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Manual del perfecto sofista

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Manual del perfecto sofista

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Si fuese yo editor, que no lo soy, ni pienso serlo, de las obras del filósofo Schopenhauer, y me creyese autorizado, que no me creo, para poner nombre flamante a una obra que ya lo recibió de su autor más a gusto suyo, así llamaría a un opúsculo, de muy sabrosa lectura, que se encontró entre los trabajos póstumos del famoso escritor, y el cual acaba de ser vertido al francés por el profesor Norden, de la universidad de Bruselas.

A lo que parece, la obrilla fue compuesta en la época en que Schopenhauer, simple privat-docent de la universidad de Berlín, sentía aún frescas y enconadas las heridas de amor propio que le había inferido el éxito ruidoso de las lecciones de Hegel y Schleiermacher; y más de una saeta vuela de su arco, que va a buscar como blanco, aunque sin mencionarla, “La miserable heguelería, esa sociedad de absurdo y demencia”, cuyo recuerdo lograba siempre descomponerlo y atufarlo. Tantaene animis coelestibus irae!

A los triunfos de la dialéctica hegeliana quería contestar, poniendo al descubierto la trama de artificios sofísticos con que estaba tejida, y de paso hacer ver que toda discusión es en el fondo una coyuntura para contentar la vanagloria de los contendientes, so pretexto de buscar una verdad de que se desconfía. Para eso escribió su Dialéctica erística, complemento de la lógica y rama de la dialéctica sin aditamento.

A mí me ha hecho el efecto este escrito, casi desconocido, de una obra muy interesante, muy punzante y del todo inútil. El hombre es un animal disputador, y, por tanto, no lógico por naturaleza, sino por naturaleza sofista. Aunque nos duela reconocerlo, así como la Química nació de la Alquimia, del arte de disputar proviene la Lógica. Aristóteles, el gran Aristóteles, inventó, pulió y aguzó el silogismo, para que sirviera de dardo o escudo, según los casos, pero siempre para atacar o defenderse en los combates de palabras, por los cuales se desperecían los agudos atenienses, y después de ellos tantos y tantos pueblos que nada tenían de áticos.

Schopenhauer enumera hasta treinta y ocho artificios de que se hace uso para aparentar que se tiene la razón. Pero es el caso, que los treinta y ocho y otros tantos son bien conocidos de los que jamás han pasado la vista por un tratado de dialéctica. Y mucho me temo que los lectores del opúsculo, encaminado a prevenirlos contra esas trampas verbales, lo que hagan es completar con su lectura lo que falte en su panoplia para tenerla completa y bien pavonada.

Después de tantos siglos de disciplina escolástica y forense y de una buena centuria de práctica perfeccionada en periódicos y Parlamentos, ¿quién necesita aprender que conviene evitar, como nefarios, los argumentos ad rem, y dispararse de seguida como los argumentos ad hominem? Allí, que duele. Lo sustancial, tanto para el disputante como para los espectadores, no es saber si el asunto es tuerto o derecho, blanco o negro, pertinente o impertinente, sino en correr al adversario, diciéndole que es bisojo y que la bizquera le obliga a verlo todo torcido.

Por de contado, nada importa que el pobre hombre tenga sus ojos bien en regla. Mientras va a buscar el testimonio del oculista, hay tiempo para pre pararle otra zancadilla. “Sí, amigo mío, sí; el doctor dice, por la cuenta que le tiene, que usted no padece de estrabismo muy marcado; pero se deja en el tintero la nube que tiene en el ojo derecho y el principio de catarat a que le empaña el compañero. Además, esto no es ahora cuestión de vista más o menos perspicaz. Hace treinta años no pensaba usted así. Dijo usted entonces que era gris lo que hoy sostiene que es blanco. Sea versatilidad, sea algo mucho peor, como parece más probable, ¿quién puede fiarse de lo que afirma quien cambia de opinión cada veinticuatro horas?”.

En vano se alegará que treinta años no son veinticuatro horas, y que en tanto tiempo no ya un pelo gris, sino uno completamente negro, lo ha tenido de sobra para blanquear. El contrincante queda confirmado de veleta, y ya puede gritar hasta desgañitarse que es medio día, cuando el sol anda por el cenit. Su rival triunfante demostrará que tiene que ser media noche, puesto que hombre tan mendaz asegura lo contrario.

Cuando el hábil polemista se digna irse al grano, no es precisamente al grano, sino a la paja. Desde lejos no es fácil distinguir la almendra de la corteza; y luego al público lo que le halaga son la rechifla, los motes, los amagos y los golpes. El sentido poco preciso de las palabras; su elasticidad; sus cambios trópicos; la sinonimia; la homonimia; la facilidad con que se puede pasar de lo particular a lo general y viceversa, con un mismo término, son recursos preciosos para esa esgrima de puro aparato. El toque está en no darse nunca por vencido; y si nos aprietan, queda el recurso supremo de meterlo todo a barato; porque ya se sabe que en una zurribanda, el que más gallea, el que más grita y el que más pega es el que se lleva de calle todos los sufragios.

Pero observo que estoy rehaciendo a mi modo el manual de Schopenhauer. Válgame por disculpa el que con esto poco que he dicho, y aunque dicho a mi manera y con mis ejemplos, queda suficientemente en claro lo que me proponía demostrar. Que hizo muy bien el filósofo en no publicar su opúsculo, pues cualquier embadurnador de cuartillas del día, o cualquier diputado primerizo se lo sabe de coro, sin necesidad de leerlo.

9 de junio, 1904

Tomado de Desde mi belvedere y otros textos. Prólogo, cronología y bibliografía de Salvador Bueno. Caracas, Biblioteca Ayacucho, 2010,  pp.410-413.

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