En Berlín —puesto que los editores hispanoamericanos siguen siendo, no mirlos, sino cuervos blancos— ha aparecido un volumen de poesías de la señora Dulce María Borrero de Luján, posiblemente la mejor dotada de intensidad y de lirismo entre las “musas” de la isla de Cuba. Hablo de las actuales, pues en lo pasado se yergue bravamente una doña Gertrudis Gómez de Avellaneda, que conmovió las Españas, y Juana Borrero, la admirable. ¿Y no existe actualmente otra benemérita del Parnaso, que se llama doña Aurelia Castillo de González? La vibrante Dulce María es de la familia espiritual de la Desbordes Balmore, y canta las horas de su vida románticamente, amando a la antigua —porque, ¡ay!, la vida moderna ha llegado hasta transformar, antes de destruir, el concepto arraigado del amor— y escribiendo, se diría, entre suspiro y suspiro, como la fragmentaria y rítmica leyenda de una desilusión demasiado triste, por ser demasiado humana y femenina.
Un poeta galante cual los que antaño eran caballerescos y soñadores —indico a Fabio Fiallo— simboliza en los siguientes versos, que son un homenaje, la obra sentida y sentimental de la poetisa:
Sobre la esbelta mole de granito,
que alegre arrulla el mar
con su canción romántica de espumas,
se alza el noble castillo señorial.
Blasón del Arte, arranca, en alabastro,
que humilla con su albura al azahar,
la escalinata, que al genial vestíbulo
suntuoso acceso da.
Torpe yedra, contraste de la albuna,
nació bajo las gradas del portal,
y allí vive tranquila, que el Olvido
tiene también a veces su piedad.
Las Horas de tu vida, ¡oh, dulce Dulce!,
son como un alto alcázar señorial,
donde, atraídos por la fina magia
del hospedaje, míranse llegar.
Para rendirte su tropel de rimas,
para ofrecerte su creación audaz,
un bardo melancólico: ¡el Ensueño!
y un artista sublime: ¡el Ideal!
Del verso humilde, que a dejar me atrevo
en las marmóreas gradas del portal
por complacer tu insinuación amable,
mañana, ¿qué será?
Será la oscura y afrentosa yedra,
que a veces el Olvido en su piedad
deja vivir bajo las ricas gradas
del soberbio castillo señorial.
He dicho que Dulce María es romántica: ello se advierte en casi todo lo que en su libro se contiene. No se expresa sino de manera tradicional, tal vez no por falta de poder imaginativo y verbal, sino por una especie de pasividad ante el modo de decir amores y penas en musas ancestrales.
Sus imágenes son usuales, sus fórmulas son conocidas: lo que brilla es el diamante personal, o, mejor dicho, en este caso, la lágrima.
Repito: escribe a suspiros; “suspirillos”, diría el ya olvidado Núñez de Arce:
Ya dice:
Ansío besar tus ojos
cuando están llenos de lágrimas
para endulzar con mis besos
el amargor de tu alma.
Y otras veces, si la risa
agita sobre tus labios
sus alas, en sangre tintas,
para amargar tu alegría,
en ellos mi acerbo llanto
verter quisiera, ¡alma mía!
Ya dice:
Como sierpe venenosa,
entre flores escondida,
bajo mi risa dichosa
se esconde la pena mía.
Es una sencillez que se expresa como en el cantar popular o en la reminiscencia del comprensivo poeta favorito. Hay mucha tristeza en esta dama. La primera parte de las poesías se titula Gotas de llanto, y está dedicada al poeta colombiano Julio Flórez, dolorosísimo citarero… Las otras partes no están menos llenas de amarguras. En verdad, se comprende que quien así escribe haya sufrido mucho. Otra particularidad del libro es el especial tono amoroso. Confirmaríase en este caso la teoría de Gourmond de que la poesía en las mujeres sirve para la expresión de estados sensuales. Mas la causa fisiológica de la obra de arte se halla también en el hombre, llámese Hugo, Verlaine o Rodin.
Dulce María, con todo, es tímida, y no se encuentra en ella la valentía de una Valentine Saint-Point, de una Burnat-Provins o de la genial uruguaya Delmira Agustini. Dulce María, hija del trópico, ama y canta tropicalmente, pero siempre al influjo de un sentimentalismo a la española. De España también son sus comparaciones fúnebres, sus ternuras lúgubres, sus ecos de petenera o de “soleá”. Y de Cuba el sol, la sonoridad del caracol marino de ciertas estrofas, la voluptuosidad lánguida de otras.
Alejada de toda presunción de “preciosa” o de “femme savante”, Dulce María ha ritmado su vida, de horas armoniosas y dolorosas, mas teniendo siempre como consuelo el amor, en lo inmediato o en el recuerdo, y el arte, que es aliento y luz y miel del mundo.
Tomado de Rubén Darío: Obras completas. Semblanzas. Madrid, Afrodisio Aguado S.A., 1950, T.II., pp.879-882.