Allá en los lejanos días de mi infancia, solía mi madre entretenerme con un delicioso cuento sacado de Las mil y una noches, el cual más que la Caperucita Roja o la dulce Blanca Nieves, tenía el poder de despertar en mi pequeño corazón un verdadero conflicto de sentimientos tan disímiles ellos como la pena y la ira, la simpatía y el desdén.
Ese cuento que todos ustedes conocen, es aquel en que se narra la tragicómica aventura de un soñador incorregible, del alfarero que llegando al mercado, después de vaciar las alforjas y desplegar a sus plantas toda la cacharrería lista para la venta, se echa a soñar en las cosas que va a hacer con el precio que le paguen por ella, en los intereses de ese precio, en las ganancias de esos intereses, en las combinaciones de esas ganancias, y va tan lejos en la concatenación de sus fantasías, que ya se ve a sí mismo rico y poderoso, destinado a casarse con la hija del Rey...
Pero no basta esto a su ceguera y a su vanidad, sino que llegado el momento se dice a sí mismo muy ufano: “La hija del Rey estará a mi puerta esperando, pero yo la haré esperar y al fin la rechazaré, la arrojaré lejos de mí con la punta del pie…” Y en efecto, dando un puntapié en el aire echó abajo el montón de cacharros que tenía delante, dejando así hechos pedazos por el suelo cántaros, alcarrazas, arrogancias y sueños...
Pues bien, señoras y señores, en todo esto del teatro nacional cuya construcción han venido prometiendo al país sucesivos gobernantes paréceme que anda mucho del viejo cuento oriental, y tanto que al dirigirme a ustedes no podría hablar más que de esperanzas y proyectos, de un tejer y destejer en el aire, de un teatro fantasma y de una primera piedra que no se sabe si será también la última.
Y bien, sin otro fin que el de hablar de cosas tan vagas, no era necesario que yo viniera a esta grave tierra camagüeyana, cargada de Historia y de conciencia, plena de contenido para todo cubano que sepa serlo; no era necesario que yo los citara a ustedes esta noche para pedirles que unieran a mi débil voz que tal vez no tenga derecho a pedir nada, vuestra voz poderosa que sí lo tiene para pedirlo todo.
Porque yo no voy a contentarme aquí con la evocación de algo inexistente que se quiere convertir en realidad, sino que voy a defender una realidad que se ha querido dar por inexistente.
En efecto amigos míos, el elemento más fantástico, el ingrediente más difícil del sueño del alfarero árabe, es en este sueño nuestro del teatro, una tangible realidad: la única, por cierto. Veamos pues si es necesario defenderla.
Sin duda que ese ingrediente más difícil lo constituye en la fábula oriental el que alcanza a poner a los pies del soñador una hija de rey, esperando de su magnanimidad que se sirva acogerla al calor de su pecho...
Pues he aquí, señoras y señores, el factor que ha resultado realidad en nuestros sueños… Nosotros tenemos también una hija de rey esperando a nuestros umbrales... ¿No la ven todos? ¡Qué alta es y qué hermosa! Tiene andares y majestad de reina; tiene ojos inconfundibles, negros y al mismo tiempo límpidos y francos, los mismos ojos de vuestras mujeres... Ojos camagüeyanos, mis amigos... Esos son sus ojos; su nombre es Gertrudis Gómez de Avellaneda.
Ella es la verdadera hija de rey que nos destinaron los hados. Ella es una princesa del talento que es realeza que no menguan los vaivenes de la política, una reina de las Letras que es alto, inconmovible y universal reino.
Pero ¡oh desdicha de nuestra vanidad enceguecida! Nosotros tampoco le acabamos de abrir la puerta.
Como el obstinado hilvanador de bienes imaginarios, nos permitimos el lujo estéril de hacer esperar, de rechazar acaso nuestro bien auténtico.
Y existiendo en el mundo tan sólo una mujer dramaturga cuya obra fue asombro de su siglo, y existiendo la rara cuanto feliz coincidencia de que esa mujer naciera en Cuba, a la hora de fabricarnos un teatro, no sabemos qué nombre ponerle.
Y tan no lo sabemos, que optamos por dejarlo sin nombre. Así nos consideramos nosotros mismos tan desposeídos de nuestra herencia, tan desasistidos de toda raigambre o conexión con el asunto, como si el teatro a levantarse lo fuera en Mozambique o en Barbados.
Nuestro proceder es semejante al de un inglés que al hacerse un traje, prescindiera de las lanas de Escocia o de los hilos de Irlanda, o al de un francés que no supiera con qué perfumar su pañuelo.
Y aún nuestro absurdo va más lejos, porque la perplejidad del francés o del inglés pudiera en cierto modo achacarse al gran número de tejidos y perfumes existentes en sus países respectivos, mientras que nuestra conducta no admite tal género de duda pues precisamente nosotros como pueblo joven que somos por suerte o por desgracia, y sin tradición propia todavía, no tenemos a la verdad, mucho donde escoger.
Se nos ha dado por capricho de los dioses, un magnífico nombre para un teatro... Un nombre que pudiéramos decir que es el nombre exacto... Y fuera de él, no hay más dónde escoger. No hay más sino tomarlo o dejarlo... ¡Y lo estamos dejando para vergüenza de los que vengan después, para desaliento de los que lo presencian ahora!
Porque no es sólo el nombre del teatro lo que vamos a repudiar con ese gesto... Es a ella misma, a la ilustre camagüeyana que no repudió jamás el nombre de Cuba, que no se lo negó a su obra, que lo reclamó ardientemente para su persona, y lo cubrió además de gloria, de prestigio y respeto.
Si en algo a que tiene vuestra Tula tanto derecho, nos mostramos remisos o vacilantes, nada cabe esperar ya del concepto en que la tenemos, de la sensibilidad con que aspiramos a que nos consideren, y en una palabra, de la gratitud de los pueblos para quienes alcanzan a servirlos sin servirse de ellos.
Si eso llega a hacerse con una Gertrudis Gómez de Avellaneda, que vengan ellos, los finos, los puntillosos a decirnos qué pueden esperar entonces los que tienen en esta tierra el duro oficio de pensar. ¿Para qué pensar entonces? Para quién, habría que preguntarse... ¿Para una generación de iconoclastas?
Grave interrogación, cuyo arco tenso oprimirá más de una mano, sofocará más de una voz... Que todo puede existir, menos el soliloquio; todo es posible menos dar fruto en soledad.
Si Cuba fuera tan feliz como para concedérsele repetir en su breve geografía y breve historia, el milagro de otra Avellaneda —floración que sólo se da en tierras muy trajinadas por el embate de los siglos— ¿qué pensaría esa criatura del desamor de los cubanos por su egregia hermana? ¿Qué pensaría de ese regateo humillante a que hay que someter su nombre? ¿Qué ánimos, qué fuerzas podrían estimular su vocación, dónde tomar aliento, cómo hallar el calor que se le niega a ella, la primera en el tiempo, en el derecho, en la fama?
¿Qué tendría que hacer esta criatura, si hubiera, nacido, para ganarse lo que tanto nos cuesta conceder?
Pero los milagros no se repiten, porque de otra manera no serían tales milagros...Y casi hay que alegrarse de que sea así.
Ahora bien, nada justifica y evidencia tanto una conducta falsa como los escrúpulos. Aquellos que se han erigido en jueces del patriotismo y del genio (ambas cosas a la vez) alegan desde luego sus escrúpulos de conciencia.
Son —ya lo dije— los puntillosos, los finos, los puritanos de última hora, los jacobinos regidores de conducta y destino... En fin, los que llamó Martí “literatos de enaguas...”.
Porque es necesario que se sepa que Martí consideraba a la Avellaneda una legítima gloria cubana. Como poetisa, como fémina delicada prefería tal vez a alguna otra, pero jamás se le ocurrió pensar que Tula fuera algo ajeno a esta tierra; y cuando quiere destacar los méritos del que fuera su maestro, Rafael María Mendive, apunta como rasgo muy señero de aquél, el de haber defendido la fama de la Avellaneda para Cuba...
En reciente y trascendental artículo sobre la cuestión, Aida Cuéllar señala exactamente la cita: Tomo 2 de las Obras completas del Apóstol, confeccionada por Gonzalo de Quesada, hoja 54 de ese tomo...
Dice el Maestro textualmente: “defendía de los hispanófobos y de los literatos de enaguas, la gloria cubana que le querían quitar a la Avellaneda...
¿Es que alguien pretende amar a Cuba más que Martí?
¿Es que alguien se considera con más autoridad que él para juzgar quién es cubano y quién no lo es?
Si alguien lo cree así, que levante la voz... Pero no lo harán. La táctica es deslizar murmullos, mariposear insinuaciones. Que doña Tula no tenía tanto talento... Que si lo tenía, no era muy cubana... Que si era cubana, no quería serlo... ¡Que Dios los confunda por todo lo que han querido ellos confundir, enredar, cizañar...!
Amigos míos: yo nunca he escrito, ni pienso escribir nada para el teatro; las comedias o los dramas sólo me interesan sentada cómodamente en una butaca, ésto es, como simple espectadora o lectora. Quiero decir con ello, que un teatro llámese como se llame o no se llame, es algo que no me concierne en absoluto.
Momento en que el Dr. Miguel A. Comas, presidente de la Sociedad Liceo de Camagüey, presentaba a Dulce María Loynaz de Álvarez Cañas.
Pero yo no sería honrada conmigo misma, no ya con Tula, sino conmigo misma, si no defendiera con las armas que Dios me ha dado, el derecho del espíritu a poseer los bienes del espíritu ...
Puedo decir también —y valga decirlo— que el teatro en lo que hace a su parte material nada me importa. Pero el teatro es algo más que piedra y hierro; el teatro, como dijo alguien que sabe de estas cosas, debe nacer con alma, y sólo hay un alma que quepa en ese cuerpo, la de la cubana insigne que dio páginas de gloria al teatro inmortal de todos los tiempos y todos los espacios.
Porque la Avellaneda es una cubana universal. Lleva la gracia de las Antillas —transparencia de aire, mimo de sol— a su modo de ser y de escribir.
Tal vez no lo consiga siempre porque esa gracia no se da como el marabú en el monte. Precisamente por ser ella una de las más finas y delicadas que pueden caracterizar a tierra alguna, se hace difícil trasegarla mucho. Tula lo hace con tiento y con limpieza y sobre todo sin falsificarla ni pintarrajearla de colorines abigarrados como para desgracia nuestra se ha venido haciendo después.
La Avellaneda aporta a las letras castellanas su señorío criollo, su opulencia tropical, su naturaleza a un mismo tiempo ardiente y contenida como arde y se contiene la llama en su fanal.
Una cubana universal he dicho. Universal no sólo por la repercusión de su obra, sino por lo que aspira a abarcar.
Diríase que el mundo le es estrecho a esta mujer; las flores de su inspiración abren en todos los climas y sus temas lo mismo se desarrollan en Cuba, que en Europa, que hasta en la exhausta tierra de Judea... Para Tula no hay tiempo ni distancia.
No podemos ceñirla a un minuto en el tiempo ni a un punto en el espacio... Ella es un águila de altura y no hay que recortarle las alas como a la cotorra que divierte o al cuervo que se domestica.
Si por esta amplitud de su órbita fueran a juzgarse los autores, entonces Inglaterra no tendría derecho a Shakespeare, ni mucho menos a Lord Byron que vivió lejos de ella y murió peleando por tierra ajena y no se cansó de decir majaderías de los ingleses, cosa que de sus paisanos no hizo nunca la cubana.
Sin embargo, no hay un solo inglés que haya dicho por eso que Lord Byron era griego, ni que Elizabeth Barrett era italiana, o que el autor de Hamlet era escandinavo.
Gertrudis Gómez de Avellaneda nació con alas de águila y a las águilas se les deja volar libremente. Siempre sabremos que donde quiera que se pose, llevará nuestro nombre en su plumaje.
Nadie puede quitárselo. Ni nosotros mismos aunque lo quisiéramos, con nuestros dengues, ni ella aunque lo hubiera querido, que no lo quiso.
Muy contrariamente a este falso argumento que algunos han pretendido mantener, hay que recordar de una vez por todas, la bravura con que se sacudió la camagüeyana cuando quisieron colgarle el sambenito de no tenerla por hija de su país.
Fué Fomaris quien lanzó la insidiosa especie; otro poeta por cierto... Por entonces reuníase en La Habana un como consejo, o concilio o conciliábulo de rápsodas presidido por aquél, con la aparentemente muy laudable finalidad de publicar una antología de poetas cubanos, y en la ocasión se decidió excluir a Tula, por no considerarla ellos poetisa cubana, sino española.
No se sabe, ni quiero yo saber qué parte llevó la envidia en los escrúpulos... Lo que sí se sabe —y esto es en definitiva lo que debe saberse de aquel desdichado episodio, arranque y sinrazón de todas las dudas y las vacilaciones— lo que sí se sabe es, repito, que la Avellaneda protestó de esta decisión en carta pública que envió desde España a don Luis Pichardo, la cual se reprodujo en el periódico “El Fanal de Puerto Príncipe”, el 26 de diciembre de 1867. Y no pareciéndole aún bastante divulgada su protesta, la poetisa volvió a escribir defendiendo su cubanía al Director del periódico “El Siglo”, en cuyas columnas y en la ciudad de La Habana fue publicada esta segunda carta el 3 de enero de 1868.
Aquí tengo en la mano las dos cartas y aunque son un poco extensas, voy a leerlas porque es la hora de hacerlo. Dicen así:
Señor don Luis Pichardo, Puerto Príncipe. Sevilla, 13 de noviembre de 1867.
Querido amigo y paisano: Me apresuro a darte las gracias por el periódico que me has remitido, y te ruego que en mi nombre las des también al ilustrado Monteverde y a todas las personas amables y benévolas que han tenido a bien salir a la palestra periodística, suscitada por esos peregrinos señores que, dándose ellos mismos con singular modestia el gran título de areópago, han decidido que yo no pertenezco a la literatura cubana. Mis queridos paisanos camagüeyanos, al defender, como lo han hecho brillantemente y en términos tan lisonjeros para mí, la verdad incuestionable de mi nacimiento en esa querida ciudad, no han comprendido cuál es la idea de los que me excluyen de su Parnaso, pues ellos no es posible que pretendan negarme mi derecho de nacimiento en Puerto Príncipe; lo que han querido significar es que no me conceptúan cubana de corazón, que no me conceden índole de poeta cubana. Tal es, en mi concepto, la cuestión, y tomándola en ese terreno es que me la explico y disculpo un tanto la soberana ridiculez de tal areópago soi disant. La disculpo un tanto porque creo, querido Luis, que esa ridiculez es hija de un amor propio y de un amor patrio que se consideran heridos por mí, y se venga, con poco acierto en verdad, pero en fin, con alguna apariencia de justicia. Voy a explicarte, y tú lo harás a Monteverde y a mis demás amigos, la causa que en mi concepto tiene la tontería que hacen en La Habana algunos poetas pollos y gallos apollados.
Hará cosa de seis meses que me hallé sorprendida con voces esparcidas aquí y en Cádiz por ciertos jóvenes cubanos (que se hallaban en estas tierras andaluzas), de que yo decía que no quería se me considerase como poeta cubana, sino como española peninsular, y que decía pestes de la literatura de mi país... etc. etc. Atónita al saber tan necia y absurda calumnia, que no acertaba a comprender tuviese objeto, inquirí con afán el origen y fundamento, no sin desmentirla, desde luego, enérgicamente. Sin gran trabajo descubrí, amigo mío, que, como ya indiqué, los necios rumores mencionados partían de sólo dos bocas, de dos bocas cubanas, una de las cuales no hacía más que repetir lo que oía de la otra; por manera que, en resumidas cuentas, todo tenía por origen una sola persona, pues la otra se limitaba a ser eco de aquélla. Yo no podía sospechar que un corazón cubano, —aun siendo el de un joven sin mundo y con la ligereza propia de los pocos años—, fuese capaz de la infamia y de inventar una mentira mal intencionada, un falso testimonio, como lo designa el Decálogo, y así, busqué y rebusqué el error en que podía fundarse lo que decía respecto de mí, hasta que, en efecto, lo comprendí perfectamente. Voy a decir en las menos palabras posibles, lo ocurrido:
Un célebre escritor madrileño, encargado por cierta Sociedad editorial de preparar material para la publicación de una grande obra, cuyo objeto era coleccionar composiciones escogidas de los más notables poetas y publicistas modernos, tanto peninsulares como hispanoamericanos, vino a verme expresamente para hablarme de dicha obra, consultándome sobre si sería o no conveniente que los escritores hispanoamericanos figurasen todos juntos o si se pondrían a los cubanos entre los peninsulares y no entre los demás escritores hispanoamericanos. Yo les dije, sencillamente, mi verdadera opinión en tal punto, y fue que me parecía lo mejor que los americanos todos figurásemos juntos, porque sólo así se daría una idea de la índole especial de la literatura hispanoamericana, que yo hallaba muy semejante, pero no idéntica en condiciones a la peninsular. El célebre personaje con quien hablaba aprobó mi dictamen, pero al repasar la lista de escritores hispanoamericanos que debían formar la colección especial de obras pertenecientes a nuestra literatura, eché de ver que faltaban nombres muy dignos, entre otros los de los señores Ventura de Vega, Baralt, Pezuela, Calixto de Bernal, etc. Creí de mi deber, como americana que se honra en serlo y desea el mayor brillo y gloria de la parte del mundo en que nació, reclamar aquellos ilustres nombres para la literatura hispanoamericana, a la que corresponden en justicia.
Mi contrincante no accedió a dicha reclamación, diciendo que Vega, Pezuela y otros americanos, que aunque nacidos allá, habían vivido y escrito en España, debían figurar entre los escritores peninsulares, porque para España y en España habían publicado sus obras. Al oír tan singular idea, no pude menos de hacerle observar que si, en efecto, los escritores pertenecían, no a su país, sino al país en donde escriben, España tendría que ceder algunas de sus glorias literarias a otras naciones, y que con semejante principio, ni aún Heredia, ni aún yo, deberíamos figurar entre los americanos. Sobre esto cuestionamos largo rato (en cuyos momentos entró en la sala en que estábamos el joven cubano, que parece tomó el rábano por las hojas, como suele decirse, o según otro dicho vulgar, oyendo campanas, no supo dónde era que se repicaba); pero toda la discusión no bastó a ponernos de acuerdo al tal literato y a mí. Él se empeñaba en que Vega y los otros escritores que quería colocar en la literatura peninsular no podían mirarse como glorias literarias hispanoamericanas; y yo, por mi parte, defendiendo los derechos de ésta, sostuve que si no se le dejaban todos los nombres que la honraban y la enriquecían, más valía suprimirla. En fin, recuerdo que dije muy enfadada: “Lo que es yo, prohíbo que nadie se permita tomar mi nombre para colocarlo a su capricho. Si es verdad que se quiere presentar un cuadro fiel del estado de las letras castellanas en la América, póngase todos los escritores de valía que le pertenecen a la América que es o fue española, y si no se quiere sino rebajar la literatura hispanoamericana, quitándole muchas de sus glorias para dárselas a la Península, que no se deje mi nombre, tampoco en tal caso, pues no me agrada. Si Vega, Baralt, etc., han escrito y vivido en Europa, y no en América, yo también me hallo en igual circunstancia; y o se le dejan a América sus hijos, cualquiera que sea el punto en que hayan vivido y escrito, o si arbitrariamente le quitan los que quieren, sepan que yo retiro mi nombre, y no autorizo a nadie a colocarlo a su arbitrio; pues, según la regla que dan, debo figurar donde figuren Vega, Baralt, etc., y no entre los escritores que han vivido y escrito en América; pero yo no acepto figurar en ninguna parte si ellos y yo no estamos donde debemos, es decir, entre los americanos, pero todos los americanos; si no, no.
Tal fue la cuestión y comprendí que no la había entendido el susodicho joven cubano que oyó parte de ella, porque salió diciendo, sin ton ni son, que Cuba tenía bastantes buenos poetas, aunque algunos cubanos se desdeñaran en figurar en su literatura. Ni yo ni mi contrincante paramos mientes en tal sandez fuera del caso; pero a pocos días de esto, fue que empezó a correr la voz de que yo decía pestes de los poetas cubanos y que no quería figurar entre ellos.
Vi claro que el pollo cubano no había entendido palabra de lo que oyó casualmente; y ahora creo ver claro también que son chismes suyos los que han dado motivo a la puerilidad que están haciendo algunos escritores habaneros, puerilidad que me haría reír, a no ver en el fondo de ella una herida que el amor patrio y el amor propio creen haber recibido de mi mano. Yo autorizo a mis amigos a desmentir altamente semejante calumnia, explicando los hechos; y reservando para otro correo, querido Luis, el hablarte de mi “Devocionario”, quedo tu afectísima amiga,
Tula.
CARTA DE LA AVELLANEDA AL DIRECTOR DE EL SIGLO SR. CONDE DE POZOS DULCES
Señor Director de El Siglo:
Muy señor mío y de mi aprecio: Ha llegado a mi noticia, una cuestión extraña, suscitada —según me dicen—, por el acreditado periódico que usted dignamente dirige, y no pudiendo menos de decir a usted algo sobre el particular, espero merecerle el obsequio de que se sirva dar publicidad a mis palabras en el mismo diario que ha promovido la indicada polémica.
Si al tratarse de un homenaje rendido a los escritores cubanos se me hubiera excluido del número de ellos por no juzgarme acreedora a semejante honra, no sería ciertamente yo quien de ello se quejara; porque si el fallo expresaba el juicio del país, debería y sabría respetarlo, y si sólo autorizaban los nombres de algunos pocos individuos susceptibles de pasión, me importaría muy poco la sentencia de tan incompetentes jueces; que más bien que ofenderme, se ofenderían a sí mismos, prestando campo a que se les creyese dominados por bastardos sentimientos.
Pero la cuestión no ha sido eso, según tengo entendido, pues lo que se ha dicho es que se me excluía del número de los escritores cubanos por no ser yo cubana sino madrileña; cosa que a entenderse como suena, me parecería dicha exprofeso para hacer reír, toda vez que nadie ignora en esa Isla que nací allí, y que allí hace pocos años se me dispensó por entusiasmo patrio una honra solemne y pública, superior, sin duda a mis merecimientos. ¿Qué es, pues, lo que significa una aseveración que no es posible tomar en su sentido simple? Visiblemente se desprende que lo que significa es que no se me juzga cubana por el corazón; que se me cree hija desnaturalizada del país a quien tanto debo...; en una palabra, la exclusión que se hace de mí, más carácter tiene de una queja, de un resentimiento, de un castigo que se reputa justo, que no de un desdén o menosprecio —que resultarían desmentidos por solemnes testimonios anteriores—, o de un verdadero error respecto al punto de mi nacimiento, que no posible exista. Decir que el poeta no pertenece al país donde nace, sino a aquél en que escribe, es sofisma tan pueril que, no pudiendo persuadirme recurran a él mis compatriotas por inexplicable afán de desposeerme de mis escasos merecimientos literarios, me veo forzada a suponer que hay en el fondo de tal sofisma algo que lo disculpe y lo origine, y que ese algo oculto corrobora la idea de que la exclusión de que se trata es un castigo, una muestra ostensible de que se me juzga ingrata para con mi país, y en tal concepto, indigna de ser contada entre sus hijos ilustres.
Sólo así, señor director de “El Siglo”, encuentro explicación al hecho que motiva estas líneas, y explicación tanto más clara e indudable para mí, cuanto que antes del hecho mismo me era conocida la suposición que le presta fundamento, según voy a manifestárselo a usted lo más brevemente posible.
Hace algunos meses tuve el gusto de recibir la visita de un distinguido poeta y crítico peninsular, quien se sirvió hacerme saber que había el pensamiento de publicar en Madrid una colección de escritos en castellano, escogidos, de autores contemporáneos, y que hasta tuvo a bien dicho notable ingenio el consultarme sobre si convendría que los escritores cubanos figurasen confundidos con los peninsulares o fuesen colocados entre los hispanoamericanos, a quienes se dedicaba un tomo especial de la obra. Le dije lealmente que, en mi humilde opinión, sería mejor lo último, porque me parecía que la naciente literatura hispanoamericana tenía sus condiciones propias, sus defectos y sus bellezas juveniles, que requerían un cuadro aparte del que ocupara la experta y antigua literatura propiamente española. El ilustrado crítico de quien hablo aprobó mi idea, mas sucedió que, al oírme indicando los escritores hispanoamericanos que se proponían hacer figurar en la colección, no pude menos de notar con sorpresa que, habiendo algunos nombres que me eran extraños, faltaban otros que son reconocidas glorias del suelo americano. Hice mi observación, y me fue contestado que el editor colocaba aquellos nombres entre los de los literatos peninsulares, porque si bien habían nacido en América dichos autores, habían vivido y escrito en España...; en una palabra, que quería sentar la peregrina teoría que parece adoptada más tarde por los redactores de “El Siglo”, de que el escritor no pertenece al país que le da vida, sino a aquél en donde él da sus obras. Como era natural, rechacé tal principio; discutimos, me acaloré con la vehemencia propia de mi carácter, y en aquellos momentos llegó un joven cubano, que, por desgracia, se cuidó menos de indagar el motivo y objeto de la disputa que de interpretar a su manera algunas palabras de las que oyó y no entendió. El caso fue que, combatiendo yo la falsa teoría por la cual se intentaba privar a la literatura hispanoamericana de algunos de sus timbres más legítimos, recuerdo haber dicho que si tal teoría se asentaba, tampoco Heredia, yo y otros, deberíamos figurar entre los escritores cubanos, pues nos hallábamos, con respecto a ellos, en las mismas condiciones que Ventura de la Vega, Baralt y los demás excluidos, respecto a los escritores hispanoamericanos; añadiendo, enojada, que, por mi parte, no permitiría a editor alguno disponer de mi nombre a su antojo. El joven cubano comprendió tan al revés mis palabras, que se permitió reconvenirme, como suponiendo que yo me desdeñaba de figurar entre mis compatriotas, y tan irritada estaba por la anterior vivísima discusión, y tan mal me supo el descabellado e inoportuno cargo que entonces se lanzó, que confieso no tuve humor para dar a dicho joven explicaciones que destruyesen su errónea interpretación. Él se empeñó en hablar de poetas cubanos, como si la cuestión hubiese sido su mayor o menor mérito; yo me empeñé en no ocuparme sino de la injusticia con que se quería privar a la literatura hispanoamericana de varias de sus glorias, resistiéndome a que tal mutilación se hiciese dejando mi nombre a discreción del editor, y resultó, por último, un verdadero galimatías en el que no es extraño que no nos entendiéramos unos a otros.
Así me lo probó el que algunos días después supe que el joven cubano y otro cubano también —a quien, sin duda, el primero comunicó sus falsas interpretaciones—, propalaban la voz de que yo me había negado a ser colocada entre los escritores cubanos, pretendiendo que me correspondía estar entre los peninsulares, y hasta añadían que hablaba yo muy mal de las celebridades poéticas del país.
Tales acusaciones, señor director de “El Siglo”, sólo debían hacer reír a quien como yo ha hecho gala en muchas de sus composiciones de tener por patria la de Heredia, Palma, Milanés, Plácido, Fornaris, Mendive, Agüero, Zenea, Zambrana, Luisa Pérez... y tantos otros verdaderos poetas, con cuya fraternidad me honro; a quien como yo cuenta entre sus amigos y hasta entre sus deudos reconocidos talentos, cuya reputación literaria y no literaria legítimamente la enorgullece; a quien como yo ha saludado y aplaudido a esa juventud generosa y brillante de nuestra Patria, que defiende por la Prensa periodística, tanto allá como acá mismo, los intereses del país, al mismo tiempo que ostenta su ilustración...; a quien como yo, en fin, sabe que su mayor gloria consiste en haber obtenido del país una corona que, si no alcanzo a merecer, alcanzo perfectamente a estimar en lo mucho que vale.
Pero aquellas acusaciones, despreciadas por inverosímiles y absurdas, se me presentan hoy como única explicación posible del hecho extraño que motiva las presentes líneas, y en tal concepto no puedo dejar de rechazarlas enérgicamente, como lo hago, gozándome en dar nueva y pública manifestación de que amo con toda mi alma la hermosa Patria que me dio el cielo, y de que siempre he tenido y tendré a grande honra y a gran favor el que se me coloque entre los muchos buenos escritores que enriquecen nuestra literatura naciente, a quienes en todo tiempo he hecho justicia con la misma lealtad de carácter que me ha impedido adular la vanidad pretensiosa de algunos falsos ingenios que hay allá, como acá, y como en todas partes.
Réstame sólo añadir que rindo infinitas gracias a todos los periódicos y personas que, con motivo de la exclusión a que se refiere esta carta, han salido brillantemente a la palestra en defensa de mis derechos, y reiterar a usted, al mismo tiempo, señor director de “El Siglo”, la seguridad de los distinguidos sentimientos con que soy de usted atenta y electísima s. q. b. s. m.
Gertrudis Gómez de Avellaneda
Dulce María Loynaz junto al Dr. Comas, presidente de la Sociedad Liceo de Camagüey, y su esposo, Pablo Álvarez de Cañas.
Como se ve, la Avellaneda reclamó ella misma, no nosotros, sino ella misma, su derecho a ser cubana, y lo reclamó por amor, cuando ninguna ventaja ni retribución llevaba aparejada el serlo. Sépalo así el que no lo sepa. Ella protestó indignada con la indignación del que se siente desposeído de un bien legítimo y lo hizo desde España, precisamente en un momento en que era muy difícil hacerlo, sobre todo para el que viviera allá, pues era en pleno año 1867 cuando estaban ya muy enconadas las heridas de aquél que fue bien largo y sangriento forcejeo entre Cuba y España.
Dudar de la sinceridad de esa protesta sería absurdo y equivaldría a dudar de la misma existencia de Gertrudis, porque sólo desconociéndola en absoluto pudiera ignorarse que es la franqueza lo que da fe de vida en ella.
Por otra parte ¿a qué iba a hacerlo si no lo hubiera sentido? No vivía ya aquí, no tenía por tanto que cultivar cotidianas y necesarias simpatías. Había apurado hasta el fondo el cáliz de la gloria y tampoco podría añadirle o quitarle una gota el hecho de aparecer o no en una antología editada en un país lejano...
Pero ese país era el suyo y le dolía... Le dolió siempre aunque ella misma no supiera dónde.
Está escribiendo una carta de amor y de pronto le brotan lágrimas que manchan el papel. Necesita excusarlas, no tanto por ésto como porque son lágrimas ajenas al objeto de la carta... Son lágrimas que vienen de acordarse del mar, de pensar en el mar que la separó de sus playas...
Describe a Sevilla y para expresar su belleza no encuentra nada mejor que compararla a su isla... Se dirige a la prima de Cuba y le dice: “Feliz tú que no conoces otro cielo que el suyo”...
En medio de los halagos y los aplausos, subiendo con su paso de reina los escalones de la fama, se detiene un momento para decir a alguien que no existe, que es ella misma reflejada en su pura, ardorosa, brillante soledad:
“Me siento extranjera en el mundo...”
Y es que la tierra no está en la circunstancia sino en la sangre. No está siquiera en la voluntad, sino en el amor.
La tierra se lleva a veces sin saber y sin querer como un ala dormida o como una cruz de nacimiento... Pero se lleva siempre, a pesar de todo y sin contar con nada.
Sobre esto sí que nadie puede echar cuentas. Se es de la tierra como se es de la madre, sin previo acuerdo y sin posible o efectivo arrepentimiento.
La tierra no es un modo de estar, sino un modo de ser. El modo de estar depende de muchas cosas... Pero el modo de ser sólo depende de Dios. Gertrudis Gómez de Avellaneda tuvo un modo de estar entre los españoles, un modo digno por el cual ella nada perdió y Cuba salió ganando.
Pesaba mucho esa mujer y en aquel momento sólo España tenía brazo poderoso para levantarla. La levantó y debemos agradecer el esfuerzo y guardar la mujer para nosotros.
Puede añadirse también que cuando empezaron las querellas con la madre patria, ya Tula estaba levantada. Ya había recibido honores que dispensados a su persona podía acarrear sin desdoro a su tierra de origen, ya que éstos no eran por cierto de carácter material o político, sino meramente aquéllos que es uso rendir al talento, y que el talento tiene el derecho y acaso hasta el deber de aceptar.
Ese fue su modo de estar entre españolés; mas independientemente de los honores y las satisfacciones que la escritora recibiera, su modo de ser permaneció cubano y por eso resulta ella siempre una extraña, una solitaria...
Una solitaria y una extraña aún en medio de la familia española que le reprocha su pereza criolla, su fantasía errabunda; una solitaria y una extraña aún en la intimidad de sus amores donde no se la entiende, no se la retiene y asusta a todos, asusta como un ciclón tropical.
Olfateando más bien que analizando este estar sin estar que es ella misma, Gertrudis se dará a sí propia el seudónimo de “La Peregrina”.
¿Peregrina por qué? No cabe pensar ante una imaginación como la suya, que por haberse trasladado a la Península, o por Jiáberse movido de Badajoz a Sevilla o de Sevilla a Badajoz.
Peregrina sencillamente porque no coincidiendo su modo de ser con su modo de estar, todo cuanto sus pies tocaran, habría de parecerle andanza pasajera, vano eflorar los rumbos, devanar melancólico de caminos...
Y si esto no es estar desarraigado, poco entiendo yo de raíces, ni podrían dolerme las mías aunque me las arrancaran de su centro.
Por no estar donde está su corazón el agua corre y el amor se cansa...
Nadie ha de decir por esto que el pecho no se le rindió al halago ajeno, que no lo era tanto entonces ni debe serlo ahora para todo hijo, nieto o biznieto bien nacido de la nación progenitora.
Pero ¿desde cuándo es baldón agradecer? ¿Desde cuándo es apostasía saber que la rosa es bella aún en el huerto del vecino?
Sólo desde que supiéramos que fuera del nuestro, Dios le cerró todos los caminos a la rosa. Mientras ésto no suceda, allí donde la rosa esté, la rosa es bella.
Pero si nadie puede decir que el corazón de la cubana no se rindiera al halago de otras gentes, también es cierto que nadie puede decir que ese halago transformara la sustancia de su corazón.
Y esto es precisamente lo más interesante de su caso, lo que confirma en vez de negar, la buena raigambre de su cubanía. Expuesto a vientos de otras zonas, llevado y traído por las resacas, solicitado y enternecido y deslumbrado, su corazón siguió siendo siempre un corazón de franca india como decía ella misma; un corazón de miel y de fuego, de mar y de isla, de ceiba espinosa y de palma real. Es esta misma brisa siempre salada de mar, la eterna brisa marina volando de costa a costa en nuestra delgada isla, la que se siente pasar por sus hojas cuando canta.
¡Perla del mar! ¡Estrella de Occidente! ¡Hermosa Cuba! Tu brillante cielo la noche cubre con su opaco velo como cubre el dolor mi triste frente.
¡Voy a partir!... La chusma diligente, para arrancarme del nativo suelo las velas iza y, pronta a su desvelo, la brisa acude de tu zona ardiente.
¡Adiós, patria feliz, edén querido! ¡Doquier que el hado en su furor me impela, tu dulce nombre halagará mi oído!
¡Adiós!... Ya cruje la turgente vela... El ancla se alza... El buque, estremecido, las olas corta y silencioso vuela.
No he podido resistir a la tentación de leer entero el bello soneto, no sé si por la gracia de su vuelo, o por la fe de cubana que en ella sienta la poetisa.
De todos modos es importante ver que la protesta hecha en las postrimerías de su existencia contra la cicuta que le ofreció el Areópago habanero excluyéndola de los poetas cubanos, no es más que el eco mantenido a través de los años, de este mismo soneto de sus días juveniles, el soneto por donde asomó a la gloria su amplia frente aún no ceñida de laureles.
Es decir que la Avellaneda mantiene en 1868 (el año de la Guerra Grande) lo mismo que dijo en 1836 y la afirmación es trascendente en ambos documentos; en la carta por las ya calibradas circunstancias, y en el soneto, por ser el mismo una obra maestra que no se cansaron de mirar y remirar los eruditos castellanos.
Rafael Marquina, el más humano de sus biógrafos, insiste en la importancia de este extremo. El, como Rodríguez García, viejo maestro de una generación estudiosa de cubanos, se apoyan en la madurez mental que exige tal composición para dejar sentado que Tula no era ninguna chiquilla de mente volandera cuando determinó desde entonces cuál era su patria.
En el periódico El Camagüeyano esta foto aparece acompañada de este texto: Brindis ofrecido por la Directiva de la Sociedad Liceo consistente en un champán de honor. En la foto se destacan la Sra. Dulce María Loynaz de Álvarez de Cañas con la esposa del Presidente de la Sociedad Sra. Mirtha Vegas de Comas y la Marquesa de Garcillán.
Conviene también aclarar aquí, digo yo, que la afirmación contenida en el famoso soneto, aunque indudablemente responde a un estado emocional —y habría que preguntarse cuándo no estuvo Tula transida por sus emociones— también no es menos cierto que ya tenía ella plena responsabilidad de sus decires y conciencia formada para no equivocarse.
Por sus cuentas andaba ella en los 20 años, pero sabido es que la Avellaneda por una debilidad muy femenina y ciertamente disculpable, se quitó siempre los años que pudo... Dos o tres calculo yo, sin mucho afilar el lápiz.
Es cosa muy singular que esta apasionada profesión de fe que constituye lo que pudiéramos llamar el primer acorde de la sinfonía maravillosa de su obra, venga a rimar treinta y un años después con los últimos compases de esa sinfonía, cuando ya el telón en la sombra está listo para caer...
Es también cosa muy misteriosa que a su regreso a España, después de abandonar ya para siempre su verde isla, la poetisa no volviera a ser más lo que fué, no se mostrara más a las bujías de los salones, a las candilejas de los proscenios, se fuera envolviendo poco a poco en un manto de silencio y de olvido...
Son nueve años de niebla, nueve años en que Tula se irá borrando a los ojos de todos, en que apenas le escucharemos —y apenas para sujetarla— palabras nuevas y enigmáticas, una queja por el frío, un vago anhelo de seguir andando... Pero ya no habrá cielo para ella. Pensando todavía en Cuba, alguien le oirá decir con una voz de intimidad: “El cielo de otros países no es cielo para mí... ”. Luego la voz se hace cada vez más lejana, las palabras suenan incoherentes...
¿Es que estamos llegando ya a la muerte? Sí, es eso mismo; es que ya hemos llegado. Tendremos que leerlo en los periódicos; aquí está La Correspondencia de España, hay un suelto que dice así:
“La señora doña Gertrudis Gómez de Avellaneda, Vda. de Verdugo, ha fallecido el día primero de febrero de 1873 a las tres de la mañana. Sus familiares invitan por este medio...”
Seguimos hojeando los periódicos de esos días y muchos comentan el caso de esta muerte inadvertida, el silencio en que se ha dejado ir a la que fuera palpitante encarnación de voces apagadas por milenios, aquella en cuyo verbo respiraban a un mismo tiempo Sófocles y Esquilo.
El comentario ulula por los cafés y las plazas... A todos los amigos y escritores de la época les llamó la atención la ausencia de escritores y amigos en el cortejo que acompañara hasta su tumba los restos mortales de la inmortal autora de “Baltasar”.
—No llegaban a diez... —nos cuenta Juan Valera temblándole un poco la ecuanimidad académica, el aticismo en la voz...
Otro dice: “El entierro se hizo en la mayor soledad...
Sin embargo, de una manera u otra, tal vez nada había cambiado y esa soledad de que se espantaban entonces, no era más que una de sus soledades... El mismo signo de la soledad que había presidido la vida de la poetisa, presidió también su muerte. Eso sería todo.
La soledad... Desde aquella mañana primaveral de 1814 en que la bautizaron en la muy camagüeyana iglesia de la Soledad, ella había emprendido un largo camino de soledades...
Un camino que partía de aquella su vieja iglesia familiar y dulcísima —su iglesia de niña con Flores de Mayo y Semanas Santas escarchadas de alcorza— y seguía luego empinándose siempre, seguía a través de mares y montañas, de tempestades y relámpagos de gloria, hasta llegar a este pardo cementerio de la Sacramental de San Martín con el invierno madrileño encima y el granizo y la lluvia y los mil cuchillos del aire afilados en la Sierra...
¿Qué sucedió en las postrimeras etapas del viaje? ¿Qué vieja dulzura fue trasegando de una en otra, o por el contrario, qué nueva hiel acibaró sus labios? ¿De qué lastre se liberó, en qué sandalias recató sus pasos que se nos va furtiva, que casi nadie se dio cuenta de que se moría?
¿Será que no murió cuando murió? ¿Que había muerto antes, en la negación que de sí misma hizo; o que iba a morir después, en la negación que de ella hemos hecho nosotros?
Fue el suyo un morir lento, un desvanecerse más bien, un trasponer espejos superpuestos de horizontes donde su figura se va haciendo cada vez más pequeña hasta que no se le ve más, sin que los ojos puedan decir en qué momento desaparece.
Yo he pensado mucho en esta década final donde las aguas de la vida se le embalsan justo en el instante de precipitarse en el vacío...
He pensado mucho y no me atrevo a arriesgar conjeturas. Quede para otros con más tiempo y talento que gastar, el hacerlo en tan turbadora cuanto sugeridora coincidencia.
Yo sólo habré de reparar en ella para conmoverme contemplando cómo lo primero que dijo en la alborada, volvió a sus labios cuando entraba en la noche. Por lo demás, amigos míos, no es necesario que ella nombre a Cuba para sentirla más cubana que muchos que no sueltan el dulce nombre de la lengua mentirosa.
La Avellaneda sería cubana aun cuando no lo hubiera dicho ella, así como la sangre sin que la veamos correr, está corriendo por nuestro cuerpo, capacitándolo para existir, para vivir.
Tal vez aún más que cuando la evoca, sea grato a un espíritu sutil sentarse al pie de ella como al pie de un río, para verle pasar la sombra de su tierra por la palabra tersa, luminosa.
Si desdoblamos un mapa de Cuba y al azar dejamos caer en él nuestras miradas, no tendrían que moverse mucho para encontrar un sitio por el cual o cerca del cual, pasó “La Peregrina”.
Y no en un vano peregrinar sin sentido, sino en un desplegar de alas pleno de trascendencias y matices.
Por breve tiempo sí, sin duda alguna; pero con una sustancia y un potencial anímico de los que no se miden con el reloj en la mano.
Vivió ella en Cuba muchas vidas, y las vivió más intensamente que el resto de sus compañeras de adolescencia, no salidas jamás del patrio suelo.
Puede decirse sin pecar de apasionados —por más que a ello invite el apasionante tema— que en cada una de las seis provincias cubanas, Gertrudis Gómez de Avellaneda tuvo una razón de vivir o de morir.
Es Camagüey la tierra donde nace, donde hace sus primeros versos y sabe del primer amor.
Aunque hija de un hidalgo español —lo cual no tenía nada de exótico entonces en que eran usuales los enlaces de españoles con hijas del país— su familia materna pertenecía a lo más antiguo y granado del solar camagüeyano; su madre era una Arteaga, rancio apellido si los hay, y los hay por cierto en esta tierra caballeresca.
Entre los timbres de honor que ostenta la ciudad prócer para dicha de todos los cubanos, estará siempre entre los más finos y legítimos, el de haber sido cuna de una de las primeras poetisas del mundo.
Pero en Santiago de Cuba vuelve a nacernos Tula. Muerta estaba su voz que es como decir ella misma, y por muerta la dieron todos durante años hasta que un día inesperado resucita.
El milagro se hace junto a la serranía fragorosa, bajo aquel cielo oriental que parece a quien por primera vez lo contempla, más azul y más alto.
En Cienfuegos habrá de conocer una de las pocas, pero intensas alegrías de su vida; la floreciente ciudad siempre progresista, se adelanta un siglo a nuestro empeño y por el año 60, la poetisa muy pálida, con el corazón saltándosele del pecho, puede asistir a la inauguración de un teatro que lleva su nombre.
En lares matanceros pasa el mayor tiempo; sienta calor de hogar en Cárdenas, la ciudad refrescada de jardines, una de las más bellas de la Isla. Allí la mujer, ya en el otoño de su vida, lee, sueña, resueña... Pasea junto al mar. Allí también junto a ese mismo mar que despierta en la caracola de su corazón un eco antiguo, había desembarcado hacía pocos años un hombre extraño con una nueva bandera en la mano y un nuevo mensaje en los labios...
¿Qué habrá pensado Tula de esto? Nadie podrá saberlo nunca. Pero el que la conozca con conocimiento de amor —que contrariamente a la creencia vulgar, es el mejor modo de conocer los seres y las cosas— el que así la conozca, digo, tiene el derecho de imaginar la intimidad de su pensamiento, y con el derecho tiene también los caminos más sutiles para poder llegar —como llega el aire— al corazón humano inaccesible mientras palpita, a las manos y a los ojos de los hombres.
Para el que quiera y sepa ver a la gran mujer de hondos sentimientos, de sensibilidad casi enfermiza que fu Tula Avellaneda, no le será difícil contemplarla frente a ese mar de Cárdenas, turbada como Hamlet, adolecida de dudas más salobres que las olas murientes a sus plantas.
La habrá visto volverse en torno suyo, tantear con el pie la áspera arena... Por un lado su lealtad al marido que por defenderla expuso en trágica ocasión su vida, una vida maltrecha y acortada desde entonces... También —¡y cómo no!...— sus deberes de gratitud con la gran nación a quien todo lo debía...
Pero por otro, aquel mar turbador siempre, aquel hombre cuyo rostro nunca viera, pero que presentía entonces más peligroso, más estremecedor que un amante... Aquel hombre plantando su bandera junto al mar...
¡Cómo habrá tenido que defenderse la esposa del soldado español, de Tula la rebelde, la borrascosa, la apasionada! ¡Cómo habrá tenido que sujetar ella misma, para que no se le escape, a “La Peregrina”!
De que la sujetó, no hay duda. Pero ¿puede alguien decir a qué precio? ¡Se muere tantas veces de una hemorragia interna, por un golpe o una herida que no se ve!
Lo cierto, lo que sí puede afirmarse sin temor a parecer aventurados, es que allí se quiebra la línea recta, la alta y segura vertical de su vida.
Es como si hubiera tropezado en el espacio con un cuerpo extraño, tal vez un aerolito misterioso, un invisible y ligerísimo cometa...
A partir de ese instante, algo flaquea en la existencia de la poetisa y los acontecimientos van a precipitarse en ella unos sobre otros sin delinear apenas sus contornos.
Ya con paso vacilante que apenas su innata altivez logra hacer parecer sólo pausado, traspasa el umbral con alcurnia del Liceo de Matanzas, avanza hasta el proscenio del gran teatro “Tacón” en La Habana donde entre vuelo de palomas y bengalas, bajo una tempestad de aplausos, le ciñen dos coronas, la de laurel y la de espinas.
Detrás de las coronas una sombra le ronda el paso tardo... Llega a Pinar del Río, y aún antes de sentarse a reposar, la visita la muerte.
Viene por el buen compañero, por aquel en cuyas manos generosas rindiera ella sus últimas tempestades.
Un total desasimiento la penetra por todos los poros de la carne... Le pesa hasta la corona de laureles de oro que le ciñeran en su noche triunfal; le pesa la corona y se la quita, se la deja a la Virgen María del convento de Belén antes de irse... Ya nada más podrán darle ni quitarle en el mundo.
Pero a nosotros sí, amigos míos... A nosotros sí que pueden quitarnos todavía, si no la defendemos a tiempo, la gloria de que sea nuestra quien ha sido tal vez la más grande escritora del siglo XIX.
Encima de todo lo que nos quitan todos los días, también quieren quitarnos a Tula.
Ella pertenece a nuestro patrimonio espiritual, y si se ha tenido siempre por grave delito —y lo es en efecto, aunque resulte ya corriente— atentar contra la hacienda de un país, no debe serlo menos la pretensión de rebajar sus valores morales o intelectuales cuando son éstos precisamente los más difíciles de reponer.
O es que se creen ellos que quitar y poner genios en la Historia, es cosa que se hace alegremente como llenar de nuevo oro las arcas vaciadas de la nación.
Decidamos de una vez y para siempre la suerte de la gran escritora. No es posible tenerla y no tenerla. Hemos de arrojarla con el mismo pie del alfarero, o levantarla en alto donde todos la puedan ver como una flor, como un faro, como una estrella.
Ha llegado el momento de definirse. Cada uno tiene su modo de servir y si pensamos que dentro del suyo, Tula no sirvió a la gloria de Cuba, cedámosla de una vez a quienes no andan con tantos remilgos para brindarle y muy contentos, sitio de honor entre sus filas.
Si no entendemos el drama de esta vida, tal vez aún más hermoso y conmovedor que todos los que en vida escribiera, o si aun entendiéndolo, nos es más cómodo dejar rodar las piedras como vengan, seremos nosotros y no ella, —dolida, enfebrecida reclamando su patria— los responsables de privar a Cuba de una gran página en la Historia de la Cultura.
Y lo seremos quizás porque, aunque parezca paradójico, en este caso como en muchos otros, se teme más a la justicia que a la injusticia.
¡Pero que tal cobardía no se dé al menos entre ustedes, camagüeyanos de toda la Historia y toda la Leyenda! Que sean vuestras manos las que detengan a esas otras manos que pretenden disponer de lo nuestro regalándole a España la flor más bella del jardín, el canto de la casa...
No nos dejemos ofuscar por el sofisma de que España la tiene por suya.
Si esto fuera así, sólo demostraría que allá son todavía más listos que nosotros, aunque muchos se crean lo contrario... Ellos, dueños de Santa Teresa de Jesús, no desdeñan por cierto a la cubana...
¡Pero de unos y de otros habremos de rescatarla, amigos camagüeyanos! Ved que es vuestra Tula a quien se llevan entre ruindades y pequeñeces.
Es vuestra Tula a quien perdemos todos, como si sus ojos no se hubieran abierto al ancho sol de vuestras sabanas, y su corazón no os hubiera amado desde niña y aquella cabecita donde se albergaba ya la chispa del genio, no se hubiera bautizado con aguas del Tínima, en vuestra iglesia de la Soledad...
Es a ella a quien nos arrebatan, y esta vez para siempre.
No lo permita Dios, amigos presentes. Ni lo permita el Camagüey bravío.
¡A rescatar a vuestra Tula, aunque sea como en la gesta heroica, con un puñado de corazones!
¡A rescatar vuestra amazona, aunque sea como dijo Agramonte, sólo con la vergüenza!
Dulce María Loynaz
Conferencia pronunciada en el “Liceo de Camagüey”, por la ilustre poetisa y escritora cubana, Dulce María Loynaz, la noche del 10 de Enero de 1953. Allí consta que: Por iniciativa de la señora María Teresa Arana de Echeverría, este folleto fue impreso en la ciudad de La Habana, a los diez días del mes de enero de 1953. Año del centenario de Martí. El mencionado folleto —cuya portada incluimos— puede ser consultado en la multimedia Gertrudis Gómez de Avellaneda, preparada por Ediciones Cubarte en 2014, con autoría de contenidos y edición de textos a cargo de Cira Romero. Las fotos que acompañan el texto en El Camagüey nos han sido facilitadas por Pável García.