Sí, ya lo ven ustedes. Ha muerto Emilio Ballagas y todo sigue igual, inalterable, corriendo por ahí como si tal cosa. Los pasquines disfrazando la ciudad de un carnaval sucio y grotesco. Las gentes a sus cines y a sus diversiones. Los políticos a sus mítines y los vagos a su descanso. Y ni un comentario ni una frase popular, ni siquiera un ¡ay! en el alma de los habaneros que lo vieron crecer y lo admiraron de hombre hecho y derecho. Nada, un vacío absoluto. Tan sólo la presencia en el entierro del doctor López Isa, más como amigo que como ministro. Ha muerto un poeta, uno de nuestros más grandes poetas y salvo los del oficio, los escritores y los periodistas, nadie se ha enterado de que una voz purísima de Cuba se calló para siempre, dejándonos mudos y cariacontecidos, tristes y solos sin la maestría de sus décimas criollas. Ni el Presidente provisional de la República, ni el que anda con licencia electoral, ni el candidato de la oposición han dicho ni esta boca es mía, como si la cultura de un pueblo, de su pueblo, contaran en lo absoluto para nada. No se puede nombrar a Martí, no se puede celebrar el centenario de su nacimiento para luego silenciar la muerte de un altísimo poeta, hombre ejemplar, ciudadano modelo, siempre en su tarea, sin pedirle nada a nadie, luchando por la verdadera grandeza de su patria con la mejor pluma y la mejor cuartilla. No se le puede explicar al niño, en la escuela, la grandeza del Apóstol, para luego no decirle en clase estremecida de emoción, quién fue y qué significó la vida humilde y la obra esforzada de este poeta que soñaba rumbas celestiales y cantaba el placer blanco de los ángeles en la concordia magnífica del cielo. Hace no mucho, en Francia, en París, moría Colette, una gran novelista cargada de años y de laureles. Su entierro fue un acontecimiento nacional que luego reprodujeron los noticiarios cinematográficos y las revistas más y menos especializadas. Cada niño francés con afición a las letras podía montar su entusiasmo futuro en aquel majestuoso entierro. “Yo quiero ser alguien, morir así, rodeado de mi pueblo”, podría decirse en su interior en audaz forja de su destino, mientras que aquí, entre nosotros, el ejemplo nace ciego, ya que a los poetas, por muy grandes que sean, se les entierra, casi sin saber, cada cual ocupado en alguna tontería de su mediocridad insalvable. El país que no celebra a sus artistas, es un país sin pulso, al garete de cualquier tormenta histórica que lo cruce a lo largo de su geografía. Sobre todo si es un país pequeño como el nuestro, que por suerte de Dios tiene hombres de letras y de paleta y de teclado y de cincel, que llegan a donde los de otras tierras llegan, ni un milímetro más ni un milímetro menos. Colette no fue en París más que Ballagas en La Habana. Cada cual por su lado, pero cada uno forjando una pasión artística que le brotaba desde muy hondo. Ballagas, el de la poesía jocunda y sudorosa del negro en el juego maravilloso de sus jitanjáforas. El de las tierras soledades románticas estremecido de nubes. El de las preocupaciones teológicas en una solemne anticipación de su deceso.
“¡Cómo me diera a correr / driver en auto sin sombras / ya sin amarras del hoy, / libre de ayer y mañana... / desatado, blanco, eterno!”