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Historia auténtica

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Historia auténtica

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Nos dice en carta de La Habana, noviembre 27 de 1932, el poeta Emilio Ballagas:

Nosotros los cubanos, como si fuera poco el azote dictatorial y económico, estamos ahora consternados por la visita reciente de un ciclón que ha causado enormes estragos en mi ciudad natal, Camagüey. El pueblo vecino de Santa Cruz del Sur fue barrido perdiendo sus vidas más de tres mil personas devoradas por el mar en rebeldía. Le mando ese recorte de El Mundo de La Habana que es un relato dantesco de una de las tantas escenas de horror acaecidas en Santa Cruz. Está escrito por Flora Díaz Parrado, una mujer de nuestra más valiosa generación joven. Creo que merece darse a conocer por su vívido sabor humano y el vigor de la descripción. Y ningún vehículo mejor para este fin que su Repertorio.

Sin más, lo saluda con el mayor afecto,

E. Ballagas

Dolor y consternación tras del desastre de 1932. 
Cortesía de Pável Alberto García.


Los dos hombres, después de la inmensa tragedia satacruceña, conversan, sentados, en un café de Camagüey. Uno de ellos, con voz pausada, animada por los candiles de sus ojos turbios, cuenta, cuenta, mientras el otro, resignado, le escucha.

Dice: —cuando iba en la balsa, batido por las olas y el viento, llevaba mi hijo en brazos, mi hijo pequeño. Todo mi cuidado era para el pobrecito que, sin saber nada, se me rendía totalmente en el hombro.

Arreciaba el viento. Estaba furioso, casi se le veía. Las cosas me balanceaban en la cabeza. Recuerdo todo en vuelta, en giro. Las olas, negras, negras como carbones, endiabladas. Había un ruido espantoso de caverna, de bestias. Era el fin del mundo aquello.

Yo apretaba a mi hijo contra mis brazos. No sabía más que eso: apretarle. Dicen que se ahogaba mucha gente y yo no me enteré de nada, de nada. ¿Por qué no vi yo todas estas cosas?

Pero en un momento, no sé cómo, empujada por una ola, se agarró a la balsa una mujer, ¡era la tuya que, al reconocerme, gritó: sálvame, ayúdame! ¡Yo seguía con mi hijo en brazos, y al oír sus palabras, sin poder contenerme, pensé: si con su cuerpo me hunde la balsa… Estuve tentado de empujarla, de sumergirla en el mar. Pero me contuvo su imploración.

Ella, como pudo, subió sola a la balsa. Hizo un lío con su cuerpo, hundiendo la cabeza entre sus rodillas.

No recuerdo que habláramos, que nos miráramos más. Pero creo, como en un sueño, que rezaba en alta voz.

Después se acercó mucha gente más a nuestra balsa. Era una gente extraña que a toda costa, quería subir. Fue un instante no más. ¿Qué pasó por mi cabeza? No sé qué fuerza extraña me impulsó, pero lo cierto fue que sujeté bien mi hijo con un brazo, ¡y con el otro, como pude, cogí un palo y golpeé con fuerza en las cabezas!

No sé cuántos hombres se sumergieron, no sé, pero ninguno pudo subir a la balsa en que íbamos…

Volví, de nuevo a apretar a mi hijo con mis dos brazos. La muerte nos acechaba, pero yo no me acordaba de nada, de nada. Hacía todas las cosas automáticamente. ¿Tenía miedo de perecer yo? No, nada, nada. Pero una cosa instintiva, horrible, me sacudía la mente.

De pronto, vi que un árbol desgajaba su tronco inmenso sobre nosotros. Instintivamente le vi, como veía todas las cosas, sin saber yo mismo que las estaba viendo. Alcancé a comprender que el árbol iba matar también a tu mujer, pero apartándome para que no me cogiera a mí, a mí y a mi hijo, no le dije nada a ella. ¿Para qué? Para qué, si lo importante era salvarme con mi hijo… ¡Además, agrega, no fue por eso, sino por esto otro: no tuve tiempo más que para pensar en mí…!

El otro hombre, sin inmutarse, le tiende las manos transidas de comprensión. No le dice nada, pero su gesto habla todo por él.

Imagen de 1935 que muestra las viviendas construidas para los danmificados.
Cortesía de Pável Alberto García.

Continúa el relato: Después vi caer su cuerpo en el agua. El árbol la mató o la arrojó fuera de la balsa. Yo no sé, pero lo cierto fue que se hundió en el mar.

Yo, solo, con mi hijo en brazos seguía el vaivén de los maderos. Tan pronto estábamos arriba, empujados por una ola, como nos hundíamos al instante. Cachumbambé endemoniado aquél. Pero que me sujetaba a la esperanza inmensa de no perecer…

Cuando en esto, la balsa se iba a estrellar contra una empalizada inmensa que nos cortaba el camino. Fue un instante no más el que se presentó a mis ojos. Pero un instante inmenso en que tuve que decidir el agarrarme con todas mis fuerzas a un árbol, saltando de la balsa, o estrellarme contra él. ¡Mis manos libres para poder sujetarme, mis manos fuertes para agarrarme a él!

El niño me estorbaba y lo dejé, lo dejé sin pensar nada, porque todo fue tan pronto, que cuando vine a darme cuenta de las cosas, yo estaba en salvo y el niño había desaparecido con todo. ¡Entonces me di cuenta de lo que había hecho!

El hombre deja de hablar un momento mientras seca sus ojos enlagrimados. El otro, siempre compasivo, le consuela.

Cuando reanuda el relato, con una pena abochornada, cruenta, dice: —Después le encontré ahogado, entre los palos en que yo mismo me salvé.

Hubiera querido matarme, porque sentía asco de mí mismo, pero no pude hacer nada contra mí. ¡Soy un cobarde egoísta que ama su vida por encima de todo el mundo!

El amigo, dúctil y bueno, le dice solamente estas pobres palabras: Perdona tus propias culpas ya que no eres responsable de ellas. ¡Acuérdate, para ablandar la dureza de tu acción, de las madres que han perecido, pudiendo salvarse, por salvar a sus hijos!

Se callan, pero mientras el silencio los invade con mayor fuerza, el recuerdo de la tragedia en uno, más terrible que todas, porque nace de la propia conciencia, y en el otro, el dolor de observar un espectáculo de cobardía moral sin límites se confunden, y como una pelota, rebota en las frentes bajas de los dos hombres.

Más tarde, flojo, con cara de idiota, inútil, se pregunta uno de ellos: —Bueno, yo quise mi vida, más que la de mi hijo, y ahora ¿de qué me sirve?

El otro, sin querer consolarle ya, pero como si alcanzara la verdad con esta sola frase, le dijo: —¡Vamos, vamos, que estás con vida! ¡Qué estás con vida! Y queriendo animarle, pidió bastante ron para que, emborrachándose, pudiera olvidarse de sí mismo.

Camagüey, noviembre 25 de 1932

Así lucía Santa Cruz del Sur unos años antes de la tragedia de 1932.
Cortesía de Pável Alberto García.


Tomado de
Repertorio Americano, Cuadernos de cultura hispana. San José, Costa Rica, Año XIV, No. 620, Tomo XXVI,  Núm. 4, 28 de enero de 1933, pp.62-63.


Leído por María Antonia Borroto.
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