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El convenio del Zanjón

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El convenio del Zanjón

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Damos esta carta a la prensa por creerlo conveniente al esclarecimiento de hechos importantes en la historia política de la Isla de Cuba, esperando que su autor nos dispensará la libertad que nos tomamos al hacerlo, aun cuando no sea más que por la causa que nos mueve a ello.

Compatriotas o amigos de los hombres aludidos en estas páginas, solo sentimos en nuestro corazón los mejores deseos hacia todos y cada uno de ellos, y la esperanza de que la patria agradecerá con debida justicia los serios sacrificios, los peligros constantes, y las duras penalidades que con la más noble intención experimentaron por su felicidad, “agradando a cada uno para su bien, y edificación de todos”.

J.M.M.
New York, diciembre de 1878


Sagua, agosto 3 de 1878

Sr. Juan M. Macías
Matanzas

Mi muy querido amigo:

A mi paso por La Habana supe que se hallaba usted en la ciudad de los Dos Ríos. Allá pues, le dirijo la presente con la esperanza de que la reciba.

Como supongo que no tendrá usted un conocimiento perfecto de las causas que motivaron la actitud del Departamento del Centro, le enfadaré ahora con una relación de los hechos según me constan, y con las observaciones que me han sugerido, cumpliendo así con el deber de dar al amigo cuenta de mi conducta, sujeta hoy al fallo de la pasión o del capricho

El general Arsenio Martínez Campos en 1878.

Cuando el general Martínez Campos al frente de 9 o 10 mil hombres salió de Ciego de Ávila para el centro de la Isla, en la primavera de 1877, dejando no poco desmoralizadas y reducidas nuestras fuerzas de Las Villas, por efecto de las bajas en presentados, prisioneros y las naturales de la lucha, el estado del Camagüey era satisfactorio: había organización, disciplina y buen deseo. Todo hacía esperar que el enemigo no obtendría grandes ventajas; porque sus tropas, después de una campaña rudísima, debían resentirse de las fatigas consiguientes. Así es, que el espíritu público era levantado y la confianza en el éxito también se conservaba a buena altura. Pero el 11 de mayo, día funesto, aniversario de la caída de nuestro gran repúblico Agramonte, debía ser una fecha más funesta todavía. ¡El 11 de mayo de 1877 se dio a la circulación un programa político que servía de escudo a una sublevación militar! ¿Quién podía en aquellas circunstancias, frente al enemigo común, proyectar atentado semejante? ¿Quién podía revolver contra la República las armas de la República? El mayor general Vicente García era el eje principal de la conspiración, el mismo que se había pronunciado en las Lagunas de Varona el año 75. Sus agentes y los del club revolucionario se introdujeron en nuestros campamentos; nuestros regimientos de caballería e infantería, exceptuando el de “Jacinto”, en cuyo honor sea dicho, se vieron en cuadro por las deserciones con armas, caballos y pertrechos, y sus jefes y oficiales reducidos a la impotencia para hacer frente a un enemigo, que con toda calma ponía en ejecución sus meditados planes.

Mientras esto acontecía en el Camagüey, se pronunciaban Las Tunas, desconociendo al Gobierno y a los jefes delegados de éste que no apoyaron la rebelión. En Oriente hubo también agitación en las fuerzas; las deserciones ocurrieron en mayor o menor número, y los campamentos cubanos no presentaban aquel alarde de alegría que siempre los había distinguido, a pesar de las mayores penalidades. Cuando allí hizo su invasión el enemigo, hubo actividad, no obstante, por parte de los nuestros; la resistencia fue notable y el éxito coronó algunas jornadas de más o menos importancia; pero no debido a la solidez de la masa que se oponía al enemigo, sino a la decisión, arrojo y pericia del general Maceo, y de aquellos de sus jefes subalternos que se mantuvieron en el orden con sus escasas tropas.

Aflictiva era nuestra situación en el centro por efecto del llamado movimiento político. La tropa, ansiosa de soltura, se diseminó por cuenta propia; y sólo el esfuerzo de algunos diputados con el apoyo de otros buenos patriotas, y tal vez el cercano peligro de una persecución amenazante, los hicieron volver en parte a la obediencia. Pero ¡ah! no volvían como soldados, no por acatamiento a la ordenanza, no por deber militar, sino por obra de la persuasión y como patriotas condescendientes con aquellos señores, quienes en algunos casos valiéronse de súplicas. Este artificio no pudo durar mucho. Sobrevinieron las operaciones, transcurrieron pocos meses, y las deserciones al enemigo con la desmoralización consiguiente, hicieron casi insignificantes a aquellos escuadrones y a aquellas compañías, que poco tiempo antes valieran una esperanza para el porvenir.

La correspondencia de Las Villas, fecha de septiembre de 77, nos daba a conocer una escisión entre el general Roloff y el coronel Jiménez con otros jefes, hablándose del segundo con reticencias maliciosas. Se nos pedían refuerzos y basta se pedían jefes; entre éstos, algunos que habían sido rechazados un año antes en una “sublevación” que dio al traste con la brillante división de Sancti Spíritus y Remedios.

En el mes de octubre, cuando la campaña era sostenida en el Centro sólo por el regimiento Jacinto, por grupos a las órdenes del brigadier Benítez y el coronel Mola, y por otras fracciones casi insignificantes en número, ocurrió la llegada de E. de Varona, Antonio Bello y sus secuaces, quienes venían con indicaciones de paz el primero, con no sé qué pretextos los demás, pero todos procedentes de las líneas enemigas. La ley los condenaba, y ya usted conoce el fin de la comisión.

Para esta época sucedió la separación de Holguín, erigido en cantón aparte bajo los auspicios del diputado Dr. Collado. En Bayamo, la defección de Bello fue seguida de la de otros muchos que se convirtieron en instrumentos eficaces de nuestros adversarios.

En noviembre y diciembre la persecución contra el Camagüey fue tenaz y de resultado para el perseguidor, especialmente en el territorio del este, donde se había “localizado” la guerra. Jacinto, única fuerza que se conservó en el orden, se vio diezmada; y el Gobierno y la Cámara, a quienes custodiaba, tuvieron que fraccionarse después de varios percances. En las operaciones desde agosto en el Centro habíamos perdido en la clase de jefes, al coronel Urioste, teniente coronel Duque Estrada, teniente coronel C. Agüero y teniente coronel Cosío, y los comandantes A, Valdés y P. Díaz, prisioneros; el diputado Machado, el coronel G. Betancourt, el teniente coronel Sorí, el comandante La Rúa, muertos en acción, y por último al Presidente de la República que cayó en poder del enemigo.

Antonio Maceo.

Sólo el general Maceo podía ofrecer, y ofrecía, resistencia que merezca mencionarse. El enemigo se había reconcentrado sobre el Centro y redoblado allí su actividad. Entre Sancti Spíritus y Remedios había escaramuzas: entre Cienfuegos, Villa Clara y Sagua, nada. El brigadier Ángel Maestre, al decir de los españoles, andaba en “conferencias”, y es lo cierto que sus armas resonaban poco, al paso que el coronel Cecilio González se encontraba en la Ciénaga de Zapata, aunque ni el general M. Campos ni nuestro Gobierno lo sabían entonces. No operaba. Y no estará de más advertir aquí que el Camagüey, en donde estaba el Gobierno, contaba por meses el tiempo transcurrido sin comunicarse con los demás departamentos.

En el último tercio de diciembre, por solicitud del general Javier Céspedes, encargado del Poder Ejecutivo, la Cámara de Representantes eligió Presidente, recayendo la elección en el general Vicente García, el de “las Lagunas”, el del “11 de mayo”, el del “movimiento político”. No sé si el mismo día o dentro de las veinticuatro horas subsiguientes, tuvo lugar una reunión de diputados, jefes y oficiales para pulsar la situación y buscarle algún remedio. Si se la juzgó grave o no, dígalo el Presidente de la Cámara, Salvador Cisneros Betancourt, que indicó al teniente coronel E. D. Estrada la necesidad de que viera al teniente coronel E. D. Estrada, tío de éste, prisionero residente en Santa Cruz, para que a su vez dijera al jefe español que hiciera proposiciones. El jefe contrario, sin el preliminar de convenio alguno, suspendió desde luego las hostilidades en el este y sur del Camagüey, y envió al campo insurrecto al mencionado D. Estrada, para poner su determinación en conocimiento del brigadier Benítez. Éste quiso reducir a prisión al emisario, pero aconsejado por varios diputados, jefes y oficiales, entre los primeros el Cisneros Betancourt, se convenció le dijeron, de que “tenía derecho a aceptar la suspensión de hostilidades”, en virtud de haber acordado la Cámara, después de la ejecución de Varona y antes de la salida del teniente coronel Estrada para Santa Cruz, que “recibirían comisionados para tratar de suspensión, canje y regularización”, cuyo acuerdo fue promovido por el susodicho, antes mencionado y ya referido Presidente de la Cámara, Salvador Cisneros Betancourt.

Máximo Gómez junto a Rafael Rodríguez, Enrique Collazo y Enrique Canals, Jamaica, 1878.
Ernesto Bavastro

La suspensión era válida hasta el 13 de enero del 78. Y entra aquí mi humilde personalidad, cuya intrusión espero disimule el amigo a quien escribo. Yo estaba a unas diez leguas de distancia del campamento neutralizado, hecho cargo de la redacción del periódico, interrumpida entonces por la falta de comunicación al mismo tiempo que tratando de recuperar mi salud. El general Gómez y el brigadier González con dos o tres oficiales y una pequeña escolta a pie, se dirigieron a Najasa a despachar asuntos particulares y tuvieron la bondad de reclamarme una visita, en la cual me refirieron lo de la marcha del teniente coronel Estrada a Santa Cruz con varios diputados, y el objeto que les llevaba, consecuencia de la reunión ya referida, ignorando ellos el resultado de tan riesgosas medidas. El 8 de enero recibió el general Gómez en mi presencia un expreso del brigadier Benítez. Éste le daba cuenta de la suspensión de hostilidades que hasta entonces ignorábamos y le suplicaba marchase con los diputados Spotorno y Betancourt y conmigo, para que “le ayudasen todos a salir del berengenal en que estaba metido”, pues él había aceptado por su parte la suspensión. Nos pusimos en marcha dudando aun, no de la exactitud de la noticia sino de que se cumpliera el convenio tácito habido entre los jefes de ambos mandos, por no haber mediado trámite alguno oficial y legítimo. Una proclama del comandante general Cassola, hallada al paso, nos sacó de dudas, pues anunciaba que se reanudarían las hostilidades el día 13.

Llegamos al campamento del brigadier Benítez a marcha forzada, creo que el día 12. El Brigadier, que yo sepa o recuerde, no se consultó con nosotros, como expresaba desearlo en su carta, sino con Cisneros Betancourt, y demás representantes del Camagüey, resolviendo que el Dr. Luaces y yo saliésemos pura el Chorrillo, adonde debía haber llegado el Gral. Martínez Campos para conferenciar con éste y acordar una prórroga definida del estado de suspensión, que había prometido prologar el Gral. Cassola, sin fijar término en entrevista con el Comte. Collazo. Conforme a instrucciones, conferenciamos sin que se tocase ni un punto acerca de la paz y se convino, no sin algún trabajo en extender el plazo al día 10 de febrero próximo, fundándonos nosotros en qué el Presidente electo no había llegado todavía al campamento a pesar de haberse marchado en su busca hacía ya semanas, sin que pudiera encontrársele. Tal era el estado de incomunicación.

El jefe español expidió volantes para facilitar el tránsito de nuestras fuerzas, fuera del territorio neutralizado, hacia el campamento del brigadier Benítez, acordándose un aviso previo de algunos días para romper las hostilidades en su caso. El brigadier despachó para Oriente a los comandantes Collazo y Castellanos para que se vieran con el Gral. Maceo y para ponerse con él al halda. El diputado Marcos García salió para las Villas, tanto para cerciorarse de lo que allí pasaba como para informar del estado de las cosas que dejaba a retaguardia; y otro oficial se dirigió en pos del electo Presidente.

Ni Luaces ni yo, ni ningún otro jefe u oficial del Ejército Cubano en el Centro había infundido aun con sus palabras, esperanzas de paz al enemigo.

Collazo y Castellanos llegaron a Holguín y hasta Cuba, según creo, y no pudieron avistarse con el general Maceo ni con ningún otro cubano, a pesar de los conocimientos del terreno que poseía el segundo. El diputado García sentó sus reales en las Villas, campamento insurrecto del Corl. Serafín Sánchez, cerca de Iguará, cuyo Coronel Sánchez estaba ya comunicándose con la autoridad de España.

El Presidente V. García vino al campamento del Brig.brigadier Benítez muy pocos días antes del 10 (paréceme que el 5). Había conferenciado con el general Prendergast en Las Tunas, por medio del coronel Fonseca y del exdiputado Trujillo y había recibido un pliego de proposiciones referentes a la paz. Dio cuenta a la Cámara. Se hizo público el “pliego” (o billete amoroso, como sardónicamente algunos lo llamaron) y ésta fue la señal para que por primera vez se hablase sin embozo de la paz en el cuartel de nuestras fuerzas. Hasta entonces, si todos o algunos se sentían inclinados a ella, o de ella hablaban en privado, ninguno se había declarado abiertamente. Celebró después una conferencia el presidente García con el general M. Campos, y allí también, por primera vez se habló de la paz con el caudillo español, clara, extensa y patéticamente… Tan complacido quedó el general Campos que su semblante hubo de animarse después de la duda que hasta entonces tuviera respecto del resultado de la suspensión de hostilidades.

El general Gómez y el brigadier González, por ser extranjeros sin colocación, y yo por enfermedad (reumatismo articular) hicimos petición de pasaportes para el exterior, la cual nos fue denegada el día 5 de febrero.

Llegó el momento fatal: la fuerza armada se formó, y casi unánimemente, hecha la manifestación de que vencía el plazo, aclamó la paz. Deshecha la formación como soldados, la pidieron también como ciudadanos, tomándose la votación por escrito, y ratificándose de varias maneras. En este estado renunció la Cámara de Representantes y quedó disuelta, nombrándose un comité de siete para ajustar la paz con el general M. Campos sobre bases honrosas. Ya en Sancti Spíritus, se habían hecho manifestaciones terminantes, favorables a ese fin, las que decidieron al Representante de las Villas, coronel Spotorno a renunciar sus poderes. No asistían a las sesiones hacía algunos meses los diputados de Oriente. Los del Camagüey, creo que todos, exceptuando Salvador Cisneros Betancourt, que tuvo a bien “protestar”, como no (sic) era de esperarse dada su conducta en esos días, se resolvieron a votar con los de Occidente, la disolución del Cuerpo Legislativo.

El Comité se sirvió nombrar a Luaces y a mí para cerrar el convenio; y el día 10 después de algunas diferencias que se zanjaron con instrucciones directas del pueblo el cual había modificado las proposiciones recibidas por el Presidente García, se acordó el tratado del Zanjón.

Para el caso de desavenencia se había convenido en que la Cámara y el Presidente serían restituidos a sus puestos para continuar la lucha, quedando mientras tanto como Jefe del Estado el Presidente García, que aceptó el nuevo orden de cosas para continuar la lucha, según consta en actas del Comité, y según nota del Presidente García al general M. Campos, participándole la salida de los comisionados del Comité Luaces y Roa, para el cuartel general español a negociar la paz.

Había llegado la hora suprema de someterse al gobierno de España: la de dar a la publicidad los nombres de los que habían de ser sacados a la picota por los intransigentes; y algunos pecadores vergonzantes hicieron que hacían por retroceder. ¡Falsa contrición de corazones pequeños! Porque el campo estaba abierto: el tránsito por toda la isla estaba abierto, según orden del general Campos mandando cesar las operaciones, y allí, en Oriente, estaba todavía el general Maceo, cuyas intenciones ignorábamos, siendo fácil marchar a incorporársele sin el menor peligro. Pero nadie fue. ¿Por qué? Porque a nadie le vino en voluntad; porque nadie allí quería ya la guerra…

Se fijó el 18 de febrero para efectuar la capitulación. Mientras tanto el Comité despachó comisiones para informar a los demás, o invitarlos al movimiento a fin de que fuese simultáneo en caso de asentimiento. En Las Villas todos se adhirieron, como comprueban los hechos. En Oriente, aunque no se admitió al pronto la suspensión de hostilidades, se entablaron por último negociaciones que después de varios incidentes, trajeron el resultado que todos conocemos. Verdad es que Oriente una vez aislado, único objetivo del contrario, no podía ya razonablemente resistir con buenas esperanzas.

Vicente García

El general V. García, cuya conducta merece se la estudie detenidamente, por lo que de misteriosa tiene en estos asuntos, marchó hacia Las Tunas, que al decir de algunos, era su única patria, prometiendo regresar el 25 con todas sus fuerzas, para venir a capitular el 28, según consta en acta del Comité. Pero no fue esta la primera vez que el reformador político de las Lagunas y del 11 de mayo faltó a sus promesas. Apenas se alejó una jornada, despachó emisarios cerca del general Maceo para trabajar en sentido contrario a la capitulación. ¿Qué se proponía el general Vicente García, último Presidente de la mutilada república? ¿Continuar sinceramente la guerra? Entonces, ¿por qué no le arrancó un laurel a la fortuna, empezando por derogar las órdenes del brigadier Benítez tocantes a la suspensión, notificando a los españoles para romper las hostilidades, en vez de comprometerse en conferencias, y reanudando aquéllas con la prisión y enjuiciamiento de los consejeros de aquél, o con la ejecución sumaria de los que hubiesen pronunciado la palabra paz? ¿No tenía allí más de cien hombres de su antigua fuerza, que le escoltaban y en los cuales manifestó siempre tener ilimitada confianza? Sería porque él, el “Presidente”, fue el primero que trató de la paz con el General Prendergast y con general M. Campos? ¡Parece que aún tenía sus “lejos” de concienzudo el nunca bien comprendido último Primer Magistrado de la República Cubana! ¡Sí! Parece que la escrupulosa conciencia del Ciudadano Presidente debía estremecerse ante la idea de disparar sus armas sobre los traidores del Centro; porque él mismo más de una vez había provocado la guerra civil, había pisoteado la ley, había empujado el país hacia el abismo, y la república balbuceaba su nombre en el estertor de la agonía…

Del 10 al 28 de febrero, desde el día del convenio hasta el de la capitulación, las comisiones desprendidas del Comité recorrieron casi todo el territorio insurrecto, informando favorablemente al Centro respecto del espíritu de paz que reinaba en todas partes, excepto en las fuerzas del general Maceo (Guantánamo y Cuba) que no estaban reunidas, y cuya inclinación se ignoraba, sospechándose desde luego que dicho general y algunos jefes estaban decididos a continuar la guerra.

En la tarde del 28 de febrero, las fuerzas del Centro (cuatrocientos hombres armados) entraron por su voluntad en la ciudad de Puerto Príncipe capitulando en el cuartel de La Vigía al mismo tiempo que en la jurisdicción de Sancti Spíritus lo hacían las fuerzas de aquella brigada. Oportuno paréceme observar, para que se vea si era espontáneo el movimiento de la paz, que a pesar de haberse convenido en que la capitulación se efectuaría en despoblado, las fuerzas armadas, después de dos meses de armisticio, decidieron por sí mismas que tuviera lugar el acto de la manera como se efectuó...

Ahora bien. ¿Qué motivos tuvieron para capitular el Centro y las Villas, que lo hicieron simultáneamente? Respuesta no difícil para el que viniera observando los acontecimientos de la revolución, cuya última etapa comenzó coincidiendo con la llegada del general Martínez Campos al frente de 25 mil hombres. ¿Podrían atribuirse los motivos al temor personal de cada uno de Ios individuos de la revolución en el Centro y en Las Villas? ¿Podría atribuirse al temor de no alcanzar el éxito?

Sospechar cobardía en hombres que durante largos años, vencidos unas veces, vencedores otras, habían adquirido familiaridad con el peligro, parece fuera de razón. Bien podía enfriarse el entusiasmo, disminuirse la acometividad, pero el valor del sufrimiento, el valor del martirio es común a todos los hombres dignos, y no hay tampoco razón para creer que el sentimiento de la dignidad se hubiera menguado, sí que robustecido en corazones templados al calor de los combates y de la persecución.

Ni se me diga que el temor a un fracaso influyera tan hondamente en el ánimo de aquellos veteranos. El año 71 nuestros recursos, nuestro número y nuestra práctica de la guerra eran infinitamente menores que en el año 77: entonces el enemigo era más poderoso moralmente, pues con frecuencia nos dispersaba estando desnudos, hambrientos y sin municiones. Entonces sólo el que estuviera poseído de un fenomenal optimismo podría creer en que la victoria fuera nuestra; y sin embargo, los que rodeaban a Agramonte, los mismos que ahora han capitulado, eran los que desafiaban la suerte, con las “frentes radiosas”, como él decía, y los que en aquella época hubieran rechazado toda transacción.

Por penoso que sea, debemos espulgar las causas de la decadencia y desmoronamiento de la revolución, haciendo caso omiso del temor vulgar de comprometer la vida o de perder la última jornada, porque cualquiera que haya servido en una campaña tan azarosa y tan especial como la nuestra, sabe perfectamente que las victorias cuestan tanta o más sangre que las retiradas y derrotas. Si mientras no tuvimos otro enemigo que España con la traición desembozada, aunque estuviera lóbrego el porvenir, resistimos y luchamos, rechazando todo conato de negociación con la Metrópoli, lógico y natural es que exista alguna causa interna, extraordinaria, capaz de producir tan violenta metamorfosis: de la irreconciliación a la capitulación.

He aquí la causa en mi humilde concepto. La indisciplina que cundió en nuestro Ejército como consecuencia fatal y necesaria de las cábalas políticas, de las falsas doctrinas democráticas, de los motines y de las sublevaciones, que comenzaron desde el año de 74 con un brigadier Acosta, y un Comandante León, reproduciéndose el 75 con un General García, en los momentos más preciosos; el 76 con jefes de Las Villas a la llegada del general Martínez Campos; y el 77 con el mismo García en el Camagüey, en Las Tunas y en una parte de Oriente. Por eso el sentimiento del honor militar casi se desvaneció como una sombra; nuestro pequeño ejército, fraccionado e inconexo, careció de unidad; se multiplicaron las deserciones, hubo que tolerar abusos y la ambición sedujo a muchos superiores y a no pocos subalternos. Por eso unos se disputaban mandos encumbrados; otros el mando de guerrillas, no por la senda del honor y de los méritos, sino desobedeciendo a veces con sordas amenazas, si era necesario, y con la tendencia invariable a desligarse en todo lo posible. Si aún se buscaba la independencia patria, se sobreponía la independencia personal; por eso no pudo organizarse nunca un gobierno duradero y respetable, ni designarse un general en jefe del ejército desde el año 69. De este abismo surgió la desconfianza mutua entre todos los hombres: la fuerza moral colectiva se redujo a cero; no había tacto de codos: la burla y el descrédito sucedieron a la cortesanía y al respeto; la calumnia encendió los cerebros y enfrió los corazones; los más amantes del orden fueron tildados de arbitrarios; resultando al fin, de tan raros elementos un fantasma sin pies y sin cabeza que no tardó en desvanecerse ante la actividad y la fuerza de un enemigo que aprovecharse del terreno…

Soldados españoles.

“Independencia o muerte”: ése era nuestro lema; porque ése fue el que se grabó en la bandera de la Revolución, y todos lo acogimos con el amor y la decisión de que son testigos nueve años; pero sin soñar siquiera que tendríamos que luchar con nosotros mismos; no digo con la inmensa mayoría de los cubanos que era indiferente, estaba con España o no atinaba a socorrernos, sino con nosotros mismos, los que en un mismo vivac y a la lumbre de una misma hoguera nos consolábamos de nuestra desnudez, y los que respondíamos al mismo clarín en la hora del combate.

Este poderosísimo elemento en combinación con todos los demás que tuvimos que combatir, nos lanzó al mar de la desesperación, en el cual hubiéramos perecido estérilmente, en lentas agonías, si la capitulación no nos hubiera ofrecido una tabla en que salvar lo que nos quedaba ya de nuestra honra…

Y si tal era nuestra situación; si la experiencia de diez años había traído el convencimiento de que no vendrían nuevos elementos favorables a reformar aquella sociedad, a aumentar nuestro número, reducido cada día por las deserciones, sobre todo; si la Emigración estaba desde antes dividida por la discordia en fracciones que no se disputaban, por cierto, el honor de habernos enviado grandes recursos, a trueque del mal ejemplo que sentaban; tales condiciones, ¿no justifican la capitulación?, ¿no merecen los capitulados del Zanjón el respeto de sus compatriotas, siquiera por los sacrificios de todo género a que voluntariamente se prestaron tantos años?

Si nos hubiéramos rendido sin combate a la fuerza material de un enemigo altanero, yo me arrepentiría de haber tomado parte en el convenio del Zanjón; pero rendidos a un enemigo que observó las leyes del decoro militar y que contaba en su apoyo la fuerza moral incontrastable de nuestras desavenencias y de nuestra desorganización completa, yo no puedo arrepentirme de haber seguido la corriente de aquel pueblo del Centro, extenuado de la fatiga y enflaquecido por la desesperación. Su Agramonte salvador de una época había caído para siempre; era en vano llamarle: ¡la roca misma que se había opuesto a la nave del Estado cuando parecían impulsarla las brisas de la suerte, estaba ahora transformada en su piloto! Su alma era de piedra: ¡era Vicente García! Jefes de reconocida habilidad y de inequívoca honradez, condenados a cruzarse de brazos por los acontecimientos anteriores, presenciaban con forzada paciencia la catástrofe, sin poderla remediar; porque ¡triste es decirlo! se había perdido la esperanza, ya era tarde.... Estaban allí como las luces fosfóricas, para hacer más horripilante la oscuridad del cementerio.

Usted mejor que yo conocerá los sucesos posteriores hasta la pacificación completa. Aislado aquí entre los que quedan de mi pobre familia, poco o nada sé de lo que pasó en Oriente, porque aunque estuve algunos días en Nueva York, no se me ofreció la oportunidad de conocer los hechos. Aquí, cosas que me atañen muy de cerca preocupan mi ánimo, y sólo hieren mis oídos voces lejanas de traición, soborno, infamia.

No se nos había escuchado, y ya el veredicto era traición. ¿Por qué fuimos traidores? ¿Acaso porque no vencimos, porque no fuimos gigantes fabulosos capaces de prodigios? ¿Acaso porque la patria entera pesaba sobre unos pocos, y no pudimos con su inmensa pesadumbre? ¿Acaso porque no vencimos a un enemigo reforzado con el contingente moral de nuestra situación interior; en una palabra, reforzado con nosotros mismos por torpeza? ¿Estábamos obligados a hacer perdurables el luto y la desolación estérilmente, por conquistarnos el título de héroes, sin provecho de la patria, sin el aplauso de nosotros mismos? ¿Somos traidores los que capitulamos militarmente, como han capitulado en otros países y en todas las épocas fuerzas armadas, en mejores condiciones? ¿Fuimos traidores los que no nos pasamos al enemigo, puesto que se obligó el vencedor a no utilizarnos en las armas? ¿Somos traidores los que, siendo una minoría pequeña, no atamos de manos a la emigración que nos veía despedazar, ni a los cubanos que estaban con el enemigo, miles de los cuales ayudaban a despedazarnos? ¿Somos traidores los que estuvimos nueve años en el puesto, aguardando, no el relevo para retirarnos, sino un refuerzo de esa inmensa mayoría para continuar de guardia…? 

Lo que de soborno se dice es una calumnia, y como calumnia es torpe y es inmerecida. Ahí están los jefes españoles: ellos podrán decirlo. Ahí están los capitulados del Zanjón, aceptando trabajo por medio del general Martínez Campos, para no morir de hambre! Si ese general los hubiese comprado, los despreciaría y se guardaría de ellos como de indignos sobornados. ¡A los nueve años de sacrificio vuelve el soldado al hogar, y sólo porque su enemigo pudo más, tiene de adversarios a aquéllos por quienes batalló! ¡Torpe los que queréis enlodar a quienes, aun sentando que el Zanjón fuera un error, os han honrado en nueve años de contienda! Si esa patria que tenéis en vuestros labios hubiera confiado su suerte a vuestros esfuerzos, ¡pobre patria…!

¡Infamia! ¿Bajo qué punto de vista hay infamia en la capitulación? Un ejército sitiado capitula, una división aislada del ejército capitula, cuando no hay probabilidad de rechazar al enemigo, o de abrirse paso, después de haber probado fortuna y sufrido grandes pérdidas, sin que en ese caso se abomine a los capitulados. Y nosotros en esas mismas o en peores condiciones, aislados, incomunicados, sin fuerza moral sobre la masa, después de larga y ruda prueba, en la que experimentamos grandes pérdidas; sin tener donde reponernos ni a quien incorporarnos por falta de territorio y de recursos y por el espíritu de localidad predominante siempre, y desalentados por el abandono de nuestros aliados naturales, ¡merecemos el título de infames! Y, ¡cuántos honrados caballeros, patriotas insignes, gozan de los beneficios de nuestra infamia sin ruborizarse! ¡Los infames arrancamos a muchos la mordaza en el Zanjón para que pudieran infamarnos! ¡Los infames gritábamos “independencia o muerte” donde podíamos alcanzar una u otra; los caballeros gritan “independencia o muerte” donde no pueden alcanzar ninguna de las dos!

Como mucho se ha hablado de cantidades de dinero empleadas por el general Martínez Campos para obtener la capitulación, diré a usted lo que ha pasado en cuanto a oro con los hombres del Zanjón. Suspendidas las hostilidades, y antes del convenio, jamás se aceptaron raciones para la tropa, única cosa que, en la forma más cortés, ofrecieron los jefes españoles, en perjuicio del resultado de los asuntos pendientes. Dijeron los jefes españoles que al hacer tal ofrecimiento se fundaban en que eso se acostumbra en la guerra en caso de cesación de hostilidades. Hecho el convenio, se aceptó después una muda de ropa para cada uno de los de la clase de tropa (no los oficiales). Terminada la capitulación, y dos días después, cuando ya cada cual estaba tratando de avecindarse, se ofreció a los oficiales cubanos la paga de dos meses con arreglo a sus grados y a nuestra ley de sueldos, como un auxilio que quería prestarles el general Martínez Campos, en vista de la “pobreza” de todos y del estado de escasez en que encontrarían a sus familias y amigos los que los tenían, y para que esa cantidad les sirviera mientras lograban colocarse. Trabajo costó convencer a la oficialidad de que la aceptación de ese espontáneo ofrecimiento no ofendía su delicadeza, puesto que en ese sentido nada se había hablado ni antes ni después del convenio, sino con posterioridad a la capitulación. Por fin, la mayoría aceptó en calidad de adelanto; muchos aceptaron para hacer donaciones a prisioneros nuestros y a familias necesitadas, y unos cuantos no aceptaron porque no les era necesario. Recuerdo que Luaces, Spotorno, Mola y otros distribuyeron su parte, como lo hice yo, y les consta a muchos compañeros y al brigadier español Sr. Mella, por cuyo conducto favorecí a un amigo prisionero. No sé si este hecho posterior a la capitulación, sin previo convenio ni insinuación siquiera de ninguna de las partes, habrá dado margen al supuesto soborno. Aunque no me consta, creo que en Sancti Spíritus pasó lo mismo, según me dijeron en aquellos días oficiales españoles. El jefe español jamás ofendió nuestra delicadeza. Ésta es la verdad

Terminaré con algunas observaciones sobre el comité. Éste fue nombrado por el pueblo ya decidido por la paz. Miembros del comité habían trabajado por la guerra hasta que el pueblo se decidió por lo contrario. Los comisionados del comité para el convenio no se congraciaron con el jefe contrario, sino que le manifestaron que eran “instrumentos del pueblo”, por lo cual nada decidieron por sí mismos. Los miembros del comité aceptaron su cometido cediendo a las súplicas del pueblo, de sus compañeros, que invocaron su honradez, para que, “ya que se iba a enterrar la República, se enterrara con decencia”. Así lo dijeron algunos. El día de la historia ha de llegar y se nos juzgará con calma.

Olvidaba decirle que entre los que capitularon no faltan quienes aleguen inocencia y aduzcan que fueron engañados. Eso no pasa de puerilidad. Examínense las circunstancias y se verá que es inverosímil.

Aprovecho esta ocasión para decirle que la calumnia no se detiene ante ninguna consideración. El general Gomez, a quien todos debemos gratitud y respeto, entre otras cualidades notables, por su acrisolada honradez, es uno de los que más mal han sido tratados por los difamadores de oficio. ¡Y Máximo Gómez se está muriendo de hambre!

Disimule Ud. los claros y vacíos que en esta carta se advierten. Como no tengo a la vista ciertos documentos, no he querido mencionar algunos hechos de bastante importancia. Mi intención ha sido dar a Ud. una idea ligera de lo ocurrido; no sé si lo habré logrado.

Por lo demás, puedo probar todo lo que dejo escrito, como he probado siempre ser su verdadero, afectísimo amigo.

R. Roa

¡Infamia! ¿Bajo qué punto de vista hay infamia en la capitulación? Un ejército sitiado capitula, una división aislada del ejército capitula, cuando no hay probabilidad de rechazar al enemigo, o de abrirse paso, después de haber probado fortuna y sufrido grandes pérdidas, sin que en ese caso se abomine a los capitulados. 


Tomado de un ejemplar, sin pie de imprenta, conservado en la Universidad de Harvard. Collection Developtment Department. Widener Library. HCL / 958199.xml
Nota de El Camagüey: Se ha modernizado la ortografía.

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