La calle es el monstruo moderno que devora incesantemente millones de vidas. Se apodera del ser humano, lo estruja, lo debilita, lo transforma y lo aniquila, convirtiéndolo en un guiñapo que se debate inútilmente en medio de la tempestuosa corriente urbana. Casi nadie logra sustraerse preservándose en cualquier forma de su influjo, de su maléfica atracción y peligroso dominio. Pues por necesidad material o imperativo psicológico, en la calle pasa la humanidad de este siglo la mayor parte de su vida. En la calle pierde la convivencia social sus más elementales reglas de ética, de conducta moral, para convertirse en la libre concurrencia de la multitud, del tumulto. La calle tiene alma de piedra y fisonomía cosmopolita, con atracción de vértigo y profundidad de abismo. Por ella circula la vida, con todas sus grandezas y miserias, bellezas y fealdades, en una abrumadora conjunción de tipos y caracteres diversos, cuya gama moral forma el más extraordinario y heteróclito conjunto. Sobre las calles no impera otra jerarquía que aquella que dimana de la libre determinación y el ímpetu del individuo. El derecho de acera, por ejemplo, o cede a los dictados inesquivables de la buena educación, o se toma por la fuerza con el gesto huraño del que hace uso imperioso de un privilegio de conquista.
Quienes mejor conocen la calle, más y mejor aman, también, sus propios hogares. La calle es siempre inhospitalaria y hostil, porque en ella es donde comienza, con crueldades casi inhumanas, la fiera y vulgar batalla cotidiana de la vida. La batalla del pan de cada día, amasado casi siempre con la atroz levadura del egoísmo y la ambición, cuando no de la perfidia, el odio o el desquite. Lucha ésta encarnizada y a muerte, aunque mínima e inferior por su general frecuencia, y que se entabla y comienza a cada hora y a cada minuto, apenas se traspasan los umbrales del hogar para hundirse en el piélago sin fondo de la calle. Allí nos aguarda, hosca y sin clemencia, la terrible corriente humana, mar de resaca en cuyas ondas hay por igual escorias y espumas.
Si somos de la ciudad, nacimos en alguna calle cuya imagen dulcemente ingenua se mezcla cándidamente a nuestras más limpias y puras memorias infantiles. Las calles que se contemplan desde el ángulo idealizado de la niñez, son naturalmente diferentes al monstruo de la calle que podemos descubrir con horror años después. En nuestra calle de la infancia había seguramente un mágico paisaje de espiritualismo tangible que poseía una como alma viva y perenne, henchida de pulsaciones y latidos, de espejismos y ternuras. En casi todas nuestras calles existen iglesias y, probablemente, en la calle donde nacimos con seguridad la teníamos bien cerca. La voz de las campanas la saben escuchar mejor que nadie los niños, en cuya emoción penetra hasta lo hondo esa sonoridad que se diría modula a perfección los primeros acentos de una plegaria. Repicando a gloria o doblando por los muertos, las campanas de nuestra calle de la infancia nos hicieron creer, entonces, que las calles tenían sensibilidad, tenían conciencia y tenían alma. Escapando furtivamente del hogar, corríamos presurosos echándonos en brazos de la calle, ávidos por conocer la humanidad y el resto del mundo, por recibir, ¡insensatos!, las primeras lecciones de crueldad que nos iba a dar, en el abismo de las calles, la sucia y triste realidad del destino y de la vida. Nada empero tiene poder suficiente para desvanecer en nuestros recuerdos el grato y soñador paisaje de la inolvidable calle de nuestra niñez, porque ella fue, hasta que los años y la experiencia maduraron nuestra existencia, una prolongación más vasta del hogar y la familia, el principio y el fin del universo que nos concedían, la atracción de lo desconocido, el influjo del misterio escondido más allá de la próxima esquina. A la calle de la infancia no podremos regresar jamás, porque esa calle solo existe en la imagen ideal que de ella concebimos y si hoy volvemos a verla, en ella descubrimos también, con horror, las negras fauces del monstruo insaciable, presto a devorar las multitudes.
La calle moderna ha derrotado completamente a los hogares, deshaciendo en muchos casos los más sagrados vínculos de la consanguinidad y la familia. Grandes y pequeños, hombres y mujeres, a todos parece que les aguarda algo o alguien en esa procelosa corriente multitudinaria de las calles, donde continuamente se elevan múltiples sonidos que forman un extraño concierto, la vulgar rapsodia de la vida que pasa. En el apresuramiento vertiginoso de la calle, se encierra la imagen perfecta de la fugacidad efímera de cuanto nos rodea y de nosotros mismos. De arriba abajo y de una a otra acera, la calle es como la propia existencia humana, por donde se pasa a vuelo inmoderable de las horas sin tiempo apenas para un saludo o una despedida. En la calle nos cruzamos con el resto de la humanidad que se halla en nuestro mundo; cada ser lleva en su mente una preocupación, un sueño o una inquietud; en cada corazón hay, probablemente, una alegría, una esperanza, un consuelo o un dolor. Hay miradas encantadoras, mansas y tiernas; pero hay, también, miradas torvas, altaneras y hasta feroces. Cada cual corre detrás de algo, por algo o por alguien. Pero necesariamente, todos caminan con la vista al frente o al suelo, sin que a nadie le sea dado mirar hacia arriba, como si la calle, abismo social de fauces insondables, no tuviera también su altura y su cielo. En la calle todo tiene fugacidad momentánea de relámpago o de onda. Seguir y pasar, traduce a cabalidad la común consigna. Hasta los perros trashumantes, estampas vivas y lastimosas de la calle, solo se detienen en las esquinas.
La calle moderna es una perenne lección de crueldad, miseria y desencanto para quien sepa hoy interpretarla, recibiendo sus palpitaciones y percibiendo a profundidad sus latidos. En ella se libran las primeras escaramuzas, los primeros combates de la vulgar batalla cotidiana; por ella cruzan, en una u otra dirección, todos cuantos luchan en mil formas diversas, por el derecho a vivir, por el espacio vital, por la personalidad, por el bienestar, por el triunfo, por la gloria, por el poder, por la vida misma. En la calle suelen escucharse las más hermosas palabras y las más atroces. Y descubrirse los mejores sentimientos y los peores. Junto a la dama honesta, recatada y pura, se confronta a la otra, la liviana y la ligera, que cosecha avaramente equívocos requiebros y miradas codiciosas. Al lado del caballero irreprochable y correcto, pulcro por fuera y pulcro por dentro, discurre de igual a igual el granuja o el rufián, de zafio vestir y palabra soez. Es la liberada corriente humana, en la conjunción tropelosa de la multitud. Es, diríamos, la sinfonía de la calle, rapsodia impresionante de mil tonalidades diferentes, a través de la cual se escuchan, entre los ensordecedores estruendos de la batería, los melódicos ecos de los violines que parecen entonar, sin quererlo, la glosa sinfónica a un alma que no existe y que está muerta: el alma de la calle, el monstruo moderno.
“En la calle nos cruzamos con el resto de la humanidad que se halla en nuestro mundo; cada ser lleva en su mente una preocupación, un sueño o una inquietud; en cada corazón hay, probablemente, una alegría, una esperanza, un consuelo o un dolor.” En la imagen, una muestra del trasiego de personas y vehículos en las calles camagüeyanas de entonces.
Este texto fue publicado en el periódico El Camagüeyano el 30 de septiembre de 1951 y ese mismo año obtuvo el Premio Justo de Lara. Fue incluido por su autor en su libro Mi suma ideológica (Ayuntamiento de Camagüey, Camagüey, 1956). Tomado de Periodismo y nación. Premio Justo de Lara 1934-1957, Germán Amado-Blanco y Yasef Amanda Calderón, comp. Ed. José Martí, La Habana, 2013, pp.135-138.