Sublime día hubo en Cuba, a los albores mismos de la guerra, como cuando la serranía negruzca empieza a aclarar el cielo azul. Cinco cubanos, nacidos en el regalo infame que daba al amo el trabajo de sus siervos, abrieron, trémulos de gozo, las puertas de la vida a la raza que desde la niñez vieron encorvada sobre el cañaveral, o colgando, en las ansias del suicidio, de las ceibas del bosque. Los cinco de la Asamblea del Camagüey, que declaró el veintiséis de febrero del sesenta y nueve abolida la esclavitud en Cuba, eran el Marqués de Santa Lucía, los dos Agramonte, Ignacio y Eduardo, Antonio Zambrana y Francisco Sánchez Betancourt, el hombre que salió tísico a la guerra, tísico, a rastras, en el hueso, moribundo. De su silla de enfermo fue penoso a la junta aquel hombre enjuto, que por lo negro de la barba ganó el apodo de “El Cao”, de tez tostada como nuestro maíz, con la frente vasta del entusiasmo y los pómulos recios de la voluntad, y la mirada melancólica y honda que cura las infamias del mundo: y con la mano lúcida de los que va a morir firmó el decreto de emancipación de sus semejantes. Vivió toda la guerra, por la extraña salud que da el honor, y la energía del campo libre, y el afán de hacer bien.
Hay hombres de luz nula, que pasan por la tierra quemando y brillando, como el bólido roto que cae desde el cielo, parecido a las almas que descienden de su propia virtud, y silban y chispean, a modo de serpiente agonizante; y hay otros de luz continua y tenue, que esplenden, como las estrellas leales, en la noche pavorosa. Cuando se vive en villanía, no hay más que un pensamiento honrado, que ha de morder el corazón hasta que estalle y triunfe, y de quemarlo como una llaga, y de despertarlo en el reposo inmerecido: —y es el de echar la villanía abajo. En la deshonra, en la usurpación insolente del suelo en que se nació y del espacio en que pudieran abrir las alas nuestras facultades, en el comercio, hediendo como el pus, con la ralea que roba a nuestra tierra los frutos de su suelo y el decoro de sus hijos, y los corrompe y empobrece, sólo una especie de hombres puede vivir sin la perenne idea de mudarle el aire al cielo impuro: los hombres deshonrados. Destiérreseles del trato, y húyaseles como a la peste. Hombres hay para el pesebre, que viven de estrujar y de engullir: hombres de corral, a la verdad, que en el cieno están bien, que es blando y engorda. Pero Francisco Sánchez, en el sillón de su vejez, tendía al morir las manos, y veía afuera, por la ventana de la casa en que nació, aguardando a que, antes de caer en esta vida, lo besase a los ojos la claridad de redención que de seguro acariciará algún día su sepultura.
Por el desinterés son bellos los hombres: y feos, y aun abominables, por el interés excesivo, que de la legítima prudencia saca excusa para la inactividad y la avaricia, Como con bubas en el rostro y jorobas en la espalda, andan por el mundo los que en las penas de él, y a la hora en que trabajan por remediarlas los corazones poderosos, pasan de prisa y como escondidos por donde el deber labra y padece, para que el deber no les sienta el paso egoísta, y no les pida una migaja de su pan. Mañana, cuando el esfuerzo haya triunfado, como Washington hambriento triunfó solo de Cornwallis, como Bolívar deshecho triunfó sobre Monteverde. como Juárez arrinconado triunfó luego sobre Maximiliano, la patria amorosa pondrá de una parte a los que la tomaron de la mano en su agonía, y alargaron el agua a su sed, y dirá: “iÉstos!”: e inflexible, y con mirada que será como un látigo cosido a la carne, se volverá a los que la desampararon, so capa de desencanto o de duda, y dirá: ¡Esos!“. Hay diferentes modos de dormir, en la soledad de las tumbas: y en el orden largo y encadenado de la naturaleza, en que un árbol o una peña duran siglos, no puede en una sola vida acabarse el hombre que le es superior; ni el que vio en calma y sin amor la desdicha de sus semejantes, y el anhelo de las almas briosas por su redención, podrá, aunque se lleve al ataúd la leontina de oro, hombrearse con los que depusieron su interés por aumentar la libertad humana, o robustecieron el brazo dispuesto al sacrificio. La lisonja inútil del mundo acaba tal vez en la tumba. ¡No hay cuenta que no se pague en la naturaleza armoniosa y Iógica; y para no llevar como una cadena al pie el deber desatendido, cúmplase el deber, por la ventaja mundana y moral que hay en cumplirlo, y llévesele como título y como ala! iLa generosidad, da buen dividendo!
Francisco Sánchez Betancourt todo lo dio: él tenía casa rica, y se fue de ella a la pelea y a la desnudez: él tenía mujer leal, e hijos que le eran como una piña de corazones, y a pelear se los llevó, y les vio sin temblar los pies ensangrentados y descalzos: él era prohombre en su comarca, caballero de volanta y caballo, amo de bestias y de gentes, muy saludados por jueces y gobernadores y prefirió preparar la revolución, con peligro continuo de la vida, acabar en la pelea, con responsabilidad de cabecera, la existencia que al irse extinguiendo busca el postrer calor de la esposa y de las criaturas, y guiar a su comarca a la hora viril de despojarse de la riqueza injusta, y batallar con su país, y caer con él en la derrota y la miseria. Sus puestos no importan aquí, que en nuestra república fueron los más altos; sino aquel tesón que no se le cayó nunca del alma, ni cuando veía correr por el Máximo la sangre de su Camagüey querido, y velarse como de una oscuridad mayor que la de la tierra, los palmares del Tínima serenos, y humear las ruinas del opulento valle, desde la cumbre justiciera de los caciques, ni cuando, vuelto de su viaje de desolación a la nieve yanqui, retornó, como llamado por las raíces, a la tierra sacra donde, como en su corazón, jamás, por sobre tibiezas transitorias y mínimas, han renunciado los hombres a ganar con su sangre el color de la honra para sus mejillas y el seguro de la independencia para su bienestar.
Jamás. Allí los hombres canosos y barbados rompen a llorar, o palidecen, si oyen la duda leve de que, a la hora del esfuerzo, se les acobarda el brazo. Allí el patriotismo joven, calentado en el amor al hombre egregio que trocó al fin en mansedumbre su nativa arrogancia, lleva el celo de la libertad hasta la indignación que, ante las filas enemigas, unirá a la santa mocedad y a la despaciosa timidez en el fuego de un durable abrazo, y se mudará en amor y orgullo por las mismas almas valerosas que en un instante de olvido o de fatiga se anublaron con la culpa. Allí desamarían de seguro la guerra pueril y aventurera, que ha de mirar el cubano prudente como enemiga mayor de la libertad, y sustituto peor, que los mismos excesos de la servidumbre; y montarán a caballo, como invencible caballería, las barbas y los bozos impacientes, y húmedos de llanto, que rodeaban en las guardias de vela el cadáver del anciano fiel, muerto tal vez con la sumprema dicha de ver resucitar, en el ímpetu y el orden que le anuncian el triunfo, la pelea necesaria y virtuosa para vivir al fin como dueños seguros de la tierra feraz en que nacimos.
¡Ah: una tristeza nos queda! Camagüey entero, con imponente honradez, se agolpó al paso del “patriota Francisco Sánchez”, de aquél “que en su corazón tuvo por culto el amor a Cuba”, del que “en su nombre llevará siempre nuestra historia”. Ante la santa muerte se apretaron, con una sola voz, como augurio de aquellos días que arrastraran a la grandeza los reparos perezosos, los que ayer se probaron el honor, y lo hallaron bueno para toda la vida, y los mismos que con su tarda decisión no alcanzan a encubrir el pudor ofendido que se desbordará al cabo de las almas. Aquellos de otra zona, —crespos y atezados, en un continente que renace, por la hoguera del sol,— aquellos que él con sus manos levantó a la libertad y al gozo de la vida, seguían, balbuceando conmovidos la bendición, al que en el barro de la esclavitud les encendió la chispa de hombre. La juventud camagüeyana iba, descubierta, detrás del “patriotismo constante”. Con rosas del jardín que lo vio nacer le tejieron una corona para su sepulcro, rosas calladas, como lágrimas de sangre. Y el anciano que fue leal al honor, y no apagó nunca la verdad de su pueblo, salió de la casa en hombros de sus hijos. —Nuestro hombro faltó allí; pero en su tumba no faltará nuestra rodilla.
Publicado en Patria, 15 de septiembre de 1894. Tomado de Obras Completas. La Habana, Editorial de Ciencias Sociales, 1975, t.4, pp. 477-480.