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Prólogo a Poesías, de Luisa Pérez de Zambrana (1860)

Prólogo a Poesías, de Luisa Pérez de Zambrana (1860)

“La poesía es la voz de la humanidad pensando y sintiendo: el primer grito que oyó el Creador elevarse a él desde su hechura, y el último que escuchará a la terminación de los tiempos. Balbuciente y vaga en la cuna de los pueblos; narradora y maravillosa, como los cuentos de las nodrizas, en la época de su infancia; pastoral y amorosa en la juventud; arrogante y épica en tiempos y en naciones guerreras; mística, sentenciosa y profética en las teocracias, como en el Egipto y la Judea; filosófica y cortesana en civilizaciones avanzadas; rugiente y desordenada en los días de grandes convulsiones y catástrofes; nueva, incierta, melancólica y grave en tiempos laboriosos de reconstrucción social; triste, lúgubre y apocada en los presentimientos de la muerte, en la época de ruinas; la poesía explica siempre al hombre, es el hombre mismo.”

Estas bellas palabras de un gran poeta moderno, retenidas por mi memoria no sé si con rigurosa exactitud, encierran una verdad que no se opone a otra comprobada por numerosos hechos; y es que, si bien la poesía de un pueblo o de una época, considerada en su espíritu general, nos presenta indudablemente la síntesis imperecedera de la vida común, de las ideas y las pasiones dominantes en la atmósfera moral e intelectual en que fue producida; en el poeta individualmente examinado, no sólo no hallamos siempre la imagen o la expresión de la sociedad en que vive, sino que suele presentársenos como su enérgica antítesis; como heraldo peregrino y solitario de un orden de ideas mucho más avanzado que su nación o que su siglo. ¿No nos declara el mismo Lamartine que sus espirituales y religiosos cantos se exhalaron por primera vez en un ambiente impregnado de álgebra y de escepticismo?

Sería superfluo aglomerar ejemplos en demostración de una verdad que saca su mayor luz de la naturaleza misma del genio poético. Esa facultad misteriosa, esencialmente creadora y como tal dotada del íntimo sentimiento de lo bello, de la aspiración eterna al infinito, que constituye su fecunda vida y su sublime infortunio, más bien parece apropiada para la misión de inspirar, dirigir y fecundizar el espíritu de su época, que para asimilárselo meramente, revistiéndole de formas inmortales. Si esto último sucede con frecuencia, porque en su calidad de hombre el poeta está sujeto a la violencia de la corriente general, es también ciertísimo que como ser privilegiado por el poder del pensamiento y de la pasión, el poeta desempeña un sacerdocio augusto que debe colocarle muy por encima de la esfera común en que ejerce su influencia.

En días de oscuridad moral, de embotamiento de la conciencia pública; cuando el espíritu fluctuante no encuentra afirmaciones; cuando se van extinguiendo las elevadas ambiciones para ser sustituidas por la codicia y el egoísmo; cuando una sociedad, en fin, se corrompe y desalienta, entonces suelen aparecer providencialmente esos hombres de entusiasta corazón y resonante palabra, para revivir con su soplo el moribundo fuego del sentimiento y levantar con su elocuencia el imperio de la verdad, la decaída gloria de la virtud; ora sea hiriendo al vicio con el sangriento látigo de Juvenal, ora lanzando en los inspiradores acentos de Chateaubriand gérmenes vivificantes de esperanza y de fe.

La literatura ecléctica que predomina en nuestros días tiende a formarse condiciones que no la estrechen en el círculo de un pueblo o de una época. Libre de la atmósfera impura de infecundo materialismo y repugnante impiedad en que la ahogaba la edad precedente, cuya personificación fue Voltaire, vérnosla ensancharse en inquietud vagarosa esforzándose por abarcarlo todo, pasado, presente, futuro; lo real y lo inteligible, lo objetivo y lo subjetivo, como si aspirase a sintetizar no ya una nación ni un tiempo, sino a la humanidad misma. Este carácter de la literatura actual no contradice sino corrobora las citadas opiniones del ilustre poeta de la Francia, pues está en perfecta consonancia con el espíritu moderno, evidentemente nivelador y universal. El arte en esa especie de agitado movimiento, en esa vaguedad ambiciosa con que camina buscando los horizontes sin límites de la estética entre la multitud de sus manifestaciones, obedece al impulso del mismo principio de vida que anima a la sociedad, dirigiéndola en agitadas oscilaciones a un porvenir misterioso en que la ciudad parece bosquejarse. Ahora bien, el libro que encabezamos con estas desaliñadas líneas, fruto de un poeta cubano, que es además mujer, y como tal poseedor de organización singularmente privilegiada para el entusiasmo y el idealismo, nos parece en sumo grado curioso e interesante, ya busquemos en sus páginas la imagen del estado moral e intelectual del joven país a que pertenece la autora; ya esperemos hallar más clara y distintamente su propia personalidad, su alma de poeta cristiano comunicándonos los tesoros de sus inspiraciones; ya en fin, nos suministren nueva prueba de la universalidad de ese espíritu que hemos observado en la poesía de nuestra época.

Retratada por Juan Francisco Cisneros, litografía sobre papel, realizada, presumiblemente, entre 1865 y 1866.

Esto último debe considerarse muy extraño si se sabe que Luisa Pérez de Zambrana no conoce del mundo sino la encantada región que, habiendo brotado del azulado seno de las olas a una sonrisa del cielo, coronada, como Venus, de juventud y hermosura, parece ostentar todavía sobre su frente de virgen el primer beso armonioso que recibió de las brisas: no ha tenido otro maestro que la naturaleza nueva y vigorosa de su isla querida: no ha sentido otros afectos ni estudiado otros intereses que los santos de la familia; no ha pasado en suma los bellos y breves años que cuenta de existencia sino a la tranquila sombra del hogar doméstico, santuario de sus modestas virtudes.

Nosotros, sin embargo, al recorrer con viva curiosidad la colección de versos que va a apreciar el público, hemos hallado con agradable sorpresa que no deja defraudadas ninguna de las esperanzas que puede hacer concebir, ni aun aquella aparentemente más aventurada. La sencillez, la ternura, el aroma indefinible de melancolía y piedad, que son patrimonio de la autora, se revelan, es cierto, mucho más que la vida social que la rodea; pero también hallamos indicadas en tan varias y ricas melodías la inspiración del cielo de los trópicos, la juvenil lozanía de este hermoso país, en cuyo seno pulsa la poetisa el arpa de oro con que acompaña los murmurios de sus arroyos y los susurros de sus palmares; ostentando un no sé qué de virginal y primitivo que se conserva en la región brillante de su oriente como en la naturaleza espléndida de su patria. Por lo demás, en medio de tanta exuberante riqueza que aquí tiende a desarrollar con singular potencia los intereses materiales tan atendidos en nuestra época, y que impregnan la atmósfera común de cierto positivismo contagioso, la joven cantora se distingue por su espiritualismo melancólico. Aplicables pudieran ser a la misma estas estrofas con que pinta a la melancolía en una de sus más dulces composiciones:

   Yo soy la virgen que en el rostro lleva
   La sombra de un pesar indefinible:
   Yo soy la virgen pálida y sensible ve siempre
   Que siempre amó el dolor:

   La que suspira en virginal misterio
   A los rayos tranquilos de la luna,
   Sintiendo sobre el seno una por una
   Las lágrimas caer.

Sí, hay en la poesía de Luisa esa interesante sombra de indefinible pesar; hay ese virginal misterio del alma que sólo se revela por suspiros melodiosos; hay esa vaguedad de la melancolía que seduce y atrae. Estos son precisamente los rasgos más característicos de su talento poético, hermanándose con purísima filosofía cristiana, y hasta con algo de ese eclecticismo y esas graves aspiraciones que forman la fisonomía, digámoslo así, de la literatura presente. No hallamos en este precioso volumen la poesía maravillosa y narradora que observa Lamartine en la infancia de los pueblos, y ni aun predomina la pastoral y amorosa que señala su juventud. La sencilla pero seria musa de nuestra hermosa y querida compatriota, participando del espíritu levantado y trascendental a que tiende la literatura de la época, inaugura sus inspiraciones con un bello canto A Dios, arranca seguidamente del corazón materno dulces pero graves acentos, lamenta en patética elegía la pérdida del filosófico cantor de la Imprenta y del Océano, y suspendiendo el vuelo después por un instante, en no menos superior esfera, prorrumpe en concepto como éstos:

   ¡Oh deliciosa,
   oh bella soledad, del alma amiga! 
   ¡patria del pensamiento! ¡generosa
   protectora del genio, donde siempre
   los hombres más profundos desplegaron
   la rica y poderosa inteligencia
   en todo su esplendor! A ti debieron
   el don de pensar bien, que en ti la mente
   en venturosa libertad recibe
   creaciones del cielo: en ti se mece
   por espacios sin límites, recorre
   de los tiempos el campo; del pasado
   se lanza al porvenir; del firmamento
   siente dichosa descenderá a ella
   a torrentes la luz, y hasta parece
   que se le acerca Dios a revelarle
   con más ternura el inmortal objeto
   para el cual le creó. Por eso al verse
   ante la gran naturaleza sola
   todas las impresiones que recibe
   se dirigen a él. —¡Oh amor sagrado!
   cómo abrasas mi pecho, cómo creces,
   ¡cómo elevas el alma y la engrandeces
   aquí lejos del mundo!

No canta con tono menos digno a la más hermosa de las virtudes cristianas, a la Caridad santa, que al descender al mundo vio que:

   Le sonrieron
   los cielos, y los ángeles gozosos
   con sus fulgentes alas la cubrieron.

También es reposado y majestuoso, como lo requiere el asunto, su himno a La entrada del Redentor en Jerusalén, y llenas de unción las poéticas alabanzas que tributa A la Virgen, y sentidísima la elegía que ha titulado: Su sombra. Pero a estos graves y aun austeros cantos se asocian melodías suavísimas de femenil dulzura, tales como: Flores en su tumba, Un recuerdo, El campo, Noches de luna, Al sueño, En la bahíaEl canto de mi madre, etc., descollando entre las composiciones de índole más ligera la del rapto de su tortolilla, en que hallamos estas deliciosas estrofas:

   ¡Pluguiera al cielo que al raptor ingrato
   nunca le ostentes tus sencillas galas
   que no le arrulle ni a su vista nunca
   batas tus alas!

   ¡Pluguiera al cielo, tortolilla bella,
   que al ofrecerte el alimento ufano
   tú fiera, altiva, con profundo enojo
   piques su mano;

   y que rehúses sus caricias siempre,
   y sus halagos con desdén extrañes,
   y que en el agua que te ponga tierno
   nunca te bañes!

En todas las composiciones de Luisa Pérez de Zambrana abunda el sentimiento y resplandece la piedad, pero en la que quizá despliega mas galana y espiritualmente estas apreciabilísimas dotes, es en la que dedica a su ciudad natal, de que se halla ausente. Allí derrama lágrimas al recuerdo del cielo en que vio la luz; de la tierra en que se imprimieron sus primeros pasos: en que fue santificada por el augusto sacramento del bautismo; en que hizo con sus hermanas la primera comunión; en que oyó de rodillas muchas veces la palabra austera del ministro de Dios, y donde brotaron más tarde las flores fragantes de la corona nupcial que recibió al pie de los altares. Allí nos trasporta al modesto hogar de su niñez apacible y nos hace simpatizar con todas las impresiones que guardan para ella aquellos lugares, consagrados por tantas memorias de inocencia. Reparad, sin embargo, que no se detiene nunca largamente en ponderaciones y alabanzas de su hermosura; Luisa, al revés de otros poetas cubanos, que enamorados de la fertilidad de su suelo no aciertan más que a expresar sensaciones, Luisa, decimos, saca de todas partes sentimientos: no son sus sentidos halagados por los objetos exteriores los que le inspiran sus lindos versos A Cuba; es su alma que sabe derramar en dichos objetos encantos misteriosos de un orden superior: su alma que, como lo dice ella misma, recuerda aquellos tiempos en que amaba una rama de tilo, un soto umbrío, un lirio, un pajarillo que pasaba, una nube, un gota de rocío.

El libro que contiene tales tesoros del corazón bien podrá suceder que no sea juzgado por muchos del número de aquellos más característicos de la época, y ni aun del pueblo en que aparece; pero de seguro lo recibirá éste como preciosísima manifestación de una individualidad poética que le honra perteneciéndole, y la naciente literatura cubana le conservará entre sus mejores joyas.

Los críticos severos podrán también fruncir un tanto el ceño indicando que no faltan en tan bellas páginas descuidos e incorrecciones lamentables; pero de seguro pasarán muy de ligero sobre esas faltas, inevitables en obras de la juventud y de la inexperiencia, todos los que aman lo bello aun sabiendo que no puede ser perfecto sino en la mente increada; y el buen gusto de Luisa, y su gran talento, que progresa de día en día, nos responden de que en las obras sucesivas con que enriquezca a su patria justificará por completo las brillantes esperanzas que hace concebir con las primeras.

Reciba, por tanto, nuestras sincerísimas felicitaciones, y acéptelas igualmente el público cubano por las gratas horas que ha de proporcionarle la lectura del precioso volumen que hemos recorrido a la ligera, y que creemos le hará comprender la verdad con que ha dicho el ilustre escritor con cuyas palabras comenzamos este prólogo y queremos concluirlo, que “la poesía es idea para el alma, sentimiento para el corazón, imagen para la imaginación y música para el oído”.

Prólogo a Poesías, de Luisa Pérez de Zambrana (1860). Tomado de la multimedia Gertrudis Gómez de Avellaneda, preparada por Ediciones Cubarte en 2014,  con autoría de contenidos y edición de textos a cargo de Cira Romero. 

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