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El pintor norteamericano Whistler fue casi tan famoso por sus salidas como por sus cuadros. Una de ellas me impresionó sobremanera, porque me ha proporcionado una fórmula que interpreta bien, a mi juicio, una fase importante de mi carácter. Se discutía delante de él sobre la religión; unos se confesaban luteranos, otros papistas, otros agnósticos. Cierta dama le preguntó:

—¿Qué es usted?
—Yo, señora, soy aficionado.

Pues esto soy, un aficionado. Un aficionado a mirar hacia dentro. Lo cual no quiere decir que logre ver mucho, ni bien. Quisiera ser, pero no soy, un zahorí de almas. En consecuencia he curioseado mucho; y hoy se me antoja reunir aquí algunos de los rasgos con que me represento los hombres notables, que componen mi galería.

No necesito decir que no todos mis coetáneos, ni con mucho, están en mi galería, aunque sean insignes. No pretendo discernir méritos. Los que figuran en ella figuran por la misma razón por la cual cuelgan de las paredes de un taller de pintor, óleos, pasteles, aguazos, bocetos y hasta rasguños.

Con esto, descorro la cortina.

El Lugareño

Gaspar Betancourt Cisneros, El Lugareño

Soy camagüeyano y nací en 1849. Quiero decir que para mí, de muchacho, el hombre, el prototipo de las grandes cualidades humanas, era Gaspar Betancourt Cisneros. No lo conocía personalmente, porque estaba desterrado, con lo cual su figura se agigantaba, tomaba proporciones colosales. Respiraba yo, como todos mis paisanos, la atmósfera de 1851, y cuanto se refería a los patriotas ausentes cobraba el tamaño que dan las distancias y el misterio. Por otra parte, oía hablar constantemente de los grandes servicios que había prestado El Lugareño a la región camagüeyana, al ponerla, construyendo su ferrocarril, en rápida comunicación con el mundo.

Se empezó a hablar al fin en la oscuridad de que “Gaspar” regresaba, y no se hablaba de otra cosa. Muchacho y curioso, no tenía yo sosiego, cuando supe que ya había venido, y que iba a visitar a mi padre. La casa parecía electrizada. todos andaban en vilo. Al fin llegó, y tengo su figura delante de los ojos, a pesar de tantos, tantos años. No muy alto, pulcro, ágil, con la barba encanecida, y los ojos penetrantes, fulgurantes…

No lo volví a ver entonces, porque se retiró a su quinta, la Baronía, en las afueras. Sí lo vi una vez más, cuando fue a darnos el pésame por la muerte de mi padre. En esa ocasión estuve junto a él, oyéndolo, sin hablar, pero guardando en mis adentros el sonido de su voz y la música de sus palabras.

Manuel de Monteverde

A este ilustre dominicano lo conocí mucho, en cambio: es decir lo traté, aunque a la distancia con que entonces un mozalbete se acercaba a un hombre provecto. Gozaba entre nosotros de extraordinaria reputación, y por lo que he leído de su pluma, la merecía. Estaba lleno de saber, y su talento dúctil se mostraba lo mismo en el artículo doctrinal que en la poesía alada. Sus cartas sobre el cultivo de las flores tienen sabor exquisito.


Esteban de Jesús Borrero

No, no era Esteban de Jesús. Era ¡el poeta! Para mí, que me pasaba el día rimando a destajo, ese título me parecía el más glorioso. Allá no le decían sino el vate, pero me sabía a poco. El poeta, mi poeta. Le dirigí una epístola en versos, y todavía estoy esperando respuesta. El cantor de Marta era tan famoso por sus rimas, como por su pereza.

Salvador de (sic) Cisneros 

Como su secretario, Esteban de Jesús, no se llamaba para mí sino “el poeta”, Salvador no tenía para mí otro nombre sino “el marqués”. Tuve correspondencia con él durante la primera guerra y ocasión de tratarlo mucho luego. Me hacía la impresión de una estatua formada de un solo bloque. Sus ojos no contemplaban sino una sola visión. Vivía dominado por una sola idea. No fue un hombre, sino un propósito.

En la complejidad infinita de la vida, en el torbellino de la acción, los de esa contextura a veces logran dirigir algún tiempo, a veces son arrastrados y sumergidos.

Mi hermano Adolfo

Como no lo conocía sino en mi mocedad, no puedo juzgarlo sino con mi juicio de mozo. La variedad de sus talentos me fascinaba. Sus cuadros fueron los primeros que vi de cerca. Y como me faltaba el punto de comparación, me parecían excelentes. Su ejecución al piano era en realidad brillante. Compuso una zarzuela, y su música ligera se cantaba sólo en mi cerebro. Sus “Proverbios de Salón” revelaban la vis cómica que había bebido en Francia, donde se formó su contextura mental, pues desde los siete años lo condujo allá mi padre, allá residió no poco, y de allá trajo un sello que jamás perdió. Ni sus largos años de residencia en el Norte pudieron borrarlo. Profesó la medicina en Brooklyn, escribió en inglés de higiene, de cirugía, fue médico a la americana, pero siguió siendo francés en ideas y modales.

Antonio Pichardo

Daría cualquier cosa por saber lo que pensaba de mí Antonio Pichardo, joven entonces, ya abogado y escritor aplaudido, cuando me he presentado yo con los borrones de mis versos. Para mí, adolescente, él era un maestro, y si no sé lo que pensaba, sí sé el temblor íntimo con que comparecía yo ante el tribunal. Aquel joven, de tan pequeños pies, me parecía un gran juez literario, y no acertaba a decirme a mí mismo si estaba ante él como litigante o como reo.

Julián Gassie

He leído tanto sobre las rivalidades de los literatos, que de ser cierto siquiera en la mitad, Julián Gassie constituyó a ese respecto la más completa excepción. Ilustradísimo, cultísimo, no pareció tener otro objeto en su vida que hacer brillar a los demás. Escribía mucho y rara vez firmaba lo que escribía. Fue el más activo resorte de la Revista de Cuba y del Triunfo, nadie contribuyó más a la formación del Partido Autonomista, pero su nombre apenas resonaba fuera del círculo a que daba luz muchas veces, calor siempre. Cuba perdió grandemente con su muerte prematura, y apenas lo echó de ver.

José A. Cortina

Hombre singular. Arrogante figura, voz agradablemente timbrada, fino, llano y a la par distinguido; hablar en público era su pasión y su deleite, marcar honda huella en la historia de su país, su sueño dorado. Y con todo eso, algo de infantil y candoroso en el fondo. Antítesis, por el carácter, de Julián Gassie, un mismo destino trágico los tronchó impasible cuando más se desbordaba en ellos la savia.

Ricardo del Monte y Enrique Piñeyro

Fueron Ricardo del Monte y Enrique Piñeyro los dos hombres de letras más completos que he conocido. Grandes humanistas, en verdad. Del Monte, mucho más vuelto al pasado; Piñeyro más curioso de lo moderno. Éste, rico en todas las dotes exteriores era disertísimo; aquél, concentrado, taciturno, era incapaz de hablar en público aunque con su admirable pluma solía llegar a la elocuencia. Piñeyro no ocultaba nada en su rico fondo, Del Monte escondía receloso el alma en las dotes de un gran poeta.

José S. Jorrín

Exquisito producto colonial. Cultísimo, refinadísimo, sus modales podían servir de ejemplos para caracterizar al “gentleman”. Su conversación encantaba. Pero vivía en el sordo miedo al despotismo español.

Hubiera querido poner un muro diamantino en torno de su vida, para que ninguna mirada extraña penetrara en el jardín de su alma. Y allí cultivaba las flores más delicadas.

Manuel Sanguily

Manuel Sanguily

La noche que habló por primera vez Sanguily en La Habana, después de la década sangrienta, tuve el honor de presentarlo al público. El señor Jorrín se me acercó después de la espléndida oración del tribuno, y me dijo, no sé bien si algo irónico o algo temeroso: “Sacó usted el machete de Sanguily y lo puso sobre la mesa. Lo que ha seguido era natural”.

Lo que había seguido era la demostración de que la fama había pecado de parca, al prodigar los loores del orador ausente. Sanguily, por el brillo a veces relampagueante de la dicción, por la abundancia de ideas, por la plenitud de emoción patriótica era en realidad nuestro orador y era un gran orador. Lo he escuchado después muchas ocasiones: en grandes discursos, en doctas conferencias, en pláticas familiares, y no lo he encontrado nunca inferior a sí mismo.

Luisa Pérez de Zambrana

El dolor fue su musa; es decir, que en su corazón más que sensible, el dolor, como tocado por varita mágica, se trueca en un ramillete flamígero del que se desprenden flores irisadas.

Rafael Montoro

En su primera juventud era hegeliano y sospecho que lo ha seguido siendo siempre. El hegelianismo es una doctrina abstrusa, pero amable y cómoda.

El señor Montoro es la amabilidad personificada. El hegelianismo concierta hasta lo inconcertable. El señor Montoro es el concertador, el componedor, el arreglador por excelencia; desde luego es mucho más, porque ese caballero irreprochable con la sonrisa siempre dibujada en los labios, oculta un orador estupendo. Ha querido la suerte que, en otros tiempos, hayamos discutido mucho desde posiciones opuestas. Y he sido siempre de su opinión mientras lo he estado oyendo.

Gabriel Zéndegui

¿Literato? Más, mucho más. Enamorado de la belleza. De toda la belleza expresada por la magia de la palabra, y esto ha sido para él verdadera fuente de Juvencio.

El pianista Jiménez

No lo oí tocar sino una sola vez. Pero no lo he olvidado nunca. Estaba yo junto al piano, y no podía apartar los ojos de su mano. No, aquellas no eran manos, sino copos de sedas que arrancaban hechiceramente de las teclas cascadas de rosas, surtidores de agua nacarina, luces de Bengala, algo exquisito, etéreo, indefinible, inexpresable. La música flotaba, descendía, me envolvía y embelesaba. Sólo las blandas manos de Fernando Arizti tuvieron ese poder.

José María Gálvez

Era amable y no prodigaba la amabilidad; lo traté mucho, y no llegué a penetrarle. Se me ocultaba. No lo creo. Quizás le pasó con respecto a mí lo que al presidente Estrada Palma. No congeniaba conmigo. Gran abogado, orador severo y conciso, la discreción en pasta.

Saladrigas

Era amable y prodigaba la amabilidad. Tenía siempre las dos manos extendidas hacia el que saludaba. Voy a atreverme a usar un término familiar que ya oía de muchacho: era un guachinango; lo era siempre, cuando conversaba, cuando discutía, cuando peroraba. Había nacido para vivir a sus anchas y poner a sus anchas a cuantos le rodeaban.

Brindis de Salas

Un apolo de ébano. Pero con un violín en vez de lira.

Antonio Zambrana

No oí a este gran orador cuando, mozo aún, tronaba desde el Sinaí en la manigua. Pero sí lo oí varias veces en su madurez y en plenitud de su talento y sus grandes facultades. Comprendo que haya dejado huella tan profunda en los países por donde pasó y me pasmo de la oscuridad que lo envuelve en su país. Dicen que está enfermo; también está enfermo nuestro patriotismo.

Esteban Borrero

No lo tengo en mi galería, lo tengo en un relicario que no gusto de franquear a las miradas indiferentes.

Pepe Varela

Para mí pasar de Borrero a Varela es tan natural, como me sería imposible pensar en el uno sin el otro. Formamos, en los años en que estos vínculos se forman, una estrecha cadena que todo ha contribuido a soldar: identidad de gustos literarios, paridad de ideas políticas, similitud de trabajos científicos, igualdad de aspiraciones filosóficas, sólo en una cualidad, en una gran cualidad, se ha distinguido Varela de nosotros, en el equilibrio mental.


Aurelia del (sic) Castillo

Esta amable escritora, entre nosotros, ha hecho más con sus obras en fa vor del feminismo que muchos escritores, puestos de propósitos a enzarzarlo y defenderlo. Porque su vida, en que se mezclan por igual la sensibilidad y la fortaleza, el ejercicio de las letras y la más tierna solicitud por la familia, el cumplimiento total del deber y las gracias femeniles, demuestran plenamente que una mujer puede ser y es muchas veces, factor tan útil como un hombre bien dotado para el progreso social.



Antonio Mestre

¿Qué idea nos formamos de un erudito? Pues Antonio Mestre, que era un erudito de cuerpo entero, no correspondía en lo más mínimo a esa idea. El hombre más llano del mundo, no parecía ocupar ningún espacio en la tierra, y no porque viviera suspenso y abstraído, sino porque la modestia le era congénita. Nadie lo hubiera distinguido de la multitud, pero quien él ponía cerca de sí no podía confundirlo con nadie.

José M. Mestre

Hay hombres quienes, por mucho que se esfuercen, no pueden dejar de ser vulgares. José M. Mestre, aunque se hubiera empeñado en serlo o parecerlo, no podía ser vulgar. Fue el hombre distinguido. En su figura, en su traje, en sus ademanes, en sus ideas, en sus escritos, en sus discursos, había un sello peculiar de elegancia, de sobriedad, de buen gusto, que trascendía a esos perfumes delicados que usan las mujeres de buen tono. Hacía pensar que una reunión de personas así formaría un bello trasunto de la sociedad de los interlocutores de un Decamerón expurgado.

José A. Echevarría

Porque a nuestro parecer
cualquier tiempo pasado fue mejo
r.

Pienso en ocasiones que ya no hay hombres de ese corte. Escritor atildadísimo, lo era en toda su persona. Aunque se le aplicara la lente de la benevolencia más escrupulosa, hubiera sido imposible sorprender una mancha ni en su traje, ni en su carácter.

Miguel Figueroa

Facundia irreprensible, torbellino de palabras, juegos malabares, fuego de artificios… sus arengas eran un arcoiris.

Martí

Un titán con cuerpo de pigmeo. No le cuadran las medidas corrientes. El que llegue a escribir su biografía habrá realizado esta empresa sobrehumana: hacernos comprender cuánto puede haber de sobrenatural en un producto de la naturaleza.

Maceo

Estupendo destino el de este libertador. Pasó como tromba de fuego de Oriente a Occidente de la isla, y desapareció fulminado. Pero en su tumba sepultó sus raíces poderosas el árbol de la libertad que nos cobija.

Máximo Gómez en 1901, retrato tomado en New York


Máximo Gómez

Sólo una vez me encontré con él. Fue en casa de una ilustre viuda. Traté no de sondearlo, pero sí de estudiarlo. No lo logré. Con suma naturalidad se entretuvo en los tópicos de una conversación corriente, que duró mucho tiempo, sin darme el menor asidero para coger una pizca de lo mucho que llevaba en su espíritu.

Sus ojos de águila vagaban al parecer indiferentes, pero algún relámpago instantáneo parecía decirme: No me gustan los curiosos.



Nicolás Heredia

Era un hombre de seda. Sabía ver, oh, sí, sabía ver; pero se guardaba para sí su visión; no se transparentaba nunca bajo la suavidad de su exquisita cortesía. Con la pluma en la mano, tenía el arte y la expresión del crítico, juzgaba sin pasión y sentenciaba sin recelo; mas hablo aquí de la persona, no del escritor.

José Enrique Montoro

No lo agobiaba su gran nombre. En su pequeño cuerpo se traslucía fácilmente un gran espíritu. Hubiera sido también orador insigne aunque le faltaba la voz llena, pastosa y flexible de su padre. Fue mi discípulo, y un modelo de discípulo. En él se realizó a la letra, por desgracia, la patética amenaza de Menandro: poseía demasiados dones para vivir demasiado.

Tejera

Vivía como dice de sí la condesa de Novilles, “desbordante de songes”. Solía mecerse en su hamaca ideal; y a sus vaivenes su mente alada se espaciaba por el cielo de las reformas sociales, que son otras formas de quimeras etéreas. El mundo, por desdicha, es irreformable.

Lanuza

Hubiera podido poner a su vida el epígrafe de la generosa asociación de Anatole France y Henri Barbuse: claridad.

Francisco Sellén

Si Lanuza fue claridad, Francisco Sellén fue bondad. No he conocido hombre mejor. En su pequeño santoral ocupa una gran página. Modesto hasta olvidarse de sí mismo, valía mucho más que otros que se pavonean, ostentando méritos reales bajo colores demasiado vistosos. Sabía cuánto podían saber cien pedantes instruidos, pero estaba en el polo opuesto de la pedantería.

Antonio Sellén

Fue un salterio colgado de una palma, no de un sauce. Todos los vientos que soplaban de los cuatro rumbos del horizonte poético, hacían resonar sus cuerdas. Y así dejó discurrir su vida dulcemente, atareada.

Cecili Arizti


Cecilia Arizti

Tuto l’orbe é armonia”. Y si un alma moldeada para recibir el influjo divino de los conciertos de la naturaleza se encuentra desde temprano en una atmósfera doméstica del todo artístico, no es de extrañar que se revele en ella en toda su plenitud, el talento musical. Éste es el caso de Cecilia Arizti, discípula de su padre Fernando Arizti, y de Espadero: tan grande pianista como el primero, y compositora tan inspirada como el autor famoso de “Lamento del esclavo”.



Cabrera

Todo penetración. Nacido dos siglos antes hubiera sido un terrible inquisidor. Por supuesto, si este gran heterodoxo de la Colonia hubiera sido ortodoxo de la Iglesia.

Antonio Govín

Tremendo ironista en la tribuna. Se envolvía en su desdén como un romano en su toga. Cuando una ráfaga de cólera patriótica sacudía su figura impasible, restallaba el sarcasmo en sus labios como un látigo y dejaba sangrientas cicatrices en la espalda del colonialista empedernido.

Eliseo Giberga

Pontífice máximo entre nuestros pontífices máximos. Su dominio era la tribuna. En ella se transfiguraba. Realmente resplandecía como si el águila que fue, según el epigramista, la sombra de Platón, lo viniera a orlar con sus alas.

Valdivia

Talento ilimitado, erudición literaria pasmosa. Tengo miedo al universal escepticismo, que descubro de pronto debajo de sus elogios ditirámbicos.

Carrión

No me parece un hombre, sino una estupenda facultad de conocer, servida por unos ojos que ven hasta siete estados bajo tierra.

Bustamante

Nuestro Crisóstomo. El deleite que me produce su palabra fluida y transparente, de donde surgen tan bellas ideas, podría compararlo al de una llovizna perfumada en que se mezclaran pétalos de rosas, como la que solía bañar a los invitados en los festines de Roma.

Vedado, 20 (de) julio, 1921


Publicado en Revista de la Facultad de Letras y Ciencias (La Habana), año 4, Nº 2 (1907), pp. 39-47. Tomado  de Desde mi belvedere y otros textos. Prólogo, cronología y bibliografía Salvador Bueno. Caracas, Fundación Biblioteca Ayacucho, 2010, pp.251-262.

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