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El Camagüey que va conmigo

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El Camagüey que va conmigo

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Nací en Santa María del Puerto del Príncipe de padre y abuelo bodegueros. Sin embargo, mis genes se negaron en absoluto a transmitirme el espíritu de comerciante. En aquellos años Camagüey era ya la tercera ciudad del país en población y sólo tenía diez o doce calles pavimentadas, el resto era fango o polvo en dependencia de la época del año. Cuando el Partido Auténtico ganó el poder en las elecciones de 1944, hay que reconocerlo, hicieron el alcantarillado y pavimentación de casi toda la ciudad.

Una de las reminiscencias más fuertes que yo tengo es la relativa al silencio en esa hermosa ciudad. Jamás me he podido acostumbrar al ruido habanero. Camagüey fue fundada hace cuatrocientos noventa años. Su centro histórico tiene 330 hectáreas, por lo que es mayor que el de La Habana Vieja, aunque sin las extraordinarias fortalezas ni los palacios lujosos; con modestas construcciones, pero que constituyen un conjunto verdaderamente imponente. Su trama es irregular, ajena a la cuadrícula, con el embrujo de la ciudad medieval, con calles retorcidas donde de pronto aparecen plazas o plazuelas, todo probablemente para defenderse de los ataques de corsarios y piratas. No obstante, fue atacada en 1604, 1636, 1668 (por Henry Morgan) y 1679.

Iglesia y plaza de Santa Ana en los años cuarenta. 
Archivos del Ministerio de Obras Públicas de la República de Cuba

Es probablemente la ciudad cubana con más iglesias por kilómetro cuadrado: veintitrés en total, de las cuales ocho son coloniales. Está ubicada en una planicie muy extensa, casi continental. Las edificaciones son en general de una planta y cinco o seis metros de puntal y además medianeras, como todas las ciudades cubanas. La región tradicionalmente produce una dieta rica en proteínas: leche, mantequilla, quesos y carne de res. Además, todo era muy barato. Se comprenderá la dificultad para los camagüeyanos en asimilar el nuevo picadillo condimentado con soya.

Cuando yo era niño hubo una aguda escasez de agua en la ciudad —siempre la hay, pero esa vez en Camagüey las autoridades izaron la bandera amarilla, que es cuando hay una situación de emergencia—, entonces fue que comprendí la conveniencia de los tinajones, porque éstos se cargan con agua de lluvia de los techos de tejas por medio de canales, o en situaciones como las actuales de agua transportada en pipas. El silencio sólo era interrumpido por el vuelo de los mosquitos. La ciudad está muy lejos de las costas y por eso no conocí el mar hasta los doce años y fue en Gibara.

“La ciudad expresa no sólo el patrimonio tangible, sino también el intangible: las fiestas populares, las leyendas, las comidas, las bebidas, costumbres y comportamientos”, se lee en la Investigación para la Conservación y la Restauración de la Plaza del Carmen en el Centro Histórico de Camagüey, de G. Bezoari y Lourdes Gómez, del Politécnico de Milán y la Universidad de Camagüey respectivamente, 2001.

Iglesia de la Soledad en los años treinta. 
Archivos del Ministerio de Obras Públicas de la República de Cuba

Una cosa realmente impresionante era la Semana Santa, sólo era segunda de la de Sevilla. La noche del Viernes Santo se producía el traslado del Sepulcro de Cristo desde la Iglesia de la Merced hasta la Iglesia Mayor por la calle Cisneros. El sepulcro estaba hecho totalmente de centenes de plata con el cuerpo de Jesús acostado, que se podía ver por cristales. Es de imaginarse el peso de aquel Sepulcro que era cargado por sólo seis u ocho hombres. Detrás iba la imagen de la Mater Dolorosa con un puñal atravesándole el corazón y una expresión de sufrimiento en su rostro. Todo Camagüey estaba presente y la iluminación era con decenas de miles de velas. El Sepulcro se quedaba hasta el Domingo de Resurrección en la Iglesia Mayor, y entonces se cambiaba la imagen de Cristo, ahora con una expresión de vitalidad, y se colocaba encima del Sepulcro. Siempre era por la mañana, y en sentido contrario venía desde la Merced otra imagen de la Virgen, esta vez con expresión de alegría. A la altura del Parque Agramonte las dos imágenes se saludaban, lo que significaba que los hombres que las cargaban tenían que hacer un esfuerzo mayor para inclinarlas. Ese momento era el de mayor expectación y la gente gritaba emocionada.

Ya que estamos hablando de la religión, en la Iglesia de la Merced yo fui, con mi hermano Modesto y otros compañeritos de ocho o nueve años, Soldadito del Niño Jesús de Praga, con uniforme de franela y un pequeño sable. La imagen era de un niño de dos o tres años, copiada de la que está en la Iglesia del Niño Jesús de Praga en la República Checa. También era muy rica y tenía corona de oro y otros atavíos que llevaban los soldaditos en sus manos, a la vez que otros ponían la música con redobles de tambores y cornetas. Como es sabido, Cristo era muy pobre, hijo de un carpintero, pero la iglesia católica lo convirtió en un personaje con un sepulcro en plata y de niño lo vestían con corona de oro y ropaje carísimo.

Otro aspecto muy particular eran los entierros en Camagüey. Se dividían en entierros de tres parejas de caballos, dos parejas y una pareja según era la jerarquía económica del difunto. Los de cuatro parejas eran muy exclusivos. Los enormes caballos percherones negro-azules, con penachos; la carroza y los zacatecas todos de negro. Los entierros caminaban muy despacio y los caballos hacían movimientos muy elegantes, produciendo una resonancia musical casi mística cuando sus cascos golpeaban las calles adoquinadas. Las casas a ambos lados de la calle Cristo, que llevaba al Cementerio, encendían sus lámparas exteriores al paso de los entierros. Un detalle muy solidario.

El acompañamiento del entierro era siempre a pie. Los acompañantes iban normalmente de traje, por lo que consecuentemente la gente que no lo tenía debía alquilarlo o pedirlo prestado. Yo recuerdo un cuento que se hacía con relación a esto, de una persona que le pidió prestado un traje a un amigo, y se quejó cuando la persona que se lo prestó le gritó mientras iba tras el entierro: —¡Cuídame el traje, que lo compré hace poco! En otra ocasión, recurrió a otra persona, quien le dijo que él era incapaz de hacerle eso a un amigo, y le prestó un traje de dril cien —para conocimiento de las nuevas generaciones, el dril cien era una tela de lino muy valiosa que usaban los ricos y los políticos—, pero el día del entierro llovió y las calles eran un fangal. La persona iba haciendo filigranas para salvar el traje de aquella contingencia, y de pronto el que le había prestado el dril cien le gritó: —¡No importa, Pepe, no te preocupes por el traje, como si fuera tuyo!

Las carrozas que llevaban a los muertos pobres de solemnidad, eran grises y con un solo caballo o más bien un penco gris... que iba al galope. De ahí la frase: “deprisa como entierro de pobre”. El velorio era realizado en la casa del fallecido, donde se tapaban los espejos con sábanas para evitar la repetición de las imágenes del féretro. Era como si presintieran la frase de Jean Cocteau: “La muerte siempre entra por los espejos”. Cuando se entra al cementerio se ofrece un espectáculo poco común en la arquitectura funeraria cubana: la calle principal tiene tumbas a ambos lados, pero, curiosamente, están contra un muro que les da una continuidad a ambos lados, al igual que lo regulado por las Ordenanzas de Construcción de la ciudad para las edificaciones. En esta calle se repite la trama urbana medianera de la ciudad.

Para finalizar estos aspectos funerarios, se hace obligada la referencia a la tumba de Dolores Rondón, sobre cuya dedicatoria existente en la lápida, la Orquesta Aragón le compuso un chachachá. Sucedió alrededor de 1833. Ella era hija ilegítima de un catalán propietario de una tienda mixta y su madre era una mulata. Dolores era bella, simpática y jovial, y su más ferviente admirador era un barbero que incursionaba en la poesía llamado Francisco Juan de Moya y Escobar. Él le declaró su amor en varias ocasiones inútilmente, pero ella casó finalmente con un oficial del ejército español y mejoró de posición, pero el español murió pronto. Años después aparece pobre y enferma en el hospital El Carmen para mujeres. El barbero no sólo permaneció junto a ella hasta el día de su muerte, sino que le compró la lápida y además hizo una décima como dedicatoria que evoca la filosofía de Jorge Manrique o de Shakespeare:

    Aquí Dolores Rondón
    finalizó su carrera,
    ven mortal y considera
    las grandezas cuales son.
    El orgullo y presunción,
    la opulencia y el poder,
    todo llega a fenecer
    pues sólo se inmortaliza
    el mal que se economiza
    y el bien que se pueda hacer.

Cartel del San Juan de los años cincuenta. 
Cortesía de Adela García Yero

Los carnavales en mi ciudad siempre se han llamado el San Juan porque se extienden desde el 24 de junio, día de San Juan hasta el 29, día de San Pedro. A veces la gente pedía prórroga y se extendía unos días más. Que yo recuerde había dos Congas, la de Izaguirre y la de Los Comandos —somos los Comandos, lo que sea, Comando arrollando— que continuamente recorrían la ciudad y uno se incorporaba a ellas hasta volver al lugar donde se sumó. Me dicen que actualmente la de Los Comandos continúa arrollando en los Suanjuanes. Estaban también los Ensabanados, hombres y mujeres que se vestían así para que no los reconocieran y que usaban caretas. Todo era muy divertido y participativo, pero no para los estudiantes de la Normal o del Instituto que les coincidía con la fecha de los exámenes de fin de curso. Me cuentan que ahora se han sumado los Tecnológicos y la Universidad que también sufren el mismo inconveniente.

También me dejó inolvidables remembranzas el Instituto de Segunda Enseñanza, donde se estudiaba durante cinco años el bachillerato, que estaba al lado del parque urbano más grande de Cuba en aquella época: el Casino Campestre. En sus ocho hectáreas contenía fuentes, grutas, esculturas muy calificadas, en un ambiente con áreas verdes frondosas, un pequeño río con botes y una amplia zona de juegos infantiles. El Instituto no era París, pero también era una fiesta. Tuvimos excelentes y exigentes profesores, y compañeros estudiantes como Faure Chomón —a quien había conocido en los Escolapios en el segundo grado de la primaria—, Jorge Enrique Mendoza, Modesto mi hermano y otros valiosos compañeros que contribuyeron a forjar mi ideología, luchando entonces contra el gangsterismo de moda.

Así lucía el entorno del Instituto de Segunda Enseñanza tras la construcción de la Carretera Central.
Archivos del Ministerio de Obras Públicas de la República de Cuba

Debo hacer un paréntesis para relatar una anécdota que me impresionó tanto que todavía tengo su influencia. Yo estudié desde el primer año hasta el quinto de bachillerato con Jacobo Goldstein —hijo de padre y madre hebreos, naturales de la aldea de Makov en Polonia. Sus padres, así como su hermana Dora, me consideraban parte de la familia. Había una sociedad hebrea económicamente fuerte en Camagüey en la calle San Esteban, y como yo era compañero de Jacobo tuvieron la gentileza y la prueba de confianza de darme la llave de la Sociedad para que yo pudiera entrar cuando lo deseara. También asistía a las bodas de sus miembros y al Día del Yom Kippur familiar, y hasta logré entender el idioma Yiddish.

En el año 1945 se recibió la noticia de que toda la familia de la mamá de Jacobo había sido asesinada por el ejército alemán al borde de un precipicio: los que no se lanzaban al espacio los ensartaban con las bayonetas. Yo estaba en la casa cuando llegó la noticia. Tres años después se pudo contactar con una hermana de la mamá que había escapado de los nazis en Varsovia, junto con su esposo y su hijo de dos o tres años. Lograron traerlos desde la Unión Soviética hasta Camagüey. Me invitaron a la reunión familiar y presencié la histórica llegada. La tía de Jacobo se salvó porque se introdujo con el niño en las alcantarillas de Varsovia y ella comía las yerbas o alguna otra cosa que pasara. Al niño lo alimentaba de su sangre; la mujer tenía en ambos brazos numerosas cicatrices. Me tocó muy de cerca la tragedia de los pueblos hebreos y no comprendo la posición actual de los dirigentes de Israel, que no tienen nada que ver con el pueblo judío que yo he conocido. Muchos hebreos se quedaron cuando triunfó la Revolución, como el brillante arquitecto, profesor y escritor Luis Lápidus, fallecido en La Habana hace algunos años.

Volviendo al tema, hay que destacar los hijos ilustres del Camagüey, que ayudaron a desarrollar la cultura y con ella el sentido patriótico, como Silvestre de Balboa el autor de “Espejo de paciencia”; Francisco Agüero (Frasquito), quien fue el primer mártir de la independencia cubana (1826), Joaquín de Agüero, primer alzado en 1851, Ignacio Agramonte, Salvador Cisneros Betancourt, Gertrudis Gómez de Avellaneda, Ana Betancourt, Aurelia CastilloEnrique Loynaz del Castillo con otros veinticuatro generales. Ya en la etapa republicana, el doctor Carlos J. Finlay, Enrique José Varona, Luis Casas Romero, Emilio Ballagas, Jorge González Allué, Felipe Pichardo Moya, Nicolás Guillén, Tula Aguilera, los doctores Orfilio Peláez, José M. Guarch y Julio Santana, o el poeta y periodista Luis Suardíaz, recientemente fallecido, entre otros.

Convertir el Hotel Camagüey (antiguo Cuartel de Caballería) en museo implicó algunas transformaciones en el edificio.
Archivos del Ministerio de Obras Públicas de la República de Cuba

Una de las últimas actividades y primer trabajo voluntario que realicé en mi vida tuvo lugar en Camagüey en 1948-49, fue integrar un grupo reducido de alumnos del Instituto para ayudar al señor Betancourt, quien era el responsable de organizar el Museo Ignacio Agramonte que se hizo en el antiguo Cuartel de Caballería español, luego Hotel Camagüey en la Avenida de los Mártires. Contenía muchos y valiosos documentos y objetos históricos. Recuerdo aún emocionado los originales de las cartas con los intercambios amorosos entre Agramonte desde la manigua y Amalia Simoni, y el extraordinario reloj de bolsillo del Mayor, que además de la hora, daba los días de la semana y las fases de la luna, o la impresionante figura en cera de tamaño natural de Joaquín de Agüero en capilla ardiente esperando su fusilamiento, en la misma celda en que estuvo preso.

Mi abuela, cuando yo era muchacho, me relató que un día, siendo ella niña estaba en su casa cuando se produjo un alboroto enorme como de fiesta en la calle. Le preguntó a su madre que estaba acodada a la ventana sobre lo que sucedía. La respuesta fue: —“Nada, hija, que han matado a un hombre”. Era el 12 de mayo de 1873 y los españoles arrastraban el cadáver de Ignacio Agramonte por las polvorientas calles, para luego incinerarlo en la Plaza de San Juan de Dios. Era el jefe indiscutible del Ejército Mambí y sólo tenía 32 años. Como dice la copla popular:

    Agramonte constante guerrero
    qué impulso le daba a la guerra,
    ni su cuerpo lo cubrió la tierra
    y tampoco llevó un ataúd.

En resumen, el sobrio ambiente urbano, arquitectónico y cultural camagüeyano —se dice que es el lugar de Cuba donde se habla más correctamente el castellano— decididamente influyó en mi personalidad y me impulsó a estudiar Arquitectura.

La Habana, 4 de enero de 2007

La calle Cristo en los años cuarenta del siglo XX. 
Archivos del Ministerio de Obras Públicas de la República de Cuba


Tomado de Arquitectura y Urbanismo, Vol. XXIV, No.2-3, 2008, pp.79-81.
Nota de El Camagüey: Se han realizado pequeñas modificaciones en la puntuación que en lo absoluto modifican el sentido del texto.
El Camagüey agradece a Aries Cañellas, de Fotos de La Habana, y a la Dra. Adela García Yero las imágenes que acompañan este texto.

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