Quizás sepas, lectora amable, o quizás no, que la Radioemisora del Ministerio de Educación dedica un espacio de tiempo a los libros cubanos. Lo más probable es que no lo sepas, pues no es un hecho divulgado; tal se diría que no está bien hecho eso de hablar de nuestros libros, y que no se quiere que se sepa, según la hora y la frecuencia en que y con que se hace: las diez y media de la noche, lunes y viernes... Para mayor desgracia de nuestros pobrecitos libros, la encargada de hablar de ellos no es un literato, ni siquiera una literata; esta servidora es quien habla de ellos: ¡una cocinera! Claro está, allá no me tienen por tal; ni siquiera me conocen por mi verdadero nombre, pues les firmo la nómina con otro que también suelo usar; disimulo el oficio mío verdadero, y como creo yo que nadie oye el dichoso programa que escribo, va pasando: hasta ahora, no me han descubierto. Tú tampoco me descubras, e iremos bien.
—Pero, —dirás, —¿por qué me cuenta esto Adriana Loredo?—. Pues porque me veo en ocasión en que tengo que echar mano de uno de esos programas para llenar esta página, y no quiero que, si por casualidad lo oíste y me lees, creas que lo he plagiado. ¿No se te ha ocurrido nunca en pensar que los periodistas trabajamos siempre: con los muchachos enfermos, enfermos nosotros mismos, con problemas, con disgustos, ajetreados, sin tiempo, sin ganas, hasta sin tema? Sin embargo, es así. Así me pasa a mí hoy. Tengo que entregar mi trabajo, no está escrito, no hay tiempo ni cabeza para escribirlo. Me viene que ni de perlas uno que hice el pasado lunes 28 de junio para mi programa “Los libros cubanos”, en la CMZ; precisamente trata de un libro de cocina que ha de interesarte; y con reproducirlo aquí salimos ganando las dos: yo porque puedo quedar bien en Bohemia, tú porque leerás algo que “si no está bien escrito, al menos no se escribió a trompicones”... Dice así:
Ernestina Varona de Mora es hija de un pensador y fue esposa de un periodista. El pensador se llamó Enrique José Varona; el periodista, Gastón Mora. Además, nació en Camagüey, vivió mucho en La Habana —donde actualmente reside—, y viajó con fruición de espíritu inquieto, averiguándolo todo. “Todo” incluye, para una mujer, el secreto de los guisos nacionales; y si a este dato añadimos una referencia personal —hábito de anotar lo aprendido y el de tener en orden lo anotado—, comprenderemos cómo Ernestina Varona de Mora tuvo que acabar por ser autora de un libro de cocina, y por qué su libro —Manual de la cocina moderna—, es como es: un compendio de recetas de alta cocina, claramente redactadas, metódicamente presentadas, inteligentemente escogidas.
Enrique José Varona era camagüeyano de nacimiento y filósofo de profesión. Leo lo que acabo de escribir, y temo que la bien intencionada cultura del amigo linotipista lo enmiende. He escrito: “Enrique José Varona era camagüeyano de nacimiento...” Era de nacimiento camagüeyano, porque el ser camagüeyano es toda una profesión; y se ha de decir “era camagüeyano de nacimiento”, tal como se dice, por ejemplo, “era militar de carrera”, “era maestro de vocación”, “era poeta de altura”. En otras palabras: a la profesión de filósofo unió la de camagüeyano, que la completa y complementa.
Reconozco que lo que acabo de decir puede parecer exagerado. ¿Profesión, el origen; profesión, la nacionalidad? Ciertamente, cuando el lugar de origen condiciona la manera de pensar y de sentir, impone normas de vida, decide inclusive cómo se puede vivir, y cómo no. Camagüey es ceremonioso y circunspecto; ama los buenos modales y el hablar respetuoso, los nombres sonoros, los dichos sutiles. Siendo yo niña en Camagüey, recuerdo que los cobradores sabían una manera infalible de hacer que contestara a su llamada la casera morosa: bastaba gritar frente a la puerta sorda un “¡Ave María Purísima!” para que desde adentro contestaran, si en efecto había alguien dentro: “¡sin pecado concebida!” A las mujeres que venden de puerta en puerta los sabrosos bocaditos de la tierra las llaman todavía “cositeras” por las “cositas” que llevan en el tablero; maíz pelado entre ellas, que dan con un pedazo de coco. Cuando un camagüeyano discute y se acalora, no le dice a su opositor que es tonto, sino que lo parece: “vos parecéis faino”. Aclaran y delimitan a qué rama del baobab de los Agüero o del sequoia de los Betancourt pertenece un individuo: es Betancourt —dicen— pero no Bombín, sino Chaleco... Y el furaño que oye semejante definición se queda con un palmo de narices: conoció al así definido como Juan Betancourt, sin ulteriores referencias patronímicas a prenda de vestir alguna… Cosas de Camagüey, acaba por decir el forastero.
Cosa de Camagüey también la cubanía honda y la honra intransigente y la amistad celosa y la lealtad larga. Una camarera del hotel Presidente, Sara Vázquez, conoció ha más de diez años, a cierta ancianita frágil que en él vivía. Cuando iba a arreglarle la habitación, se encontraba siempre hecha la cama, según costumbre de las camagüeyanas, que por ricas que sean son mujeres hacendosas. La ancianita un día preguntó su nombre a la camarera, y, en oyendo el apellido, quiso saber si sería “de los Vázquez de Holguín”, porque ésos habían sido muy amigos de su familia. No era de los Vázquez de Holguín la camarera Sara, ni jamás había oído hablar de ellos. La ancianita le contó que habían perdido su fortuna “cuando la Guerra Grande”, que habían emigrado, que muchos eran muertos. Eran, le dijo, buena gente. Y aunque no lo dijo, quizás porque no hacía falta que lo dijera, Sara Vázquez comprendió que, de haber sido ella de esos Vázquez, la ancianita camagüeyana la hubiera tratado como amiga a pesar de sus actuales diferencias de rango social, a pesar de no haberla conocido nunca antes, sólo por el recuerdo de aquella antigua amistad de familia. La ancianita era una Agramonte. Cualquier camagüeyana hubiera hecho lo mismo.
Esa lealtad camagüeyana se da por igual a las personas, a las cosas y a las costumbres. De la misma manera que no repara en prestigios sociales circunstanciales, no hace caso de modas que hoy levantan un objeto para dejarlo caer mañana, ni olvida fácilmente sus tradiciones. De ahí que lo típicamente camagüeyano alcance, en todos los órdenes, calidades que otras regiones cubanas no logran para lo suyo. Hay un cariño fiel, que labora callado, mejorando las cosas de Camagüey. En esa conspiración concurren todos los hijos de la tierra hidalga; especialmente las hijas. No hay mujer nacida en ella que no sea relicario en que se guarda algún secreto de sus típicas artes domésticas; secreto que deja de serlo tan pronto se conversa de esas artes...
Y así nos dicen por qué el queso de almendras camagüeyano de veras es... como es: hay que hacerle el almíbar el día antes, y dejarla reposar antes de utilizarla; hay que usar una cazuela de cobre para ligarlo y cocinarlo. ¡Cuánto amor tiene que haber intervenido en esos dos detalles del almíbar vieja de un día y la cazuela de cobre, cuánto deseo de hacer todavía mejor lo que ya en sí era bueno! De una en otra generación, Camagüey conserva y mejora lo típicamente camagüeyano.
De ello se encargan sus mujeres. Todas son cocineras; cocineras de ésas de docenas de huevos, cazuelas de cobre, leche de coco, libras de almendras. Aceptan recetas extranjeras, pero prefieren las propias. De todos modos, en Camagüey lo extranjero no es extranjero mucho tiempo; si vale, es absorbido, y si no vale desaparece. Al cabo de cierto tiempo, la fórmula culinaria parisién pierde el tomillo y las setas, conserva la mantequilla, adquiere un toque de orégano de la tierra y otro de culantro, olvida su país de origen y se hace conciudadana de los Agüero y los Betancourt.
Con tales antecedentes era inevitable que el texto cubano de alta cocina fuera escrito por una camagüeyana. La hija de Enrique José Varona salió, como todas ellas, aficionada a la cocina; pero, educada por un padre filósofo, no podía la suya ser una afición como la de otra cualquiera. Ernestina Varona pensaba, experimentaba, comprobaba, anotaba. Así fue, sin proponérselo, haciendo un recetario suyo propio. Cuando se casó con el periodista Gastón Mora, comprendió que aquello tenía valor publicitario. Un día, se decidió a hacer un libro. Lo tituló, modestamente, Manual de la cocina moderna. Ya va por la cuarta edición...
Es nada más y nada menos que un libro de recetas. Ya en otra ocasión he hablado de la labor tesonera que implica una obra de esta naturaleza. Una vez más, repitámoslo, sin embargo: reunir y comprobar y redactar las 907 fórmulas que contiene este libro no puede haber sido tarea fácil; ciertamente tiene que haber sido costosa. Pero pudiera haber costado mucho trabajo y no valer nada; pudiera ser una mera expresión del gusto o las preocupaciones de su autora, y nada más. No es ése el caso. Las carnes van desde la humilde vaca frita hasta las costillas de puerco a lo Valdés Fauly y el beefsteak Chateaubriand; las gelatinas ofrecen el baravoy de fresas y el de piña, las peras a la florentina, las gelatinas de guanábana, de mamey colorado, la crema de coco; los dulces incluyen el boniatillo, los cascos de guayaba y las pastillas de guanábana junto al mazapán de Toledo, el queso de almendras típico de Camagüey y los albaricoques a la Conde. Pocas veces hemos visto tal versatilidad en un recetario.
¿Tiene algún defecto? Puede ser. Quizás, por ejemplo, debiera tener más información sobre nutrición, y no conformarse con limitarla a la excelente tabla de vitaminas que pone entre sus primeras páginas. Pero, por otra parte, no pretende ser más que un libro de recetas; y éso lo ha conseguido plenamente. Creemos, en resumen, que el Manual de la Cocina Moderna, por Ernestina Varona de Mora, tiene derecho a ocupar un lugar entre los buenos libros cubanos.
Publicado en Bohemia, 11 de julio de 1948. Sección El menú de la semana. p.122. Tomado de Adriana Loredo: Páginas muy bien condimentadas. Compilación y prólogo de María Antonia Borroto. Santiago de Cuba, Editorial Oriente, 2018.