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El 5 de enero de 1524 ya a los ciboneyes les dolían hasta los mismísimos cordales por los abusos constantes de los colonizadores. Trataron de tomar la villa de Santa María de Puerto Príncipe, y como no pudieron a pesar de sus muchos intentos, que costaron centenares de muertos y heridos, le dieron candela por los cuatro costados. Quizás pensaron ablandar algo a los colonizadores para que les pudieran entrar flechas y lanzas.

Era de suponer que los españoles se retirarían hacia Punta del Guincho, primer enclave de la villa, de donde podrían expulsarlos hacia el mar. Durante años pensé que dirigirse hacia la confluencia del Tínima con el Hatibonico fue una quijotada más. Después he comprendido que fue todo lo contrario. Vasco Porcallo de Figueroa estaba en buenos tratos con Camagüevax, cacique de ese lugar; tan buenos como para entablar animadas conversaciones con una de sus hijas, llamada Tínima, a quien le habían endilgado el nombre de Elvira al bautizarla cristianamente.

Vasco y Elvira se las arreglaron para aparecer en el árbol genealógico de casi todas las familias camagüeyanas realmente viejas, lo que hace pensar que llegaron a entenderse. Por tanto, dirigirse hacia las tierras de Camagüevax era el camino más seguro, sobre todo si tenemos en cuenta que en una hacienda ubicada en el camino hacia la costa, los ciboneyes no habían dejado ni al que cantó en la escalera.

Los españoles llegaron al lugar que hoy ocupa la ciudad de Camagüey, al amanecer del 6 de enero, como siniestro regalo de Día de Reyes, y se asentaron en un punto central entre el Paso Real del Hatibonico, donde hoy se encuentra el Puente Viejo de La Caridad, y un paso del río Tínima, que hoy salva el Puente de San Lázaro.

El lugar estaba cerca de la actual intersección entre las calles de Lugareño y General Gómez, y algunos atribuyen a eso la ubicación de una gran cruz de madera que marca hoy una estación de las procesiones católicas, en la esquina de General Gómez y Goyo Benítez, como reemplazo de La Cruz Grande, que primero llevaron desde Punta del Guincho hasta un recodo del Caonao, y luego trajeron en su huida. La leyenda dice que esa cruz fue clavada en su primer sitio por Cristóbal Colón.

Llegó el 1616. Ya escaseaban los aborígenes, y eran traídos esclavos africanos principalmente para labores agrícolas. En las plantaciones de caña de Sancti Spíritus un grupo de ellos no soportó más y se “apalencó”. Entraron en tierras camagüeyanas, donde destruyeron una naciente villa que estaba cerca del actual Central Batalla de las Guásimas, entre Vertientes y el embarcadero de “Los Caneyes” en la costa sur.

El quince de diciembre asaltaron sin éxito a Puerto Príncipe, que era una villa tan pequeña que, con su centro en el lugar antes dicho, tenía su periferia sur en la actual Plaza de la Merced, donde había una ermita de ese nombre, cuya fachada daba a la actual calle Ignacio Agramonte. Su puerta quedaba frente a la calle Independencia, un camino que llevaba a los villareños hasta el Paso Real, por donde cruzaban el río cuando se dirigían hacia Bayamo.

No pudieron vencer la resistencia de los vecinos, y a medio día incendiaron el caserío. Creo que nuestros mayores solamente lograron salvar muy pocas cosas aparte de sus pellejos, la campana del ayuntamiento y la Cruz Grande.

Esta quema produjo que la Villa, al ser reconstruida, se mudara ligeramente. Su nuevo centro quedó en el actual Parque Maceo, con el Ayuntamiento donde hoy está la tienda  “La Gran Antilla”.

Henry Morgan llegó a ser Gobernador de Jamaica.

El 29 de marzo de 1668 un pirata inglés, Henry Morgan, que después fue reconocido como corsario y por último convertido en Gobernador de Jamaica, luego de vencer en la Sabana de Padre Porro a los inexpertos principeños que trataron de resistir, tomó la Villa, cargó con 500 reses saladas —pienso que tuvo tasajo para rato—, unos 50 mil pesos en oro y plata, algodón, tabaco, harina de trigo, maíz, queso, dos cañones de bronce y hasta 12 campanas de las iglesias. Aquellos pesos equivalían, calculando por arribita, a 900 mil dólares actuales, lo que es dinero en cualquier parte, lo que parecen ignorar algunos colegas historiadores que se sorprenden de que Morgan asaltara una villa situada tan lejos de la costa. Tampoco parecen enterados de que, precisamente por su posición, Puerto Príncipe carecía de murallas, castillos y tropas profesionales para su defensa.

Por desgracia, Henry estaba mejor enterado que mis colegas, gracias a que nuestros antepasados habían hecho ese jugoso capital principalmente contrabandeando con bucaneros, corsarios, piratas y hasta con algunas personas decentes que se acercaron lo suficiente a nuestras costas.

En resumen, la olímpica estupidez económica del gobierno colonialista español obligó a los principeños a ganarse la vida en contacto con maleantes, que luego los asaltaron a mansalva.

Puede apreciarse que primero fueron cobrizos ciboneyes, luego africanos negros y por último rubicundos ingleses quienes redujeron a cenizas la villa. Solamente no han intentado esta hazaña, hasta ahora, los homo sapiens de piel amarilla. Por eso acostumbro, cada vez que me encuentro con un chino, o un japonés, fijarme bien en su estado de ánimo, y en el uso que hace de sus fósforos.

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