Diez y ocho leguas por el Norte, y otras tantas por el Sur, está el Camagüey lejos del mar, y ese pueblo metido en el corazón de la tierra, un solo corazón tenía. Sus latidos, recios, serenos, no se daban más que para la grandeza y el honor.
La patria fue su más puro y ferviente ideal, y de allí son los primeros mártires que le ofrecieron sus vidas. En los inicios del siglo XVIII (sic), por amor a la libertad, Andrés Sánchez y Francisco Agüero, camagüeyanos de cepa, fueron ahorcados por los españoles en las proximidades de este pueblo.
De Camagüey fue el mártir Joaquín de Agüero, que por manumitir a sus esclavos y declararse en rebeldía armada después, los españoles fusilaron en el año de 1851, junto con sus tres compañeros de revuelta.
Y Agramonte, el paladín de leyenda, el más poético de nuestra epopeya del sesenta y ocho, aquél que cayó muerto en Jimaguayú, combatiendo por la independencia, cuyo cadáver apresó el enemigo y extendiéndolo sobre un lecho de leña y paja quemó, aventando al cielo sus cenizas, camagüeyano era.
Del hogar amoroso y honorable salieron aquéllos tipos que sintetizan el genio cubano. La familia que fue allí ejemplar de perfección, era paradisíaca. El patriarca, su mujer y una docena de hijos, alrededor de las amplias mesas, en la hora de las comidas, ofrecían un cuadro eglógico. La tierra les daba todo lo necesario para el sustento, y el hogar era modesto y abundosamente abastecido. Pueblo agricultor y pecuario, en sus fértiles campos y potreros anchurosos encontró siempre los elementos de la subsistencia. Cumplían honrados con las leyes de la naturaleza. El más grande orgullo de un hombre y una mujer era tener muchos hijos.
De aquel viril apostolado había de nacer la generación briosa, fecunda en todo. El talento ha brillado frecuentemente en los hombres de aquella estirpe. De allí han salido los cubanos más preclaros. Desde el año XIV (sic) del pasado siglo el genio consolidó en el espíritu de una mujer en aquella tierra. Se llamaba Gertrudis Gómez de Avellaneda. Era poetisa, novelista y dramaturga insigne. De alma ardiente y visionaria, un genio trágico la iluminaba, y así escribió obras inmortales: Saúl, Baltasar y Munio Alfonso, consideradas como obras maestras en la literatura del Romanticismo.
Tal es, a grandes rasgos, descrita, la fuerza psicológica del pueblo a cuya filiación pertenezco y en cuyo seno se desarrolló mi primera existencia. Contaré lo gárrulo y gracioso que hay en ella; mas contaré también lo triste, que al fin, ambos aspectos, van unidos siempre en el desenvolvimiento de toda vida.
Tomado de Layka Froyka. El romance de cuando yo era niña. Segunda edición. Madrid, 1931, pp.17-19.
El Camagüey agradece a José Manuel García Vázquez la posibilidad de publicar este texto.
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