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Mis recuerdos de Martí

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Mis recuerdos de Martí

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Cuando Martí regresó a Cuba, en 1879, su nombre no me era extraño. Conocía de él ya un folleto político, que me había impresionado vivamente, tanto por el fervor y nobleza de las ideas, cuanto por lo insólito del estilo. Sabía que el autor, cuando lo escribió, era un adolescente; y no podía menos de sorprenderme el sello de vigorosa personalidad que se marcaba, a cada paso, en esas páginas, que parecían vibrar, como si las animara el eco de la voz de Lamennais.

Fue aquella, época de grande efervescencia de ideas, entre nosotros. La cátedra académica preludiaba lo que había de ser poco después la tribuna política, y atraía un concurso ávido de bella palabra y de nuevas doctrinas. Se aseguraba que el recién llegado poseía el don de la elocuencia; y fácil, como he sido siempre, a dejarme encantar por la virtud de la oratoria, ardía en deseos de oírlo.

A poco de su llegada, me ofreció la ocasión apetecida una fiesta del Liceo de Guanabacoa. Nunca olvidaré el embeleso en que estuve todo el tiempo que habló Martí. La cadencia de sus períodos, a que sólo parecía faltar la rima para ser verso, mecía mi espíritu como verdadera música y con el efecto propio de la música. Al mismo tiempo, pasaban ante mí, como enjambres de abejas doradas, como surtidores y canastillos de agua luminosa, como rosetones de fuego que se abren por el éter en manojos de oro, zafiros y esmeraldas, sus palabras sonoras, en tropel de imágenes deslumbrantes, que parecían elevarse en espiras interminables y poblar el espacio de fantasmas de luz. Era un arrullo continuado que me producía, en vez de somnolencia, deslumbramiento.

Cuando supe que había de contestarle, desperté bruscamente, y con no poco sobresalto, porque advertí que, cautivado por la melodía, poca atención había podido prestar a la trama lógica de las ideas. Mi impresión había sido artística; y no intelectual. Supongo que de ello habría de resentirse la disertación con que le contesté. Todavía los primeros párrafos de ella revelan la suspensión en que me habían dejado esa palabra y esa imaginación desbordadas y cautivadoras.

Oí después a Martí otras veces, siempre con mucho gusto, pero efecto más atenuado. Sucedió así, porque más habituado yo a su manera, mi gusto vaciado en otros moldes estaba ya prevenido y, sin poderlo remediar, a la defensiva. No tuve nunca oportunidad de escucharle ningún discurso político. Pero me doy cuenta del efecto maravilloso que debía producir, sobre todo en los emigrados soñadores, anhelosos de esperanzas, su palabra vidente, desatada en torbellino por la vehemencia de su fe patriótica.

Nuestro trato fue breve, porque breve fue la estancia del tribuno en Cuba. Algunos años después, me encontraba en Nueva York, primera etapa de mi infructuoso viaje a España como Diputado a Cortes. A la mañana siguiente al día de mi llegada, estaba yo en el comedor del hotel, cuando vi adelantarse rápidamente hacia mí, con los brazos abiertos, un hombre de muy nervioso andar y los ojos chispeantes, que me llamaba por mi nombre con acento regocijado. Era Martí, que desde ese momento me acompañó con frecuencia, hablándome sin cesar de Cuba.

Fue otra forma de hechizo la que ejerció sobre mí el orador del Liceo, pero más duradera. De Martí, en la plática mano a mano, en la efusión espontánea de su pensamiento ardoroso que brotaba por los labios, los ojos y los ademanes, podía decirse con verdad lo que el Cósimo de D’Annunzio dice del escultor Gadi: “Pertenece a la más noble de las castas humanas; es un vivificador”.

Sí, su palabra era algo viviente que transfundía vida. Me parece verlo, el día que nos separamos, detenidos los dos en un ángulo de la reja que rodea el cementerio de Trinity Church. En medio del bullicio atronador de aquella parte, congestionada siempre, de la enorme ciudad, yo no oía sino su voz conmovida, que me conmovía, cual pesada niebla, el porvenir de la patria; admirado yo de verlo sacudir de súbito esos pensamientos sombríos, como si ya su visión interna se alumbrara con los lejanos resplandores de una nueva aurora.

Nunca más nos encontramos; pero nos escribíamos de cuando en cuando. Sus cartas, fuera el que fuese el asunto, tenían el mismo magnetismo de su conversación. Se le oía y se le veía al través de los amplios trozos de su letra nerviosa. Escribía a sus amigos como les hablaba; las imágenes florecían bajo su pluma como en sus labios; el corazón se le derramaba tras las palabras. “Increíble es que nos esperen mayores desdichas, me decía en una de ellas; pero parece de veras que nos están reservadas humillaciones y angustias más temibles, por menos remediables, que las que tienen a V. atribulado el corazón, y a mí como muerto en vida. Qué alegría verlo a V. entre estas penas como una flor de mármol!”.

En el verano del año 94 hice un viaje a Nueva York, para verlo. De acuerdo con algunos amigos, resueltos como yo a seguir a nuestro pueblo por el camino por donde se lanzara, pero que juzgábamos deber imperioso detenerlo cuanto fuera posible al borde del oscuro viacrucis; para que midiese bien sus esfuerzos y los obstáculos de todo orden que habían de contrastarlo, quise intentar un supremo esfuerzo acerca de aquel hombre de gran corazón, que ya sabía de antemano mi modo de apreciar el problema y las circunstancias en que se planteaba.

Cuando desembarqué, hacía pocos días que Martí había salido para México. Me avisté con uno de sus lugartenientes, que era también mi amigo, Benjamín Guerra. Este me oyó cortésmente, sin desabrimiento; pero como quien desde luego sabe que no ha de ser persuadido. Me ofreció ofrecer a Martí mis palabras; mas, cuando nos separamos, la visión que me persiguió por algunos momentos fue la de una gran oscuridad en cuyo seno se produce de súbito un gran incendio.

No he vuelto a ver a Martí, sino ahora, sobre su blanco pedestal de mármol, glorioso desaparecido que ha entrado en la inmortalidad. No sé si será un sentimiento egoísta; pero más quisiera que su mano pudiera calentar la mía y que su ancha frente de iluminado pudiera inclinarse sobre Cuba, para dar calor a su alma con las chispas de su noble pensamiento.

27 de febrero.

Tomado de El Fígaro, Año XXI, Núm.10, 5 de marzo de 1905, p.114.
El Camagüey agradece a José Carlos Guevara la versión ya digitalizada de este texto y la imagen del periódico en que apareció.

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