En las páginas que siguen he de trazar un escorzo biográfico inédito de un niño-héroe de nuestra Guerra Grande, que ofreció su preciosa vida en aras de la patria, después de haber experimentado indecibles penalidades en su servicio. La historia del bizarro François es, a más de edificante, conmovedora, y ha de servir de modelo a la juventud de hoy. El drama de esa nobilísima existencia guarda analogías de tiempo y escenario con el de los Ocho Estudiantes de Medicina.
Nació François en Santiago de Cuba en 1851, justamente el año en que Narciso López entregó su espíritu por la liberación de nuestro suelo. Su padre, Don Francisco era abogado eminente, y, sustentando ideas espartanas acerca de la educación de sus hijos a base de una severa disciplina, le envió a Francia, a los nueve años de edad, con objeto de proporcionarle una esmerada instrucción y de formar su carácter. Allí ingresó como alumno interno en un colegio religioso. El tierno niño hizo la larga travesía marítima, que duró sesenta días, recomendado al capitán de la nave. El nuevo ámbito y la separación de su hogar le depararon tamaños sufrimientos, pero muy pronto sobresalió entre sus compañeros obteniendo altas marcas en sus estudios. Las misivas escritas a sus padres, a los trece años de edad, exoraban la nobleza de su carácter. Al salir del colegio reunióse de nuevo con sus padres y hermanas en Barcelona, donde Don Francisco, criollo de vasta cultura, asumió la tarea de educar en persona a su hijo François. Luego le envió a Alemania para completar sus estudios. Era el tiempo de los “Maestros cantores” de Wagner. Eran momentos en que se proclamaba la Primera República Española. Era la época en que la juventud sabía de memoria las palabras de Brand de Ibsen: “Joven, mira lo que haces. Mis exigencias son duras: lo pido todo o nada. Una vacilación, un punto de flaqueza, y habrás tirado tu vida al mar. No esperes concesión ninguna en las horas difíciles. Para el mal no habrá indulgencia. Y si la vida no es bastante, será preciso aceptar libremente la muerte. Escoge: aquí los caminos se separan”…
En los momentos en que François verifica esta meditación estaban incendiados ya en tierra cubana los horizontes. Toda su familia ofrendaría patrimonio y vida por la patria, y él tenía razones para sentirse orgulloso de ello. Trasladáronse a New York, punto aórtico de la emigración y cercano al teatro de la Guerra del 68, con el objeto de prestar su máxima contribución a la causa cubana. En los actos patrióticos se escuchaba la palabra ardorosa y persuasiva de Don Francisco, y en las labores de organización fue de los más acuciosos. Martí, el día del entierro de Don Francisco Agramonte, evoca y asocia el entierro de Don José de la Luz, el de Ramón Zambrana y el de José Antonio Cortina. “Acaba de morir —escribe— ya muy anciano, el abogado principeño que iba todos los días a ver, a eso de las diez, lleno ya el de canas, al joven (a Martí) que no quería generales pudridores en los negocios de su tierra. “Patria” recuerda agradecida a Don Francisco Agramonte”. François no había regresado a su tierra natal desde su partida a los nueve años de edad, pero ese era su más caro objetivo, enfebrecido por el ideal mambí. Con sólo 18 años ha de participar en cinco expediciones, que pormenoriza en cartas y diarios escritos desde mediados de 1869, bajo el lema de “Patria y libertad”, en cuyas primeras páginas aparece la enseña cubana y sellan unas flores secas, la imagen de la hermana preferida del mártir, Dolores Agramonte y Zayas.
Las expediciones a que contraen los diarios son cuatro. La del Catherine Whiting, comandada por el general Goicuría, integrada por unos 400 hombres, salió de New York, el 26 de junio de 1869; la del Lilian, compuesta de igual número de expedicionarios, llevando 3500 rifles, zarpó el 26 de septiembre; la del Anna, bajo el mando del general Rafael Quesada, partió de Nassau el 27 de enero de 1870; la del Isabelita, “particular mía” —se lee en el diario— salió el 17 de febrero. Todas fracasaron, tras titánicos esfuerzos y privaciones inenarrables, debido a la vigilancia que los buques de patrullaje de los Estados Unidos e Inglaterra ejercieron en ese tiempo en que los cubanos, almas prodigiosas que en la nada misma hallaron elementos para sus obras y aspiraciones, lucharon solos contra el poder opresor. Para que pasen al gran libro de la historia, deben ser reseñadas.
II
El 26 de junio de 1869 despegó del puerto de New York el vaporcito Hiram McColl, a fin de encontrarse en alta mar con el Catherine Whiting, y llevar a Cuba una expedición emancipadora. Los patriotas sólo se toparon con el Chase, que a su vez buscaba al barco expedicionario. La rebusca del Whiting por aguas de New York, New Jersey y Conneticut duró tres días, con carencia de alimento y agua. “Los cubanos —anota el Diario— soportamos estas privaciones con resignación, animados por la esperanza de vernos pronto en nuestra amada patria”. No observaba la propia conducta el contingente norteamericano, compuesto en su inmensa mayoría de gandules o loafers. Estos enganchados habrían provocado un motín a bordo, a no haber sido por la actitud decidida y firme del Capitán Enrique Valiente, que al mando de treinta cubanos, armados de revólveres y puñales, evitaron esa algarada a bordo. El Chase ancló al fin a la altura de las Islas Gardner, a donde el Mc Cool comunicó a los expedicionarios la desconcertadora noticia de la captura del Whiting, a causa de encontrarse en el puente de comando el General Goicuría, pertrechado de uniforme y banderas cubanas. Desertores norteamericanos del Mc Cool habían delatado ante los buques patrullas norteamericanos el paradero de éste. Cerca de New York City dos cañonazos daban la voz de alto al Mc Cool, que, capturado, fue conducido al Arsenal de Brooklyn donde se hallaba ya detenido y decomisado el magnífico vapor expedicionario Catherine Whiting. El joven Francisco Alejandro fue preso y trasladado a la fragata Vermont. Las autoridades newyorkinas no olvidaron, empero, que Norteamérica había luchado también por su independencia. Tratados con consideraciones, fueron puestos en libertad. El entusiasmo no decayó, y a seguidas treinta cubanos, enarbolando con orgullo al frente de una manifestación la bandera de Narciso López, recorrieron varias calles de Brooklyn y New York. Goicuría quedó en libertad.
Alta y azarosa aventura patriótica fue la segunda expedición en que participó nuestro héroe. El primer escenario de la misma tuvo lugar en el vapor Alabama, donde más de trescientos cubanos y setenta norteamericanos, en aglomeración, bajo el comando del General Goicuría y del Coronel Cristo, iban en busca del Lilian. Las deficiencias de organización determinaron parcialidades y justas quejas. “A la masa de los expedicionarios —se lee en la versión autobiográfica— se nos daba un trato impropio, mas todo lo sufrimos sin dejarnos arrastrar por nuestra justa indignación, esperando que en Cuba Libre cada cual ocuparía el puesto que le correspondiese”. Llegaron a Fernandina, Florida, lugar aciago para la revolución del 95, regado con el llanto de Gethsemaní martiano. Allí esperaban al Lilian, cuya máquina se había descompuesto. Custodiaron el armamento, se acuartelaron, e hicieron acto de presencia el General Goicuría y el Capitán Plutarco González, Comisionado de la Junta Cubana, con objeto de inspeccionar y coordinar las operaciones de la expedición.
Al fin llegó el Lilian, pero no solo. Le seguía un buque americano, que le dio 48 horas de plazo para que abandonase el lugar. En la tediosa faena de carga de carbón de la bodega a las carboneras, “de más de 380 expedicionarios —anota François— apenas trabajábamos unos cien”, hasta que se le encomendó al General norteamericano Williams el organizar la tarea. Abandonaron al fin el puerto de Cadar Keys, pero continuaron las penalidades. Los víveres eran de pésima calidad. Se anunció que el General Goicuría tenía el propósito de desembarcar en Vuelta Abajo con el inmenso convoy con que contaban, determinación a la cual se opuso la mayoría de los expedicionarios; pero una reducida minoría que empezaba a augurar el descalabro de la expedición, se sometió a ella, para que más tarde no se achacase a insubordinación un fracaso que ya temíamos con harto dolor”. El Diario recuerda en este punto la malograda expedición de Narciso López.
Durante días se acercaron a los puertos de la costa norte de Cuba, desde Bahía Honda hasta Gibara, sin que el General Goicuría se resolviese a desembarcar. Propusiéronse hacerlo en el puerto de Manatí, pero cambiaron la idea por el Bariay. El carbón comenzaba a escasear. Se presentía lo que iba a ser desgraciado desenlace del empeño patriótico: el carbón se agotó. Era preciso ir por leña y —desalentados— llegaron a Nurse Cay, a unas 90 millas de Cuba. Sólo encontraron arbustos y zarzales. Bajo un sol abrasador, valiéndose hasta de las manos para arrancar aquellos misérrimos arbustos, se mantuvo la esperanza de salvar la expedición. “Sólo pensábamos en Cuba —escribe Francisco Alejandro— y su nombre bastaba para darnos nuevos bríos ante trabajo tan penoso”. En busca de combustible la barca tuvo que proar hacia la Antilla cercana. Los patriotas tenían conciencia de que si el Lilian se iba, la gran empresa patria estaba fracasada. Distaban cinco horas de Cuba. El héroe bisoño —sin poner mientes en ninguna forma de cautela y prudencia, propia de jefes experimentados, impelido de su juvenil entusiasmo— califica de fatalidad toda forma de enternecimiento, y mantiene que la revolución “debía estar a las puertas de La Habana”. En este punto asienta una reflexión propia de su naturaleza de jefe. “La generosidad mal entendida —declara—, la sensibilidad tan fácil de manifestarse, han sido y serán siempre la desgracia de Cuba, porque los cubanos aún no saben lo que es conspirar, lo que es hacer la guerra, porque la experiencia no les ha enseñado bastante que para ambas cosas no se debe tener corazón, sino energía y resolución”. Con el propio comportamiento y norma actuará el patricio Goicuría, al sellar con su sangre generosa su alta ejecutoria condensada en su postrera sentencia: “Muere un hombre, pero nace un pueblo”.
Al romper el alba, desembarcados en desorden rifles y mochilas, el Lilian se alejaba de las aguas de Nurse Cay. “Nuestro dolor fue grande —asienta el diarista— pero lo vimos alejarse sin pronunciar una palabra. Nos resignamos todos a nuestra suerte con el pensamiento fijo en Cuba, por la que tanto estábamos sufriendo y sufriríamos aún”. La nave debía estar de regreso a los ocho días. Esperaron quince, pero el Lilian nunca volvió. Lo malsano de la isla, la escasez y descomposición del agua para beber, el hambre, los aguaceros a diario, las enfermedades que empezaron a cundir en el grupo rebelde, agravaron la situación. Muere el joven Pedro Rico. La disentería y las fiebres altas minaban las reservas orgánicas de los héroes. La desesperación se trocaba en locura. “Más que hombres —consigna las páginas del Lilian— parecíamos esqueletos: en nuestros rostros se pintaban todos los síntomas del embrutecimiento físico y moral”. La gravedad de la circunstancia determinó se encomendase a un grupo de 28 cubanos, a bordo de la goleta Juliana, ir por socorros a Nassau, y a otro grupo de 10 a Ragget Islands.
III
La incertidumbre parecía tocar a su término. El Lilian había salido de Nassau el 18, sin novedad, y la fausta noticia devolvió de pronto las esperanzas a todos. Parecía confirmarse la reconfortante nueva cuando se oyó la voz de “¡Vapor a la vista!” Pero… la nave que se aproximaba era el Lagwing, de la Marina Inglesa, que traía no sólo la orden de arresto de los patriotas, sino la información de la captura del Lilian, que habiendo entrado en Nassau con bandera y gallardete cubanos desplegados, fue perseguido por el propio Lagwing y tuvo que rendirse. También este barco inglés les notició que el Cuba había sido apresado en Wilmingthom. Estos dos golpes, obra de la fatalidad, pusieron a prueba una vez más la fortaleza de los libertadores. Formados en columnas, entregaron las armas a la marinería de Albión. “Nuestros sufrimientos físicos no habían concluido aún —establece el diarista— pues nos embarcaron a más de 300 hombres en una goleta de 60 a 70 toneladas, teniendo que estar todo el tiempo de la navegación en cuclillas, sin poder alargar las piernas, enfermos todos de disentería, en exasperante aglomeración, teniendo que hacer nuestras necesidades sentados en el ancla de la expuestos a que un golpe de mar nos hiciera caer al agua, pues débiles como estábamos no teníamos fuerzas para sujetarnos”. El capitán de la goleta, procede, en minucioso registro, a despojarlos de sus cuchillos, e intenta quitarles hasta los relojes. La ración de comida era un bocado de harina sin sal repartida con las manos. El agua era la condensada de las máquinas. Así llegaron a Nassau sedientos, famélicos, haraposos, demacrados: “Ofrecíamos un triste y desgarrador espectáculo; el pueblo nos acogió con profunda conmiseración”. Dos días estuvieron viviendo de limosnas, hasta que la Junta Cubana repartió diariamente a cada uno dos galletas y seis centavos, y luego 24 centavos diarios para ropa, casa y comida.
La pérdida del Lilian es considerada por nuestro expedicionario como fatal suceso para la causa de Cuba. Pero era muy grande la fe e incontrastable la voluntad de François, y el 28 de enero embarcó junto a 28 compatriotas en un balandro de cuatro toneladas, con el objeto de tomar el yate-vapor Anna, que llevaría a Cuba otra expedición bajo la jefatura del Coronel Quesada. El 29 llegaron a Wax-Cay. Volvieron a Nassau, donde supieron que el Anna —previa delación— había sido confiscado.
La penúltima proeza del héroe pone de relieve la fibra interior. Escarmentado por tantas expediciones no coronadas por el éxito, por deficiencias de organización y otros factores, decidióse llegar a las playas cubanas, “aunque solo fuera —dice— en un bote, y desembarcar en cualquier lugar de la Isla a donde me llevara mi buena o mala estrella, resuelto a todo con tal de morir en mi desgraciada Patria. A costa de sacrificios, humillaciones y trabajos ímprobos reunió el dinero, necesario para comprar un bote, asoció a su noble empresa a siete de sus compañeros que hervían de igual impaciencia. Comunicóles su plan, impúsoles de los escasos recursos con que contaba, y fue ardorosamente secundado. Tan pobres como él, estos jóvenes compatriotas vendieron lo poco que tenían, y todos pidiendo en nombre de Cuba —exorna patéticamente el Diario— reunieron treinta pesos, y con cincuenta que tenía el jefe compraron un bote, el Isabelita, de tonelada y media. El armamento de esta expedición cosistí aen un rifle Spencer, una carabina vieja, un machete y tres revólveres viejos y cinco Spencer más donados por el General Quesada. Un temporal se desata durante la travesía. Olas gigantescas cubren el Isabelita. En el piso van las mochilas y pertrechos de guerra. Arriba en cubierta los ocho jóvenes. Pero —nuevo azar— el práctico se niega a seguir, para convertirse luego en espía español. Tampoco este golpe adverso de la suerte le descorazonaría.
IV
No se conserva el diario relativo a la expedición que en definitiva trajo a François a Cuba. Llegó probablemente con el Mayor General Eduardo Álvarez, de quien fue ayudante. Padecía aún de fiebre palúdica cuando batiéndose con el enemigo, cayó prisionero en el combate de “Jarico” librado contra las fuerzas españolas al mando del Capitán Ismael Céspedes, que se apoderó del campamento mambí después de quedar veintiún muertos en tierra, según consigna el parte español. Una columna al mando del Capitán Sabas Marín capturó al bizarro François, a Don Eladio Fernández, antiguo catedrático del Instituto de Camagüey, y al Teniente Agüero. Todos fueron fusilados el 25 de diciembre de 1870. Era la época de la guerra sin cuartel, maquinada con rigor implacable por el Capitán General Conde de Valmaseda, en que no se conocía la magnanimidad ni para niños, ni para mujeres, ni para ancianos. Juzgado en consejo de guerra, las cualidades excepcionales que adornaban al prisionero de veinte años de edad, su esmerada educación en centros europeo, lo infrangible de su amor patrio y su ejecutoria de soldado abnegado e irreductible, llamaron poderosamente la atención a la Oficialidad española, y le ofrecieron conservarle la vida sólo a cambio de dar su palabra de honor de no empuñar de nuevo las armas contra España. Tal promesa de fidelidad la rehusó con incomparable altivez, escribiendo, con esa imperecedera resolución, una de las páginas más sublimes de nuestro martirologio.
Sus tres últimas cartas a sus padres y hermanas, escritas en capilla, revelan los quilates superiores de su espíritu, y lo útil que habría sido su concurso en la faena de la edificación de la paz. Su afán supremo fue combatir al lado del Bayardo, su primo Ignacio Agramonte; “yo —subraya— que he afrontado tantas veces las balas españolas, yo que he despreciado la vida”; y habla “del tributo de sangre que todos debemos a la tierra que nos ha visto nacer”. También en esas memorables epístolas dedica un último recuerdo a sus primas, “a quienes siempre he querido como hermanas”: Carmelie, Angelina y Luisa Agramonte; a sus primos Emilio, notable músico y compositor, alabado por Martí, y José, que murió luchando en combate cuerpo a cuerpo con un abanderado español; a sus hermanas Manuela, Conchita, Dolores, Teresa, Loreto y Mercedes Agramonte (de Barbarrosa), a quien debo estos datos; a su hermano Jose; y a su amada, “bella como el cielo de nuestra patria”, por quien “quería conquistar un poco de gloria para ponerla a sus pies”, y a quien envía su postrer adiós “envuelto en el velo sombrío de la muerte”.
Carta de despedida
Fuerte de Jimaguayú, 12 de diciembre de 1871
Queridos Padres
Queridos hermanos:
Dentro de pocas horas voy a pagar con la vida mi justo tributo de entusiasmo para con la Patria. Al morir quiero dedicar a vosotros y a mis inocentes hermanos un recuerdo postrero que os sirva de consuelo en el momento terrible que llega a vuestro conocimiento tan triste noticia. Voy a morir, la muerte no me asusta. Si alguna nube cubre mi frente en los momentos de marchar al cadalso, si algún recuerdo viene a empañar el brillo de mi mirada, esa nube, ese recuerdo será el vuestro, que sólo podrá escaparse de mi corazón por la ancha boca de la herida.
No quiero continuar porque temo que al recordaros olvide que soy hombre, y que debo morir como tal.
Cumplo a mis sentimientos deciros al morir, que perdono a los que han de quitarme la vida, y hacer mención de los oficiales y soldados del batallón español “Pizarro”, Velilla, García, Daniel, Hurtado, Páez y otros, para que grabéis estos nombres con letras indelebles en lo más íntimo de vuestro corazón. Estos señores han hecho cuanto han podido para suavizar los rigores de mi prisión. Pero sobre todo hay dos nombres que debéis recordar siempre en vuestras oraciones: Ospi y Montano, dos que tienen un corazón noble y generoso, dos hombres de elevados sentimientos, dos hombres que me han hecho olvidar por momentos que era prisionero y que sobre mí pesaba una sentencia terrible.
Adiós, padres míos, y vosotras, dulces e inocentes hermanas mías, olvidadme y perdonadme las lágrimas que por mí vais a derramar. Perdonadme y pensad que hoy o mañana hemos de morir, y más vale hoy que mañana.
– Francisco Agramonte y Zayas
Tomado de Bohemia. Año 42, No.21, La Habana, mayo 21 de 1950, pp.74-75, 206-207.