Hace días recibí de Camagüey, un libro —Mi suma ideológica— de Luis Pichardo Loret de Mola. Premio Justo de Lara, Premio Nacional de Literatura, alma y vida de El camagüeyano, diario principal de la que fue Santa María de Puerto Príncipe. Un libro en el que su autor recoge unas cien crónicas, intituladas “Meridianas”, con las que levanta su voz austera y grave sobre la paz y la guerra de su ciudad, la ciudad Prócer de la República de Cuba. Voz grave y austera, pero nunca pedante, voz de auténtico periodista que con maneras de gran escritor va recogiendo la savia que corre a raudales por las calles, las plazas y las callejuelas de la vieja villa de los tinajones y los arcos polilobulados, en la que nacieron Agramonte y El Lugareño para no nombrar más que dos entre tantos y tantos. No es nada fácil lograr, así como así, tal empeño. Muy pocos periodistas se atreven con esa recopilación de su obra transida de prisas y sinsabores. Al ponerse a ordenarlas se encuentran con que la actualidad se ha comido sus artículos como obra de ratones. No queda nada de ellas sino la buena prosa, cuando existe: una ráfaga bullanguera de lo que pasa alborotando el vecindario, pero de pronto ya un silencio largo y triste por los siglos de los siglos. Quizás ésta sea la diferencia entre los buenos y los malos periodistas, entre los buenos y los malos escritores. Mientras los primeros conquistan una satisfactoria perennidad, a los segundos se les agosta su jardín como si sobre él pasara el fuego verde de los huracanes tropicales. Ni más ni menos que la victoria de los clásicos, únicamente empeñados con los temas eternos, con las constantes mágicas de la vida, mientras los otros se marchitan como la efímera juventud, un poco más de sol, y a la trasparencia del osario bajo la piel antes tersa y nacarada. Lo del periodismo resulta casi siempre más difícil, aunque piensen algunos que exagero. Los autores de libros escogen su perspectiva, escriben con sincera calma, se vuelven mil veces sobre el asunto si lo consideran preciso. El periodista, por el contrario, sumido en la actualidad, tiene forzosamente que fabricarse su personal aislamiento y altitud para contemplar el cercano paisaje como si lo tuviera lejos, a diez o quince años luz, por lo menos y para ser modestos. En esto radica su pericia, su talento, su virtud, su sapiencia. Transformar en hoja seca, y por lo tanto poética lo que luce aún en lo más libre de las ramas, cara al aire y a la lozanía de los fáciles segundos. Sin poesía nada es verdad, todo carece de substancia, de corazón bramando en la soledad de su río sagrado. Las hojas secas de los árboles se guardan entre las vivas de los libros. Y su ayer, con el hoy constante de la letra impresa, establecen una rara simbiosis que luego los hombres van a experimentar sin saber, nunca, de dónde viene esa maravilla.
Luis Pichardo Loret de Mola, escribiendo lejos de la gran ciudad que es La Habana, más cerca de la substancia de la patria y de la existencia, ha sabido robarle, como muy pocos, esa hondura celestial al duro periodismo de todos los días. Yo, sincera e increíblemente, me he bebido el libro como si se tratara de una sabrosa novela. En realidad no otra cosa es su libro. Novela de él y de todos, de Camagüey, su vivir y ser en las circunstancias del presente. ¿Qué sería de los historiadores si no hubiera escritores así, de cuerpo entero, metidos en la heroicidad del periodismo? Palabras sin eco; acciones sin respuesta; empresas sin destino. Ni las ciudades ni los pueblos ni las naciones se hacen así como así, saliendo a la calle todos los días. Ya decía aquel pícaro y remordido humorista que fue Oscar Wilde, que “la naturaleza imita al arte”. Pues bien, las gentes y las villas imitan a sus cronistas. Se afirman en sus arcanos al verlos descubiertos; adquieren la urgente carta de naturaleza de sus conflictos que antes les corrían por la cara sin saber, como si fuera lluvia; perfilan su andar al verse en el recorte de la sombra. Como Colones de toda edad y todo momento, los pocos Loret de Mola parten en busca de la eterna novedad de la vida, y regresan con el hallazgo en la bodega de su prosa. Los lectores pasan sus ojos ávidos sobre las páginas del periódico, se nutren con sus enseñanzas y descubrimientos, son otros cada mañana, sumados a los hallazgos del escritor, como si hubieran nacido de su propia carne personalísima. Después, a todo más, la ciudad agradecida les dedica una calle o una plaza, sin darse cuenta de la tremenda injusticia, ya que toda la villa participa y participará, en alguna medida, del júbilo y la agonía del escritor que fue dando y recogiendo, creando y recreando la vida de su pueblo mucho más aún que si fuera la propia vida.
Tragedia, drama, sainete, comedia. De todo hay, como en la viña del Señor, en este delicioso libro de Luis Pichardo. Bajo el ala de sus páginas uno puede soñar, meditar, reír, maldecir, esperar, volver sobre sus pasos y rehacer el camino. Ha hecho bien ya que ha podido, en editar este volumen con la cooperación debida del Ayuntamiento camagüeyano. No sólo la constancia de un nombre, sino la constancia de una época, el rastro de nuestra vida para cuando ya nuestra vida no sea sino recuerdo, polvo, bruma y pasado. Uno se goza mirando, y metiendo su cabeza en este extraordinario salvavidas. Se siente más seguro, menos viento, más piedra. Con más razón y peso, con más sangre para la nueva sangre. Más pegado a los demás hombres, sus compañeros de etapa histórica; más fundido con la atmósfera de sus años, más consecuencia de lo precedente y hasta lo trascendente. Más si, y no, en lo que la brisa se lleva. Más y más. Al fin y al cabo, un mágico espejo donde logramos vemos el rostro, el asomo del alma, en tantas ocasiones muy poca cosa, metida y arrinconada bajo la palpitación de la carne.
El gran poeta, Agustín Acosta, prologa el libro. Lo hace como quien es, como un poeta legítimo. Los poetas, de verdad, calan muy hondo, llegan a la semilla sin tocar la tersa piel de la fruta. Agustín Acosta nos abre las páginas, y nos mete de rondón en la lectura. Dios se lo pague. Y le dé la oportunidad de otros prólogos para otras crónicas de Loret de Mola, tan admirables como éstas, por las que Camagüey va a ser salvada del tiempo, en el arca simbólica de su magnífica labor periodística.
Incluido originalmente en Información. “Blancos”, 7 de febrero de 1957. Tomado de Luis Amado Blanco: Juzgar a primera vista. Centro de Investigación y Desarrollo de la Cultura Cubana Juan Marinello y Ediciones Boloña, Oficina del Historiador de la Ciudad de La Habana, 2003, pp. 113-115.