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Escenas cotidianas (25)

Escenas cotidianas (25)

El ¡qué dirán! es un fatuo,
si en el deber no se funda,
y si al bien sirve de obstáculo.

Bretón.


En circunstancias en que parece como que se despiertan simpatías generosas en favor de las artes y de sus profesores, tan humillados todavía en nuestro Camagüey por la llamada soberana del mundo, la opinión, un artículo que tenga por objeto compartir preocupaciones vetustas y antipatías hereditarias de rangos y oficios, no podrá dejar de ser grato a aquella porción de mis compatriotas que buscan en las artes nuevas fuentes de placeres lícitos, atractivos sociales, recursos honrosos de subsistencia para la hora del infortunio a que estamos sujetos los míseros humanos, cualesquiera que sean las riquezas y el rango en que hayamos nacido.

Pero como la opinión y el ¡qué dirán! son el escollo donde frecuentemente fracasan las intenciones más puras, es necesario que la juventud camagüeyana, para quien escribo este artículo, se apodere de todo el dominio de la conciencia, y para que no flaquee su valor, de esta verdad inconcusa: que las acciones humanas son buenas o malas por su naturaleza; y que no es dado a ningún hombre, ni a todos los hombres, ni al tiempo pasado, ni al presente, ni a los que mandan, ni a los que obedecen, hacer que lo bueno sea malo, ni lo malo bueno, la verdad mentira, ni la mentira verdad. Lo bueno y lo malo, lo cierto y lo falso, lo útil y lo perjudicial, lo son por su propia naturaleza y sus efectos; y lo son de un modo tan real y tan positivo como lo caliente y lo frío, lo suave y lo áspero, lo dulce y lo amargo. Así cuando decimos que tales acciones fueron muy buenas en nuestros padres y en tal época, que serían muy malas en nosotros y en este siglo; o vertimos un solemne desatino, o sólo queremos dar a entender que aquéllos o nosotros nos amoldamos a un error más o menos grave, de los muchos que han usurpado el trono de la verdad. La verdad no es de este ni de aquel tiempo; no puede ser más que una; el error sí es temporal, y de infinidad de modos. La opinión pública puede sancionar por buenas, acciones malas; o condenar por malas, acciones buenas; pero la acción será buena o mala por su naturaleza y sus efectos, independientes de la opinión pública. La virtud o la verdad moral estará oculta, inapercibida; pero allí se está firme, invulnerable, eterna como su Autor, acechando el momento precioso de revelarse a la conciencia y al entendimiento humano para triunfar, y su triunfo es para siempre; porque una vez en posesión de la conciencia, ya no puede el hombre volverse atrás. La verdad moral no es menos cierta que la verdad física o matemática; y la ignorancia absoluta de ella no puede suspender ni un instante sus efectos: lo que es, es, y no puede dejar de ser. Supongamos que un hombre ignore que amar al prójimo es bueno; por su ignorancia, no deja de ser bueno amar al prójimo. Y luego que ese hombre llegó a comprender que es bueno, ya es imposible desaprenderlo, o convencerse a sí mismo de que es malo: tan imposible es esto, como desaprender que dos y dos son cuatro o persuadirse que son cinco quien llegó a saber que eran cuatro. Empéñese cualquiera que haya visto el sol, en convencerse de que no hay tal luz. ¡Imposible! quien vio una vez la luz, no puede negarla, como esté en su juicio. Pues lo mismo la verdad moral: una vez apoderada de la conciencia, no se puede negar.

Las leyes que rigen el mundo moral son tan infalibles como las del mundo físico, y sus efectos son consiguientes. Quebrantad la ley moral; el desorden y la ruina han de venir sobre la transgresión de la ley. En vano es echar mano de expedientes: esto es como si quisierais sostener un edificio sin aplomo a fuerza de puntales; de caer tiene al cabo.

Y lo mismo que son las leyes de la moral para un individuo, son para un pueblo. Jamás podrá un pueblo hacer cosas malas, impunemente. La Divina Providencia lo ha dispuesto así: que a la virtud acompañe el premio, y al vicio el castigo, como a la industria la abundancia y a la holgazanería la indigencia. Este es el orden establecido por el que pudo establecerlo; y no es pequeño trabajo el que se toman los que aspiren a torcer los designios de la Providencia sobre la humanidad.

Pero hay hombres tan neciamente mal intencionados que se proponen hacer negocio propalando ideas contrarias, y por eso es tan común, y anda tan valida la opinión de que la virtud y el talento están más expuestos al infortunio, y más comprometidos a la persecución. Al efecto de intimidar el valor, apagar el genio, extinguir los sentimientos más nobles que puedan hacerles oposición, citan con grande aparato algunos hechos que ofrece la historia de todos los tiempos. Sócrates y Arístides siempre están a la mano para aterrar a todo el que tiene aliento para decir la verdad, o sostener la justicia a todo trance. ¡Cobardes! Como si la fe de Sócrates o la honradez de Arístides no valiesen un vaso de cicuta o un destierro… Aunque en este miserable mundo hay suficiente número de pícaros para todo; sin embargo, más es lo que se exagera que la realidad. Cierto es que la Historia ofrece más ejemplos que quisiéramos de persecuciones y desgracias ocurridas en hombres de grandes virtudes y esclarecidos talentos, ¿pero qué prueban esos hechos? Precisamente prueban que por estar corrompidas las ideas morales de los pueblos, el talento y la virtud no han encontrado apoyo en la conciencia pública; y la opinión pública ha contribuido a su desgracia. Pero, que se ilustren los pueblos, que restablezcan su fuerza moral con la verdad y siempre la verdad, y ya no serán temidos ni acusados el talento y la virtud, sino muy solicitados y protegidos como las mejores garantías del orden, la prosperidad y el amor de los pueblos.

Tal me parece que oigo a ciertos lectores, y principalmente a ciertas lectoras: ¡Eh, vea eso! Con la que nos sale el Lugareño después de haber anunciado que iba a tratar del ¡qué dirán! y las simpatías o querindangos entre los jóvenes y las artes; y nos encaja dos columnas mortales de sabe Dios qué… A eso voy, señoritas mías: yo tengo mi cartilla a moi, y no sé escribir de otro modo. Tengan Udes. paciencia, que todo lo pondré en Escena, o en platos limpios para su regalo, lindezas del Camagüey y de sus lindas huríes, academias de declamación, academias de música, academias de tresillo; todo nuevecito y flamante, que no hay más que pedir ni que apetecer. En cuanto al cargo que Udes. me hacen, no tengo que alegar en mi defensa, sino que lo menos en que yo pensaba cuando me senté a escribir este artículo era en amolarles la paciencia a mis lectores con las doctrinas, y hasta las palabras de ciertos autorcillos del siglo XIX que no se andan con tuntunes con los errores y vicios de los pueblos, sino pimpún, pimpán, como dicen los herreros, y al que le cayó el mandarriazo que aguante, o que se pare como pueda. Bien lo habrán conocido mis lectores, que de este párrafo para arriba todo es de gente pensadora, todo sustancia que no se saca del caletre de un Lugareño, pero todo muy digno de la contemplación y adopción de un gran lugar. Ahora complaceré a mis señoritas con la noticia de las Escenas que están pasando.

De poco tiempo a esta parte se ha introducido en el Camagüey (la necesidad es madre de la industria) un método finísimo de sacar dinero. Nos hemos encontrado la panacea universal para curar males crónicos del Camagüey. Una reunión de señoritas y caballeros se han propuesto poner en contribución sus talentos, gracias y habilidades para representar en el teatro las más escogidas comedias de los mejores ingenios españoles, a beneficio de las obras públicas, que, o están en esqueleto, o se necesitan urgentemente y no pueden realizarse, o por falta de medios, o de otra cosa que por ahora me reservo. Así venciendo nuestras señoritas preocupaciones ridículas, y oponiendo al ¡qué dirán! una conducta intachable, una buena acción, y unos fines desinteresados y patrióticos, el buen Camagüey verá obras que de otro modo ni aún se atrevería a soñar. Esto es oponer a los dichos los hechos: los dichos pasan, los hechos quedarán para responder al orgullo y a la vanidad. Sabemos que se trata de organizar una academia de declamación, y no dudamos que si se sigue en la idea con constancia les será utilísima a los aficionados al teatro, y por ese medio se evitarán también algunos escollos en que a cada paso tropiezan por sus quehaceres domésticos o por sus relaciones de amistad y parentesco.

Una arte llama a otra (sic), y todas deben guardar entre sí cierta armonía sin la cual no pueden progresar cumplidamente. Apenas ha despertado la afición al teatro, cuando ya se anunció en nuestro suelo la poesía dramática. El Progreso o La Plaza de Recreo es la primera composición de que yo tengo noticias, en que se pinten costumbres, opiniones y caracteres camagüeyanos. Declaro francamente que ignoro si hay otras composiciones criollas de este género, no sea que vaya a salir de su tumba algún antiguo poeta dramático del Camagüey y me acuse de ingrato… No es éste el lugar, ni es mi último ánimo hacer el juicio crítico de la composición del señor Franck; refiero un hecho nada más, para apoyar mi opinión, y es que proteger el teatro es estimular el genio de las artes, la poesía, la música, la pintura, la arquitectura y todas las que aquél necesita para su progreso; es promover las buenas costumbres, y crear en los pueblos hábitos sociales y cultos; es sustituir a las insulsas tertulias de los billares y cafés, un lugar más decente donde la gente de educación y buen gusto puede instruirse y deleitarse, ya con los diversos cuadros de virtudes y vicios que la moral y la poesía recogen de la humanidad para su instrucción y escarmiento, ya con los chistes y galas del ingenio y de la lengua española. Si me es lícito producir en favor del teatro la conciencia de cada padre de familia, diga cualquiera con franqueza ¿dónde considera mejor empleada la atención de sus hijas: en una comedia de Moratín o en una tertulia de tresillo; en una temporada de teatro o en una feria de caridad?

La música no podía permanecer sorda e inerte al llamado de la poesía y la oratoria dramática. Las señoritas filarmónicas también han depositado sabrosos frutos de sus talentos, como ofrendas de patriotismo sobre las aras del Camagüey, cooperando a la creación de las obras de civilización o de necesidad pública. Se dice que se organizará una academia filarmónica, pues a lo que parece es empeño de nuestros galantes señoritos, completar una orquesta de aficionados para acompañar en el teatro a las bellas de las bellas. No desesperamos de que lo consigan, pues si bien es una desgracia que haya tan pocos jóvenes músicos en el pueblo, también es fortuna que se reúnan, en los que hay, circunstancias ventajosísimas para que sirvan de honra y estímulo a los demás para vencer preocupaciones añejas, que son la causa de que la música esté todavía en mantillas en el Camagüey. Sí, de decirlo tengo: centenares de jóvenes pobres que pudieran librar una subsistencia cómoda y honrada de esa noble profesión, la desdeñan por preocupaciones de rancia nobleza, sin atender a que en la aristocrática Europa los Paganinis y Rossinis han honrado la sociedad de los primeros príncipes. Así, pues, a los que están a la cabeza del proyecto filarmónico les suplicamos que no desmayen de tan laudable propósito, pues sólo así podrá redimirse, esa arte encantadora, de la condición abyecta a que ha estado reducida en nuestro pueblo. ¡Cosa extraña! La música, que habla a todos los corazones, necesita mendigar corazones generosos que la honren y protejan.

Bien sé yo cuán ardua empresa es luchar contra las preocupaciones y el ¡qué dirán! Pero tengo una fe racional, que no ciega, en los poderes de la inteligencia y de la civilización, que sostiene mi valor. ¡Pues qué! me pregunto yo: ¿la ignorancia ha de poder más que el saber?, ¿el vicio ha de triunfar de la virtud?, ¿y por qué? No faltara más sino que les dejásemos el puesto sin hacerles siquiera oposición. El primer paso es descubrir un error, desenmascarar un vicio: la verdad y la virtud tardarán poco en ocupar su lugar. Cuando se delata una costumbre perniciosa o ridícula ante la conciencia pública, ya está hecha la mitad del trabajo: resta sólo luchar sin acobardarse hasta derribarla de una vez. A primera vista parece que la lucha es desigual, atendido lo que abulta el número de los ignorantes y viciosos; pero no hay que tenerle miedo a números, sino en las deudas. Además del poder inmenso que llevan consigo las acciones y cosas buenas, hay entre los ignorantes, y hasta entre los perversos, un resorte secreto que la Providencia les tiene de reserva para su propio convencimiento y provecho, para su reforma y vergüenza. Aun cuando ignoren su deber o le desatiendan, allí tenemos el resorte providencial por donde manejarlos: el interés. Hagamos cosas buenas, hagamos cosas útiles, y ellos serán nuestros, o no pudiendo desmentir los hechos, ni negar que se aprovechan de nuestro trabajo, se callarán la boca, dejarán hacer, y no estorbarán.


Incluido en la Gaceta de Puerto Príncipe. 30 de Octubre de 1839. No. 87. Año 15. Pág. 2. Tomado de Escenas Cotidianas. Prólogo de María Antonia Borroto. Camagüey, Ediciones El Lugareño, 2017,  pp.192-195.

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