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La mujer (III) – Considerada respecto a su capacidad para el gobierno de los pueblos y la administración de los intereses públicos

La mujer (III) – Considerada respecto a su capacidad para el gobierno de los pueblos y la administración de los intereses públicos

I

Aunque somos deudoras al Cristianismo de la proclamación solemne de la dignidad de la mujer, cuyos derechos de compañera del hombre y su cohabitante del cielo quedaron para siempre consignados; y aunque sea cierto también que a pesar de ello —y en deplorable muestra de la resistencia que opusieron las tinieblas de la razón humana al luminoso espíritu del Evangelio— todavía fue objeto de risibles debates la singular cuestión de si debía ser considerado nuestro sexo como parte integrante de la especie racional, es hecho no menos evidente que desde muy antiguo —y a despecho de todas las egoístas teorías del sexo dominador— cedía éste en la práctica a la influencia poderosa del avasallado, y hasta reconocía en él, como por instinto, cierta grandeza, que no acertaba a explicar sino atribuyéndole inspiraciones divinas. La historia de los francos, los celtas y los germanos, nos muestra a cada paso la veneración que alcanzaban entre aquellos pueblos las mujeres, en cuyas manos depositaban muchas veces —al ocurrir circunstancias graves— toda la autoridad civil y política. Los francos podían censurar libremente la conducta de sus magistrados, pero no les era permitido poner en duda la sabiduría de los consejos femeniles, porque eran reputados oráculos del cielo.

En las Galias se instituyó un tribunal de damas, que fue por largo tiempo el más ilustre y respetable de la nación: el alto concepto de que gozaba, aun entre los extranjeros, resplandece en el hecho de que al concluir Anníbal un tratado de paz con los galos, estipuló solemnemente que si alguno de éstos cometía ofensa contra un cartaginés, sería sometido al fallo del senado de damas, y no a ningún otro.

¡Cosa notable! cuando decayó la influencia de la mujer en las Galias, y la administración del país quedó exclusivamente en manos de los Druidas, aquel pueblo — independiente y vencedor hasta entonces—no tardó mucho en verse tributario de Roma.

Isabel I, Reina de Inglaterra 
Atribuido a George Gower

II

En ningún tiempo la mujer —no obstante su pasada degradación— ha dejado de empuñar algunas veces el cetro del poder, y ¡cosa también notable! casi siempre lo ha empuñado con gloria.

Tomíris, a la vez que reina, fue legisladora de los scitas. Dido fundó la nación que llegó a ser con el tiempo rival temible de la dominadora del mundo. Semíramis brilla entre los monarcas caldeos con un resplandor que —traspasando sombras de los tiempos— ha llegado a nuestros días. Débora —a quien ya citamos como belicosa heroína— no se hizo notar menos por su acierto en la administración de justicia. Las dos Artemisas merecieron que aun vivan sus nombres. Zenobia no les probó a los romanos que era un gran capitán, sino después de ser venerada por sus súbditos como una grande reina, y así alcanzó de sus mismos enemigos el glorioso título de Augusta.

Si cesando de remontarnos a tan lejanas edades, nos fijamos un momento en las del Cristianismo, presentánsenos en tropel —una Amalasunta, que se conquista el nombre de Salomón de su sexo; —una Alix de Champaña, regenteando con singular acierto la turbulenta Francia durante la minoría de su hijo Felipe Augusto; —una Margarita de Valdemar, que une en sus sienes las coronas de Noruega, Dinamarca y Suecia, oyéndose aclamar la Semíramis del Norte; —una Sancha de León, mereciéndose el dictado de heroína leonesa; —una Berenguela de Castilla, a quien da la historia el sobrenombre de Grande; —una madre de San Luis, digna de este título y del de hermana de la gran Berenguela; —una María Teresa, cuya figura histórica no tiene rival entre los monarcas austríacos; —una Isabel de Inglaterra, maestra en la ciencia política; —una María de Molina, que empuñando el timón del Estado en circunstancias difíciles, hace proverbial su prudencia. Volved la vista, en fin, hacia esas ilustres princesas de la Rusia, continuadoras de la asombrosa revolución iniciada por Pedro el Grande, y durante su gobierno femenil mirad abolir suplicios, promover reformas, cultivar las ciencias y las artes, llevar a cabo colosales empresas que ensanchan los límites y la preponderancia del Estado, poblándose el Mediterráneo como el Océano de buques construidos a las orillas del Báltico y del Mar Negro.

Después, por conclusión (pues de seguro no nos pediréis más), deteneos algunos minutos contemplando con legítimo orgullo nacional la magnífica figura de Isabel la Católica. Miradla —recibiendo de un rey impotente una nación arrastrada a los bordes de su ruina— empuñar con mano vigorosa el cetro por tanto tiempo juguete de facciones, y —acallando exigencias de un marido que se juzga desairado dejando a su exclusivo cargo las riendas del gobierno— plantear sin descanso larga serie de sabias disposiciones, por medio de las cuales pone freno a ciegas parcialidades; ahoga ambiciones locas de una oligarquía turbulenta; anula el anárquico poder de las órdenes militares, cuyas grandes maestranzas reasume el trono; echa por tierra los privilegios rodados; reforma al clero; instituye hermandades que purguen la tierra de malhechores; restablece y asegura la tranquilidad de los pueblos, y —fomentando el comercio, la navegación, la industria, la agricultura y las ciencias— abre los caminos de los honores y de la riqueza, al talento creador y a la virtud laboriosa. Miradla sacar al erario —con auxilio de las Cortes— de la profunda extenuación a que lo redujeran pésimas administraciones; ordenar la forma y los atributos de superiores tribunales; tirar las primeras líneas para la magna obra de una legislación armónica, común a todos sus dominios; asentar, en fin, la monarquía sobre sólidas bases, y —cuando logra alzarla vivificada por el nuevo espíritu que la infunde— llamarla a las armas, ceñirse el casco guerrero, blandir la espada de Pelayo, y conducirla —bajo la enseña de la cruz— a arrojar a los ismaelitas, que aún mancillan el hermoso suelo de Granada, a los desiertos arenales del África.

La Europa entonces saluda con asombro tan excelsa gloria femenil —que hace ya presentir los próximos laureles de España en el Rosellon y en Italia— y la Providencia le abre un nuevo mundo donde se extienda triunfante, para constituir aquel imperio grandioso, del que pudo decirse que nunca el sol cesaba de alumbrarlo.

Después de esto, ¿quién se atreverá a poner en duda la capacidad privilegiada de la mujer para los arduos deberes del gobierno? Privilegiada he dicho —¡notadlo bien!— porque los individuos de nuestro sexo que han regido naciones, están en exigua minoría comparativamente a los del otro, y atendida esa diferencia, son más los nombres regios femeninos que consagra la historia, que los nombres regios varoniles.

Podemos tirar el guante al sexo fuerte, provocándole a esta decisiva prueba. Nosotras sentamos sin vacilar, que de cada diez reinas por derecho propio, señalaremos cinco, cuando menos, dignas del respeto de la posteridad; ¿se atreverá él a presentarnos, de cada cien reyes, cincuenta que merezcan igual honra?

María Teresa de Austria como Reina de Francia
Jean Nocret

Tomado de Obras literarias de la señora doña Gertrudis Gómez de Avellaneda. Colección completa. Madrid, Imprenta y estereotipia de M. Rivadeneyra, 1871, t.V, Novelas y leyendas, pp.285-291.

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