Los españoles gozan todos de sus derechos políticos por tradición y por todas las diferentes y sucesivas constituciones políticas; los cubanos, dicen ellos, que son españoles, y, sin embargo, sostienen que no deben gozar derechos políticos. ¿Por qué esa diferencia?
Examinemos el raciocinio que hacen en este punto, que es por demás peregrino.
Dicen que no deben concederse derechos políticos a los cubanos, porque éstos no habían de utilizarlos sino para segregarse de la nacionalidad española, que, por tanto, nunca se les han ofrecido, ni debe ofrecérseles, sino ser gobernados por un régimen fuerte que los obligue a permanecer bajo la dominación de la metrópoli; y para confirmación de esto, se citan y aducen dichos y escritos de algunos cubanos que se han expresado en sentido análogo, manifestando que no quieren nada con España, y que si algo aceptan de ella es con calidad de por ahora y mientras llegue la ocasión de ser independientes y regirse por sí mismos.
Pero, ¿cómo pueden hacerse seriamente estos argumentos contraproducentes, y que forman un círculo vicioso en que se contradicen los mismos que lo hacen? Y esto se demuestra con una sola observación.
Si los cubanos quieren segregarse de la madre patria, ¿cuál es la razón que tienen o que alegan? No es otra sino la de estar mal gobernados: luego cuando estén bien gobernados, no querrán segregarse de su nacionalidad.
Ahora bien, están mal gobernados porque no intervienen ellos en su gobierno y administración, porque no se les conceden derechos políticos; luego no concediéndoseles, como no se les quiere conceder esos derechos, han de estar siempre mal gobernados; y estándolo y no teniendo esperanzas de dejar de estarlo, han de desear y propender a la separación, para regirse por sí mismos.
Elijan, pues, estos neo-raciocinadores: o los cubanos están bien gobernados, y entonces no han de querer segregarse de una nacionalidad y un gobierno que los satisface, o están mal gobernados, sin esperanzas fundadas de mejoras, y entonces tienen derecho y justicia para pretender separarse, y procurar por sí mismos la rectificación de sus destinos. El dilema es ineludible.
Pero decir que los cubanos quieren estar bien gobernados para renegar de su buen gobierno y separarse a correr aventuras, es suponer, o que los cubanos son insensatos, o que lo son los que así lo suponen; y como los pueblos nunca son insensatos, resulta que lo son aquéllos que hacen argumentación semejante, porque, en efecto, es necesario la demencia o la mala fe para argüir de esta manera: dejamos también la elección a los argumentadores.
No negaremos que haya habido cubanos que han manifestado deseos de separar a Cuba de la metrópoli, y aún, si se quiere, de separarla a todo trance, aceptando las libertades que se concedan, con el objeto de llevar a cabo aquel propósito. No podemos llevar más lejos la suposición: ya se ve que concedemos, o damos por supuesto, todo lo más avanzado de las suposiciones contrarias.
Pero, ¿sabéis por qué es esto? Pues es porque esos cubanos estaban persuadidos de que nada tenían que esperar de los gobiernos de España; porque veían y sabían, o creían saber, que nada eficaz había de concedérseles; o que las mayores concesiones que podrían obtener, no habrían de ser las eficaces y verdaderas. En suma, porque veían y sabían que todos los hombres de Estado de España, de todos los partidos, inclusos los más avanzados, cuando se trataba de Cuba, hacían el mismo raciocinio torpe a que acabamos de contraernos: el de que la libertad en Cuba no ha de servir sino para la independencia.
Y fuerza es confesar que no dejaban de tener los cubanos razones para creerlo.
No queremos remontarnos a épocas lejanas, porque son modernas todas las citas que se hacen, pero de 1836 acá, desde D. Agustín Argüelles hasta el Sr. Aráiztegui, todos los hombres de Estado de España y los que no lo son han pensado, con respecto de la política de Cuba, de la misma manera.
Argüelles decía que los diputados americanos habían venido a las Cortes a engañar a sus compañeros, y a poner sus posiciones y sus talentos al servicio de la independencia de aquellos países.
Sancho decía que si se le preguntaba cual Constitución había de darse a las colonias americanas, respondería que ninguna.
Y procediendo con una intención doble, o cuando menos misteriosa e indescifrable, declararon aquellas Cortes que la Constitución española no era aplicable a las colonias americanas, las cuales habían de regirse por leyes especiales. Estas leyes especiales habían de ser políticas o constitutivas, porque de eso era de lo que se trataba en aquellas Cortes constituyentes y, sin embargo, no lo expresaron, para dar lugar a la interpretación que después se ha hecho, de que aquellas leyes especiales eran las del absolutismo allí, y la libertad acá.
Al menos esta fue la realidad entonces y después, en 1845, cuando se repitió la misma oferta de leyes especiales, y la misma práctica del absolutismo en una parte y la libertad en la otra.
Después, los gobiernos sucesivos hablaron alguna vez de reformas en Ultramar, políticas según la oposición, y administrativas solamente, según el gobierno; y las políticas de la oposición se limitaban a la asimilación con diputados a Cortes antillanos, pero el gobierno decía que necesitaba estudiar; nunca se hicieron esos estudios, y no se verificó ni la asimilación, ni más leyes especiales, que las antiguas del absolutismo en Cuba y la libertad en España.
Por último, en 1865 hubo un conato que pudo parecer serio, y se expidió el famoso decreto en que se convocaba una junta compuesta de elegidos por los habitantes de Cuba, y otros por el gobierno, para que informaran acerca de las reformas políticas y administrativas que convendría establecer en aquellos países. Esto, más que una oferta, parecía un propósito de acometer reformas hasta políticas en el régimen ultramarino (y aquí tiene el Sr. Aráiztegui como se han hecho a los cubanos ofertas que no se han cumplido).
Ya entonces, aunque como hemos dicho, esto, más que oferta, parecía un propósito, e indudablemente era un conato, sin embargo (sic), los cubanos habían sido víctimas de tantas ilusiones y tantos desengaños, que muchos dudaban y recelaban, y aun alguno más ofendido pretendiera que se rehusara acudir a un llamamiento que de antemano sostenía que había de ser ilusorio. Tanta y tan arraigada era la desconfianza.
Pero la nobleza y el patriotismo triunfó de todo. “Nos llaman, dijeron los cubanos, para consultarnos acerca de las leyes políticas y civiles que hayan de regirnos: no se diga jamás que rehusamos nuestros consejos al gobierno y nuestro apoyo a la patria. Acudamos al llamamiento; digamos todo lo que tenemos que decir sobre lo que se nos pregunte y sobre lo que no se nos pregunte, si fuese necesario o conveniente: escribámoslo para que conste, y suceda lo que suceda, nosotros habremos cumplido nuestro deber, si los demás no cumplen los suyos.”
Las elecciones se hicieron, y triunfaron en ellas los patriotas, a pesar de todo cuanto se hizo para impedirlo; vinieron los comisionados y hablaron y escribieron cuanto tenían que decir sobre todas las cuestiones políticas, económicas y sociales, y guardaron sus borradores que después imprimieron para que jamás pueda decirse que el gobierno de España carecía de nada de lo que pudiera necesitar, para cumplir sus ineludibles deberes con respecto a sus colonias de las Antillas.
El ministro de Ultramar, en el discurso de la clausura de las sesiones, se manifestó altamente satisfecho de la conducta de los comisionados, a quienes hizo la justicia que merecían, y prometió solemnemente a nombre del gobierno (entiéndalo bien el Sr. Aráiztegui) prometió solemnemente, que se acometerían desde luego las reformas políticas y sociales que demandaba el Estado de aquellas islas, autorizando expresamente a los comisionados a que así lo comunicaran a sus comitentes para su debida satisfacción.
Los comisionados, crédulos por centésima vez, así lo hicieron; y el resultado ya se sabe cuál ha sido. Ya lo hemos apuntado, pero es necesario repetirlo. Las palabras se desvanecieron; las ofertas, como siempre, no se cumplieron; y todo lo que produjo aquella información fue una creación y recargo enorme de contribuciones, con la indigna añadidura de suponerla o dar a entender que había sido pedida por los comisionados. La burla no podía ser más completa: los comisionados se retiraron indignados, y la realización del nuevo impuesto hizo lo demás. La insurrección estalló enseguida.
Dígase ahora, en vista de todo esto, si los cubanos carecían de razón y de fundamento bastantes para desconfiar del gobierno de España, para creer que jamás se les hará justicia, porque nunca se había pensado en hacerla, y, por último, para buscar por otros senderos, la debida satisfacción de sus necesidades.
Lo que hay en este punto es otra verdad, que nos hemos empeñado siempre en desconocer. Los cubanos lo que han querido siempre es la libertad que se les debe: la intervención en su régimen y administración; lo que de ninguna manera era incompatible con su unión a España. Su lema no era sino Cuba libre. Preferían serlo con España; así lo pidieron, instaron, lo suplicaron, y cuando vieron que todo era en vano, que España rehusaba, resistía, a todo se negaba, entonces fue cuando dijeron: Cuba libre, con España si España quiere; si no quiere España, sin España. Siempre la alternativa. Si después la suprimen, o la han suprimido, culpa será de los que los hayan forzado.
Sin embargo, se dice, el sistema de asimilación debió haberles bastado: no tenían derecho de quejarse si, considerando a la Isla como provincia española, se hacía extensiva a aquellos dominios la Constitución de la monarquía, y esto se hizo en 1820 y en 1834, y sin embargo, los cubanos permanecieron descontentos, e insistieron en sus planes.
No sabemos que esto sea completamente exacto, pero no esquivamos ningún argumento; nos agrada acudir a todos los terrenos, y suponiendo cierta esa hipótesis, los cubanos tendrían mucha razón para no darse por satisfechos con el sistema de asimilación, por más completo que pudiera ser, puesto que habría de ser más ineficaz, mientras fuera más completo. Y la razón es evidente.
Con el sistema de asimilación queda subsistente la centralización; y ya sea por el ministerio o por las Cortes, se gobierna desde Madrid, desde un centro a 1 600 leguas de distancia, sin conocimiento y sin oportunidad, aunque vinieran al Congreso diputados antillanos, que serían tan inútiles como lo han sido siempre, y como no pueden dejar de ser 20 o 30 individuos confundidos entre 300 o 400.
Y la mayor prueba de esta verdad es que el Sr. Aráiztegui ha aceptado este sistema y ha querido ser diputado por Cuba, cuando los amigos le han ofrecido sus sufragios.
EI Sr. Aráiztegui cree que no puede conservarse a Cuba sino con un gobierno fuerte que la obligue a permanecer bajo la dominación española, y aceptando la asimilación y la diputación, demuestra su creencia de que con ambas cosas se puede gobernar y conservar a Cuba, no por la voluntad y el buen gobierno, sino por la fuerza, que es para él el único elemento de la conservación y del gobierno de Cuba.
Y tiene razón el Sr. Aráiztegui: con el sistema de asimilación puede muy bien conseguir su objeto.
Por esto, semejante sistema no ha sido nunca el adoptado, ni el que conviene a las colonias lejanas y que han llegado a cierto grado de civilización y cultura, las cuales requieren entonces una descentralización bastante, para que puedan ellas mismas darse las leyes y administrarse por sí mismas, por medio de sus Cámaras legislativas, y con más o menos intervención del gobierno metropolitano, según las circunstancias.
Éste es el sistema que han seguido las naciones civilizadas y colonizadoras de Europa, y especialmente Inglaterra, maestra en estos asuntos, y con los más satisfactorios resultados; y esto es lo que nunca ha podido caber en las cabezas, ni entrar en los propósitos, de los hombres públicos de España.
Para ellos, para todos ellos, cualquier clase de libertad en las colonias es allanarle el camino de la independencia; y ese régimen político especial, a que llaman impropiamente autonomía, es para ellos la independencia misma. Y con tales ideas, o con la afectación de tales ideas, es inútil pensar en que puedan nunca conceder libertades a las colonias y muchísimo menos que pudieran llegar hasta las leyes políticas, especiales y descentralizadoras, sin las cuales no serán jamás, ni podrán ser bien gobernadas.
Y he aquí por qué los cubanos tendrían motivo para no conformarse con el sistema de asimilación que han practicado sin fruto, y para aspirar a la separación, en la imposibilidad de obtener esas leyes, llamadas autonómicas, que se les deben y que es lo único satisfactorio y que les conviene.
Hay además otra causa que justificaría a los cubanos, y es la de que, ni al mismo gobierno de la metrópoli le conviene, que vengan al Congreso los diputados de Cuba. Allí se han cometido crímenes que no se quieren corregir, sino guardar en silencio; y el gobierno no ha de consentir, que vengan diputados cubanos a denunciar al mundo con su autorizada voz lo que un comisionado denunció en secreto en la junta de información.
Ahora han sido convocados porque se cree tener confianza en el éxito de las elecciones. Pero, ¡ay de nuestra honra, si el gobierno se equivoca ahora, como se equivocó entonces! De todos modos, o no volverán a ser convocados, o si se convocan, al menor amago de temor o de sospecha, serán ignominiosamente sacrificados, como en 1837. Los cubanos lo saben, y no es extraño que desesperen de obtener ninguna clase de concesiones, ni que las que se otorguen sean duraderas.
No tiene, pues, razón el Sr. Aráiztegui y demás de sus compañeros en asegurar, que había mala fe, doblez y perfidia de parte de los cubanos, cuando pedían libertades, no para disfrutarlas, sino para valerse de ellas y utilizarlas, con el fin de consumar la separación que suponen ser su verdadero objetivo.
El Sr. Aráiztegui confunde, o no quiere penetrar en el fondo de la verdad. Lo que hay en esto es que a los cubanos nunca se les ha concedido, ni pensado en concederles, lo que en justicia se les debe con un régimen autonómico, sino libertades a medias o ineficaces con el régimen de asimilación, y estando, con fundamento, convencidos de que nunca podrán obtener, sino cuando más esto último; no debe extrañarse que utilizaran esas libertades a medias que no pueden satisfacerlos, para obtener la completa que se les debe y que se les niega sin razón. En cuyo caso, la culpa no será de ellos que aspiran a lo que se les debe de justicia, sino de los que se la niegan.
Y si el Sr. Aráiztegui y consortes quieren la última prueba de esta verdad, oigan lo que dice su correligionario La Integridad Nacional en 19 de enero de 1871, hablando de los malos nombramientos de empleados para la gran Antilla.
Dice:
¿Se convence ahora el Sr. Aráiztegui, y todos los que piensen con seriedad en estos asuntos, de las justísimas razones que han tenido los cubanos para no esperar nada de sus supuestos hermanos los peninsulares? Ahora que estamos en peligro, dicen, seamos justos para salvarnos; después que cese el riesgo y nos salvemos, tendremos tiempo y volveremos al favoritismo, a la injusticia, la explotación y la iniquidad. Si el Sr. Aráiztegui y demás compañeros no se convencen, será porque les falta, con la buena fe, la voluntad.
Sabemos la cita que se nos hace en este particular, que es la del segundo período del mando del general Dulce. Quisiéramos haber dejado el examen de este punto para otro lugar que nos parecía más adecuado; pero lo anticiparemos, porque aquí también cabe, a reserva de recordarlo después, si fuese necesario.
Dicen que el general D. Domingo Dulce, en el segundo período de su mando, llevaba instrucciones y facultades para ofrecer y plantear desde luego en Cuba las reformas más liberales, que las planteó en efecto, y que los cubanos rechazaron las unas y abusaron o se valieron de las otras para marchar a su fin u objeto predilecto, que era la separación.
Aquí se mezcla lo falso con lo verdadero para apoyar una calumnia y encubrir una indignidad; y vamos a decir lo que hubo de cierto en todo esto, porque creemos saber la verdad.
Efectivamente, según se nos asegura por personas que deben estar perfectamente enteradas, el general Dulce ofreció amplias libertades a los insurrectos, y comenzó a plantear algunas en la Habana o en la Isla. Envió comisionados a aquellos, ofreciéndoles una Constitución análoga a la del Canadá. Sin duda el gobierno de la metrópoli se convenció de la justicia con que los cubanos deseaban intervenir eficazmente en el régimen y gerencia de sus asuntos, y autorizó a su Delegado para hacer esa proposición: la hizo en efecto, y es falso de toda falsedad que los insurrectos la rechazaran.
Podría haber alguno que otro intransigente, lo que nada significa, porque no hay regla sin excepciones; pero los jefes principales que debían estar seguros de sus hechos y de que serían confirmados por sus subordinados, acogieron y aceptaron desde luego la proposición, exigiendo solo las debidas garantías, como lo demuestra la contestación que dio Mármol a D. José de Armas, uno de los comisionados, y que a la letra es como sigue:
Si después Armas, dijo que había llevado tales o cuales intenciones, esto será culpa personal y sólo suya, pero que de ninguna manera invalidará ni oscurecerá el hecho positivo, de la aceptación de sus proposiciones por los insurrectos, contante en el documento transcrito.
Armas no pudo llegar hasta donde estaba Céspedes el jefe de la insurrección, porque no habiéndose pactado un armisticio previo, no eran fáciles los viajes y comunicaciones, y ya se ha visto después la suerte que podían correr en Cuba estos parlamentarios, pero vio a Mármol que era su segundo, y que contestó debidamente autorizado; y ya se ve que se aceptaban las proposiciones, si se daban las debidas y correspondientes garantías que asegurasen su cumplimiento, pues nadie podría exigir, ni era racional y cuerdo, entregarse a merced del enemigo, sólo en la cándida confianza de una simple oferta.
Pero, de todos modos, lo cierto es que la proposición no fue rechazada, sino, por el contrario, admitida —bajo condiciones, es verdad—, pero condiciones que no podían ser rechazadas, partiendo de la buena fe que debía suponerse en el proponente, puesto que esas condiciones no eran otras que las de las garantías necesarias para asegurar el cumplimiento de lo que se ofrecía y aceptaba.
Este documento debió llegar a las manos del general Dulce, y al conocimiento de cuantos le rodeaban; lo tuvimos en nuestro poder desde el principio, se ha publicado después: ni el Sr. Aráiztegui ni nadie debe ignorarlo, y es una calumnia, una imputación falsa, hecha a sabiendas, decir y asegurar que los cubanos no han querido nada con España, cuando consta lo contrario en documentos auténticos que nadie ha negado ni podrán negarse.
Ahora ¿por qué quedó sin efecto esa transacción? ¿Cómo es que, después de propuesta y aceptada no pudo realizarse? ¿Sería porque el general Dulce y el gobierno, su delegante, se negaran a acceder a las garantías que se demandaban? No queremos hacer esa injuria al gobierno de una nación hidalga, si así fuera, peor para ella y para sus defensores: los insurrectos serían los que, en ese caso, quedarían justificados.
Pero no creemos que esto fuera lo cierto. Por el contrario, creemos o debemos, o nos agrada suponer, que el gobierno y su delegado procedían de buena fe, que deseaban terminar de aquella manera pacífica y digna esa guerra fratricida, y que no se llevó a cabo su laudable propósito por la tenaz e inicua resistencia de los que deseaban sostener a todo trance el status quo, en que cifraban la conservación de sus torpes y bastardos intereses. Y todos los hechos lo demuestran.
Desde luego, el general Dulce era mal mirado por esos peninsulares intransigentes desde que, al despedirse, terminado su primer mando, dijo a los hijos de Cuba que él era un cubano más, frase que jamás le perdonaron los que querían conservar y ahondar a toda costa la raya divisoria entre españoles y cubanos.
Por esto fue recibido por ellos con frialdad, recelo y desconfianza en el período de su segundo mando. Es verdad que Dulce encontró también entonces a los cubanos dudosos cuando más, de ninguna manera hostiles ni desconfiados: esperaban, por el contrario de él, más que de ningún otro, y se le manifestaron dispuestos a ayudarlo. Dulce lo conoció: vio desde luego de donde podía venir únicamente la resistencia, y se propuso vencerla.
Convocó a los peninsulares; les manifestó la conveniencia de terminar una lucha entre hermanos, por medio de concesiones satisfactorias para todos: les demostró que, de otra manera, se perdería la Isla después de arruinada; les comunicó el propósito, de él y del gobierno, de llevar esa empresa a cabo, y terminó anunciándoles la necesidad de someterse a las decisiones del gobierno supremo.
Los intransigentes conocieron el peligro de sus torpes intereses, y no se arredraron. Ofrecieron primero, tímida al parecer y respetuosamente, observaciones que fueron contestadas por el general; insistieron, lucharon, y escudando sus perversos designios con el nombre y la honra de la patria, se opusieron al fin a toda idea de acomodamiento, a todo lo que no fuera la continuación de la guerra y conservación de lo existente, con tanta tenacidad y arrogancia que el general, atónito y perplejo entre resoluciones pacíficas y airadas, no pudo dejar de decirles: “Vosotros perderéis a Cuba”, y les volvió la espalda.
Ya antes había dicho una de nuestras eminencias políticas en el Senado: “Los negreros perderán a Cuba”. Entonces lo repitió Dulce, y el doble y funesto vaticinio está a punto de realizarse.
Los intransigentes no se descuidaban. Sabían que tenían enfrente al capitán general de la Isla y a todos los cubanos, pero ellos tenían la astucia de las malas artes, el propósito firme de valerse de todos los medios —en último caso de la misma fuerza—, y aceptaron el reto y se arrojaron a la lucha con toda clase de armas vedadas.
El general Dulce, para probar la decisión de su propósito, había concedido y puesto en práctica la libertad de reunión, con ciertas limitaciones, y la de imprenta, con solo la prohibición de tratar de la cuestión de esclavitud y la religiosa, y los escritores habaneros comenzaron a hacer uso de ésta.
Algunos suponen que Dulce no prohibió tratar la cuestión de la independencia de la Isla, estando viva una insurrección armada para conseguirla, porque quiso tender un lazo a los cubanos, incitándoles a un desbordamiento de pasiones que motivara una represión rigorosa y el retroceso al antiguo absolutismo de la autoridad.
Si así fuera, peor para el general, para su gobierno y para su causa. Nosotros queremos creer que Dulce procedía de buena fe, y que permitió tratar la cuestión de la independencia de la Isla porque era fácil a los peninsulares probar, y para que se probaran los peligros de esa aventura con el ejemplo de las repúblicas hispanoamericanas, y la conveniencia de una Constitución como la del Canadá, que él ofrecía con el irrecusable ejemplo de esa colonia inglesa, que pudiera ya hoy, si quisiera, figurar en el rango de las naciones.
De un modo u otro, lo cierto es, que la prensa habanera no dejó de aludir a una cuestión que no se le había vedado. Los peninsulares, en lugar de discutir, apelaron a la pasión; comenzaron a exacerbarse los ánimos, y determinaron apresurar el instante de un rompimiento ruidoso, completo, y que motivara una resolución enérgica y decisiva, en el sentido que deseaban.
Eligieron la ocasión. Se daba en el teatro de Villanueva una función que se decía a beneficio de unos desgraciados y que se supuso sería para los insurrectos heridos en el campo. Se sabía que habían de hacerse alusiones más o menos embozadas: se contaba con las excitaciones de unos, con la imprudencia de otros, y sobre todo con la decisión de los intransigentes, a provocar a todo trance un escándalo, pero un escándalo sangriento y horrible, capaz de llenar todas sus esperanzas.
Llegó la noche de la función: se apostó un pelotón de voluntarios armados en las inmediaciones del teatro, y se aguardó lo demás. El edificio estaba completamente lleno, no siendo las señoras las que estaban en menor número. Comenzaron los aplausos, el ruido, las excitaciones, pero el momento no llegaba, hasta que por fin se hizo oír, o se creyó oír una detonación: ésta fue la señal, y al oírla, salen los voluntarios de su escondite, se abalanzan como tigres dentro del teatro, y comienzan a hacer fuego sobre aquella apiñada muchedumbre inerme, compuesta de hombres y mujeres, ancianos y niños.
El efecto de aquella agresión tan violenta como inesperada no puede describirse. El estupor fue general; la angustia y el desorden consiguientes: muertos, heridos, desmayos, accidentes, gritos de ira y de socorro; el tropel de gente se arremolinaba en las puertas e imposibilitaba la salida; y en medio de aquel espantoso siniestro, no contentos sus promovedores con la sangre derramada parcialmente, quisieron el sacrificio de todos los que se hallaban dentro del edificio e intentaron incendiarlo, y aun se dice que comenzaron a allegar los barriles de combustibles, para consumar aquella horrible e inmensa hecatombe.
Esto último no llegó a realizarse por fortuna, pero todo lo demás quedó realizado. El daño estaba hecho, el objeto conseguido. Si entre los colores de los adornos del teatro y de las damas, se veían los de la bandera de Cuba; si hubo alusiones más o menos claras; o si se quiere, voces subversivas, no se quiso acudir a la autoridad para denunciarlas y corregirlas, sino promover una colisión sangrienta, que produjera el objeto apetecido, que era el de enconar los ánimos para imposibilitar la conciliación que el general Dulce se proponía.
Y así fue: los cubanos no podrán olvidar jamás aquella brutal agresión, seguida después de otras infinitas y que calificará la historia en su día. La indignación rebosaba, la cólera hervía, pero la fuerza estaba de por medio: una tentativa frustrada sería funesta y se confiaba aún en la eficaz intervención de la autoridad.
Vana confianza. Los voluntarios se encargaron de desvanecerla. Algunos disparos salían de las casas; nunca se averiguó, ni se trató de averiguar, qué manos los dirigían, si eran de insulares o peninsulares; lo cierto es que nunca o muy rara la vez alcanzaron a éstos sus proyectiles, sin embargo, se dijo que iban a ellos dirigidos y esto dio lugar a otras escenas semejantes a las que hemos descrito, acompañadas de toda clase de excesos y de crímenes.
Se dijo que los cubanos trataban de asesinar a los españoles, y los españoles se lanzaron a asesinar a los cubanos, como caníbales. De un balcón de la casa, en cuya planta baja se hallaba el café del Louvre, salió o se dijo que había salido un tiro, a tiempo que pasaba un pelotón de voluntarios armados, de los que ninguno resultó herido; y éstos, en lugar de subir a buscar el culpable para entregarlo a la acción de la justicia, y aunque el tiro salió de la parte alta, hacen una descarga sobre el café de la planta baja, y quedan muertos varios extranjeros y españoles inofensivos que allí refrescaban, bien ajenos a la suerte que les esperaba.
También quedó impune el bárbaro atentado, porque el gobierno, los tribunales, las autoridades todas, permanecían impasibles, y ya no hubo freno para aquellas turbas sedientas y desenfrenadas.
Con pretexto de otro disparo se asaltó la casa de D. Miguel Aldama; no se encontró allí señal ni huella de que de ella hubiera partido el tiro, y sin embargo fue saqueada, robada, rotos o destruidos los riquísimos muebles que no pudieron llevarse; se añadió la violación de una criada a todos estos atentados, y esparcidos después aquellos hombres (si merecen el nombre de tales) por las calles de la Habana, ebrios de furor y de sangre, asesinan al fotógrafo Conher, que se retiraba pacífico e inofensivo a su casa; asesinan después a un ciudadano americano, hiriendo a otros que acababan de llegar de su país, sólo porque llevaban corbatas azules; penetran en las casas, de día, de noche, a media noche: sorprenden a los hombres en el seno de sus familias, en el lecho de sus esposas, para asesinarlos a su vista o para asesinarlos fuera de ella, y nadie puede calcular, hasta donde hubiera llegado la furia de aquellas hienas, si una potencia extranjera no hubiera venido a pararlos de repente, en su desbordado y sangriento curso.
Se temió la intervención de los Estados Unidos por la muerte de los ciudadanos americanos, y fue necesario a las autoridades de La Habana sacrificar una víctima, en vindicación de las inmoladas, y los asesinatos en la ciudad aterrorizada, si no cesaron del todo, fueron menores en número, y sustituidos por los embargos de bienes que, si no saciaban la sed de sangre, podrían satisfacer la no menos insaciable de la avaricia.
El objeto, como hemos dicho, se había conseguido. Se había cavado un abismo entre insulares y peninsulares: de aquéllos, los que no eran asesinados, eran condenados a presidio, o confinados a Fernando Poo; conducidos en jaulas, como fieras; entregados a sus enemigos los voluntarios, que los torturaban y saqueaban en todo el camino; los otros eran perseguidos, señalados como víctimas, obligados a expatriarse o a emigrar, los que emigraban, veían sus bienes embargados y ellos mismos expuestos a perecer de miseria en país extraño; los que venían a la madre patria también eran señalados como laborantes y traidores encubiertos, concitándose contra ellos hasta las iras populares: no se les quería dejar lugar en el mundo para que el odio fuera eterno e imposible la conciliación que se había propuesto realizar el general Dulce, y que habían aceptado los insurrectos, como hemos visto.
Se había conseguido lo que se deseaba, pero el plan de los peninsulares intransigentes era más vasto y era necesario cumplirlo. La conciliación no había podido efectuarse; no porque los insurrectos dejaran de aceptar las proposiciones que se les hicieran; sino porque los peninsulares de la Habana, lo hicieron imposible, colmando un lago de sangre y levantando a su alrededor montañas de víctimas. Sin embargo, Dulce estaba todavía en Cuba: su presencia podía ser una amenaza perenne, y era preciso que desapareciera.
Ya lo habían obligado a permanecer atónito y mudo, ante el abominable tropel de sus excesos: querían además degradarlo: un niño dio, o dijeron que había dado un grito subversivo, se apoderan de él las turbas; un comisario de policía quiere salvarlo para entregarlo a la justicia, y el comisario es públicamente asesinado en la plaza del palacio del capitán general: éste desciende a sosegar el tumulto, y se le obliga a entregar la víctima a un Consejo de guerra de los mismos voluntarios, sus enemigos, que allí mismo le sentencian a muerte y lo ejecutan a presencia del general, impotente para salvarle y salvarse él mismo de su degradación y desprestigio.
Ya entonces conocieron los voluntarios que la autoridad desprestigiada agonizaba, y resolvieron darle la muerte. Primero se ensañaron en los generales Letona, Peláez, Modet y otros, éstos habían denunciado los asesinatos y crímenes cometidos por los peninsulares en los campos y ciudades del interior, y se habían opuesto a ellos; los acusaron de traidores, los obligaron a dejar sus mandos; algunos de ellos llegaron a la Habana, las turbas se desencadenaron contra ellos, los buscaban para arrastrarlos y tuvieron que ocultarse y embarcarse para libertar a sus compatriotas de nuevos y más horrendos atentados.
Quedaba sólo el general Dulce, y fuertes con la impunidad y seguros del triunfo, se juntan, se aúnan, acuden en tropel a su palacio, lo cercan, vomitando amenazas y alaridos. Dulce quiere defenderse; la tropa permanece pasiva; suben los amotinados; intiman al general su deposición y su inmediata salida de la Isla, y el capitán general español, viendo así pisoteadas sus insignias y ultrajada su autoridad por sus mismos compatriotas, obligados a obedecerlo y respetarlo, tuvo que dimitir y embarcarse, para venir a morir a su patria sin venganza, de dolor, de vergüenza y pesadumbre.
Los peninsulares intransigentes, negreros o voluntarios triunfaron por completo: la conciliación se hizo imposible; la autoridad quedó destronada, ellos dueños del poder, y los capitanes generales sucesivos y el mismo gobierno de la metrópoli notificado de que en lo adelante tendrían que someterse a las leyes que les dictaran los demagogos jefes de aquellas turbas.
Queda, pues, desvanecido el cargo relativo a que los cubanos, firmes en su inquebrantable propósito de separarse de la metrópoli, han desechado siempre todo acomodamiento con España, y probado por el contrario que siempre han aceptado los que se les han propuesto, con tal de que se les dieran las garantías suficientes para asegurar sus derechos y ponerse a cubierto de los furores y excesos de los peninsulares, y que éstos son los que han hecho imposible siempre todo linaje de conciliación y avenimiento.
Tomado de Vindicación. Cuestión de Cuba (por Un español cubano). Madrid, Imprenta de Nicanor Pérez Zuloga, 1871.
Nota de El Camagüey: Es continuación de Vindicación. Cuestión de Cuba (III) disponible en https://bit.ly/3XrnajM