El 13 de mayo de 1516 fue fecha memorable, pues llegaron a Santa María de Puerto Príncipe un barco procedente de Sevilla y otro de Santo Domingo.
El primero era un carabelón llamado El Osado, y traía herramientas agrícolas, jabones, harina, ropas, velas, armas, posturas de higo y de vid y a las primeras principeñas españolas, que fueron 30, 8 de ellas solteritas. El segundo…, bueno, recuerde que nunca segundas partes fueron buenas. Ése ni era para nosotros; su destino verdadero era Jamaica. Fue fletado por Pedro Díaz de Tabares, nombre que nunca olvido. Lo he recordado, sobre todo, algunas tardes de tórrido calor, a eso de las 3:00 p.m., cuando he ido a buscar un poco de agua tibia para aliviar esa sed que sólo se siente en un cañaveral. También cuando me he metido, de madrugada, en las ropas de trabajo frías y mugrientas. Dice un buen amigo que la caña de azúcar es una pérfida gramínea traída a Cuba por un peninsular sin entrañas, incapaz de pensar los trabajos que pasarían sus descendientes. Pues bien, allí lo tienen. En esa carabela trajeron ganado vacuno, caballos, mulos, cabras, posturas de naranja y unos cuantos canutos de caña.
Ya me he ocupado en otra parte de la mudada que se organizó de inmediato. En el primitivo asentamiento, cerca de Punta del Guincho, sólo quedaron nueve hombres armados, para mantener el lugar y servir de correos. El resto marchó a un lugar que después no ha sido bien precisado, al lado del río Caonao, donde ocurrió años antes una terrible masacre de ciboneyes a manos de la primera expedición conquistadora, sin mediar motivo alguno. Dicen los cronistas de la época, que allí estuvo el poblado indio mayor de Cuba, incluso hablan de 2000 casas. Al llegar, según Balboa Troya, eran:
Varones mayores de edad: 51
Hembras mayores de edad: 23
Varones menores de edad: 16
Hembras menores de edad: 7
Total: 97
Había 15 matrimonios. Si apartamos esos 30, y los 23 niños y niñas, obtenemos 53, y nos quedan 44 que estaban “sueltos y sin vacunar”, de ellos 36 hombres y 8 mujeres, creo que ninguna de las ocho debe haberse aburrido mucho.
Por esas cosas que pasan, los canutos de caña prosperaron más que las posturas de higo, vid y naranja. Pienso que eso tuvo su papel en el proceso mediante el cual fueron emparejándose los numeritos censales. Muchos explican que algunos varones se fueron para México y Perú sólo por ambición. Si analizamos los hechos, no hay duda: las inmensas riquezas de los aztecas y los incas eran un atractivo formidable si se las comparaba con las que ofrecía Puerto Príncipe. Debemos tener en cuenta algunas otras cosas, entre ellas una formidable, y es que nadie podía asegurar que encontrarían los increíbles tesoros que después aparecieron.
Después de la matanza ya referida, quedaron por esos rumbos pocos indios y escaseaba la fuerza de trabajo. Incluso puede ser que algunos de aquellos primeros colonizadores, que eran agricultores sevillanos, hayan doblado sus europeos lomos batallando con los canutos de marras, mientras nuestro sol les acariciaba el cogote. Muchos, incluso, se habían quedado sin compañera sevillana, si los números no mienten. Me he visto en situaciones parecidas: muchos canutos, sol abundante, y ni una dama por los alrededores, y me doy cuenta de que quienes arrancaron para México y Perú no eran todos unos aventureros ambiciosos. Entre ellos también deben haber abundado los que, a pleno sol y canuto en mano, recordaron a Pedro Díaz de Tabares y a sus antecesores femeninos, recitando entre dientes:
Bien pudo cambiar de ruta,
Ese gran hijo de… Europa.
Mapa de Juan de la Cosa (1500)