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Narciso López y sus compañeros de Playitas

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Narciso López y sus compañeros de Playitas

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A un siglo de distancia de haber escrito Narciso López con su sangre el último canto de la epopeya que fue su lucha tenaz y heroica en pro de la independencia y libertad de Cuba, al evocar ahora su nombre preclaro y sus hazañas gloriosas, el historiador no puede limitarse a la exaltación del héroe y al relato de sus proezas, sino que debe especialmente ofrecer a sus conciudadanos los ejemplos y las enseñanzas, aprovechables, en el presente y para el futuro de nuestra patria, que ha podido descubrir y revalorar como fruto de las investigaciones y los estudios de esos lejanos y trascendentales acontecimientos.

La primera de las enseñanzas que encontramos en la vida del venezolano que murió por Cuba y a Cuba dio su bandera revolucionaria y nacional, es la de saber rectificar errores anteriormente cometidos: el gran error y la inexplicable traición para con su patria nativa, que le hace militar en las filas realistas, y combatir a los ejércitos libertadores, enigma no descifrado, que él se llevó a la tumba, ceguera para lo patriótico y lo americanista de la que ha de curarse radicalmente cuando, ya desde la misma España, ve la sinrazón de su postura reaccionaria y se consagra —como expresa en su folleto de 1838— a la defensa de los principios e intereses liberales, anheloso de merecer la confianza de los hombres libres y resuelto a sacrificar toda otra consideración y miramiento al triunfo de la libertad.

Cuba es el Jordán en que lava sus culpas de juventud y se convierte en americano de nuestra América. Al pisar la tierra cubana de Trinidad y ponerse en contacto con los elementos criollos progresistas, su mente y su corazón se abren a la verdad, y vuelve —como él mismo dice en carta de 1839— “a mi posición de simple americano”; y en confesión solemne ante sus hermanos del continente, con clarísima visión y concepción americanista, jura:

Dedicar el resto de mi vida, física y moral, a procurar acabar con aquel tan bárbaro como hipócrita gobierno de la parte de acá de los mares, recuperando así mi dignidad y la de mis paisanos esclavizados aún y cargados de más pesadas y groseras cadenas que las que me hacían arrastrar a mí dorándomelas con falsos halagos.

Que su determinación es radicalmente concluyente lo prueba con creces su combatir sin descanso por la independencia de este pedazo de tierra americana, víctima todavía del despotismo de la metrópoli, con renunciamiento definitivo de todo beneficio individual.

Esa inquebrantable resolución de conquistar el ideal perseguido y ese insobornable espíritu de sacrificio, son otras dos lecciones que nos ha legado Narciso López, como ejemplo a imitar por los cubanos y americanos de todos los tiempos.

Y su tenacidad y su desinterés son tanto más ejemplarmente nobilísimos, cuanto que las mantiene incólumes, no obstante, la reiterada comprobación de que sus empeños revolucionarios no encuentran eco en la mayoría del pueblo de Cuba, carente entonces de una conciencia patriótica separatista que lo impulsara a secundar los planes bélicos de su generoso libertador.

Admirables lecciones éstas, a recoger y asimilar por los ciudadanos de nuestros repúblicas hispanoamericanas en las campañas cívicas contra injusticias, atropellos, explotaciones, dictaduras y tiranías de desgobernantes y politiqueros, tan necesitados como estamos aún, en el suelo de América, de esas virtudes que poseyó en grado superlativa Narciso López, y por cuya carencia han fracasado, una y cien veces, altos empeños regeneradores y hemos continuado malviviendo en el oprobio y en la indignidad.

Más que la fe en el triunfo de la causa que defendía, puede afirmarse que lo que no abandonó nunca a Narciso López durante su heroica lucha por Cuba libre, fue su inquebrantable convicción de la justicia de esa causa y la pureza de sus intenciones.

Flaquean y abjuran los incrédulos, los que no persiguen ideales ni defienden principios, ni sienten dolor de injusticias ajenas, sino sólo buscan la conquista de un botín, la satisfacción de ambiciones personales, el propio bienestar y no el de su pueblo.

Lo que Martí dice de Bolívar, en su memorable artículo —“Tres Héroes”— de La edad de oro, puede aplicarse a Narciso López: “hombres que se deciden a la guerra antes que los pueblos... y no se cansan cuando su pueblo se cansa”. Y a él le cuadra, asimismo, el juicio que del mismo Bolívar y de Hidalgo y San Martín, formula, rebosante su corazón de ternura,

al pensar en esos gigantescos fundadores: esos son héroes; los que pelean para hacer a los pueblos libres, o los que padecen en pobreza y desgracia por defender una gran verdad.

Sí: fundador y héroe fue Narciso López. Y vigente está, por desgracia, en las repúblicas todas del continente, el anatema martiano:

Los que pelean por la ambición, por hacer esclavos a otros pueblos, por tener más mando, por quitarle a otro pueblo sus tierras, no son héroes, sino criminales.

La hoja de servicios de Narciso López como libertador de Cuba, desde que a ese empeño se consagra, puede sintetizarse así: Toma parte en la conspiración de la Cadena Triangular y Soles de la Libertad. Organiza la de la Mina de la Rosa Cubana, de 1847, que fracasa por la delación de un traidor. Se une a los cubanos exilados en los Estados Unidos e integra con ellos la Junta proveedora de los intereses políticos de Cuba. Plasma, en 1849, la forma y colores de la bandera cubana. Organiza la expedición de la Isla Redonda, esperando contar con la cooperación del gobernador del Estado de Mississipi, mayor general John A. Quitman, simpatizador de los patriotas cubanos; pero el presidente de los Estados Unidos, Zacarías Taylor, echa por tierra todos los arduos trabajos revolucionarios. No se amilana el general López por ese nuevo fracaso. Lanza una emisión de bonos por valor de cuarenta mil pesos, que es cubierta por cubanos y norteamericanos. Organiza una expedición con unos seiscientos hombres de diversas nacionalidades, cubanos los menos, que en tres barcos se dirigen a Cuba, arribando uno de ellos, el Créale, el 19 de mayo de 1850, a Cárdenas, donde López hace ondear por vez primera, sobre el suelo de Cuba, en acción de guerra triunfante, su bandera de la estrella solitaria. Someten la población, pero el pueblo no los secunda debidamente, y tienen que abandonarla, dirigiéndose a Cayo Hueso. Sigua conspirando el incansable luchador. Organiza otra expedición con el barco Pampero y medio millar de hombres, que desembarcan en Playitas, cerca de Bahía Honda, provincia de Pinar del Río. Atacados, se defienden con éxito, bravamente, pero la enorme superioridad de las fuerzas enemigas, la indiferencia y hasta la hostilidad de la población, las deserciones e indisciplina, hacen imposible toda resistencia, hasta que, dispersos y acorralados los escasos supervivientes, se produce la captura de López y siete de sus compañeros. Conducido a La Habana, es ejecutado en garrote, en la explanada de La Punta, el 1ro. de septiembre de 1851.

En esta última expedición y tentativa revolucionaria de López, cuyo centenario conmemoramos, son de destacarse las siguientes particularidades:

Primera: No fue, como las anteriores, un movimiento aislado, sino que tuvo proyecciones y enlaces en diversos lugares del territorio cubano, al pronunciarse también los patriotas de Trinidad, con Isidoro Armenteros, a la cabeza, y los de Camagüey, mandados por Joaquín de Agüero, aunque no llegaron a establecerse las necesarias conexiones entre esos grupos y López, para presentar un frente unido a las fuerzas españolas.

Segunda: El capitán general y gobernador de la Isla, José Gutiérrez de la Concha, estaba perfectamente enterado del movimiento revolucionario que se preparaba:

A. Por noticias de sus confidentes y espías y por haber descubierto y hecho abortar los pronunciamientos de Camagüey y Trinidad.

B. Por haber sido avistada la presencia del barco expedicionaria Pampero, en que venían López y sus 434 hombres, al presentarse frente a La Habana, el 10 de agosto, llevado al garete, por la corriente del Golfo, debido a una descomposición en su maquinaria, poco después de salir de Cayo Hueso (según aparece del relato que en su diario hace uno de los expedicionarios el húngaro Schlesinger— glosado por Herminio Portell Vilá en su trabajo “Sobre la ruta de López”)[1]; confirmada su presencia en aguas cubanas, al pretender, después, fondear en el puerto de Cabañas, siendo perseguido por la fragata Esperanza, allí anclada, que salió en su busca; y tiroteado por el fuerte San Fernando, cuando trató de penetrar en Bahía Honda, dirigiéndose entonces a las Playitas de Toscano, a donde arribaron a las diez de la noche del día 11, emprendiendo López, con 280 hombres, la marcha hacia Las Pozas, a las 9 de la mañana del siguiente día 12.

Narciso López

Este reiterado conocimiento de la expedición de López produjo la movilización inmediata de las fuerzas españolas que, comandadas por el segundo cabo, general Manuel Enna, llegaron a bordo del Pizarro, en número de 800 hombres, a dicha población, pocas horas después, uniéndose otros numerosos contingentes.

Tercera: En extraordinaria desigualdad de hombres y material bélico, los expedicionarios de López libraron verdaderos encuentros militares contra las fuerzas españolas, derrotándolas en tres acciones, haciéndolas huir y causándoles, en la primera de ellas, la muerte del segundo jefe de las fuerzas realistas, Nadal, y en la tercera la de Enna, y rechazando, también, otras dos tentativas de ataque.

Al referir, sintéticamente, estos encuentros, nos basaremos en el ya citado diario de Schlesinger, comentado por Portell Vilá y en los propios partes oficiales españoles[2], auxiliados por la ordenación cronológica de los mismos hecha por Francisco R. Argilagos[3].

Dichas acciones fueron las siguientes:

Acción de Las Pozas

El mismo 12 de agosto en que eran fusilados Joaquín de Agüero y sus compañeros José Tomás Betancourt, Fernando de Zayas y Miguel Benavides, en Sabana de Arroyo Méndez, entraba Narciso López en Las Pozas, manteniéndose en actitud defensiva. La poca disciplina de sus fuerzas permitió que las de Enna, al día siguiente, se situaran a tiro de fusil, en una eminencia, desde la que iniciaron fuego por sorpresa, pero fueron desalojadas de esa posición y, generalizado el combate, ocuparon las de López otra colina cercana. Durante el encuentro, que duró media hora, los invasores tuvieron 35 bajas y los españoles 180 muertos, entre ellos el comandante Nadal, segundo de Enna, y gran número de heridos, regresando a Bahía Honda; esta indiscutible derrota fue ocultada por los españoles.

Las fuerzas españolas movilizadas para combatir a los expedicionarios de López eran las siguientes: columnas de Guanajay, escuadrón de Borbón, parte de la infantería de Pinar del Río, escuadrones rurales de Fernando VII al mando del brigadier José Francisco Ramos Almeida, cubriéndose la zona con la columna del comandante Mata, Ramos y defendido el paso a Pinar del Río con las del teniente coronel Sánchez y comandante Lago, que cubrían además a San Diego de Tapia, Limones, San Diego de los Baños, San Diego de Núñez, parte de Frías y cafetales inmediatos; con la del teniente coronel Adriano, que guarnecía El Brujo y cercanías, así como la compañía de Granaderos de la Reina, sobre Dolores; compañía de Cazadores de la Reina sobre el cafetal de Cuevas y dos compañías de Bailón: otra sobre San Diego de Tapia y otra sobre El Roble, y algunas más, con un total de más de 6,000 hombres.

Acción de El Morrillo

Casi al mismo tiempo, se batían el coronel Crittenden y sus 160 expedicionarios, a pocas millas de distancia, con el teniente coronel Villaoz, que trató de desalojar a aquél de la tienda Tabla del Agua, conocida por El Morrillo, cerca de la playa, siendo rechazados los españoles después de varias infructuosas cargas a la bayoneta y retirándose precipitadamente. En los partes oficiales españoles —iniciando, la costumbre que sería mantenida durante las dos etapas de la Guerra Libertadora de los Treinta Años— los españoles desfiguraron totalmente los resultados de este encuentro, calificándolo de descalabro para los expedicionarios y no mencionando las bajas españolas; aunque dejando saber que mientras los expedicionarios sólo sumaban la cifra mencionada, las tropas realistas estaban integradas por tres compañías y una sección de caballería.

Rechazo de Las Rondas de Cabañas, El Cuzco y Arrastri

En la noche del 14 de agosto abandona López Las Pozas, pasa por Cacarajícara, es atacado por la ronda de Cabañas, a la que hace huir, capturando tres prisioneros, que deja en libertad; continúa su marcha por el cafetal de San Andrés, pasa por la hacienda El Cuzco, donde es tiroteado por la ronda que la defendía, la que abandona rápidamente su posición; acampa en el cafetal de Arrastri, a tres leguas de Candelaria, donde hace retirarse a las avanzadas exploradoras del teniente gobernador interino de San Cristóbal, Clemente Rodríguez; v acampa en el cafetal de Frías, el día 18.

Acción del Cafetal de Frías. Muerte de Enna

En esta finca, propiedad de don Francisco de Frías y Jacott, conde de Pozos Dulces, cuñado de López, donde se proponía este último tomarse un descanso, es atacado por la fuerte columna del general Enna, reforzada con la del brigadier Martín Rosales, que llegó al final del encuentro. Las fuerzas de Enna eran: 1 200 infantes, 120 jinetes v cuatro piezas de artillería. Por sendos portillos trataron de penetrar la caballería, a cuyo frente iba Enna, y la infantería, siendo rechazadas, con grandes pérdidas, en dos asaltos; en el segundo, cayo Enna herido mortalmente, desbandándose sus jinetes y arrollando en su huida a parte de los infantes, retirándose el resto con pérdida de gran consideración.

Como bien dice Portell Vilá en su trabajo citado,

Las Pozas y Frías son dos combates que pueden incorporarse legítimamente a las más sonadas victorias de las guerras por la independencia de Cuba, ya que de ellas participaron numerosos cubanos que formaban en las filas de López y los que, por cierto, fueron los únicos que respondieron a las excitaciones del caudillo y de Schlesinger para cargar a las tropas de Enna.
López y sus valientes hicieron prodigios de heroísmo en sus marchas y combates, pero en Frías el triunfo superó a todo lo que podía esperarse, dada la desigualdad de las fuerzas.
A la vista del campamento de los invasores le fue hecha la primera cura al infortunado Enna, sobre cuya actuación en el encuentro dejó caer sus censuras el propio capitán general de la Isla, don José Gutiérrez de la Concha, quien no esperó más que su fallecimiento para relevarle personalmente en la dirección de las operaciones, dando prueba con ello de su preocupación y de sus temores.

Cuarta: No es ilógico que, a pesar de esos triunfos bélicos iniciales alcanzados por Narciso López y sus expedicionarios, fracasase dicho movimiento separatista.

Como afirma Portell Vilá,

las acciones libradas, con ser favorables, les habían hecho consumir su escaso parque, habían inutilizado numerosos mosquetes, causado bajas irreparables. En su situación, eran victorias a lo Pirro, ruinosas en lo absoluto por no haber tropas de refuerzo, ni municiones y armas de repuesto, como podían sin cesar tener los españoles.

Del cafetal de Frías en lo adelante, les será absolutamente imposible hacer frente a la enorme superioridad numérica de las fuerzas españolas y a los elementos de guerra con que éstas contaban.

Factor primordial del fracaso definitivo de López fue también aquella realidad señalada por Félix Varela como obstáculo insuperable para el triunfo de toda empresa revolucionaria libertadora: que no por la ayuda extraña, sino por el propio y coordinado esfuerzo cubano debía y podía abatirse el poderío español. Verdad fue ésta que supo ver aquel insigne habanero, filósofo y maestro, precursor de nuestra revolución emancipadora; necesidad ineludible confirmada plenamente con el triunfo de las armas cubanas en la etapa final —1895-1898— de la Guerra Libertadora de los Treinta Años.

Salvo los levantamientos —ya referidos— de Camagüey y Trinidad, la población de la Isla no secundó, y hasta fue hostil, a López y sus hombres. El campesinado rehuyó prestarle apoyo, y, en cambio, se movilizó para sumarse a las fuerzas regulares españolas, en la persecución y captura de los infelices expedicionarios que iban quedando rezagados, en los montes, sin armas ni municiones, desfallecidos por el cansancio y el hambre.

Hubo de sufrir por último, Narciso López, las consecuencias fatales de que por la heterogeneidad de sus fuerzas —cubanos, norteamericanos, húngaros, alemanes, españoles, venezolanos, ingleses, polacos, franceses, dinamarqueses, canadienses, pertenecientes a muy variadas clases sociales y profesionales, lanzados a la que más consideraban una aventura que un definido empeño político—, fuese imposible mantener la necesaria disciplina para hacer efectiva su actuación como combatientes. De ahí que se produjeran, desde el arribo a Cuba, distintos actos de insubordinación y deserciones, de los cuales uno de los primeros y más graves fue el del valiente norteamericano coronel William L. Crittenden y cuarenta y nueve de sus compatriotas, quienes, después de la acción victoriosa de Las Pozas, del día 13, traicionaron la causa que hasta entonces habían defendido y —según refiere Argilagos:

...se embarcaron, prófugos, durante la noche, para ser apresados en Cayo Levisa y otros cayos vecinos que les servían de escondite, por el general de Marina señor Bustillos y gente de los vapores Cárdenas y Habanero, y cuya desgraciada suerte fue ser conducidos a La Habana y allí fusilados en un solo día, a la falda sur del Castillo de Atarés.

Estos iniciales movimientos revolucionarios cubanos nos ofrecen un cuadro de agudo confusionismo ideológico, tanto en lo que se refiere al futuro político de la Isla, una vez emancipada de España, como a las soluciones propugnadas al problema social de la esclavitud: libertad absoluta, o anexión, como Estado, a Norteamérica, aunque, eso sí, nunca como colonia de ella; abolición total de la esclavitud o mantenimiento de la misma, o supresión de la trata y abolición gradual de aquélla mediante indemnización; anexionismo, como consecuencia del esclavismo; abolicionismo, como secuela de la plena libertad política. Esta lucha de ideologías sobre tan fundamentales problemas no puede extrañar al que se adentre en la historia de nuestros grandes movimientos políticos durante la colonia, porque es el resultado de la posición y la actitud sociales y económicas de los cubanos que fraguaron y desarrollaron esos movimientos revolucionarios sin la participación del pueblo. Y ese conflicto apunta aún en los días iniciales de la Guerra Libertadora de los Treinta Años.

Pero cuando los hombres del 68 se convencen de la frialdad u hostilidad con que son recibidas sus demandas anexionistas por los gobernantes norteamericanos, y mucho más cuando el pueblo —blanco libre y negro esclavo— es el que hace la revolución, resplandece, entonces, definitivamente, y sin mancha alguna, como ideal de todos los patriotas cubanos revolucionarios, la libertad política absoluta y la absoluta igualdad social.

El estudio, tanto de los primeros empeños independentistas como de las dos etapas de la Guerra Libertadora de los Treinta Años, nos descubre la verdad histórica, muy olvidada lamentablemente en los días republicanos, de la enemiga de Norteamérica, Estado, contra todos los movimientos libertadores cubanos, y su decidido y constante apoyo al mantenimiento de la soberanía española en Cuba; aunque se registra siempre, también, la opuesta actitud del pueblo norteamericano, simpatizador, unas veces, cooperador y militante, otras, en nuestras luchas emancipadoras.

Narciso López —ya lo señalamos— fue víctima de esta hostilidad del Estado norteamericano a la independencia de Cuba; formidable argumento éste, que puede esgrimirse contra el supuesto anexionismo del caudillo, pues no es concebible que un hombre de su clarísima inteligencia y acreditada experiencia revolucionaria, no obstante haber sufrido en carne propia, una y otra vez, desde 1849, los efectos de esa adversa actitud, traducida en la destrucción de sus planes revolucionarios, persista en llevarlos adelante para luego entregar la Isla a esos enemigos de su independencia: esta realidad quita todo valor efectivo a las acusaciones de anexionismo que puedan imputársele, queriendo fundarlas en los contactos que mantuvo ocasionalmente, con algunos cubanos anexionistas, o en esta o aquella manifestación, hecha ya en privado, ya en cartas, por algunos de sus amigos; o a ciertos pronunciamientos suyos, atribuíbles más bien a cálculo o táctica política, ya que le fue indispensable contar con el apoyo económico y de material humano de ciudadanos norteamericanos.

Entre los numerosos testimonios probatorios de la actitud francamente independentista de López, de su propósito de lograr la separación de la Metrópoli con la cooperación del pueblo de la Isla y establecer una República soberana, vamos a citar solamente la declaración que hizo, ante el Fiscal actuante en una de las causas incoadas, el expedicionario Francisco Alejandro Lainé, natural de Alquízar y persona acomodada, pues dio como ocupación la de “administrador de los bienes de su madre”; declaración que fue publicada en la Gaceta Oficial por orden del capitán general Concha[4], y en la cual manifiesta Lainé:

que el designio de López era el establecimiento de la República de Cuba, para lo cual contaba con la insurrección del país y apoyo de las tropas...; que su objeto era ir primero al río San Juan para reunirse con otra tanta fuerza de artillería que allí le esperaba y reunidos dirigirse a desembarcar en algún punto del Departamento del Centro, mas habiendo tocado en Cayo Hueso para tomar víveres, le dieron noticias a López de que Pinar del Río y casi toda la Vuelta Abajo se hallaba sublevada; noticia que le decidió a cambiar de dirección y venir a desembarcar en la Vuelta Abajo...; que los recursos los proporcionó casi todos M. Sigur, que, según le manifestó el mismo López, había dado setenta y cinco mil duros para la compra del vapor Pampero; que algunas pistolas y cananas fueron compradas de un remate público que hizo el Gobierno de su desecho; que las cartucheras, morrales y cantimploras las facilitó un comerciante de Nueva Orleans cuyo nombre no recuerda, bajo un recibo de López, que el declarante leyó; que dinero remitido de esa Isla ha oído decir que López recibió alguno como también alhajas de valor; que varios jóvenes fueron comisionados para venir a esta Isla a pedir; y que aunque creía que en esta Isla tendría otros recursos, se ha convencido de lo contrario, pues en quince días que ha permanecido en la expedición, ninguno ha tenido y es claro que si hubiese tenido algunos depósitos hubiese tratado de dirigirse a ellos...; que López, según consta al declarante, no podía contar con auxilio en metálico de esta Isla sin la cooperación de la Junta de New York por estar en desacuerdo con Betancourt y Agüero en cuanto al modo de formar la expedición...

Análogas manifestaciones en cuanto a la cooperación del pueblo de Cuba, con que contaba López, las hizo otro expedicionario, Diego St. Levei, cuya declaración también fue publicada, por orden de Concha, en la Gaceta Oficial[5]:

Decía él que los habitantes de Cuba se hallaban oprimidos y vejados de muerte por el despotismo: que había cinco mil patriotas cubanos preparados a tomar las armas en favor de la causa de la libertad, y que López se uniría a ellos...

Por último, Carlos N. Horwell, corresponsal en campaña del True Delta, en carta dirigida a los editores de dicha publicación[6], les manifiesta:

...bien saben ustedes que antes de mi partida de Nueva Orleans se nos hizo creer que los habitantes de Cuba deseaban nuestra cooperación en la llamada causa de su independencia...

Es necesario hacer resaltar que estas tres manifestaciones las hacen individuos totalmente arrepentidos de haber participado en la expedición, en momento en que se encontraban prisioneros del gobierno español de la Isla y demandaban conmiseración del mismo para lograr su libertad.

No es de extrañar que, no obstante estos clarísimos pronunciamientos, que desvirtúan todo propósito anexionista por parte de López, el capitán general José Gutiérrez de la Concha, en sus Memorias sobre el estado político, gobierno y administración de la isla de Cuba[7], no conforme con lanzar sobre López y sus expedicionarios terribles y soeces diatribas, calificando la expedición de “gavilla”, y de “pirata” al vapor que la conducía; de “traidor” a López, a sus hombres de “advenedizos”, y a todos de “bandidos”, “piratas”, “forajidos”, y aunque reconoce “que contaba con la seguridad inspirada a los que la dirigían [la expedición] de promover un levantamiento general en la Isla’’, sin embargo, en su empeño de rebajar la personalidad indiscutible de López,

que por mucho tiempo había vivido en Cuba, que tenía en ella muchas relaciones, y que, según suele acontecer con los hombres que representan un pensamiento político, había conseguido que se olvidasen sus faltas y se realzasen sus cualidades,

acuse al caudillo libertador de ser “un general español que llevaba la bandera de la anexión cubana”, y agregue que:

Los sucesos posteriores vinieron a confirmar la importancia de su muerte para el bando anexionista cubano, el cual no ha encontrado jefe que lo reemplace, porque no podía dar ese carácter a los González y Tolones, de donde proviene en realidad el que la Sociedad de la Estrella Solitaria, compuesta de americanos, haya absorbido la junta de los emigrados de Cuba y el que si nuevas expediciones se dirigiesen contra la Isla, deban ir mandadas por generales norteamericanos, cuyos nombres solos bastarán para que no encuentren eco alguno en la masa del país, y especialmente en los guajiros, que no pueden tener simpatías con hombres que hasta hablan diferente idioma.

Los movimientos revolucionarios de Narciso López no pueden ser calificados de anexionistas, porque además de las razones ya expuestas, falta el elemento esencial de la aceptación de ese propósito por parte del Gobierno norteamericano, y existe por el contrario, documentalmente probada, la seguridad de que dicho Gobierno respaldó a España en el mantenimiento de su soberanía sobre la Isla, condenó pública y oficialmente a quien, como Narciso López, trataba de perturbar ese estado de cosas, y ejerció acción represiva para hacer efectiva su hostilidad a esos intentos separatistas.

Refiriéndonos tan sólo a la última expedición revolucionaria de Narciso López que hoy conmemoramos, no es posible dejar de tener en cuenta que sus trabajos preparatorios fueron anatematizados por el presidente de los Estados Unidos Millard Fillmore y su secretario de Estado interino W. S. Derrick, en su proclama de 25 de abril, calificándolos de

criminales y hostiles preparaciones contra una potencia amiga... de reprobados planes, en lo que cometen un odioso abuso de la hospitalidad que se les ha dado, correspondiendo con flagrante ingratitud al beneficio de que se les haya dado asilo en este país contra la opresión que sufrían en el suyo... estas expediciones no pueden considerarse de otro modo que como aventuras de latrocinio y saqueo, y tienen que merecer la reprobación del mundo civilizado, siendo además actos contrarios al derecho de gentes, y a nuestras propias leyes que expresamente los prohíben.

Esta furibunda condenación del gobierno norteamericano contra Narciso López y sus expedicionarios de Playitas, que fue calificada de “feroz proclama” por el historiador norteamericano J. F. H. Clarborne, en su obra Life and correspondence of John Quitman, supera en virulenta animosidad a las diatribas que contra ellos lanzó el capitán general José Gutiérrez de la Concha; fue ratificada con la impasible actitud de aquel Gobierno ante el fusilamiento, en las faldas del Castillo de Atarés, de La Habana, el 16 de agosto, del coronel William Crittenden y cuarenta y nueve de sus compañeros, norteamericanos todos, capturados cuando trataban de escapar a los Estados Unidos.

¿Por ser anexionistas habrían de merecer Narciso López y sus hombres la terrible condenación del Gobierno de los Estados Unidos? ¿Podría haber permitido éste, que, por anexionistas, fueran fusilados Crittenden y sus compañeros norteamericanos?

Se puso también de manifiesto, con motivo de este postrer movimiento revolucionario de López, hasta qué extremos de crueldad era capaz de llegar la reacción anticubana de los gobernantes españoles de la Isla y de los propios cubanos españolizantes, en contraste con la conducta ejemplarmente humanitaria de Narciso López. Mientras éste curó solícitamente a los heridos españoles, atendiendo asimismo al segundo de Enna, su amigo el comandante Nadal, numerosos expedicionarios fueron cazados, con perros adiestrados en la persecución y captura de los negros esclavos cimarrones, según informó al Capitán General el teniente coronel Félix Sánchez, por “entusiasmados paisanos que corrían tras de los enemigos por las escabrosidades de las sierras para apoderarse de los rezagados”, asesinándolos cobardemente, más que por entusiasmo patriótico o por venganza, para recibir la recompensa monetaria ofrecida por el Gobierno en pago a su criminal servicio en defensa de la causa realista.

Análogos cobardes asesinatos cometieron las tropas regulares y las milicias que se improvisaron, con los expedicionarios que encontraban en los montes, rendidos por la fatiga y el hambre o heridos, y también con estos últimos en sus lechos de enfermos. De esos malvados, han llegado hasta nosotros los nombres execrables de Ángel Elizalde, los hermanos Mongo y Cherengue Cruz, el capitán Jaraquemada, el teniente Hurtado, el jefe de columna Morales de Rada, el general Bustillos y el pedáneo de Las Pozas, Andrés Aparicio. Portell Vilá llama la atención sobre

las pudibundas preocupaciones del brigadier Morales de Rada, escandalizado de que los cinco expedicionarios fusilados en Cacarajícara hubiesen “rehusado los auxilios espirituales” que el feroz militar hizo ofrecerles.

También es de destacarse, por su inhumanidad, el parte de Vicente Gortari, jefe de la ronda de Cayajabos, al pedáneo de Candelaria: “En este momento que son las dos de la tarde, los piratas están en el cafetal San Andrés, de don Pedro Laborí; según los vemos desde una loma, están comiendo mangos: Dios quiera que se revienten”. Del diario de Schlesinger toma Portell Vilá el relato de la desbandada, el 24 de agosto, del pequeño grupo en que se encontraban López y él, cogidos entre dos fuegos por las tropas del teniente coronel Félix Sánchez. Ocultos cerca de allí, Schlesinger y siete expedicionarios pudieron presenciar cómo

los heridos, los desfallecidos, los que no tuvieron fuerzas para huir, fueron objeto de la saña de la tropa y de los guajiros movilizados, y desde su refugio oían los gritos de agonía de aquellos infelices para los que no hubo piedad y que murieron en espantosa carnicería.

No se quedaron a la zaga, en su furia anticubana y en su rastrero servilismo a los gobernantes de la península y de la isla, los integrantes del Cabildo habanero. En las Actas Capitulares de la época aparecen los acuerdos adoptados al producirse los desembarcos de Narciso López, en Cárdenas y Playitas, ofreciendo el Alcalde y los Regidores a la Reina y al Capitán General su fidelísima adhesión e incondicional apoyo, y su felicitación después, por haber hecho abortar esos movimientos, celebrando regocijadamente el hecho con un Te Deum en la Catedral y festejos públicos en los parques y plazas de la Ciudad, y tratando los ilustres representantivos de ésta de remedar al general Concha y a la prensa integrista, en sus diatribas a Narciso López y a sus compañeros de heroísmo y martirio:

Bandidos, vándalos, hombres sin fe y sin patria, cuya divisa es la agresión y cuyo placer es el desorden, horda de forajidos, partida ridícula y miserable, gavilla de extranjeros aventureros, piratas de nueva especie que la historia clasificará como merecen, gentes sin ley ni conciencia...

La odisea de Narciso López, desde Playitas hasta los Pinos de Rangel, confirma el temple indomable de este cruzado de la libertad de Cuba, y su fervorosa e irreductible consagración a la sagrada causa que tan noble y desinteresadamente había abrazado. Su calvario final está enmarcado en dos frases que la historia ha recogido como expresión simbólica de la adoración sin límites que profesaba a su patria adoptiva. Cuando en Playitas, ya desembarcados sus legionarios, trató de arengarlos, la emoción sólo le permitió exclamar: “—¡Amada Cuba...!” Y sus palabras postreras, en el tablado del patíbulo, fueron: “¡Adiós, mi Cuba querida!”.

Dispersos, desbandados sus hombres, no se da por vencido. Sigue peleando. Solo, con siete de sus más fieles compañeros, no piensa ni en la rendición ni en la muerte, sino en reiniciar la lucha por la independencia de Cuba. Y por ello va en busca de su compadre, el montero José Antonio de los Santos Castañeda, creyendo que le ayudaría a abandonar las costas cubanas para dirigirse al extranjero y preparar otra expedición revolucionaria. Pero Castañeda, después de comprometerse a salvarlo, lo traicionó, haciéndolo prisionero y entregándolo a los españoles.

Castañeda pagó su felonía, pocos años después, el 12 de octubre de 1854, al morir de un tiro en la cabeza, disparado certeramente, cuando se encontraba en el café Marte y Belona, de La Habana, por un valeroso vengador cubano: Nicolás Vignau Asanza.

La verdad histórica, que hemos referido, sobre la captura de Narciso López borra por completo la siguiente infame versión que dio, alborozado, el Diario de la Marina, en su número de 31 de agosto de 1851:

En la mañana próxima debe ser ajusticiado el traidor cabecilla cuya captura ha puesto completo término a la banda de piratas. Las noticias recibidas después de su prisión han cambiado casi el estado de los ánimos de nuestra población. Y nada más natural. Al saberse que el famoso traidor, al ser aprehendido, arrojó sus armas pidiendo conmiseración a los que de él se apoderaban, desapareció enteramente la ira que contra él se abrigaba: la ira se cambió en desprecio. Así es que, después del júbilo causado por la prisión, ya esta tarde nadie se acordaba más que de vitorear a las tropas a quienes cupo en suerte perseguir a los piratas.

El reconocimiento de la significación y trascendencia excepcionales que tuvieron las dos expediciones de Narciso López, desembarcadas en Cárdenas y en Playitas, lo encontramos en la confesión que se les escapa a los regidores del Cabildo habanero, al comparar, en sus manifiestos dirigidos al Gobierno, esas expediciones con el asalto y toma de La Habana, el año 1762, por el ejército y la escuadra británicos:

La Habana hoy —le dicen al Capitán General— es la misma que resistió a los navíos y los batallones del Conde de Albemarle. El Ayuntamiento es el mismo que, arrostrando el enojo de un enemigo victorioso, rehusó reconocer jamás a Jorge y conservó firme su fidelidad a Carlos III, en medio de los cañones y de las bayonetas inglesas.

Narciso López no sólo legó a los cubanos la bandera de la Revolución Libertadora y de la República; la bandera ennoblecida con su claro simbolismo masónico del triángulo, la estrella y el número de franjas, glorioso linaje, natural y lógico, por haber sido López masón, y porque, según proclamó el Primer Congreso Nacional de Historia:

La Masonería cubana ha sido en todos los tiempos, desde su fundación, la institución que más elementos ha aportado a la independencia, la libertad, la cultura y el progreso de Cuba; no sólo nos legó la bandera que la Cámara Constituyente de Guáimaro escogió como lábaro sagrado de la Guerra Libertadora de los Treinta Años, sino que también Narciso López dio a los cubanos el preciado tesoro de su voluntad inquebrantable de ser libre, de pelear, sin tregua ni descanso, hasta lograr abatir el despotismo español: lección esplendorosa y magnífico ejemplo que convirtieron en realidad los héroes y mártires de aquella epopeya inmortal iniciada en La Demajagua y terminada triunfalmente, treinta años después, en Santiago de Cuba.

Porque Narciso López nunca perdió su fe en los que voluntariamente escogió por compatriotas, y siempre creyó en que la justicia de la causa que defendió daría a ésta la victoria final, pudo decir, en el momento de su ascensión a la inmortalidad: “Mi muerte no cambiará los destinos de Cuba”.

Y el pueblo de Cuba, sumándose mayoritariamente al Ejército Libertador, de 1895 al 98, supo hacer buenas y convertir en realidad estas proféticas palabras de Narciso López.


Tomado de Homenaje a los mártires de 1851. Cuadernos de historia habanera 51, dirigidos por Emilio Roig de Leuchsenring. La Habana, Municipio de La Habana, Oficina del alcalde Sr. Nicolás Castellanos Rivero, 1951, pp.57-75.

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