntos que en épocas anteriores habían conformado un fuerte sistema defensivo[17]. Tal consideración no resta valor al incontrovertible hecho de las amplias simpatías que la causa antillana gozó entre los libertadores, sentimiento al que contribuyeron de modo innegable los emisarios de quienes se ha seguido su trayectoria en este capítulo.

El eventual arribo de una expedición requería de determinado apoyo en la zona del desembarco. Es significativo que fuera precisamente en el primer trimestre de 1826 —coincidiendo con los preparativos del Congreso y los rumores de la expedición desde Cartagena— cuando se produjeron las primeras acciones con ese objetivo en la región de Puerto Príncipe, que costaron la vida a Francisco Agüero Velazco, Frasquito, y a Andrés Manuel Sánchez, considerados protomártires de la independencia por la historiografía cubana.

Tarja en el Parque Agramonte.
Foto: Henry Mazorra.

Frasquito había estado comprometido con la Liga de la Cadena y todo indica que era uno de los enlaces con Nuevitas, zona donde su familia tenía algunas propiedades.  Al descubrirse la conspiración se vio obligado a abandonar la isla, como medio de burlar la orden de detención en su contra. En Filadelfia se relacionó con algunas de las personalidades que han sido mencionadas —en particular con los hermanos Iznaga Borrell y Gaspar Betancourt Cisneros— y donde es posible conociera a Andrés Manuel Sánchez, quien estudiaba en esa ciudad. Agüero pasó a Colombia en 1825, donde se encontraba Sánchez. La próxima ubicación de ambos es en Jamaica, a donde Frasquito llegó con pasaporte colombiano. Philip Foner referencia reuniones celebradas por estos jóvenes en la cercada isla caribeña “con dos coroneles colombianos y con Sèvere Courtis, el haitiano jefe de la escuadra colombiana” donde fue trazado “un plan para que los dos cubanos suscitaran en Cuba un levantamiento armado que sería apoyado por una expedición procedente de Colombia”[18]. Considérese en esa dirección que en su diario Andrés Sánchez había escrito: “La expedición se acerca ya. Sólo he venido a noticiároslo […] Los mexicanos y los colombianos han hecho los más grandes esfuerzos y empeños para hacernos libres […] Con que es menester que no nos desacreditemos para con ellos y pensar lo que se ha de hacer”[19].

El 11 de enero de 1826, a bordo de la balandra Maryland salieron desde Montego Bay y desembarcaron sin contratiempos en el estero de Sabanalamar, en la costa sur de Puerto Príncipe, desde donde partieron hacia la ciudad cabecera de la jurisdicción, en la que realizaron activa labor en la captación de adeptos a sus planes y la búsqueda de información respecto a la organización y disposición de las defensas de la Isla; hasta que fueron capturados por las autoridades españolas y tras ser sometidos a juicio fueron ejecutados el 16 de marzo de 1826 en la Plaza Mayor de la ciudad. Resulta muy significativo el texto de los pasquines colocados en zonas céntricas de la ciudad en la noche del 3 de febrero:

Compatriotas principeños
Ya que Bolívar, Victoria
Nos tienen en su memoria
Y han hecho fuertes empeños
Porque no tengamos Dueños
Haced las armas prevenir,
Que pronto iréis a recibir
Sus valientes veteranos
Hablo con todos Cubanos
Si apetecéis libres vivir[20].

Las precisas referencias al proyecto de una invasión y la fecha de su distribución remiten a una vinculación con las actividades de Agüero y Sánchez, lo cual permite suponer que el joven abogado José de Jesús Fernández, quien fue acusado por su distribución, haya sido una de las personas reclutadas. Existe también una sincronía con la llamada Expedición de los Trece, organizada por Alonso Betancourt Betancourt —primo de Frasquito Agüero y quien lo había iniciado en La Cadena— y los coroneles colombianos Juan Betancourt y Juan José de Salas, en coordinación con los mismos emigrados revolucionarios cubanos y agentes del gobierno de Colombia que facilitaron la expedición de Frasquito y, como él, zarparon de Jamaica. En la balandra inglesa Margaret viajaron los trece miembros que componían la expedición: cinco cubanos, igual número de ingleses, dos colombianos y un peruano. Existen referencias de que la misión de los dos coroneles colombianos era determinar el lugar apropiado para el desembarco posterior de una expedición armada mayor. Llegaron al embarcadero de Romero, en la costa sur de Camagüey el 8 de marzo —donde conocieron de la detención de Frasquito y Sánchez—, continuaron hasta la boca del río Agabama o Manatí, en la costa sur de Las Villas, pero tras haber desembarcado en ambos lugares sin contratiempos, decidieron regresar a Jamaica.

Con estos acontecimientos se cierra en el Príncipe un capítulo de su historia revolucionaria que pudiéramos identificar como latinoamericanista. Su exposición en esta obra de una forma algo más prolija que la de otros contenidos, se justifica con el interés de presentar un panorama en controversia con aquel que ha sostenido que cuando “el continente se levantó en armas contra España, Cuba permaneció sumisa; hizo más, se preparó a la defensa, fortificó puertos, artilló buques; el negrero se irguió ante Bolívar, ante el libertador y le cerró el paso”[21]. Tal visión monolítica no se ajusta a la realidad, ni siquiera para el gran centro de poder habanero. Ni todas las élites, ni todas las regiones se irguieron frente a Simón Bolívar y le cerraron el paso; sus posibilidades de triunfo es otro tema y ya se saben los resultados; pero para el Camagüey fue un válido antecedente, incluso desde la perspectiva de unas primeras inmolaciones. ¿A nivel de posibles líderes? Es posible, pero sin ellos no se avanza y mucho menos se logran victorias.

En realidad la tácita aceptación española a la independencia de las repúblicas hermanas del continente, hizo que los proyectos libertadores tomaran otros cauces. El anexionismo concitó la atención insular a mediados de siglo. Fue Puerto Príncipe uno de sus focos fundamentales[22]. Se asume como continuación de la lucha contra España. Muchos de los conspiradores del 51 fueron cadenarios en los años 20 y en el 68 se fueron a la guerra. Es que para muchos cubanos en realidad no estaban claras las diferencias entre separatismo e independentismo. Lo buscado por todos era la libertad, España representaba todo lo contrario y en los Estados Unidos muchos creyeron posible hallarla. No existían criterios unificados respecto a la forma en que debía lograrse la liberación ni sobre el destino definitivo de Cuba.

Un análisis del movimiento anexionista debe precisar en primer lugar su referente en tiempo: ¿de cuáles anexionistas estamos hablando?, ¿de los contemporáneos con Gaspar Betancourt Cisneros o con José Ignacio Rodríguez? En esencia el anexionismo es uno y el mismo: un movimiento que nacido en Cuba a mediados del siglo XIX fue animado por disímiles motivos, hasta contradictorios y que por su fin último la negación de la vida independiente de la patria cubana, tenía que terminar asumiendo posiciones contrarrevolucionarias. Pero son dos coyunturas diferentes. Dos citas pueden ilustrar este criterio. La primera es de José Martí, escrita en 1881: “En Cuba la idea de la anexión, —que nació para acelerar el goce de la libertad, ha mudado intento y motivo, y no es hoy más que […] el deseo de evitar la Revolución”[23]. La segunda es de Emilio Roig de Leuchsenrig quien escribió en 1929 criterios muy interesantes sobre este anexionismo los cuales citaré in extenso:

No era antipatriótico en aquella época el anexionismo. Era una manera rápida y eficaz de salir del despotismo de la Metrópoli; de acabar con los abusos, las injusticias, los atropellos, de los gobiernos españoles; de que Cuba, de colonia esclavizada y explotada, pasase a ser Estado libre, democrático, gozando sus hijos de los derechos individuales y políticos que en la Unión se disfrutaban y del bienestar económico que la posición geográfica y riquezas naturales de la Isla, le ofrecía y que bajo el yugo español era imposible esperar.
[...] 
Lo que nunca fue patriótico para los cubanos, es el españolismo. Por echar a España de Cuba, cualquier cosa era aceptable. Ese antiespañolismo llega a tal extremo que hace decir a J.L. Alfonso en 1849, dirigiéndose a Saco, que Cuba “no digo yo a los Estados Unidos, al diablo se daría, por salir de España”.
Muy extendida y arraigada llegó a estar la tendencia anexionista. Cubanos prestigiosos y amantes de su patria, como el Lugareño, la defendieron fervorosamente.
[...] 
Si no fue antipatriótica la tendencia anexionista, si puede ser tachada de flaqueza cívica. Si la repulsión contra el despotismo español, el ansia de libertad y justicia y la atracción que ejercían los Estados Unidos, los hemos señalado como causas productoras de la tendencia anexionista, hay otra más importante que la produjo también: la apatía cubana, las dudas que se tenían de no poder lograr por el solo esfuerzo cubano, la libertad, el derrocamiento del absolutismo español, o que costaría largos años de lucha, y pérdida enorme de vidas y riquezas[24].

El movimiento anexionista cubano de mediados del XIX fue alentado por variados motivos que en esencia fueron los siguientes: la defensa de la esclavitud, la obtención de ventajas comerciales y la conquista de libertades democráticas, el polo de atracción para los camagüeyanos. Identificar a los simpatizantes de cada una de estas variantes no es tan complejo como la demostración de quienes, entre sus seguidores, lo hicieron por razones tácticas ya que para anexarse, primero se debía lograr la separación de España y podían acercarse a ellos, por tanto, los que acariciasen planes independentistas.

La historiografía cubana concuerda en la existencia de tres núcleos anexionistas en la isla. El más importante y poderoso era el de occidente que se formó en el Club de La Habana. Su objetivo declarado era el mantenimiento de la esclavitud y la propiedad contra las posibles acciones inglesas y frente a un eventual movimiento popular, ya fuese abolicionista o portador de intereses más generales pero capaz de poner en peligro el orden social imperante. El segundo núcleo tenía su centro en Trinidad, Sancti Spíritus y Cienfuegos, y estuvo muy relacionado con el movimiento gestado en dicho territorio por Narciso López. No obstante ser considerado esclavista y conservador, la distancia socio económica entre el Valle de los ingenios y las haciendas ganaderas espirituanas permiten pensar en la posibilidad de la existencia de otros matices. El tercer núcleo anexionista de importancia tuvo su centro en Puerto Príncipe —con ramificaciones en Oriente— donde como ya ha sido expuesto, los lazos esclavistas eran más débiles que en el Occidente. Estos hombres “consideraron que el modelo demo-republicano y capitalista del norte de los Estados Unidos, podía convenirles para lograr, como parte integrante de dicho país, el desarrollo de la isla”[25].

A fines de 1849 fue fundada con fines conspiradores la Sociedad Libertadora de Puerto Príncipe. Las fuentes consultadas no coinciden en la relación de los nombres de los fundadores, pero entre ellos hay antiguos conspiradores de La Cadena. En su creación tuvo una gran participación Gaspar Betancourt Cisneros, quien desde Nueva York, donde residía tras haber sido prácticamente expulsado de la isla en 1846, “venía alentando a sus paisanos por medio del periódico La Verdad y a través de correspondencia privada”[26].

Gaspar Betancourt Cisneros, El Lugareño, visto por Francisco de Cisneros en 1867. 
Cortesía de Ricardo Muñoz.

Gaspar Betancourt Cisneros constituye una de las personalidades más interesantes de nuestra historia. Con acierto Luis Álvarez considera que: “El Lugareño en sí mismo representa una especie de síntesis individual de la evolución de la política cubana antes de 1868 (en su tránsito desde una actitud de interés fundamental por las reformas económicas internas, para después pasar al anexionismo, y de éste al independentismo); igualmente fue una figura de indudable atractivo personal por sus peculiares perfiles tanto culturales como humanos”[27].

La Sociedad Libertadora de Puerto Príncipe trabajó con fortuna en la captación de nuevos seguidores al extremo de lograr crear clubes en cada barrio de la ciudad y extender su acción fuera de la jurisdicción principeña, al establecer vínculos en Tunas, Bayamo, Santiago de Cuba, Matanzas, La Habana y Pinar del Río. Uno de sus más fuertes núcleos estuvo en la ciudad portuaria de Nuevitas y al mismo estuvo estrechamente vinculada la personalidad que se convirtió para la historia en el símbolo de este movimiento en el Camagüey, Joaquín Agüero y Agüero.

Agüero nació el 15 de noviembre de 1816 en el seno de una familia de holgada posición económica lo cual le brindó las posibilidades de educación al alcance de los jóvenes de su condición social. Los Agüero son de las familias más antiguas del Camagüey. Como resultado de sucesivos enlaces matrimoniales estaban emparentados con los apellidos de mayor arraigo social y económico de la ciudad. Reconocidos por su “espíritu liberal e innovador, y en cierto modo hereditario”[28], la solidez de los vínculos familiares creados, característica ya señalada de la estructura social principeña, quedó demostrada en los sucesos que desembocaron en Jucaral.

Cuatro acciones realizó Agüero en estos años que atrajeron hacia él la desconfianza de las autoridades españolas:

  • 1. Las gestiones encaminadas a la fundación de una escuela pública gratuita en Guáimaro en 1842 por lo que la Sociedad Económica de Amigos del País le concedió el título de Socio de Número en 1843.
  • 2. La concesión de la libertad a sus ocho esclavos —seis de los cuales constituían parte de la herencia paterna—, mediante escritura de 3 de febrero de 1843 ante el notario José Rafael Castellanos. Esta decisión provocó tal alarma que Agüero decidió retirarse con su familia a su finca El Redentor, en las cercanías de Guáimaro. No obstante recibió orden de comparecer ante el teniente gobernador Francisco de Paula Albuquerque al que aclaró haber dado la libertad a sus esclavos por motivos de conciencia.
  • 3. Su partida en junio de 1843 hacia los Estados Unidos a pesar de habérsele rehusado la entrega del pasaporte. Luego de una breve estancia de unos tres meses, a su regreso fue detenido unas horas en la Sala Capitular y liberado luego de quedar como fiador suyo, su concuño Manuel de Jesús Arango, alcalde ordinario.
  • 4. Su viaje a Islas Canarias en abril de 1848 interesado en el fomento de la inmigración blanca, gestión en la que fracasó tras sufrir gastos y pérdidas considerables, por las conocidas trabas que las autoridades coloniales, interesadas en mantener sus negocios con los negreros, pusieron a tales proyectos.

Esos antecedentes nos permiten sustentar la idea de que cuando en l849 Joaquín Agüero participó en la fundación de la Sociedad Libertadora de Puerto Príncipe, su vínculo más conocido con el anexionismo, era un hombre reconocido ya como un enemigo potencial por las autoridades españolas.

En mayo de 1851 las autoridades trataron de abortar el movimiento con masivas órdenes de detención. A pesar de que algunos comprometidos pudieron ser apresados, un número significativo pudo ocultarse a tiempo, entre ellos Joaquín Agüero que permaneció desde ese momento en un lugar al que bautizó como el Buen Refugio. A fines de junio la persecución arreció y a pesar de que algunos conspiradores opinaban se debía esperar hasta el mes de agosto para iniciar la sublevación, Joaquín de Agüero y sus compañeros decidieron iniciar el movimiento el 4 de julio, una fecha que además de su cercanía tenía la aureola de ser “clásico aniversario de las libertades de América”[29]. Reunidos en San Francisco de Jucaral redactaron y aprobaron una declaración de independencia —la primera aprobada en los campos de Cuba Libre—, donde se proclamaba: “De hecho y de derecho nos constituimos en abierta rebelión contra todos los actos o leyes que emanen de nuestra antigua metrópoli: desconocemos toda autoridad de cualquier clase y categoría que sea, cuyos nombramientos y facultades no traigan su origen exclusivamente en la mayoría del pueblo de Cuba, solo en moral a quien reconocemos con facultades para darse leyes en la persona de sus representantes”[30].

Joaquín Agüero.
Cortesía de Ricardo Muñoz.

Ese día Joaquín Agüero fue electo jefe del movimiento. En la carta que dirigió a los presidentes y vocales de la Sociedad Libertadora, fechada el 18 de julio de 1851 les precisó: “Dios [...] no ha querido q. la gloria inmensa q. había de coronar al primero que gritase ¡Viva Cuba libre! a la cabeza de un movimiento enteramente espontáneo, brillase sobre mi pobre frente. No lo pretendí nunca ni me hubiera creído capaz; pero como todos callabais o bajabais la voz, os estabais quedo o q. os movíais pesado y tímidamente, cuando la agitación expectante del país pedía una voz poderosa [...]”[31]. Aunque el documento está incompleto, conserva los elementos necesarios para caracterizar y contrastar la actitud de los dirigentes de la Sociedad Libertadora de Puerto Príncipe y la decisión personal de Joaquín de Agüero.

El plan militar tenía como punto de partida la toma del poblado de Las Tunas, población que unía a sus compromisos ya vistos con los planes de la Sociedad, las ventajas de su ubicación geográfica a las puertas de la región oriental y estrechos vínculos económicos y familiares con los principeños. Fracasado por causas fortuitas el ataque en la noche del 8 de julio, comenzó la dispersión de las fuerzas. Perseguidos por las tropas que fueron despachadas desde Santiago de Cuba, los rebeldes son sorprendidos en la finca San Carlos, propiedad de Manuel Francisco Agüero. En ese lugar conocido por sus colmenares, se produjo el primer combate entre cubanos y españoles, donde murieron cinco patriotas, Juan Francisco de Torres, Antonio María Agüero Duque Estrada, Francisco Perdomo Batista, Mariano Benavides y un esclavo fugado de sus amos, Victoriano Malledo, El Cuervo. Traicionados cuando trataban de lograr algún medio para embarcarse hacia el extranjero, fueron apresados en el pesquero de Punta de Ganado. Trasladados a Puerto Príncipe se les celebró un juicio, cuya sentencia era esperada y en el cual tanto Agüero como sus compañeros no traicionaron sus ideales.

Miguel Benavides.
Cortesía de Ricardo Muñoz.

El 12 de agosto, mientras Joaquín Agüero y Agüero, Fernando de Zayas y Cisneros, Miguel Antonio Benavides Pardo y José Tomás Betancourt y Zayas eran fusilados en los límites de la ciudad de Puerto Príncipe, Narciso López desembarcaba por segunda vez en Cuba; en una coyuntura diferente a su primer intento por Cárdenas, causada por el llamado Compromiso de 1850, luego del cual se fracturaron las circunstanciales uniones entre los simpatizantes del anexionismo. “El mejor momento para el anexionismo, desde el ángulo cubano [había] pasado ya”[32]. No existen pruebas concluyentes relativas a contactos personales entre López y Agüero. Se sabe el recelo que Betancourt Cisneros sentía hacia el venezolano[33]. Una de las personas juzgada como participante en los sucesos del 51, el presbítero José Rafael Fajardo, cura de Las Tunas, expresó ante el tribunal que “encontraba muy descabellado el proyecto de que los hijos de este país siguieran las ideas de Narciso López”[34].

Es innegable que se confiaba en la ayuda de los norteamericanos. En algunas hojas volantes reproducidas en la imprenta adquirida por la Sociedad, se habla de ello. Francisco Grave de Peralta, uno de los acusados por la Comisión Militar, explicó que los objetivos del movimiento eran “romper el yugo del Gobierno de España para hacerse independientes, y contaba al logro de este propósito con fuerzas que vendrían de los Estados Unidos y con la de ellos mismos; pero que para esto era necesario que en cada pueblo de la Ysla hubiese una junta para que esta se entendiese con la de Puerto Príncipe y obrase de acuerdo en el plan”[35].

Deben tenerse en cuenta las simpatías del pueblo norteamericano por la causa cubana, sentimiento del que es buen exponente un artículo del Sunday Dispatch, reproducido en La Verdad del 24 de abril de 1851:

Jamás el Dios de los cielos protejió la libertad y la independencia Americanas para que se convirtiesen en barreras contra el espíritu de progreso y la marcha de la Libertad de otras naciones [...] Si nuestro Gobierno tanto olvidase su historia revolucionaria, que prostituyese su poder a la perpetuación de la crueldad Española en Cuba, merecería la ecsecreción de cada patriota y de cada filántropo del mundo.

¿Qué pensarían aquellas personas que habían decidido encauzar sus ansias de lucha contra España, sumándose a los proyectos de un movimiento armado anexionista, al que tratarían de abortar en su primera parte: la separación e independencia de España? ¿Se decidirían entonces al riesgo de confiar en sus propias fuerzas? ¿Por qué no considerar la posibilidad de que alguno de ellos esperase una ayuda desinteresada por parte de los norteamericanos? Después de todo podían esperar que algún recuerdo quedara en ellos de La Fayette.

Es muy posible que por estos rumbos estuviera el plan concebido por Agüero, recuérdese el énfasis puesto por él en los derechos soberanos del pueblo. ¿Hasta dónde puede conjeturarse la existencia de puntos de vista diferentes entre Joaquín de Agüero y algunos dirigentes de la Sociedad Libertadora? ¿Tal vez con aquellos que callaron, bajaron la voz, se movieron pesada y tímidamente, cuando el país pedía una voz poderosa? José Martí no midió con el mismo rasero a Narciso López y a Joaquín de Agüero. ¿Quién no conoce el paralelo entre Walker y López trazado por el Maestro y su consideración de que la muerte saneó la bandera de la estrella solitaria, con la que se echó a morir con los Agüero el Camaguey? En un discurso homenaje a José María Heredia expresó “De cadalso en cadalso, de Estrampes en Agüero, de Plácido en Benavides, erró la voz de Heredia, hasta que un día, de la tiniebla de la noche, entre cien brazos levantados al cielo, tronó en Yara”[36].

A similar conclusión arribó Ramiro Guerra cuando escribió que ante la fuerza de los planes anexionistas “Agüero habría de verse arrastrado a actuar en coordinación con éstos” y que ante la nueva coyuntura internacional se había alzado “no sólo contra el poder de España, sino contra el de los Estados Unidos, opuestos a toda expedición y todo intento de provocar una insurrección en Cuba, y contra la decisión de Gran Bretaña y Francia de ayudar con toda la fuerza de sus escuadras y demás fuerzas militares a mantener su dominio en Cuba, a fin de evitar que la Isla pudiese caer en manos de Estados Unidos”[37].

Tumba de Fernando de Zayas en el Cementerio General de Camagüey. 
Foto: Henry Mazorra.


Tomado de La luz perenne, la cultura en Puerto Príncipe (1514-1898) Coordinadores: Luis Álvarez, Olga García Yero y Elda Cento. Editorial Ácana y Editorial Oriente, Santiago de Cuba, 2013, pp.27-34. (Este texto es continuación de Para una historia de Puerto Príncipe (3), https://bit.ly/3wNEdzX)

Leído por María Antonia Borroto.


Referencias:

[1] Hernán Venegas Delgado: “Historiografía “nacional” e historiografía regional en Cuba”, Del Caribe (32), Santiago de Cuba, p.10.
[2] Ramiro Guerra: Joaquín Agüero y Agüero, héroe camagüeyano de la independencia. P. Fernández y Cía, S en C, La Habana, 1951, p. 4.
[3] Matt D. Childs: La rebelión de Aponte de 1812 en Cuba y la lucha contra la esclavitud atlántica, Ed. Oriente, Santiago de Cuba, 2011, p. 193.
[4] Gloria García: “Prólogo”, Matt D. Childs: La rebelión de Aponte de 1812 en Cuba y la lucha contra la esclavitud atlántica. Ed.cit.,  p. 7.
[5] AHPC, Ayuntamiento, Actas Capitulares, libro 27, f. 74.
[6] Hernán Venegas Delgado: “El fantasma de la Revolución Haitiana y la independencia de Cuba (1820-1829)” en Filial y Centro de Estudios Nicolás Guillén del Instituto Superior de Arte: Puerto Príncipe 2006. Ed. Ácana, Camagüey, 2006, p. 102.
[7] Ibíd., p. 110.
[8] Citado por Juan Torres Lasqueti: Colección de datos históricos, geográficos y estadísticos de Puerto Príncipe. Imprenta El Retiro, La Habana, 1888, p. 178.
[9] ANC, Asuntos Políticos, 134/17.
[10] Ibíd., 123/64.
[11] V.: José Fernando Crespo Baró: “José Agustín Arango Ramírez, independentista latinoamericano” en Senderos, Revista de la Oficina del Historiador de la Ciudad de Camagüey, 11/2011, pp. 3-8.
[12] V.: Orelvis Rodríguez Morales: “Francisco Javier Yanes Socarrás, un camagüeyano firmante del Acta de Independencia de Venezuela” en Elda Cento Gómez (comp.): Cuadernos de historia principeña 10. Ed. Ácana, Camagüey, 2011, pp. 38- 43.
[13]“Peregrinación Patriótica a Colombia (Relación escrita por José Aniceto Iznaga)” en Vidal Morales y Morales: ob. cit., t. 1, [1963], pp. 88.
[14] Ibíd., p. 91.
[15] Ibíd., pp. 92-93.
[16] Ibíd., p. 96. Se refiere al cubano José Rafael de las Heras.
[17] V.: Roberto Pérez Rivero: “Planes de defensa españoles de la isla de Cuba en la década de 1820. Ejemplos de la región central” en Elda Cento Gómez (comp.): Cuadernos de historia principeña 10. Ed. Ácana, Camagüey, 2011, pp. 25- 37.
[18] Philip Foner: Historia de Cuba y sus relaciones con Estados Unidos. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1973, t. 1, p. 129. Algunas fuentes mencionan que ambos jóvenes eran miembros del ejército colombiano.
[19] Vidal Morales y Morales: Ob. cit., t. 1, p. 147.
[20] AHPC, Tenencia de Gobierno del Partido Judicial de Puerto Príncipe, leg. 55. Las referencias personales son a Simón Bolívar y a Guadalupe Victoria. (Énfasis en el original).
[21] Enrique José Varona: “Prefacio” en José Antonio Fernández de Castro:
Medio siglo de historia colonial. Cartas de José Antonio Saco (1823-1879). Ricardo Veloso editor, La Habana, 1923, p. XI.
[22] V.: Elda Cento Gómez: El camino de la independencia. Joaquín de Agüero y el alzamiento de San Francisco de Jucaral, Editorial Ácana, Camagüey, 1ra ed. 2003, 2da ed. 2009.
[23] José Martí: “Cuaderno de Apuntes 5”, Obras CompletasEditorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1975, t. 21, p. 166.
[24] Emilio Roig de Leuchsenrig: “Yo no tumbo caña que la tumbe el viento”, Carteles XIV (50): 34, La Habana, diciembre 15 de 1929.
[25] María del Carmen Barcia Zequeira y Eduardo Torres-Cuevas: “El debilitamiento de las relaciones sociales esclavistas. Del reformismo liberal a la revolución independentista” en Instituto de Historia de Cuba: La Colonia. Evolución socioeconómica y formación social desde los orígenes hasta 1867. Editora Política, La Habana, 1994, p. 439.
[26] Fernando Portuondo: “Joaquín Agüero y sus compañeros de Camagüey”, en  Estudios de Historia de Cuba. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1973, p. 205.
[27] Luis Álvarez Álvarez: Letras de Puerto Príncipe. Ed. Ácana, Camagüey, 2000, p. 10.
[28] Francisco Calcagno: Diccionario biográfico cubano. Imprenta y librería de Ponce de León, New York, 1878, p. 19.
[29] Juan Arnao: Páginas para la Historia de Cuba. Imprenta La Nueva, La Habana, 1900, p. 125.
[30] Antonio Pirala: Anales de la Guerra de Cuba. Imprenta de F. González de Rojas, Madrid, 185-1898, p. 91-92.
[31] ANC, Academia de la Historia, 338/30.
[32] Sergio Aguirre: “Quince objeciones a Narciso López” en Eco de Caminos. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1974, p. 148.
[33] V.: Vidal Morales: Iniciadores y primeros mártires de la independencia cubana. Consejo Nacional de Cultura, La Habana, 1963, t. 2, p. 56.
[34] ANC, Comisión Militar, 105/1, f. 100.
[35] ANC, Comisión Militar, 100/4, f. 118.
[36] José Martí.: “Heredia” en Obras completas, t. 5, ed.cit., p. 169.
[37] Ramiro Guerra: Ob. cit., p. 20.

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