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Oración Finlay (1943)

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Oración Finlay (1943)

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Señor Presidente de la Academia,
Señores Académicos,
Señoras y Señores:

Al cumplir la honrosa misión que me ha confiado el Señor Presidente de esta Academia, quiero declarar a aquellos que me escuchan, que la he aceptado por considerarla obligación ineludible para los miembros de esta augusta Sociedad y sólo por un deber y como muestra de la disciplina que debe caracterizar a todos los que sienten el amor al progreso de la ciencia en nuestro país, nunca mejor que en el caso del doctor Carlos J. Finlay a quien pertenecen todos los honores, como el más grande de todos los cubanos, no solamente por el brillo excelso de su producción científica inigualable, que no sin razón se le llama el Pasteur de América, sino porque las aplicaciones prácticas de su descubrimiento, han hecho posible que las regiones tropicales de nuestra América recibieran los beneficios de las inmigraciones con cuyas energías se han visto nacer la prosperidad que hoy disfrutan, pueblos y naciones; mientras la humanidad libre ya del temor al fantasma del vómito negro realiza tranquila y provechosa sus intercambios naturales sin un peligro evidente para las vidas de aquellos que arribaban a nuestras hospitalarias playas.

Pero no quiero dejar de significar que al cumplir tamaña obligación no he dejado de compenetrarme con la inmensa responsabilidad que significa el acto de esta noche; fecha del natalicio de este gran prócer de nuestra patria, a quien brindó cuna por su ventura la ciudad de Camagüey, el día 3 de diciembre de 1833, donde sus padres extranjeros de procedencia, crearon el hogar que trajo a nuestra Patria días de gloria jamás sospechados.

Y mi tribulación de esta noche, que habéis desde luego de comprender, es la lucha que emprende mi conciencia al pensar que desde hace diez años próximamente, vienen ocupando la tribuna de nuestras sociedades científicas y de nuestra propia universidad, hombres ilustres de condiciones excepcionales de talento y de cultura que han estudiado todos los puntos posibles de la vida de ese grande hombre, en una forma tal que ya va siendo difícil darle un nuevo giro o una interpretación propia, que no fuera mera repetición de lo que aquí se haya dicho en otras noches como la de hoy; lo que me obliga antes que nada a declarar la insuficiencia de mi preparación para este objeto y el error de mi designación para expresar cuanto merece este gran cubano que a medida que pasa el tiempo resplandece más entre las estrellas que adornan el cielo de la medicina americana.

Fueron los padres del doctor Carlos J. Finlay, Eduardo Finlay, escocés y Elisa de Barrés, francesa, quienes aportaron los elementos constitutivos del carácter de su hijo, que se revelaron en él desde los primeros años de su vida de estudiante y durante su carrera de Médico por la tendencia a un espíritu de aventuras; y la influencia materna fue decisiva en su educación creando en él la amable viveza de los franceses y el amor a la gloria que dominaron sus inclinaciones, conservando siempre la tenacidad y la corrección británica.

Recibió las primeras lecciones de su tía Ana; pasando a los once años a Francia donde continuó sus estudios en el Havre hasta el año de 1846 en que habiendo adquirido una corea, que probablemente fue el inicio de esa dificultad de palabra que se le notara más tarde, tuvo necesidad de regresar a La Habana donde recibió tratamiento apropiado y residió en esta ciudad el tiempo necesario para reponerse y continuar los estudios que había suspendido en la gran nación francesa, completándolos desde el año de 1848 hasta 1851 en que con motivo de otra nueva enfermedad, la fiebre tifoidea, tuvo necesidad de volver otra vez a Cuba.

Queriendo seguir la carrera de Medicina estuvo gestionando su ingreso en la Universidad de La Habana, pero como se requería para ello el título de Bachiller, que no poseía, decidió hacer su ingreso en el Jefferson Medical College de Filadelfia, donde no se exigían tales requisitos, diplomándose en el año de 1855. Allí recibió las enseñanzas del doctor John Kearsley Mitchel el primero que sostuvo la teoría parasitaria de las enfermedades en los Estados Unidos y del profesor Silas Weir Mitchel, hijo del anterior, que acababa de regresar de París donde había trabajado con Claude Bernard y quien resultó su preceptor y el que seguramente ejerció una gran influencia en el desarrollo de su inteligencia y de su genio, según el doctor Francisco Domínguez Roldán. El doctor Mitchel, hijo, profesó una gran amistad hacia el doctor Finlay e insistió en que quedase en los Estados Unidos a ejercer su carrera, ya que la Ciudad de Nueva York esencialmente cosmopolita le ofrecía amplio campo para ejercerla entre españoles, cubanos y sud-americanos. Pero Finlay rehusó y volvió a la ciudad de La Habana habiendo pasado la reválida de su título en el año 1857 en nuestra Universidad.

Nuestro biografiado partió para el Perú en busca de fortuna, estableciéndose en la ciudad de Lima desde donde se dirigió a París en los años de 1860 a 1861 para realizar estudios complementarios, frecuentando las principales Clínicas y poniéndose en contacto con los grandes Maestros de la Medicina de esa época.

Vuelve a La Habana en definitiva en octubre 16 de 1865 para casarse con la Srta. Adelaida Shine, originaria de la Isla de Trinidad, esposa ejemplar que compartió con él sus trabajos, sus sufrimientos y sus éxitos sosteniendo su espíritu de por sí tenaz en todos los momentos y apoyándolo con su bondad exquisita, su ternura sin límites y su gran cultura; creando un hogar ejemplar del que nacieron tres hijos, uno de ellos nuestro querido profesor de Oftalmología de la Universidad de La Habana, el doctor Carlos E. Finlay, con cuya amistad nos hemos sentido honrados desde los tiempos en que fuimos su ayudante en los servicios de enfermedades de los ojos del hospital Nuestra Señora de las Mercedes.

Si el doctor Finlay se hubiese ocupado únicamente del problema de la fiebre amarilla no se hubiese revelado en sus aptitudes extraordinarias que una cultura difícil de igualar habían hecho posible y que se demuestran por el polifacetismo de su actuación científica que observamos al estudiar los importantes trabajos que él ha realizado y de las que han sido testigo más de una vez los concurrentes a esta Academia en cuyos salones y pudiera decirse que en casi todas sus sesiones científicas se escucharan sus trabajos o sus observaciones sobre los problemas que se suscitaran. No sabemos si admirar más los estudios realizados en el seno de la Bacteriología que cultivase como los de Física, de Química, como de problemas técnicos relativos a ciertas industrias de nuestro País, como los de Higiene Pública en relación con otras enfermedades como la lepra, el cólera, el tétanos, así como sus estudios clínicos tan brillantemente expuestos en la Oración de 1942 por nuestro compañero y amigo el doctor Clemente Inclán, así como también sus excursiones en problemas terapéuticos y en aquellos de Parasitología como sus estudios sobre triquinosis, sobre la filaria y sobre la taenia, interesándose también particularmente en trabajos de lo que constituyó especialidad dentro de su carrera la Oftalmología, que profesó en nuestra ciudad durante una serie de años, hasta su orientación definitiva en los problemas sanitarios que vemos que desarrolla desde el advenimiento de nuestra República, en que desempeñó la Jefatura de nuestra Sanidad, sustituyendo al doctor Gorgas que marchara hacia Panamá, donde se hiciese cargo del problema sanitario, que culminó aplicando las doctrinas de Finlay, en la posibilidad de la construcción del gran Canal que ha hecho factible el eterno abrazo de los mares que bañan el Continente Americano, abriendo así sus mayores posibilidades a las Américas en sus intercambios de orden comercial y a la acción política que se ha ejercido para con los pueblos del Caribe y del inmenso Pacífico.

En una de las más hermosas de las conferencias que hemos escuchado en esta Academia y que se dictó el 3 de diciembre de 1937 por el doctor Federico Grande Rossi, en la que no sabemos si admirar más su intensa erudición en los problemas de la fiebre amarilla, o la belleza literaria de su brillante exposición, o si la sinceridad o la honradez de su hermosa rectificación que pregona ya que habiendo pertenecido a la generación de médicos en cuyo seno emitió Finlay sus ideas y que despectivamente consideraron la magna teoría y los radiantes hechos de la practica de esta liberación sanitaria de Cuba, porque no las entendimos considerando esto el motivo de una deuda de honor, que con aquella su elevada oración saldó seguramente, en la forma más noble y digna en que podía realizarse y como dijo rememorando en su escrito ideas del sabio fisiólogo francés Charles Richet de su libro El sabio; Burlaos de los sabios; algunas veces es justo. Pero tras ellos existe la verdad, la Diosa soberana y todo poderosa que hiela de terror a los burlones.

En tan memorable ocasión el doctor Grande Rossi divide la historia de la fiebre amarilla en tres épocas comprendida entre dos descubrimientos, corolario el segundo del primero: época antigua: desde la conquista hasta el 14 de agosto de 1881 fecha en que Finlay dio lectura en esta Academia a su monumental trabajo El mosquito hipotéticamente considerado como agente de transmisión de la fiebre amarilla, Época moderna: desde esa memorable fecha hasta la del descubrimiento de la fiebre amarilla selvática en la América del Sur en 1932, y época contemporánea desde que fueron iniciadas las investigaciones en torno a esa modalidad epidemiológica de la fiebre amarilla hasta la fecha presente.

Es curioso que en un período de más de 389 años la fiebre amarilla, no obstante constituir un problema que creó tanto obstáculo a la colonización, no pudiera ser de una manera absoluta evidenciada en su origen si americano o africano; esto es si existía entre nosotros desde antes de la arribada a la América de Colón o si ella fue importada más tarde del África con motivo de las expediciones de esclavos de las que no se conoce la fecha exacta, al menos de la primera expedición, que según nuestro historiador el doctor Fernando Ortiz empezaron a raíz misma de la conquista, opinando algunos que en los años de 1511 ó 1512 fecha de la expedición de Diego Velázquez fueron traídos esclavos negros a Cuba como resultado de la proposición que la Orden de Predicadores había dictado como medida para aliviar el martirio de los indios, que como dice Grande Rossi seguramente que lo que hizo fue duplicar la desgracia. Siendo ya desde ese año 1511 reglamentada la inmigración esclava negra pues de los datos obtenidos en este aspecto ya se impedía la inmigración de esclavos moros y se favorecía la de esclavos negros siempre que fueran nacidos en país no católico.

Además de nuestro país ya en 1518 existían esclavos, porque de aquí los llevó consigo Hernán Cortés a la conquista de México.

Finlay supone que la fiebre amarilla es originaria de América deducida de los estudios realizados desde los trabajos de Pons que demuestran que desde 1495 ya aparecieron datos de plagas epidémicas, no conocidas hasta entonces, que diezmaban o se cebaban en cuantos el deber, la ambición o el estudio obligaban a cruzar el Atlántico sin que nadie encontrase similitud entre ellas y otras afecciones previamente conocidas.

Durante la permanencia de Colón en las Antillas desde el 10 de octubre de 1492 hasta enero de 1493 no ocurrieron enfermedades ni defunciones en los 90 hombres que le acompañaban; pero ya en los años de 1495 y 96 se cita una epidemia americana que llenó de espanto por su mortalidad exagerada, que arrasó con la tercera parte de la población de españoles e indios en la Isla Española, y que probablemente motivó el que se facilitara a los penados de los Presidios y Cárceles de España la libertad con la obligación de trasladarse a Cuba.

Es probable que esta enfermedad fuera conocida por los caribes que habitaban las costas de Colombia y Venezuela cuyos instintos guerreros les hacían realizar excursiones por el Mar Caribe a las islas Dominica, Guadalupe, Puerto Rico y la parte Este de la Española donde la llamaban Pouliccatina y que en las costas de Yucatán los mexicanos la llamaban Cocolitzle.

El doctor Crescencio Carrillo y Ancona, Obispo de Yucatán, en carta que remite al doctor Carlos Finlay (Historia Primitiva de la Fiebre Amarilla, pág.18) refiere que antes de la epidemia sufrida por los españoles a raíz del descubrimiento de Yucatán en 1517, habían existido que se conociesen tres epidemias anteriores, entre los colonizadores que las conocieron con los nombres de modorra, de peste, pestilencia y contagio, que conservaron hasta el siglo XVII. La primera obra sobre el vómito negro aparece en el Siglo xviii y fue escrita por el doctor José Galbuondo, médico de la Marina Española. Parece que la primera aparición en Cuba de esta terrible dolencia lo fue en la primavera de 1649 arrasando con gran número de los colonos, afección que parecía haberla también sufrido las Antillas Francesas en 1649.

Berenguer Ferreaut atribuye también a la América el origen de la fiebre amarilla aunque otros como Pyrre tienden a probar su origen africano. Y la comprobación de focos epidémicos de punto de partida en los endémicos de Sierra Leona y La Gambia hace suponer la probabilidad de un origen africano.

Uno de los argumentos más interesantes para reforzar la idea de Finlay en este aspecto es que antes de la conquista de América los europeos frecuentaban las tres grandes costas africanas sin que, sin embargo, se mencionen de aquellas épocas ninguna enfermedad que pueda ser referida a la fiebre amarilla. Sin embargo, en la actualidad, se afirma y ha quedado demostrado por nuestro investigador el profesor Hoffmann por su método bien conocido de investigación histológica sobre muestras de hígado procedentes de regiones africanas que la fiebre amarilla existe en forma endémica en ese continente, lo mismo que ha sido también comprobado por el mismo método y por el mismo autor en distintos lugares selváticos de la América del Sur.

El trascendental descubrimiento de Finlay fue expuesto con todos sus detalles en 14 de agosto del año 1881 ante la Academia de Ciencias Médicas de La Habana, trabajo que debía inmortalizarlo y que modestamente el tituló El mosquito hipotéticamente considerado como agente de transmisión de la fiebre amarilla. Cuando Finlay leyó ese trabajo en la Academia de Medicina de La Habana ya hacía un año y nueve meses que había comenzado sus investigaciones para comprobar el agente de transmisión de la fiebre amarilla y justamente seis meses después de su primera exposición a la Conferencia Sanitaria Internacional de Washington.

Obra científica de inestimable valor y en que quedan fácilmente expuestos el conocimiento profundo que poseía de cuanto se refería al mosquito, a la epidemiología de la fiebre amarilla, resolviendo cuantas dificultades pudieran existir. Su doctrina enunciada en ese día puede ser repetida en este instante como la verdad, que sólo tuvo la Comisión Americana que comprobar con sus experimentos facilitados por el clima científico que prevalecía en el año de 1900 a 1901, en que se instalase en el campamento que recibió el nombre de Lazear.

Estos principios a que hacemos referencia son las tres condiciones necesarias para que la fiebre amarilla se propague y que copiamos inmediatamente: 1º) Existencia de un enfermo de fiebre amarilla en los capilares del cual el mosquito pueda hundir su aguijón para impregnarse en las partículas vivas en un período adecuado de la enfermedad; 2º) Prolongación de la vida del mosquito entre la picadura hecha al enfermo y la que debe reproducir la enfermedad; 3º) Coincidencia que sea un sujeto apto a contraer la enfermedad uno de los que pique después el mosquito.

También en esa misma comunicación quedaba demostrado que se trataba de una variedad especial de mosquito que en esos momentos se llamase el Culex, mosquito que fuese después designado con el nombre de Stegomyia calopus o Stegomyia fasciata, y últimamente con el de Aëdes aegypti con el que actualmente le conocemos.

No obstante todo lo que significaba este trabajo a que hemos hecho referencia presentado ante esta Academia, no se halló acogida en el seno de la misma para esta gran idea y se tomó el acuerdo de que ese trabajo quedara sobre la mesa, no habiendo sido ni siquiera discutido, acuerdo que significaba la condenación al olvido y así fue como Finlay creyente de estos principios por él emitidos, presionado por la indiferencia y la crítica de los que le rodeaban, continuó sus pesquisas con fe inquebrantable, con entusiasmo cada vez más doblado, con energía indomable y autorizado por las experiencias por él realizadas de transmisión de la enfermedad y que practicara en varios voluntarios en la Casa de Salud de Garcini, utilizando para ello mosquitos previamente alimentados con sangre de enfermos en período de estado y haciéndose él mismo picar por un Culex infectado que por suerte no hubo de producirse ningún trastorno. Estos estudios culminaron en su escrito La Patogenia de la Fiebre Amarilla y las comunicaciones de los año 1882, 1883 y 1884 hechas a la Sociedad de Estudios Clínicos de La Habana, en que queda terminantemente establecido: que el mejor medio de profilaxis de la enfermedad era el preservar a los enfermos atacados de ella contra las picadas de los mosquitos pues de esta manera se evitaba la propagación de la misma.

Después de estos trabajos y los que en el orden bacteriológico le hicieron primero suponer y después abandonar la idea de un germen productor de la enfermedad que denominaron él y Claudio Delgado, su colaborador, Tetrágenos febris flavus y los hechos coincidentes con las doctrinas bacteriológicas que desarrollara después el Profesor Sanarelli, con su Bacilus-icteroides concepción aprobada por la primera Comisión Americana de Fiebre Amarilla designada por el doctor Wyman y que prevaleció durante unos cuantos años hasta que otra Comisión que designara el doctor Sternberg, en sustitución de la anterior diera al traste con todo el edificio del germen aislado por Sanarelli cuya teoría quedó en completa derrota un mes después de haber sido proclamada como definitiva. Esta segunda Comisión Americana compuesta por los doctores Walter Reed, James Carroll, Jesse W. Lazear y Arístides Agramonte se decidió a estudiar la teoría de Finlay dormida durante más de 19 años y es entonces que se realizan las experiencias en este campo Lazear que vinieron a culminar en la comprobación de los trabajos del doctor Finlay y a la realización por el doctor Gorgas entonces Jefe de Sanidad Militar de Cuba de la erradicación de la fiebre amarilla de la ciudad de La Habana y más tarde de toda la Isla de Cuba por la aplicación de estos principios quedando cimentado todos aquellos que tan brillantemente fueron expuestos en aquella noche del 14 de agosto de 1881.

Pero señores era demasiado grande la obra realizada y aunque a la Comisión Americana pertenece la comprobación de que el germen de la fiebre amarilla era seguramente un virus filtrable, como hoy se estima después de las brillantes comprobaciones de orden experimental obtenidas por la transmisión al mono, por las pruebas de protección al ratón, como de los hechos mismos de la vacunación con material atenuado procedente de emulsiones viscerales y la comprobación en 1930 por Thyler del virus neurotropo que permitió las importantísimas adquisiciones de un nuevo tipo de vacunación intentada en 1931, así como la de otros diferentes autores que no han hecho más que confirmar el concepto actual que de esa enfermedad se tiene una de las tantas producidas por virus filtrables. No obstante tiene que sufrir el sabio Finlay, el hombre más grande que ha producido nuestra patria en el campo de la Ciencia, los embates de hombres que olvidaban en un momento dado el culto que debían a la verdad, y en sus informes esa misma Comisión a quien Finlay le entregara a su llegada el mosquito que era el propagador de la enfermedad y los huevos del mismo fecundados para producir los que fueron utilizados por la Comisión misma en sus pruebas experimentales, así como también el fruto de su trabajo de tantos años en el orden de esas experimentaciones, que ellos principiaran, ni siquiera citaron en sus informes su nombre, hacen más tarde una campaña que solo la envidia podría estimular basándose en hechos de falsedad científica perfectamente demostrada, ansiosa de quitarle lustre a quien tanto mereciera y deseosa en último término de apropiarse de lo que jamás le perteneciera que solo ha falta de justicia y de noble reconocimiento a que estaban obligados por la modestia y sinceridad que Finlay les demostrara, hicieron relucir los nombres de Beauperty y Notch como sostenedores con antelación de ideas similares, a las del ilustre cubano tratando de carcomer el pedestal en que ya por propio mérito se hubiera colocado, el nombre de Carlos J. Finlay.

La protesta y gestiones extraordinarias, memorables siempre de su grande amigo, de Finlay, el doctor Francisco Domínguez Roldán, profesor que fue de nuestra Universidad y que en el día solemne del cumplimiento del centenario del nacimiento del gran Finlay y ante la Academia de Medicina de París presenta en su obra todos los datos comprobatorios de esa falsedad y hace reconocer en hermosa apoteosis el papel representado ante la Ciencia y como Benefactor de la Humanidad del médico modesto que se llamara Carlos J. Finlay.

Aquel día se pronunciaron los discursos más hermosos que pudieran escucharse y entre ellos el de uno de los miembros de la Comisión Francesa de la Fiebre Amarilla que hiciese sus trabajos en Sur-América el doctor Marchoux quien al reconocer toda la Justicia que cabía para Finlay en la resolución del problema de la fiebre amarilla, proclama también el efecto saludable que le causa la actuación del doctor Domínguez y el valor que tiene en la vida de un hombre el poder haber adquirido una de esas amistades que en forma tesonera mantuviese cuanto de verdad pretendían arrebatársele y con una intensidad y bríos nunca igualados, fraguasen para Finlay el pedestal de su gloria, que desde ese instante, por sus propagandas y sus gestiones ha culminado en el reconocimiento del error que encierra una inscripción que apareciera bajo el busto de uno de los consagrados en la investigación del problema amarillo, y que según se dice ha sido noblemente rectificada para estímulo de los que ofrendan su vida y sus esfuerzos a librar al género humano de esos azotes como el de la fiebre amarilla, que tanto hijo arrebató a las madres europeas y americanas, y que tanto dolor causara aún en el seno de hogares cubanos cuya verdad científica arrancada por nuestro ilustre compatriota ha hecho posible la entrada más amplia de la civilización en el trópico y ha permitido el desenvolvimiento de más de un pueblo por la desaparición de tan terrible azote.

Honor, señores, demando para tan grande hombre de ciencias, probado como nadie en el infortunio de la incomprensión, hombre de constancia y laboriosidad insuperables, de fe firmemente arraigada, amante de la verdad que proclamara sin ambages y dotado de condiciones morales y de carácter que parecían creados para su noble propósito, que llegado a la tierra cual nuevo Mesías, para los que la corona de laureles que el Mundo finalmente les brinda, simula en sus sienes, aquella que la Humanidad cruel colocase en las del Mártir del Gólgota.

Bendito sea también su excelso nombre.

El descubrimiento de Finlay fue determinante para el control de la fiebre amarilla en la zona del istmo de Panamá y, por ende, para la culminación de las labores del canal y de las líneas férreas a él asociadas.


Leída en la sesión solemne de la Academia de Ciencias Médicas, Físicas y Naturales de La Habana del 3 de diciembre de 1943, tomada de Cuadernos de Historia de la Salud Pública. No. 93. Ciudad de La Habana ene-jun 2003.

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