Si a semejanza de lo que se acostumbra en los Estados Unidos, donde cada año se honra a las buenas madres en la persona de una que haya sabido serlo en grado superlativo, nosotros concediéramos algún título, alguna condecoración, algún honor a la mujer que haya afinado en virtud el instinto de la maternidad, mucho me temo que tendríamos que concedérselo, antes que a ninguna otra de nuestros contemporáneas, a una maestra camagüeyana que no ha tenido hijos: la señorita Julieta Arango.
Julieta es maestra de kindergarten. También es una Arango, de los que acompañaron a Agramonte en la manigua: dos tíos suyos estuvieron en el rescate de Sanguily. A esos títulos de nobleza, —en lo humano hay también categorías, y aún estoy por creer que más verdaderas que las sociales—, añade el de saber soñar. Cuando un día entre los días se vio con la presidencia del Patronato de la Sala Luaces entre las manos, soñó en ampliarla, convirtiéndola en todo un Hospital Infantil. Ya era mucho atrevimiento el de aquellas maestras de Instrucción Pública que con sus míseros recursos en dinero, tiempo y energías mantenían para la niñez camagüeyana un oasis salvador en medio del desierto del abandono oficial (y privado); Julieta, sin embargo, estimó que podían hacer más. Logró, no sé cómo, convencerlas de acometer la locura de reconstruir y equipar y echar a andar, en función de Hospital Infantil, el de San Juan de Dios, edificado allá por el mil setecientos y a la sazón albergue de indigentes. El techo estaba hundido en más de un punto, las paredes llenas de huecos abiertos por los buscadores de tesoros, en ruina y abandonado todo. Naturalmente, el Gobierno se lo cedió, —y muy contento de poder hacerlo—, acompañando tan generosa acción con la dádiva de cinco mil pesos para iniciar las obras. Las obras, en efecto se iniciaron, — y se continuaron, día tras día, año tras año, hasta que al fin, este 28 de enero, Julieta Arango honró la memoria del Apóstol echando a andar “su” hospital.
Julieta Arango, madre en grado superlativo, es quien tiene la mano en su pecho; al centro de la mesa, la Primera Dama, Sra. Mary Tarrero de Prío.
A ese acto yo no pude ir, ya no recuerdo por qué. Bien es verdad que no lo deploré mucho: eso de ir a ver abrir dos salas solamente de las seis espléndidamente equipadas no era cosa que me atrajera. Pero hubiera ido, de haberme sido posible. Por Julieta. Julieta, que se había pasado lo mejor de su vida reuniendo centavo a centavo y ladrillo a ladrillo cuanto hizo falta para que ese momento fuera posible (y en toda su magnitud, que no menguado y disminuido y pidiendo perdón), estaba muy contenta porque al fin había logrado (en vísperas de elecciones) que el Ministro de Salubridad le incluyera el San Juan de Dios en el presupuesto de ese Ministerio, aunque fuera con la ridícula consignación de mil pesos mensuales, ampliada luego por la Primera Dama, Sra. Mary Tarrero de Prío, con otra de cuatro mil a cuenta de la Corporación Nacional de Asistencia Pública. ¿Qué son cinco mil pesos para el funcionamiento de un hospital infantil? Tan poca cosa, que apenas si alcanzaron para la sala de lactantes y la de medicina general, —ya estaba andando a toda su capacidad la Consulta Externa, y el Servicio Dental, y el de Radiografía, y la Farmacia... Para esa miseria, ¿tanto pregón y tanto discurso? Era para indignarse.
Eso pensaba yo, pero Julieta tiene otra manera de ver las cosas. Julieta no piensa en términos de ciudadana, sino en lenguaje de madre. Dos salas abiertas, aunque por falta de numerario se le queden cuatro cerradas, significan cuarenta camas para sus niños. Después, Dios dirá, —y si no Dios, entonces cualquiera. Ella sabe cómo se hizo lo que está hecho, y por lo tanto tiene fe en la humanidad: allí en el San Juan de Dios los techos tienen por vigas caobas donadas por los centrales azucareros, y hay salas equipadas en memoria de seres queridos por gente de dinero, y la ropa de cama está bordada como para cunas de príncipes por manos de escolares cubanas, y el cemento se amasó muchas veces con el sudor de obreros que no quisieron cobrar por su trabajo. ¿Por qué entonces negarle al futuro un crédito de esperanza?
El sueño de Julieta Arango.
Cuánta razón le asiste, lo vi yo cuando fui a almorzar con ella, a lo que hubiere y sin avisar, —yo entro y salgo del San Juan de Dios como Pedro por su casa—, un día cualquiera de este pasado mes de abril. Había ido a dar dos demostraciones de cocina moderna en el Camagüey Tennis Club; dadas, fui a ver a Julieta, y a conocer a “sus” monjitas, que aún no las conocía, y a saludar a Celia y a Loreto y a Blanquita y a Virginia... y a todas las demás almas de Dios que se ganan el pan (o parte de él) trabajando con ella.
Casanova, que por allí casualmente andaba con su cámara, nos quiso regalar un recuerdo de aquel día, —y en efecto, nos siguió a las salas donde ya estaban comiendo los niños, con los resultados que pueden verse en esta página. Después, bajé a almorzar; y cuando Julieta me dejó para ir a dar sus clases a los enfermitos que pueden levantarse, me fui a dar vueltas por ahí, a ver cómo era posible lo que estaba viendo.
Pronto lo averigüé. En la farmacia, Virginia Luarca me confesó que solamente estaban comprando los antibióticos; lo demás (y está muy bien surtida esa farmacia) lo dan “los laboratorios”. ¿Todo? Todo. ¿Incluyendo alimentos? Incluyéndolos. Pero, ¿qué laboratorios son esos, tan generosos? Bueno, pues… Abbott, la Compañía Nacional de Alimentos, Lederle, Andromaco (sic.), Veter, Kuba, Vieta Plasencia, Henry le Bienvenu, Lilly, Classic, Lex, Parke and Davis, Mead, Johnson, La Pasiega, Wyeth, Duagué, Instituto Bioquímico de Cuba, Antal, Warner, Standard Pharmaceutical Company… Mira, apunta los nombres, que están en los frascos de sus productos… Pero eran muchos, y renuncié a la tarea.
Poco a poco se fue completando el equipamiento del hospital.
En cambio, no hay rebotica, y las fórmulas debe hacerlas Virginia ahí mismo donde despacha, con mil trabajos. No hay una empleada para el tarjetero. No hay... nada más que lo que puede aportar la iniciativa privada. (Celia Fernández, de noche conserje de escuela pública y de día costurera del San Juan de Dios, llega con el café, oye los rezagos de nuestra conversación, y apunta su queja: el Hospital no posee una máquina de coser, se están remediando con dos prestadas, y temblando de pensar que cualquier día puedan pedírselas).
Loreto, la archivera (sin archivo) y oficinista (sin máquina de escribir: también es prestada la reliquia histórica en que despacha la correspondencia) se acerca, preguntando por Julieta; parece que el Dr. “Lilo” de la Torre la está buscando para algo importante...
¡Y tan importante! Cuando Julieta llega escapada un momento de su clase allá arriba, nos enteramos. El Dr. Sterling V. Mead, profesor de la Washington University, venía a Cuba, —a Camagüey y quizás luego a Santiago—, y se trataba...
Pero antes, quizás convenga decir quién es ese doctor de la Washington University.
Sterling V. Mead está considerado como uno de los cinco mejores cirujanos orales del mundo. (Cirugía oral: labio leporino, fisura palatina, fractura del maxilar, etc.). Es un hombre rico, que en la Florida tiene una granja de orquídeas. En su profesión trabaja tres meses y descansa uno, —aunque hay que reconocer que tiene acerca del descanso ideas peregrinas, como lo demuestra que viene a Camagüey a emplear parte de sus vacaciones en realizar unas cuantas operaciones, escogidas para él por sus amigos, los cirujanos de Cuba... Y Lilo, que es hermano de Humberto de la Torre, el que trabaja de médico interno en el San Juan de Dios, se había acordado de dos muchachitos con labio leporino, dos hermanos, el varón de diez años y la niña de doce. Hace años ya que debieron ser operados, pero eran casos dificilísimos, agravados por la falta de recursos de sus padres. Y ahora, ahora que venía el Dr. Sterling V. Mead a compartir sus ratos de ocio con sus amigos y colegas y un poco discípulos cubanos, Lilo pensaba que pudiera aprovecharse la ocasión…
Pudiera, pero el salón de operaciones aún no tenía aire acondicionado, y eran muchos los médicos que deseaban en Camagüey ver trabajar a Mead... Bueno, pero los niños no debían perder esta oportunidad. Y además, así Mead conocería al San Juan de Dios.
Finalmente, Lilo salió a buscar a Humberto, que es novio de Esperancita de la Cueva, la lindísima hija del habanero que representa en Camagüey a la General Electric. El habanero vino a hablar con Julieta. Se firmaron papeles, se hicieron promesas para un futuro. Sin que un centavo hubiera cambiado de mano, José de la Cueva se dispuso a hacer esa misma tarde, en avión, el viaje a La Habana, a conseguir que inmediatamente se pusiera en el expreso el equipo de aire acondicionado: era el lunes 28, Mead quería operar el lunes 5 de mayo, y no sería posible a menos que el jueves primero estuviera el aparato ya en Camagüey, —pues todavía habría que instalarlo contando con la buena voluntad de obreros dispuestos a trabajar hasta el domingo, y sin cobrar extra…
Así se hacen las cosas: ¡haciéndolas!
Yo no pude quedarme a ver esa jornada científica, en la que por otra parte, no tengo sino un interés muy relativo: que dos niños, en todo lo demás agraciados, reciban para sus caritas criollas el don de bocas que no inspiren espanto. Pero apunté lo que pasó, lo que vi y lo que oí, para que no se me olvidara, y contarlo luego, como ejemplo levantado ante la esperanza de todas las madres cubanas, que desde la punta de Maisí hasta el Cabo de San Antonio no tienen más que dos hospitales infantiles: el Municipal de La Habana, y el San Juan de Dios en Camagüey. Así se hacen las cosas: ¡haciéndolas! Así, como ha crecido la Sala Luaces del Hospital Civil de Camagüey, hasta convertirse en el Hospital Infantil San Juan de Dios, así pueden crecer las otras que aquí y allá se mantienen abiertas para nuestros niños gracias más a la iniciativa privada que a la acción del Estado. La de Santa Clara. La de Matanzas...
Sin embargo, estoy dudando de hacerlo, porque, a pesar de todo, la iniciativa privada no es suficiente. Ni siquiera cuando, ejercida por la esposa del jefe del estado, deja, —como recientemente hiciera por medio de la Sra. Martha Fernández de Batista—, diez mil pesos en manos del Patronato del Hospital San Juan de Dios. Diez mil pesos ahora y otros tantos el año que viene, y entre uno y otro obsequio un beneficio, una tómbola, una colecta pública y cuatro aportaciones voluntarias de mayor o menor cuantía, no bastan para que los niños de Camagüey y Oriente que de ellas necesiten puedan ir a ocupar las ochentas camitas vacías que quedan en esas cuatro salas que no se han podido abrir por falta de presupuesto... No basta la iniciativa privada; y como no basta, y dudo mucho que el gobierno, —éste u otro cualquiera—, se digne comprenderlo así, dejaré esta crónica apenas en el retrato de la más grande de las madres de Cuba republicana: la señorita Julieta Arango, maestra de Kindergarten, fundadora del Hospital Infantil San Juan de Dios. Y dejándola ahí, paso a copiar, para las amigas que vi en su casa, las recetas de golosinas que me pidieron.
Almas de Dios que se ganan el pan, o parte de él, trabajando con Julieta Arango.
Leído por María Antonia Borroto.
Publicado en “El menú de la semana”, Bohemia, Año 44, Número 19, 11 de mayo de 1952, pp.110-111. Tomado de Adriana Loredo: Arroz con mango. La Habana, [s.e.], 1952, pp.197-201.