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Guáimaro (del libro Carlos Manuel de Céspedes)

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Guáimaro (del libro Carlos Manuel de Céspedes)

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El espíritu y tendencias de la Revolución Cubana hacían de todo punto necesario el establecimiento de un gobierno supremo general y permanente. La forma republicana era la única compatible con los principios que servían de lema y bandera a los patriotas cubanos. Sujetar, no obstante, y dentro de aquel sistema, a las necesidades de la guerra las aspiraciones é impaciencias del ciudadano, era sin duda el punto capital. Más adelante se verá si fue atendido.

Vino el 10 de abril. Reunidos los jefes insurrectos en asamblea constituyente en el hermoso pueblo de Guáimaro, recibieron de manos de Céspedes la resignación de los cargos de Capitán General del Ejército Libertador y Jefe del Gobierno Provisional de Oriente.

Discutiéronse entonces las leyes que habían de regir durante el período revolucionario, y terminó esa memorable asamblea promulgando la siguiente Constitución:

Art. 1. — El Poder Legislativo residirá en una Cámara de Representantes.
Art. 2. — A esta Cámara concurrirá igual representación por cada uno de los cuatro Estados en que queda, desde este instante, dividida la Isla.
Art. 3. — Estos Estados son: Oriente, Camagüey, Las Villas y Occidente.
Art. 4. — Sólo pueden ser Representantes los ciudadanos de la República mayores de veinte años.
Art. 5. — El cargo de Representante es incompatible con todos los demás de la República.
Art. 6. — Cuando ocurran vacantes en la representación de algún Estado, el Ejecutivo del mismo dictará las medidas necesarias para una nueva elección.
Art. 7. — La Cámara de Representantes nombrará el Presidente encargado del Poder Ejecutivo, el General en Jefe, el Presidente de las Sesiones y demás empleados suyos. El General en Jefe estará subordinado al Ejecutivo y debe darle cuenta de sus operaciones.
Art. 8. — Ante la Cámara de Representantes deben ser acusados, cuando hubiere lugar, el Presidente de la República, el al General en Jefe y los miembros de la Cámara. Está acusación puede hacerse por cualquier ciudadano; si la Cámara la encontrase atendible, someterá el acusado al Poder Judicial.
Art. 9. — La Cámara de Representantes puede deponer libremente a los funcionarios cuyo nombramiento le corresponda.
Art. 10. — Las. decisiones legislativas de la Cámara necesitan para ser obligatorias la sanción del Presidente
Art. 11. — Si no la obtuviesen, volverán a la Cámara para nueva deliberación en que se tendrán en cuenta las objeciones que el Ejecutivo presentase.
Art. 12. — El Presidente está obligado en el término de diez días a impartir su aprobación a los proyectos de ley o a negarla.
Art. 13 — Acordada por segunda vez una resolución de la Cámara, la sanción será forzosa para el Presidente.
Art. 14 — Deben ser objetos indispensables de ley, las contribuciones, los empréstitos públicos, la ratificación de tratados, la declaración y conclusión de la guerra, la autorización del Presidente para conceder patentes de corso, levantar tropas y mantenerlas, proveer y sostener una armada, y la declaración de represalias con respecto al enemigo.
Art. 15 — La Cámara de Representantes se constituye en sesión permanente desde el momento en que los Representantes del Pueblo ratifiquen esta ley fundamental, hasta que termine la guerra.
Art 16 — El Poder Ejecutivo residirá en el Presidente de la República.
Art 17 — Para ser Presidente se requiere la edad de treinta años, y haber nacido en la Isla de Cuba.
Art. 18 — El Presidente puede celebrar tratados con la ratificación de la Cámara.
Art. 19 — Designará los Embajadores, Ministros Plenipotenciarios y Cónsules de la República en los países extranjeros.
Art 20 — Recibirá los Embajadores, cuidará de que se ejecuten fielmente las leyes, expedirá sus despachos a todos los empleados de la República.
Art 21 — Los secretarios de despacho serán nombrados por la Cámara a propuesta del Presidente.
Art 22 — El Poder Judicial es independiente: su organización será objeto de una ley especial.
Art 23 — Para ser electores se requieren las mismas condiciones que para ser elegidos.
Ar. 24 — Todos los habitantes de la República son enteramente libres.
Art 25 — Todos los ciudadanos de la República se considerarán soldados del Ejército Libertador.
Art 26 — La República no reconoce dignidades, honores especiales, ni privilegio alguno.
Art. 27— Los ciudadanos de la República no podrán admitir honores ni distinciones de ningún país extranjero.
Art 28 — La Cámara no podrá atacar las libertades de culto, imprenta, reunión pacífica, enseñanza y petición, ni derecho alguno inalienable del Pueblo.
Art. 29 — Esta Constitución podrá enmendarse cuando la Cámara unánimemente lo determine.

Esta Constitución fue votada en el pueblo libre de Guáimaro en 10 de abril de 1869, por el ciudadano Carlos Manuel de Céspedes, presidente de la Asamblea Constituyente, y los ciudadanos Salvador Cisneros Betancourt, Francisco Sánchez Betancourt, Miguel Betancourt Guerra, Jesús Rodríguez, Antonio Alcalá, José María Izaguirre, Honorato Castillo, Miguel Gerónimo Gutiérrez, Arcadio García, Tranquilino Valdés, Antonio Lorda y Eduardo Machado Gómez; Secretarios, Ignacio Agramonte Loynaz, Antonio Zambrana.

Entre otras resoluciones que se tomaron, figura la de que Céspedes trocaría su bandera de Yara y Bayamo por la que el ilustre Narciso López hizo flotar algunas horas en la ciudad de Cárdenas, el 19 de mayo de 1850, y bajo cuya sombra lucharon y sucumbieron más tarde mil y mil patriotas en heroicos combates. La primera, que conservamos en nuestro poder, debía ostentarse en el salón de sesiones de la Cámara, y ser considerada como formando parte del Tesoro de la República.

Al siguiente día la Cámara de Representantes, en uso de los derechos que le otorgaba la Constitución, eligió por aclamación unánime al C. Carlos Manuel de Céspedes: Presidente de la República, y al C. Manuel de Quesada: General en Jefe del Ejército Libertador. Entonces Céspedes dirigió la siguiente alocución al pueblo cubano:

Compatriotas:

La institución de un gobierno libre en Cuba sobre la base de los principios democráticos, era el voto más ferviente de mi corazón. Bastaba, pues, la efectuada realización de este voto para que- mis aspiraciones quedasen satisfechas, y juzgara sobradamente retribuidos los servicios que con vosotros haya podido prestar a la causa de la Independencia Cubana. 

Pero la voluntad de mis compatriotas ha ido mucho más allá, echando sobre mis hombros la más honrosa de las cargas con la primera magistratura de la República.

No se me oculta la múltiple actividad que requiere el ejercicio de las altas funciones que me habéis encomendado en estos supremos momentos, a pesar del importante concurso de los demás poderes. No desconozco la grave responsabilidad que he asumido al aceptar la Presidencia de nuestra naciente República. Sé que mis flacas fuerzas estarían lejos de hallarse a la medida de una y otra, si quedasen abandonadas a sí solas.

Pero no lo estarán; y esta convicción es la que me llena de fe en el porvenir.

Cuba ha contraído, en el acto de empeñar la lucha contra el opresor, el solemne compromiso de consumar su Independencia o perecer en la demanda: en el acto de darse un gobierno democrático, el de ser republicana.

Este doble compromiso, contraído ante la América Independiente, ante el mundo liberal, y lo que es más, ante la propia conciencia, significa la resolución de s.er heroicos y ser virtuosos.

Cubanos: con vuestro heroísmo cuento para consumar la Independencia. Con vuestra virtud para consolidar la República.

Contad vosotros con mi abnegación.

Céspedes inauguró su administración con un acto de clemencia. Dio un indulto general a más de cuatrocientos prisioneros, entre los cuales se hallaba, condenado a muerte, el traidor Napoleón Arango.

En cambio, los españoles estaban bien decididos a continuar con la misma saña la guerra de exterminio. Así fue que a los seis meses, viendo que las tropas pillaban cuanto estaba a su alcance, y que aquel gobierno ordenaba talar y quemar todo lo que pudiera ser útil a los patriotas ; que confiscaba las propiedades de los cubanos amigos de la Revolución, y hasta de los indiferentes ; considerando, por otra parte, que el producto de los ingenios, fuente principal de la riqueza, proporcionaba abundantes elementos a un enemigo que no excusaba ocasión ni medio de hacer el mal, lanzó Céspedes el 18 de octubre, como Presidente de la República y en virtud de la autorización de la Cámara, una proclama disponiendo fueran quemados los campos de caña de la isla.

El día 4 de noviembre se casó en segundas nupcias con doña Ana de Quesada y Loynaz, hermana de los generales Quesada.

Mas interrumpamos el curso de esta narración con objeto de hacer algunas observaciones acerca de los hechos importantes que hemos relatado.

Hasta el día en que la Asamblea Constituyente, reunida en Guáimaro, proclamó la nacionalidad cubana, los revolucionarios de cada estado en armas obedecían a un gobierno propio. En Oriente, como ya se ha dicho, fue nombrado Céspedes jefe del gobierno residente en Bayamo, y ejerció de hecho la dictadura hasta el 10 de abril de 1869. La derrota sufrida a orillas del río Salado por Donato Mármol, y la ocupación subsecuente de Bayamo por los españoles, fueron causa de gran dificultad en las comunicaciones, y las fuerzas que operaban por Holguín bajo el mando de aquel intrépido jefe se vieron obligadas durante algún tiempo a continuar la guerra privadas de la acción gubernamental. Esa independencia relativa, efecto de los incidentes de la campaña, despertó, sin duda, la ambición de Eduardo Mármol, el cual, viendo la oportunidad propicia para satisfacerla, hizo proclamar dictador a su primo.

Apenas tuvo Céspedes noticia de un acontecimiento de tamaña magnitud, y comprendiendo las. desastrosas consecuencias que en tales circunstancias debían sucederse, partió rápidamente para Holguín acompañado del general Francisco Vicente Aguilera. En Tacajó celebróse una junta, en donde la autoridad y el prestigio que daban al nombre de Aguilera la pureza de su patriotismo y la austeridad de su carácter, fueron bastante eficaces para conjurar los peligros que amenazaran la Revolución naciente con la ruptura de dos eminentes patriotas. El nombramiento de Donato Mármol fue anulado, y Céspedes reconocido como jefe supremo en aquella parte extrema de la isla.

El Camagüey, que secundó el movimiento de Yara en 4 de noviembre de 1868, fue gobernado por un Comité Revolucionario compuesto de Salvador Cisneros Betancourt, Ignacio Agramonte Loynaz y Eduardo Agramonte Piña; y las Villas, que se pronunciaron el 6 de febrero de 1869; aunque no constituyeron gobierno alguno ni se sometieron al de Céspedes, que hubieran preferido, enviaron delegados al Camagüey con objeto de estudiar, discutir y establecer las bases de un convenio que, centralizando la dirección del movimiento revolucionario, evitase los graves inconvenientes de la falta de unidad en las operaciones militares. Pero si todos estaban de acuerdo en la urgente necesidad de crear un gobierno, no lo estaba, sin embargo, en la forma que debía dársele.

El Camagüey, a pesar de las indicaciones y consejos del general Quesada, negábase a reconocer al caudillo de Oriente como jefe supremo. Las Villas, conciliadoras, permanecían neutrales; y Céspedes, pensando que la dictadura era la mejor solución en aquel estado de cosas, no vaciló en aconsejarla con sincera energía a sus correligionarios. Empero, convencido de que toda tardanza debía ser pródiga en males para la causa de la Independencia, tanto en el interior como fuera del país, y movido solamente por el bien de la patria, y quizá deseando dar ejemplo y prueba de desinterés personal, sacrificó su opinión aceptando el parecer de los camagüeyanos.

De este acuerdo nació la República, con una Constitución en la cual se encerraba todo cuanto una previsora desconfianza podía sugerir para ponerse a cubierto de la dictadura de un hombre, y por ese mismo exceso de precaución, nada que pudiera preservarla contra la tiranía colectiva de la Cámara, que dueña absoluta del poder y libre de la acción reguladora de un Senado y del Ejecutivo, tenía que caer necesariamente en los excesos de una oligarquía intolerante, absorbente y despótica[1]. Las mayorías, por ignorancia o pasión, pueden ser injustas, y hasta criminales y terribles como la más célebre de todas, aquella que inauguró sus sesiones en París el 1ro. de Septiembre de 1792, y durante tres años gobernó la Francia, con una violencia frenética y sublime al mismo tiempo, que fue y será siempre objeto de admiración y espanto, y cuyos recuerdos sangrientos y sombríos, presentes en la memoria de los franceses, inspiró, sin duda, a Benjamín Constant la página elocuente y vigorosa que copiamos a continuación:

Una asamblea sin freno ni represión exterior, es de todas las potencias la más ciega... los representantes del pueblo son siempre más severos e inclementes que el pueblo mismo.
Una actividad indiscreta en todas materias; una multiplicidad de leyes sin medida; el deseo de adular las pasiones populares, abandonándose a sus inspiraciones, y hasta anticipándose a servirlas; el despecho que le ocasiona la resistencia, o la censura que sospecha de sus actos; entonces... la obstinación en el error; unas veces, el espíritu de partido que no vacila en elegir entre los extremos, otras el espíritu de cuerpo que no sugiere valor sino para usurpar y no da fuerza sino a la temeridad o la indecisión, a la violencia o a la fatiga; la complacencia ante uno solo o la sospecha contra todos; el entrainement por emociones puramente físicas, como el entusiasmo o el miedo; la ausencia de toda responsabilidad moral; la certeza de esquivar por el número la vergüenza de la cobardía o el peligro de la audacia tales son los vicios de las asambleas; y contra esos vicios los remedios poderosos son indispensables.

Y si éstos son, a grandes rasgos, los males de las asambleas aun en las naciones libres y secularmente constituidas, ¿cuánto más graves y trascendentales no habrán de. ser cuando se improvisan en un pueblo esclavo que lucha por su independencia, y se componen de un corto número de hombres inexpertos y apasionados?

De ahí los interminables conflictos entre los poderes, los odios implacables, las envidias rencorosas y las disensiones íntimas, que debilitando las fuerzas morales y materiales de la República, hundieron las esperanzas de la patria en el vejaminoso pacto del Zanjón.

Si hemos examinado y juzgamos con severidad la institución de la Cámara y muchos de sus actos, ha sido más bien para deplorar las consecuencias de sus faltas, que con objeto de acusar sus actores, cuyo patriotismo ardiente, generoso y puro nos complacemos en reconocer y aplaudir. ¿Y cómo pudiéramos olvidar jamás el arranque conmovedor de algunos de sus miembros entusiastas e inteligentes, que al primer grito de la patria corrieron de todas partes presurosos a los campos para afrontar con denuedo los peligros, despreciar la muerte y trocar el bienestar, el afecto y los placeres-de la familia por las miserias de la guerra? Ese será eternamente título de indisputable honor, como será siempre motivo de admiración, amor y profunda tristeza el recuerdo de los que, como Rafael Morales, Miguel Gerónimo Gutiérrez, Francisco La Rúa y Luis Ayestarán, cayeron segados en la flor de la vida.

Bien puede el historiador lejos y fuera del combate contar con ánimo sereno los hechos pasados, indagar sus causas, deducir las consecuencias, y a posteriori discutir y atribuir las responsabilidades sin amor y sin odio, teniendo en consideración el medio-en que aquellos acontecimientos se verificaron. Nosotros nos preguntamos cuál habría sido nuestra conducta si en vez de jueces imparciales hoy, nos hubiéramos visto ayer como actores principales de aquel tremendo drama, expuestos al resplandor de aquella fragua, en el centro en donde venían estrechándose las distintas corrientes de tantas pasiones irritadas, en el punto de tensión moral que daban la intensidad del peligro exterior, las disputas íntimas, las incertidumbres del éxito y en la exaltación contagiosa y agresiva que se apodera del espíritu de las colectividades en discordia.

¡Y pensar que no obstante su antagonismo, inflamaba el mismo sentimiento patriótico a los partidarios de ambos poderes; que todos aspiraban al mismo sublime ideal, movidos por el mismo interés, y que tantas virtudes y tanta heroica obstinación fuesen combatidas y esterilizadas por desavenencias mezquinas y pueriles rivalidades, tanto más irremediables cuanto menos razón tenían de existir!

Empero, por desgracia, tal es el hombre: bajo aparentes y diversas formas, siempre irreductible en el fondo. No nos cansaremos de repetirlo con Hobbes: Bellum omnium contra omnes. Pasiones, vicios y virtudes no son sino manifestaciones del gran motor universal: el egoísmo. La lucha perpetua, franca o hipócrita, civilizada o salvaje, es la ley de todo cuanto vive. Ilusión creer y esperar en el reino durable de la concordia. Cada individuo es un instrumento delicado y sensible que la más ligera impresión hace vibrar de distinta manera. La razón y la voluntad, esas soberanas del mundo moral que nos impulsan y dirigen, equivalentes conscientes de un dinamismo inconsciente, que se elaboran en millones de células, cuyo estado varía sin cesar modificado por un conjunto de factores constantes o fugaces, internos o ambientes, y cuyo cabal conocimiento escapa a nuestra investigación imperfecta.

Amarga y desconsoladora para nuestra vanidad será la filosofía del maestro y amigo de Carlos II; en cambio, nos hace comprender mejor, como la moral utilitaria de Epicuro, el móvil y el objeto de las acciones humanas; ella aconseja la paz por la convicción de la conveniencia mutua, y la tolerancia recíproca como un principio más fecundo y positivo que las divinas exhortaciones de un altruismo evangélico, que en realidad pocos practican, por ser contradictorio a los instintos despóticos de la naturaleza.

Lágrimas tantas y tan noble sangre derramadas, sirvan por lo menos de fecunda enseñanza para el porvenir.


Tomado de Carlos Manuel de Céspedes. París. Tipografía de Paul Dupont, 1895, pp.25-34.
Nota de El Camagüey: Se han conservado las abreviaturas y mayúsculas de la fuente consultada.

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