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Los documentos judiciales de Don Quijote

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Los documentos judiciales de Don Quijote

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Excelentísimos señores[1],
señoras y señores:

En una quieta mañana de verano, por el áspero campo de Montiel, caballeros en sendas cabalgaduras, marchan felices un loco generoso y un cuerdo socarrón: el primero armado de lanza, espada, rodela, peto y espaldar, la cabeza cubierta con mal cosida celada de cartón; el segundo con hábito lugareño, con sus alforjas bien provistas y su codicia más repleta de deseos que de vitualla sus alforjas. El sol calcinante de la Mancha no les quema en aquellas tibias horas matinales en que sólo les toca de soslayo, y ambos alegran su ánimo con los secretos pensamientos y las contrapuestas ambiciones que los dominan.

¿A dónde va esa rara pareja, que en el curso de sus hazañas ha de ser a la vez risa y asombro de las gentes, como si hubiera sido formada para servir, al mismo tiempo, de júbilo y lección, de sabia enseñanza y peregrina eutrapelia...? Van en busca de aventuras: quieren realizar las fábulas heroicas de los libros de caballería, movido el hidalgo por su hambre de justicia y gloria, el villano impulsado por su sed de autoridad y riqueza. Sostenidos y alentados por tan contrarias ansias, amigan y conciertan sus esfuerzos en común vida de trabajos, azares y peligros: el anhelo del caballero puesto en la conquista del áureo yelmo de Mambrino y en el amor de Dulcinea; los afanes del escudero dirigidos a la posesión y disfrute de un gobierno insulano, que sobre las hojuelas del mando habría de regar la miel de una buena mesa, pasto apetecido de su gula, y los honores de la jerarquía, timbres harto poderosos para levantar a su rústica familia, desde la villanía de origen, hasta las preeminencias condales con que sueña ennoblecerla.

Y tras varios meses de brega, ayunando aquí, mal comiendo allá y rara vez saciendo el apetito, acometiendo molinos de viento y pellejos de vino por gigantes, rebaños de ovejas y piaras de cerdos por ejércitos, y clérigos de funeral por encantadores, y en todas partes sufriendo palos, puñadas y molimientos, llegan un día, camino de Zaragoza, al palacio de un duque, en donde por primera vez siente don Quijote ser indudable la que él soñaba verdad revivida de la andante caballería, sin haberla visto hasta entonces por hechos claros confirmada, y de donde Sancho saca la gracia del gobierno, tantas veces acariciado como remota esperanza en los delirios de su ambición prosaica.

Pero ¡oh, triste destino de los ilusos!, ¡oh, necesario ridículo de los engendros sin viabilidad!, ¡oh, remate funesto de las empresas extemporáneas! Aquellos fastuosos homenajes que entre los esplendores del castillo ducal recibía don Quijote, punto por punto ajustados en su aparato exterior a los usos y estatutos de la caballería andante, y aquella ínsula Barataria y aquel gobierno dado a Sancho por merced, no eran sino ingeniosas máquinas de chanza, construidas para solaz de próceres regalones y bien humorados, que divertían sus ocios sembrando en los campos estériles de la ficción burlesca las ilusiones de sus pobres huéspedes enfermos.

Así a menudo en la vida lo que se soñó realidad seria y efectiva, cuando con avideces de inquieto amor se entreveía posible allá en las dudosas perspectivas de lo porvenir, al llegar al presente, como por malas artes de enemigos encantadores, se nos trueca en falsa apariencia, dándonos por toda realidad un simulacro caricaturesco de la verdad tan dolorosamente perseguida...

Llenósele la fantasía de todo aquello que leía en los libros... – Gustave Doré, 1863.

Pero vayamos ya derechos a nuestro asunto. Cuenta, pues, el fidelísimo historiador Cide Hamete Benengeli que así como don Quijote supo la prisa con que Sancho había de partirse a su gobierno, con licencia del duque lo tomó de la mano y lo llevó a su aposento, en el cual, ambos entrados, hizo que el escudero se sentara junto a él, y con voz reposada y casi paternal díjole bellos consejos en que el amor y la sabiduría se emparejaban gallardamente. De ellos entresacaré yo los que podemos llamar judiciales, por referirse a la administración de justicia y contener como un resumen de los deberes morales de los jueces, para servíroslos aquí aderezados con el leve pergenio de mi glosa.

En aquellos tiempos en que el derecho positivo no había encontrado aún las fórmulas precisas con que se expresa en el sistemático articulado de nuestros modernos códigos, era muy frecuente, a lo menos no escaseaba, el tipo del juez presuntuoso que, sobreponiendo su audaz criterio a los conceptos legales, destruía, con individuales mandamientos de falsa equidad, a veces con descarriadas epiqueyas, el soberano poder de la ley de que el juez ha de ser instrumento concienzudo pero dócil; ministro celoso, no traidor verdugo; intérprete fiel, no reformador temerario. Esta viciosa costumbre era conocida con el nombre de ley del encaje. Cervantes, que en la triste experiencia de sus procesos debió alcanzar algo de los estragos de la epidemia, hace decir a don Quijote, en el primero de los consejos judiciales: “Nunca te guíes por la ley del encaje, que suele tener mucha cabida con los ignorantes que presumen de agudos”.

El segundo consejo reza de este modo: “Hallen en ti más compasión las lágrimas del pobre; pero no más justicia que las informaciones del rico”. En esta sabia norma expresa Cervantes, por exacta manera, la íntima compatibilidad con que deben florecer la compasión y la justicia en el ánimo de los buenos jueces. Hombres son, y hombres deben sentirse en el ejercicio de sus duras funciones, los que juzgan a sus semejantes, y así bien pueden no negar hospedaje en su alma a los humanos sentimientos de piedad que las cuitas de la pobreza les inspiren. Mas no como blandas mujeres, de sensibilidad desgobernada, en histérico transporte de dolor, han de abatir el derecho ante la miseria, ni sacrificar la justicia por lástima, ni derretir en las lágrimas del menesteroso los legítimos intereses del rico. Porque su ministerio es dar a cada uno lo que es suyo, sin excepciones sentimentales ni privilegios de simpatía, y con dolerse allá en las entretelas de su corazón de las angustias del indigente que propugna lo injusto, han de holgarse de administrar rectamente la ley a su custodia confiada, y de esa manera, siendo compasivos, serán también inflexibles, realizando una como cabal armonía entre la caridad y la justicia: mirando con ojos de amor interno los sufrimientos del prójimo, mientras exteriorizan en la sentencia su imperturbable acatamiento a la autoridad de la ley que ejecutan.

Con este segundo consejo se enlaza tan íntimamente el tercero que más parece éste amplificación o paráfrasis de aquel que norma diferente y separada: “Procura descubrir la verdad por entre las promesas y dádivas del rico, como por entre los sollozos e importunidades del pobre”. Pero bien vista la regla, algo de mucho momento añade a la anterior, puesto que habla de promesas y dádivas. Son ellas, como sabéis, artes de soborno con que se ajusta y concierta el cohecho, y sorprendería por eso no encontrar aquí una absoluta condenación de tales medios, una absoluta prohibición de aceptar tales obsequios, si una ligera ojeada retrospectiva a las costumbres y a la organización de los poderes públicos en aquella época no nos viniera a explicar en cierto modo la licitud condicional que tácitamente parece conceder el texto a los mencionados recursos. Entonces no se hallaban, como hoy, divididas las funciones políticas: en manos de corregidores y alcaldes de casa y corte andaban unidas y mezcladas las gubernativas y las judiciales, y bien podía ocurrir que, a favor de esa duplicidad de carácter en el funcionario, a una misma persona le fuera lícito aceptar como gobernador lo que como juez le estaba vedado; por donde esta encumbrada metafísica de la distinción de sujetos en un mismo hombre venía a producir resultados eminentemente positivos y prácticos en la hacienda particular del ciudadano, sin menoscabo de la pública probidad del magistrado. Para nadie es un secreto que esta complicada teoría de la doble personalidad, arraigada y extendida por el mundo, vive hoy tan fresca y lozana como en los días de Cervantes, conciliando maravillosamente el auge del patrimonio privado con el decoro de la oficial investidura.

Mucho deben pesar las dádivas en el ánimo de jueces cuando, a pesar de los tres siglos transcurridos desde Cervantes hasta nosotros, todavía es necesario repetir a menudo en los oídos de los administradores de la justicia estas hermosas palabras de la plática de don Quijote con su escudero, el gobernador improvisado: “Si acaso doblares la vara de la justicia, no sea con el peso de la dádiva, sino con el de la misericordia”: que de las dos prevaricaciones, la que se comete por avaricia es infamante, mientras la que por lástima se consuma, si no exime de culpa, a lo menos atenúa el pecado, por gracia de la delicadeza espiritual que lo genera.

La jurisprudencia de los romanos compendió en un elegante proverbio toda la injusticia que encierra el exceso de severidad en la aplicación de la ley, ese furor rigorista que, más que amor y devoción al derecho, parece sentimiento de odio y estímulo de crueldad, dispuesto siempre a cebarse en los tormentos del reo, aumentando su delito para acrecentar su pena, achaque que padecen, al parecer incurablemente, los fiscales de nuestra tierra, por no sentir bien el verdadero fin de su oficio, que consiste en ser meros abogados de la ley, no de la pena. Por donde no saben ellos que con tantas veras la defienden absteniéndose de acusar al inocente como acusando al culpable, sólo por la real delincuencia probada, sin añadirla con falsas circunstancias agravantes, ni desfigurarla callando las de verdadera atenuación, para que se cumpla en todo caso la ley, que manda por igual no perseguir al inocente y castigar al culpable no más que con la pena proporcionada a su delito. Summum jus summa injuria decíase en el foro de Roma. Cervantes confirma la doctrina con esta regla: “Cuando pudiere y debiere tener lugar la equidad, no cargues todo el rigor de la ley al delincuente, que no es mejor la fama del juez riguroso que la del compasivo”.

Contra la ferocidad judicial va también el consejo que sigue: “Cuando te sucediere juzgar algún pleito de algún tu enemigo, aparta las mientes de tu injuria, y ponlas en la verdad del caso”. No basta, ciertamente, el derecho de recusación, que las leyes de enjuiciamiento regulan, para evitar la posibilidad de que un hombre sea juzgado por su enemigo. Muchas veces no puede probarse la enemistad; en otras ocasiones el litigante o enjuiciado no la conoce con certeza; en algún caso ni la sospecha. Y ocurre así que en pleitos civiles, como en causas criminales, y hasta en justas académicas, alguien se entrega al juicio de hombres de quienes tiene derecho a esperar que sofoquen sus sentimientos de hostilidad, si por desventura los abrigan secretamente, y luego sale de su tribunal agraviado y maltrecho, porque donde pensó dar con hombres de bien, respetuosos de sí mismos y de su honor profesional, sólo halló malhechores disfrazados, que se aprovecharon de la ocasión para herirle a mansalva, satisfaciendo las exigencias de su odio. Dígase en verdad que más dignos de gracia y perdón aparecen los practicantes habituales del ladronicio que se encubren bajo las sombras de la noche para acometer sus fechorías, porque a las taimadas artes de la emboscada y la acechanza, que ambas clases de criminales profesan, une la de los jueces vengativos, la monstruosa infidelidad al augusto ministerio que la sociedad les encomienda, volviendo contra la justicia las propias armas del poder que para guardarla y cumplirla le fueron entregadas.

La única garantía indeleble del derecho que se disputa ante un tribunal, o no se halla en parte alguna, o ha de encontrarse en la conciencia de los jueces: conciencia sana y recta, ilustrada y vigilante, valerosa y enérgica contra las propias pasiones, llena de amor al bien, que en forma y por vía de justicia están llamados a difundir con sus sentencias. Contra esas pasiones, que si no siempre ciegan el juicio siempre pervierten la voluntad, ha de combatir denodadamente el juez hasta arrojarlas de su pecho cada vez que intenten levantarse para enturbiarlo, porque si de ellas se hace súbdito y cortesano, si las alberga y nutre y las festeja y acaricia, ellas convertirán su alma en ciénaga, donde toda pestilencia tendrá ancho refugio: “No te ciegue la pasión propia en la causa ajena, que los yerros que en ella hicieres, las más veces serán sin remedio, y si le tuvieren será a costa de tu crédito y aun de tu hacienda”.

Armado con lanza y adarga, Don Quijote monta su caballo por las llanuras de La Mancha, imaginandose un caballero andante. – Gustave Doré, 1880.

Huelga todo comentario al octavo de los cánones que venimos explicando, destinado a defender el ánimo de los jueces contra la invencible sugestión de la belleza femenina realzada por el dolor, siendo como es de todos sabido que nunca ejerce más imperio la mujer sobre el hombre que cuando ante él se presenta bañando las gracias de su rostro en las cálidas aguas del llanto. Cervantes, hombre de mucho mundo, que en los accidentes y peripecias de su vida alguna vez debió sentirse más cautivo de una mujer bellamente dolorosa que entre los hierros y en las mazmorras de Argel, quiere preservar la justicia de las ofensas de la debilidad piadosa, y por boca de don Quijote dice: “Si alguna mujer hermosa viniere a pedirte justicia, quita los ojos de sus lágrimas y tus oídos de sus gemidos, y considera despacio la sustancia de lo que pide, si no quieres que se anegue tu razón en su llanto y tu bondad en sus suspiros”.

Ha desaparecido ya de nuestro enjuiciamiento criminal aquella terrible prueba de confesión con cargos, ocasión continua de insultos, desprecios y vejámenes para los reos, presuntos o verdaderos, en el viejo sistema inquisitivo. Parece, pues, que ya no es necesario recomendar a los jueces la observancia del respeto que deben a la dignidad humana, encarnada en la persona del procesado, así sea éste el más criminal de los delincuentes. Pero se me antoja que no vendrá mal encarecérseles a los señores jueces correccionales de nuestra república, que en esto, como en todo lo demás, gozan de eminentes franquicias y estupendos privilegios. Don Quijote lo prescribe con su acostumbrada maestría en este canon: “Al que has de castigar con obras, no trates mal con palabras, pues le basta al desdichado la pena del suplicio, sin la añadidura de las malas razones”, que: no es bien que el poder quite la crianza, ni que la sumisión de un delincuente haga al juez soberbio y arrogante, como años atrás había dicho ya nuestro autor por lengua de Pedro Rana, en el entremés La elección de los alcaldes de Daganzo, citado por el eminente cervantófilo Rodríguez Marín en esta su edición crítica de 1913[2], en la cual pieza dramática se encuentran en lenguaje rimado muchos de los consejos contenidos en la prosa que es objeto de mi actual comentario.

En el décimo y último de los consejos judiciales que don Quijote dirige a Sancho, muestra Cervantes, en toda plenitud, aquella su magnanimidad de perfecto caballero cristiano, que tan alta y poderosa lució siempre en los trágicos lances de su vida, en el combate de Lepanto como en el cautiverio de Berbería, en las humillaciones de los procesos como en las asperezas de las cárceles. Su raro carácter maridaba entrañablemente dos cualidades antagónicas, que por rara ventura se dan juntas en un mismo hombre: la reciedumbre del soldado y la blandura del apóstol. Fuerte en la liza, resignado en la tribulación, Cervantes tenía siempre abiertas las puertas de su alma para que la franquearan los infortunios de sus prójimos en demanda y logro de amigas compasiones, que liberalmente otorgaba en sentimientos y en obras, en esfuerzos de su robusto ingenio y en contribuciones de su flaca bolsa, en arrestos temerarios y en sacrificios evangélicos, como lo probó repetidamente en las aventuras libertadoras de Argel, todas fraguadas y acometidas con gravísimo riesgo de su persona, según se os recordaba aquí oportunamente el pasado domingo[3] echando sobre sí solo todas las responsabilidades de la rebeldía, para común exención y general beneficio de sus compañeros de esclavitud. Oigamos sus palabras, tan suaves que casi entran en los dominios de la ternura, tan piadosas que sólo a los muy duros de corazón dejarían de ablandar:

Al culpado que cayere debajo de tu jurisdicción considérale hombre miserable, sujeto a las condiciones de la depravada naturaleza nuestra, y en todo cuanto fuere de tu parte, sin hacer agravio a la contraria, muéstratele piadoso y clemente; porque aunque los atributos de Dios todos son iguales, más resplandece y campea a nuestro ver el de la misericordia que el de la justicia.

Y aquí terminan los documentos judiciales, para usar la palabra del propio texto cervantino, que el ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha dio a Sancho la víspera de su viaje a Barataria.

En premio de su guarda y cumplimiento, el caballero promete al amado siervo las más dulces recompensas a que puede aspirar un hombre en la tierra. Las palabras con que las anuncia son tan acordes, y el estilo con que las ordena es tan exquisito, que bien puede citarse este periodo como uno de los mejores modelos de elocución entre los buenos incontables que se hallan en la obra:

Si estos preceptos y estas reglas sigues, Sancho, serán luengos tus días, tu fama será eterna, tus premios colmados, tu felicidad indecible, casarás tus hijos como quisieres, títulos tendrán ellos y tus nietos, vivirás en paz y beneplácito de las gentes, y en los últimos pasos de la vida te alcanzará el de la muerte en vejez suave y madura, y cerrarán tus ojos las tiernas y delicadas manos de tus terceros netezuelos.

Abastecido de la ciencia de su señor, sale Sancho para su figurada ínsula, vestido a lo letrado, con gabán y montera de camelote de aguas leonado, sobre un macho a la jineta, seguido del rucio, a quien jaeces y paramentos de seda ponen a tono con la autoridad del gobernador y el brillo del cortejo. Y apenas llegado a Barataria, lugar de los estados del duque escogido para el inédito experimento, después de la solemne acción de gracias en la iglesia mayor y de la entrega ceremoniosa de las llaves de la villa, lo llevan a la casa de gobierno, lo sientan en el sillón del juzgado, y da comienzo la primera audiencia, que fue darlo a la admiración de todos los circunstantes: tales fueron la sagacidad, el amor a la justicia, la verdadera sabiduría de que el buen Sancho hizo gala en su tribunal, conociendo y fallando los pleitos a su jurisdicción sometidos: el de las caperuzas, el de la mujer andariega y el porquero, el de los dos ancianos, en el cual, por cierto, se nos muestra el inmenso valor del juramento en aquellos tiempos en que el temor de Dios se hallaba presente en la conciencia de los hombres: todos resueltos y dirimidos con sentencias tan agudas como donosas, y en lo derechas, dignas parejas de las famosas sentencias salomónicas.

Del vasto y hondo océano que forma la incomparable historia de don Quijote me ha cabido la suerte de sacar a la luz de vuestra contemplación estas finas perlas, que, según habréis notado, no son las menos valiosas del rico tesoro que el libro cervantesco brinda a los anhelos estéticos de los hombres cultivados. Ilustres ingenios de toda raza y lengua han buceado afanosos en ese mar, persiguiendo las riquezas arcanas de su fondo, y acuciosos exegetas y pacientes intérpretes y avizores críticos han investigado en todas direcciones los elementos de esa obra maravillosa, descomponiéndola en menudos análisis y trabajados escolios, para explicar su concepción, su lenguaje, su gramática, su retórica, su estética; sus ideas acerca de la religión, de la moral, de la política, del derecho, de la economía, de la geografía, de la historia, de la medicina, del arte militar... de manera tal que casi no hay orden de conocimientos o de actividades de que no se hayan encontrado cánones en el Quijote, ni aspecto de la humana vida, ni conflicto humano alguno, ni casi idea matriz o directiva, que no se hallen en sus páginas, siquiera algunos se ofrezcan envueltos en los velos misteriosos del símbolo, al pensar y decir de los apasionados cultivadores del esoterismo, por desgracia no siempre tan comedido y puesto en razón como la verdad del objeto pide y requiere.

No hay libro que haya alcanzado tantas ediciones, si se exceptúa la Biblia; no hay lengua de país civilizado que no lo haya incorporado por la traducción a su cultura; no hay genio que lo iguale, ni pueblo que no lo envidie, ni arte que no lo ensalce, ni sabio que en él no aprenda, ni hombre que no se goce en su graciosa belleza.

Cuando pienso, señores, que toda esta gran gloria es nuestra... nuestra, es decir, de cuantos hablamos desde la cuna la lengua sin rival acabada y perfeccionada en ese monumento, que viene a ser como la obra del sexto día en el génesis de nuestro idioma literario; cuando veo que de todos los confines de la tierra se elevan himnos de homenaje al creador de ese prodigio y a su genio y a su estirpe; cuando observo que sin Cervantes y su Quijote no hubiéramos tenido en Cuba Heredias ni Avellanedas, Luaces ni Zeneas, Sacos, Delmontes ni Gibergas; y cuando siento que por la participación de ese verbo se ensanchan y dilatan los límites de nuestra patria espiritual para comprender dentro de ella el alma de veinte naciones, si geográficamente separadas por ríos, mares y cordilleras, moralmente unidas por tradiciones y letras en este pacífico y sabroso condominio del léxico, a la vez que rechazo el agravio del español inconsciente que nos echa en cara el bien precioso, como favor concedido por vía de liberalidad, cual si fuera dado a los padres privar a su descendencia de esta legítima forzosa del lenguaje, compadezco al hispanoamericano insensato que reniega de su linaje, cual si fuera posible renunciar a la herencia de vida que España, por ley de naturaleza, necesariamente hubo de dejarnos, y en cuya común posesión y en cuyo laborioso y devoto cultivo han de crecer y fortalecerse, bajo pena de afrentosa muerte, los pueblos filiales que se asientan en estas próvidas tierras del continente americano.

Con Sancho, su fiel escudero. – Gustave Doré, 1863.

Clara noción de esa verdad demuestra abrigar el Ateneo de La Habana, acogiendo con estusiasmo estas conferencias glorificadoras, iniciativa feliz del muy culto presidente de la sección de literatura[4], que, a fuer de enamorado de las letras, sabe bien medir la energía vital de estos vínculos del alma, prendas de honrosa fidelidad al abolengo nacional y fianza segura de durable florecimiento patriótico.

Permitidme, señores, que con mi pobre colaboración en este múltiple homenaje que el Ateneo habanero dedica a las letras castellanas, representadas con suprema autoridad por el Príncipe de los Ingenios españoles, junte y asocie un recuerdo personal que con el alto objeto de nuestra conmemoración de alguna manera se relaciona. Hace ahora veinticinco años que en la Universidad de Zaragoza un docto tribunal puso sobre mis hombros la roja muceta de la Facultad de Derecho, segunda de las investiduras que en aquella escuela recibiera. Quiere esto decir que mi cultura ha sido por modo principal labrada en la Universidad cesaraugustana. En sus viejas pero ni oscuras ni empolvadas aulas, con las ciencias jurídicas y económicas estudié las lenguas y las literaturas clásicas y la española. Fui allí enseñado y tratado y querido con regalo de dulce simpatía. Maestros y condiscípulos parecían emularse en la tarea de hacerme grato el estudio y amable la vida en su compañía. Mi condición de cubano no me privó de los más vivos afectos; antes bien, para mí tengo que en mucha parte a ella se debió el nacimiento y progreso de los que tan venturoso me hicieron en esos lejanos días de mi mocedad, tan dignamente vivida en aquel sano medio en que las graves labores escolares alternaban con las ligeras expansiones de la alegría juvenil. Allí se construyeron los cimientos de mis ideas jurídicas, y allí brotaron los primeros gérmenes de mis gustos literarios. ¿No es esto bastante para obligar por siempre a cualquier hombre bien nacido...? Pues a más llegaron las bondades, porque cuando hablaba yo de mi país, conversación a que se mostraban no poco aficionados mis compañeros, sucedió más de una vez que, enardecido mi sentimiento, y mis labios purificados por el fuego del patriotismo, como los del profeta por el ascua rusiente, pronunciaba yo acerbos anatemas contra el régimen colonial a que Cuba estaba sometida, y en lugar de la palabra agresiva, o la repulsa fría, o el gesto torvo y ceñudo, aquellas manos de aragoneses, que no se dan por amigas sin entregar con ellas una buena parte del corazón, sonaban con aplauso sincero, ardoroso, verdaderamente fraterno, sintiendo conmigo la justicia de la protesta, y conmigo compartiendo los dolores del pueblo cubano.

En la historia y en la vida del pueblo aragonés aprendí yo a querer la justicia sobre todos los bienes de la tierra, a ser esclavo del deber, a preferir la derrota a la bajeza, y el sacrificio a la deshonra, y la muerte a la perfidia. Allí, pues, se formó también mi carácter, tal como lo habéis visto actuar en el curso de mi vida, y tan definitivamente que no hubiera podido ni podría nunca modificarlo, así fueran millones los que se me dieran por precio de su perversión y contrafigura.

No llevéis, pues, a mal que en éste para mí memorable aniversario quiera pagar deudas tamañas con el oro aquilatado del amor, única moneda proporcionada a tales créditos. Ni os sorprenda que de esta cátedra del Ateneo haga tornavoz de mis palabras, para con ellas enviar desde aquí, por sobre los mares y cabalgando en las sutiles ondas de los vientos, el mensaje de mi cordial gratitud a los sabios maestros yalos caballerosos compañeros que han sobrevivido a aquellos otros que duermen ya el sueño de la paz, no el del olvido, y los efluvios de mi recuerdo a aquella ciudad insigne, en que al arte centenario de sus antiguas basílicas acompaña el reciente esplendor de sus nuevos monumentos, y en que la majestad de lo vetusto se enlaza con la gracia de lo moderno, para hacerla mansión deleitosa donde el gusto de vivir puede placerse y contentarse sin fatiga; ciudad que cuenta su edad por docena de siglos, y sus triunfos por sus empresas, y sus mártires por cifra innumerable, y sus héroes y heroínas por el número de sus varones y mujeres; ciudad excelente y nobilísima, en que para su desdicha no llegó a entrar don Quijote —sólo por desmentir al falso historiador de sus hazañas, que si pudo escribir la apócrifa novela en el claustro de un convento zaragozano, de seguro que no nació en tierra aragonesa, donde no hay jugos para alimentar las vegetaciones parasitarias de la doblez y la falsía—, pues de haber en ella morado el caballero manchego, al lado del elogio de la condal Barcelona hubiera puesto su biográfo la alabanza de la imperial Zaragoza, proclamándola, muy alta y justamente, archivo de la lealtad, escuela del valor, teatro de la franqueza, santuario de la caballerosidad, y en el heroísmo y en la beneficencia única.

Don Quijote luchando con los molinos de viento en su caballo Rocinante. Detrás, Sancho Panza junto a su burro. – Gustave Doré, 1863.

Discurso pronunciado en el Ateneo de La Habana, el día 26 de noviembre de 1916.
Publicado en el Diario de la Marina, no 281, La Habana, 28 de noviembre, 1916, pp. 1, 6, 7. Tomado de Del donoso y grande escrutinio del cervantismo en Cuba. Coordinador: José Antonio Baujín. Compiladores: Haydée Arango, Leonardo Sarría y Julián Ramil. 2da.ed La Habana, Editorial UH, 2015, t.1, pp.222-233.


Leído por María Antonia Borroto.

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