Tratemos de establecer lo que significa Ballagas en la poesía cubana. Creo —sin que tenga necesidad de intercalar la aclaración “salvando las distancias”— que a Ballagas se podría aplicar la frase de Hugo sobre Baudelaire: C’est un frisson nouveau... No encuentro mejor definición, captación más efectiva que esa frase corta, precisa, concluyente de Hugo, y, por supuesto, plenamente confirmada.
En seguida pongamos que Ballagas se ubica en esa fila de los “pequeños grandes poetas”. En un ensayo, Edmund Wilson habla de los minor writers. Sería error traducir el término por escritores menores. Se trata más bien de pequeños grandes escritores.
Por último, (por supuesto trataremos de profundizar todos estos aspectos) Ballagas tiene un lugar destacado en la poesía latinoamericana.
Cuando nuestro poeta publicó su primer libro de versos —Júbilo y fuga— ciertamente La Habana no se “alborotó”. Un joven poeta de Camagüey llegaba a la capital con su librito de versos bajo el brazo. (De paso diré que este fenómeno del joven de provincias con su librito bajo el brazo es todo una “constante” y sería muy divertido hacer una estadística). En ese librito —que no es despreciable pero que al mismo tiempo no es apreciable—, Ballagas se limitaba (creo que es el verbo exacto por cuanto nos deja ver que el poeta sería capaz de desbordarse) a jugar con las palabras. ¡Y cómo se divirtió Emilio escribiéndolo, y cuanta pasión de juego puso en él! Es un jugueteo constante desde la primera página a la última: el “viento de la luz de junio” se mezcla caprichosamente con las naranjas, “que se mecen en las frondas como sorpresas redondas”. Y el clímax lúdico. su exasperación, alcanza su punto alto en el Poema de la jícara. Ha sido tan dicho y redicho, ha servido a tanto recitador —excelente, mediocre o infame— que no tengo necesidad de refrescar la memoria al lector. En suma, todo parecía anunciar que tendríamos un poeta más, nada sobresaliente, con “audacias verbales” procedentes de la firma Brull, con resabios del primer (y nunca segundo, tercero o cuarto) Florit, y claro está, con las hipóstasis obligadas de programa de los poetas franceses de ese momento y de antes de ese momento.
Conviene aquí detenerse siquiera un instante en la poesía cubana que se hacía por ese entonces. ¿Qué teníamos de “activo” poético? En verdad, nada de que pasmarse: poetas discretos que estaban bien, que podían ser leídos sin tirar el libro, peroran sólo eso. Estoy tratando de limar asperezas pero no queda más remedio que decirlo de una vez: no contábamos, desde la desaparición de Casal, con ningún otro pequeño gran poeta. Sin duda, estaba Rubén Martínez Villena —caso mayor en nuestra poesía— pero la maldita tisis iba a interponerse entre él y su obra. ¿Qué quedaba entonces? ¿Los poetas coetáneos de Rubén? El tiempo nos permite una perspectiva segura de María Villar Buceta, de Ramón Rubiera, de Regino Pedroso, de Juan Marinello, de Rafael Esténger, de Enrique Serpa, de Andrés Núñez Olano (este último tuvo la valentía de decirme hace poco que había decidido dejar la poesía porque imitar a Valéry a la perfección no bastaba).
Ballagas en París
Foto tomada de Lunes de Revolución
Por fin Ballagas conoce en La Habana a los poetas llamados de la Revista de Avance. Entre ellos está la potencia enemiga, ese poeta del cual todos esperaban todo, y del cual ya se hablaba, sotto-voce, en el sentido de tener en muy breve tiempo a un gran poeta. Naturalmente, Ballagas se hace amigo de Florit, por el momento es su discípulo y rendido admirador en espera de salirle al frente y ver quien canta más alto. En este punto hagamos un paréntesis. En arte quien no se arriesga no cruza la mar. Es un lugar común, pero de vez en cuando conviene echar mano a los lugares comunes. Y se lo aplico a Florit. El perfeccionó una forma (esto es positivo) pero no fue más allá. Se instaló en la misma, y semejante a esos amanuenses que nos hacen encantadoras figuras con una pelota de arcilla, la cual forman y deforman a voluntad, su expresión poética siguió siendo la misma de los comienzos. A esto se llama regodeo, pero el alma pedía otra cosa. Aclaremos: no es posible que la pedrería vaya por un lado y el alma por el otro. Florit se hacía cada vez más lujoso, más estatuario, marmóreo y perfecto, pero todo eso era en detrimento de unas furias que inútilmente pugnaban dentro de él por dar los grandes gritos. Pasados treinta años, uno dice: ¿Y dónde está el hombre en estos versos? ¿Por qué me suenan falsos? Cierto que han alcanzado una rara perfección, no menos cierto que la sensibilidad ha tocado aquí una de sus cuerdas mejores, pero, con todo, no logro escuchar los gritos, han sido acolchados —acolchados por la belleza formal—, de gritos se han convertido en suspiros, y para eso en suspiros quintaesenciados, no se advierte el menor rastro de los efectos devasta-dores de una pasión, y si ella azotó una vida, el autor la sometió a una alquimia tan absoluta, que de la misma sólo aspiramos su perfume pero no sus miasmas.
Mas volvamos a Ballagas. Después de coquetear con la poesía de Florit y hasta imitarla un poco; aun cuando seguía afirmando que Florit era nuestro gran poeta, Emilio se apartó bruscamente de todo eso. En 1936 (año en que lo conocí) hizo una visita a Camagüey, donde yo residía. Una noche, después de cenar en casa, yo le mostré un poema, parece que muy alambicado, muy hecho. Dando golpes a su pierna con el papel, me dijo con inesperada vehemencia: “Pero, aquí, ¿dónde estás tú, Virgilio”? Entonces me habló de Elegía sin nombre, insistiendo todo el tiempo que en dicho poema él había puesto su cuerpo y su alma. De pronto citó, muy emocionado, el verso final de un soneto de Sor Juana: “Mi corazón sangrando entre tus manos”... Pasó un año y medio. Yo me fui a vivir a La Habana para empezar mis estudios universitarios. Un día nos encontramos, y cuando previa cita volvimos a vernos fue para entregarme “Elegía sin nombre”. Entonces me dijo, mientras me lo dedicaba: “Ahora estoy bien metido en el sufrimiento”. Y añadió: “Si cuando ya no exista a alguien se le ocurre escribir sobre mí por lo menos no me echarán en cara el sufrimiento”.
Con ese poema (con los demás que siguieron) Ballagas comunicó a la poesía cubana ese “frisson nouveau” de que hablaba al principio. No sería excesivo ni tampoco desatinado afirmar que La Habana entera se sobresaltó y se conmovió con la “Elegía”. El lector puede imaginar en este punto el número de poemas que a diario ven la luz pública o cualquier otra clase de luces, y consecuentemente también puede imaginar su poca o ninguna resonancia. El público puede hacerse lenguas fácilmente de una obra de teatro, de una canción, pero ¿de un poema? No es tan fácil. Cuando digo La Habana entera, se comprenderá que hablo de las cien personas que en esta ciudad tienen algo que ver con la poesía; pero aun así no es cosa frecuente que un poema “quede” encajado de manera definitiva, nos alborote y nos conmueva. La “Elegía sin nombre” cumplía con todos los requisitos del caso para producir este efecto. Para empezar, si el poema no va más allá del poema su efecto se perderá poco a poco como círculos concéntricos que una piedra hace sobre la superficie de las aguas. Por el contrario. Ballagas lograba que su Elegía, propagando más y más sus ondas, alcanzara, como se dice, las fibras más sensibles de sus lectores, ésas que ya no son puramente ganábamos para nuestra poesía ese nuevo estremecimiento”, que Ballagas, en poemas subsiguientes enriqueció más todavía. Y es así que para 1939 (año de la publicación de Sabor eterno) ya Ballagas es un poeta “distinto” entre nuestros poetas: acaso éstos sean más perfectos, más modernos, más “intelectuales”, pero Emilio, les llevaba la ventaja de haberse quemado, de haber atravesada de extremo a extremo, ese infierno privado que un alma, en la tierra, suele, en muchas ocasiones, fabricarse. Y como decía, ese infierno era el resultado del sufrimiento. Y era también un precio elevado que se pagaba. ¿Quién no recuerda los versos de Baudelaire en Benediction: “Soyez béni, mon Dieu, qui donnez la soufrance— Comme un divin rémede a nos impuretés— Et comme la meilleure et la plus pure essence— Qui prepare les forts aux saintes, voluptés!—
Ahora bien, Ballagas, instaurando este “frisson nouveau” en nuestra poesía se iba haciendo por efecto del mismo ese pequeño gran poeta, que al principio de esta nota hube de señalar. ¿Y por qué pequeño gran poeta? Aquí una vez más la muerte nos juega su mala pasada. Es sabido que en varias ocasiones cuando esperábamos mucho de algunos de nuestros mejores poetas la muerte ha venido a interponerse: la muerte se llevó (no hay otra expresión a pesar de su brutalidad) a Casal, a Martí, a Martínez Villena, a René López, a Zenea, a uno de los hermanos Urbach. Aparte de la pérdida irreparable, queda esa otra cuestión de mayor importancia para cualquier historia literaria: pero, ¿y si no hubiera sobrevenido esa muerte prematura, acaso lo habrían hecho mejor? Como no hay que cortar los cabellos en cuatro, prefiero pensar que a más años de vida mayores oportunidades de alcanzar la gran poesía. En el caso de Ballagas (que muere de cuarenta y siete; para muchos cubanos una edad casi senecta) todo hacía pensar que su poesía, con el decursar de los años, llegaría, según gustan de decir los profesores de literatura, a ese grado de madurez en que uno es, resueltamente (como cuando se asalta a alguien en un camino) un altísimo poeta. Pero como tenemos que conformarnos con lo que Ballagas alcanzó —y lo que alcanzó no había trascendido aún los límites de su historia particular y privada— es por lo que le damos ese calificativo (muy alto, por cierto) de pequeño gran poeta. Y conste que en la historia de nuestras letras los pequeños grandes poetas se pueden contar con los dedos de una mano.
Y esto puede extenderse a toda nuestra América. Si no me equivoco, en el prólogo a la Antología de Poetas Argentinos, Borges dice: “Al contrario de nuestros hermanos del Norte (cito de memoria) los sudamericanos no hemos producido todavía un Poe, un Melville, un Whitman”... Latinoamérica, me parece que con la excepción de Neruda, ha producido hasta ahora esos pequeños, admirables, milagrosos pequeños, grandes poetas: Vallejo, Huidobro, Octavio Paz, Lezama, Guillén. A su vez, Ballagas, con pleno derecho, forma en esa constelación, y a cada día que pasa, sus poemas son más leídos y su resonancia se va haciendo cada vez más sonora. Leyéndolo, un amigo en Buenos Aires me decía: “Pero, che, ustedes los cubanos son macanudos: tienen a Ballagas y no se dan cuenta”. Claro, él como recién se asombraba quería que también nosotros no saliéramos de nuestro asombro. Y es por eso, que a cinco años de su muerte no pudiendo asombrarnos sintamos en cambio conmovidos.
Tomado de Lunes de Revolución. Número especial Homenaje a Emilio Ballagas. Núm.26, septiembre 14 de 1959, p.3-5.