¡Oh Camagüey, oh suave comarca de pastores y sombreros! No puedo hablar, pero me gritan la noche, este misterio; no puedo hablar, pero me obligan el perfil de mi padre, su índice de recuerdo; no puedo hablar, pero me llaman su detenida voz y el sollozo del viento.
¡Oh Camagüey, oh santo camposanto, santo, santo! Beso tu piedra secular, tu frente ennegrecida; piso con mis zapatos de retorno, con mis pies de ida y vuelta, el gran reposo de tu pecho. Me veo partir como un jinete. Busco en tu violada niebla matinal una calle y la sigo por entre el laberinto de mi infancia, por entre las iglesias torrenciales, por entre los machetes campesinos, por entre plazas, sangres, gritos de otro tiempo. Es un sueño. Oh, mi pueblo.
La voz de una guitarra suspendida suena, llora en el aire:
Clavel de la madrugada, el de celeste arrebol, ya quema el fuego del sol tu gran corola pintada. Mi bandurria desvelada, espejo en que yo me miro, desde el humilde retiro de la ciudad que despierta, al recordar a mi muerta, se me rompe en un suspiro.
Andando voy. Encuentro caballos soñolientos y vendedores soñolientos y borrachos de vuelta, soñolientos: caigo, lloro; tropiezo con gentes de otro tiempo, con gentes de allá lejos, que ruedan, se deslizan de otro tiempo. Es un sueño. Oh, mi pueblo.
Si yo pudiera confiar a una guitarra compañera mi pena simple, cantaría:
Aquí estoy ¡oh tierra mía! en tus calles empedradas, donde de niño, en bandadas con otros niños, corría. ¡Puñal de melancolía este que me va a matar, pues si alcancé a regresar, me siento, desde que vine, como en la sala de un cine, viendo mi vida pasar!
Repito nombres ya desabrigados, a la intemperie; nombres como huesos de antepasados prehistóricos. (Mi prehistoria: ayer apenas, hoy mismo todavía y mañana tal vez.) ¿Dónde está Ñico López, farmacéutico y amigo? ¿Dónde está, por ejemplo, Esteban Cores, empleado municipal, redonda cara roja con su voz suave y ronca? ¿A dónde fue mi abuela pequeñita, caminadora pequeñita, Pepilla pequeñita, con su voz asfixiada y su pañuelo de cáncer ya en el cuello, mi abuela pequeñita? ¿Y el policía Caanmañ, con altos ojos verdes y boca de dos dientes? ¿Y dónde está Zamora, el policía negro, corpachón de gigante, sonrisa de hombre bueno? (¡Zamora, que allá viene Zamora! Era el grito de espanto sobre mis juegos, terror de mis esparcimientos.) ¿Y mi compadre Agustín Pueyo, que hablaba de Aristóteles en las tertulias de «Maceo»? De repente me acuerdo de Serafín Toledo, su gran nariz, su carcajada, sus tijeras de sastre, lo veo. De Tomás Vélez tengo (de Tomás Vélez, mi maestro) el pizarrón con logaritmos y un colmenar oscuro de abejas matemáticas en el Callejón de la Risa. Apeles Pía me espera, pintor municipal de viento y polvo, el Enemigo Bueno, diablo mayor, que me enseñó la primera mujer y el primer trago. ¿Y aquel ancho periódico donde el señor Bielsa desataba ríos editoriales? ¿Dónde está el coche, con su tin-tán, tin-tán, con su tin-tán el coche de don Miguel Ramírez, médico quebradizo y panal que tuvo fuerzas para arrancarme de raíz? Encuentro en un recodo del recuerdo, frente a un muro de plomos alfabetos, a Próspero Carreras, el tipógrafo casi mongol, breve chispazo eléctrico allá en la suave imprenta provinciana de mi niñez. Ahí pasa Cándido Salazar, que repartía de barrio en barrio y sueño liberal, repartía con su perfil de emperador romano, repartía bajo un cielo de estrellas y murciélagos, en la noche reciente repartía rosas de tinta y sangre cortadas por mi padre para el pueblo. Calle del Hospital, recorro tu antigua piel de barro mordida por el viento.
No olvidé, no he olvidado, calle de San Ignacio, el gran balcón aéreo de la terrestre casa donde soñó don Sixto, que fue abogado y mi padrino. Búscame, calle de San Miguel, de nuevo aquel pupitre público lleno de cicatrices cortaplumas y el aula pajarera, fino trueno colmenar y la ancha voz metálica de Luis Manuel de Varona.
Vengo de andar y aquí me quedo, con mi pueblo. Vengo con mis recuerdos, vengo con mis heridas y mis versos.
Mi madre está en la ventana de mi casa cuando llego; ella, que fue llanto y ruego, cuando partí una mañana. De su cabellera cana toma ejemplo el algodón, y de sus ojos, que son ojos de suave paloma, latiendo de nuevo, toma nueva luz mi corazón.
Vengo de andar y aquí me hundo, en esta espuma. Vengo de andar y aquí me tiendo, en esta hierba. Aquí vengo a jugar, en esta plaza. Aquí vengo a cantar, bajo estas nubes, junto a verdes guitarras temblorosas, de muslos entreabiertos. Gente de urgencia diaria, voces, gargantas, uñas de la calle, límpidas almas cotidianas, héroes no, fondo de historia, sabed que os hablo y sueño, sabed que os busco en medio de la noche, en medio de la noche, sabed que os busco en medio de la noche, la noche, este silencio, en medio de la noche y la esperanza.