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Puerto Príncipe: de la crisis económica a la rebeldía anticolonial

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Puerto Príncipe: de la crisis económica a la rebeldía anticolonial

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Y llamar Santa a una ciudad tan pecadora,
Puerto a la que dista por lo menos catorce leguas del mar
y Príncipe a la que solo tiene de real la realidad de sus males...

Gaspar Betancourt Cisneros, El Lugareño

Yo no tengo más que una amiga, Da. Camagüey;
y una querida, la Camagüey;
y una madre, mamá Camagüey,
y la quiero sabia y virtuosa para mi consuelo,
y la quiero lindísima para mis placeres;
y la quiero sana y opulenta
para que no se muera de consunción.

Gaspar Betancourt Cisneros, El Lugareño


El “enigma” camagüeyano

Dedicarse al estudio de la villa de Santa María del Puerto del Príncipe, con el objetivo de comprender cuál fue su singularidad en el proceso de las luchas políticas cubanas de la primera mitad del siglo XIX, las que tributaron de diverso modo al surgimiento de una conciencia nacional y, específicamente, por qué tuvo allí el movimiento anexionista uno de sus centros más fuertes y persistentes, es una empresa fascinante. Pareciera que envuelve al Camagüey colonial un halo misterioso que seduce y desconcierta a los analistas del pasado[1].

La historiografía camagüeyana puede mostrar dos autores principales en el siglo XIX, el alférez real, botánico y opulento hacendado Tomás Pío Betancourt Sánchez Pereira y el funcionario público y patriota Juan de Jesús Ciriaco Torres Lasqueti, quienes al igual que sus pariguales en el resto de la Isla (José María Callejas, en Santiago de Cuba o José María de la Torre, en La Habana) ofrecieron en sus textos prolijas cronologías y minuciosos relatos positivistas del pasado de la región[2]. Otros dos ensayistas en el siglo XX, Jorge Juárez Cano y Mary Cruz, tampoco avanzaron mucho más allá en cuanto a heurística historiográfica[3]. En opinión de la historiadora Elda Cento: “Existe en estas obras [...] una aceptación —en la mayoría de las ocasiones sin crítica de la información acumulada, la cual es presentada en el más estricto orden cronológico. Juárez Cano toma de Lasqueti y éste, de Tomás Pío Betancourt, quien asegura la consulta de Varona y Boza, los que a su vez se remiten a Balboa. Cada uno de ellos confiesa en más de una ocasión tener a la vista manuscritos hoy casi míticos”[4].

Quizás por ello el gran investigador del azúcar Manuel Moreno Fraginals escribió, en su clásico ensayo El Ingenio, que Puerto Príncipe “es una de las grandes incógnitas de la historia de Cuba” y añadió que para su desciframiento “hay toda una serie de datos sueltos que forman como piezas de un gran rompecabezas”[5]. En igual dirección, el demógrafo Juan Pérez de la Riva fue enfático cuando afirmó que “el caso de Camagüey presenta características propias que no han sido estudiadas” y adelantó la hipótesis de que en dicho ejemplo “la evolución económica puede conducir a callejones sin salida o a estancamientos prolongados por exceso de adaptación a un medio específico”[6].

En fecha más reciente, la ensayista Elda Cento confirma lo antes dicho por Moreno y Pérez de la Riva: “Aun en la actualidad quedan muchas facetas de su pasado en una especie de claroscuro —en ocasiones con más preguntas que respuestas lo que ha alimentado su imagen de territorio legendario”[7].

Desde luego, las posibles respuestas al tan llevado y traído “enigma” camagüeyano pasa por un estudio riguroso y una comprensión cabal de las matrices económicas y socioculturales de la gran región conocida, desde los tempranos siglos coloniales, de “Tierra Adentro”, que comprendía las vastas llanuras y planicies desde las llamadas Cuatro Villas hasta el fértil valle del Cauto. Sus características más acusadas eran un alto grado de concentración urbana, con predominio de las villas de Sancti Spíritus, Puerto Príncipe y Bayamo, dotadas de enormes recursos ganaderos, con un elevado grado de especialización en actividades de contrabando y cuyos cabildos tenían fama de díscolos a los ojos del poder colonial. El ensayista Luis Álvarez es muy explícito sobre esta postura metodológica cuando insiste: “Puerto Príncipe, como ha sido subrayado varias veces a lo largo del devenir de la historiografía cubana, constituye una especie de enigma [...]. Pero, sobre todo, interesa tener en cuenta que, con una nitidez de perfiles sumamente clara, Puerto Príncipe, durante toda su historia, constituye una región con especificidades tanto económicas como culturales [...] emprender ese intento de microhistoria, en el caso de Puerto Príncipe, exige simultáneamente ejercer, aunque sea de modo precario, una historia social de las prácticas culturales en la región”[8].

Y esa exhortación a interpelar el pasado camagüeyano ha encontrado una respuesta vigorosa en los últimos años, en los que se han producido notables avances desde diversas perspectivas y enfoques multidisciplinarios. Destacan las investigaciones que han privilegiado la dimensión urbana y cultural, con logros tan importantes como los realizados por Marcos Tamames en sus lecturas posmodernas de la ciudad como “texto cultural”, que explican el desarrollo urbano en fructífero diálogo con el discurso letrado de la Ilustración (La ciudad como texto cultural. Camagüey: 1514-1837 y Una ciudad en el laberinto de la Ilustración). El volumen colectivo La luz perenne. La cultura en Puerto Príncipe (1514-1898), de un colectivo de autores coordinado por Luis Álvarez Álvarez, Olga García Yero y Elda Cento, logra articular un discurso coherente sobre la enorme riqueza cultural del Camagüey colonial en sus aspectos históricos, literarios, educativos, semióticos, gastronómicos, higiénicos y arquitectónicos. Se suman a estas obras la colección de los Cuadernos de historia principeña, sistematizados por Elda Cento desde el año 2001 hasta su lamentable fallecimiento, devenidos una riquísima enciclopedia de saberes, hallazgos y novedades historiográficas de gran interés para los estudiosos del acontecer camagüeyano.

Desde la perspectiva de los estudios regionales, y como parte fundamental del proceso de formación de las regiones históricas de Cuba, el historiador Hernán Venegas le confiere a Puerto Príncipe la singularidad de ser un caso diferente, en relación con las otras dos grandes ciudades cubanas, La Habana y Santiago de Cuba, a las que proveía de carnes frescas al mismo tiempo que exportaba cueros, bueyes y cecina —de manera legal o de contrabando al mercado caribeño. Todo ello hizo que fuera “una potente y esplendorosa región, con un cierto halo enigmático aún, lo que implica la necesidad de investigar con mayor profundidad sobre sus estructuras esenciales, manifestadas en un notable desarrollo cultural y educacional”[9].

Pero Venegas plantea otra interrogante, acaso de mayor alcance para el asunto que trata este libro, y es la que se refiere a cómo entender las manifestaciones del anexionismo en el vasto Departamento Central de la Isla, cuyos focos principales estuvieron en Trinidad y Puerto Príncipe, pues al referirse al primero casi siempre se le presenta “como absorbida por la labor de los anexionistas habaneros tan pronto Narciso López pone los pies fuera de Cuba” y en el caso de Puerto Príncipe “corre similar suerte, pero se le dota de un color meramente localista”.

Un interesante corolario de esta problemática sería pensar por qué “esos movimientos anexionistas en el Departamento Central cubano, más allá de sus respectivas filiaciones anexionistas primigenias, encauzaron un vasto movimiento de corte independentista y democrático, abortado de forma sangrienta, pero no exterminado, que se proyectó en los inicios de la guerra del 68 en esas regiones y no precisamente por la vía de las veleidades anexionistas de 1869”. Y muy relacionado con lo anterior también aflora esta pregunta: “¿Cómo es posible que una sociedad supuestamente tan cerrada, enclaustrada y conservadora como la camagüeyana, pudiese encauzar las ideas quizá más democráticas de los inicios del proceso revolucionario de 1868?”[10]

En el caso específico de Puerto Príncipe, entre finales del siglo XVIII y principios del XIX, al mismo tiempo que se transformaban las estructuras económicas, se desplegaron poderosas corrientes de agitación social y política, expresadas de disímiles modos y con actores también diversos, que tuvo expresiones concretas en sublevaciones de esclavos, conspiraciones masónicas bolivarianas, expediciones separatistas frustradas y finalmente en la organización de la protesta armada de signo anexionista. Para el presente ensayo de interpretación de los ideales políticos en el Camagüey de la primera mitad del siglo XIX, es oportuno comenzar por un acercamiento, forzosamente sintético y en la medida de lo posible representativo, a la estructura productiva del territorio, sus principales coordenadas económicas y comerciales, sus variables demográficas, así como a los condicionamientos naturales, prácticas culturales e imaginarios sociales, que coexistieron y se sedimentaron durante siglos, y pudieron ofrecer un escenario plausible al surgimiento en Puerto Príncipe de uno de los más importantes núcleos anexionistas en el período anterior a la Guerra de los Diez Años.


Del esplendor a la crisis

En la división político-administrativa de Cuba en la primera mitad del siglo XIX, Puerto Príncipe era una de las cinco jurisdicciones que integraban el Departamento del Centro, el más extenso de la Isla, que limitaba al este, con la Tenencia de Gobierno de Holguín y al oeste con la jurisdicción de Sancti Spíritus, y contaba con una superficie de 764 leguas cuadradas.

La componían treinta y ocho partidos, sin otra denominación que un orden numérico, y en ellos existía una gran ciudad, dos pueblos y dieciséis aldeas y caseríos. Además de estar bañada al norte por el océano Atlántico y al sur por el mar Caribe, la peculiar disposición de su geografía, un gran llano central bordeado por aisladas montañas y surcado por varias corrientes de agua —con dos cuencas bien diferenciadas corriendo en dirección septentrional los ríos Caonao, Jigüey, Máximo y Saramaguacán y desembocando al sur el Najasa y el San Pedro, entre cuyos afluentes se cuentan el Hatibonico, Tínima y Sevilla—, favorecieron que la ocupación inicial de la tierra estuviera definida por la explotación ganadera, proceso que se mantuvo de manera ininterrumpida hasta bien entrado el siglo XIX.

Aunque la producción azucarera comienza ya en el siglo XVII, no es hasta la centuria siguiente que alcanza algún desarrollo, cuando “en 1715 se hicieron muchas mercedes para fomentar ingenios y en 1729 el Cabildo reconoce que existen 61 ingenios y mucha azúcar”, cuyo monto llega a 759 toneladas en 1760[11].Sin embargo, en el interior de dicha estructura productiva, el historiador Nicolás Joseph de Ribera observó, en la segunda mitad del siglo XVIII, cierta diversificación económica, señalando cómo “El Puerto del Príncipe (puede dar) mucho ganado, azúcar, quesos, jabón, velas, almidón y casabe (con grande abundancia) y algunos texidos de iarei como sombreros, serones, habas y petates, &”[12].

Pero sin duda, fue la ganadería la principal fuente de ingresos económicos de la oligarquía criolla de la región, que tuvo sus mercados legales en La Habana y Santiago de Cuba, y extralegales en el abastecimiento de cueros, carnes saladas y bueyes a las grandes plantaciones azucareras del Caribe. Sin vacilación podemos asegurar que las élites de Puerto Príncipe amasaron grandes fortunas, gracias al elevado grado de especialización alcanzado en la actividad del contrabando, en lo cual superaron a Trinidad y Bayamo. No es casual que un escribano de Puerto Príncipe, el canario Silvestre de Balboa y Troya de Quesada, rubricara a inicios del siglo XVII su célebre poema Espejo de paciencia, cuyo tema central era la justificación, ante los ojos de la Corona, del activo tráfico ilícito que se desplegaba en la zona oriental de la Isla con corsarios y bucaneros ingleses, holandeses y franceses[13].

El capital acumulado financió el esplendor arquitectónico de la villa, donde sobresalían las construcciones de tipo religioso, conventos, iglesias, parroquias, asilos y hospitales que asombraban al visitante. Manuel Moreno Fraginals apunta, a propósito de este esplendor urbano de carácter devoto, que:

Entre fines del siglo XVII y durante todo el siglo XVIII se levantan edificaciones religiosas que solo pueden originarse en un pueblo que tiene una gran acumulación de capital. El convento de La Merced, terminado en 1748, es uno de los mayores de Cuba. Y cerca de esta gran construcción se alza la imponente Parroquial Mayor —superior en tamaño a la catedral habanera—, las parroquias de la Soledad, Santa Ana y Santo Cristo, el asilo de San Juan de Dios, el hospital de mujeres, la iglesia del Carmen, el hospital de San Lázaro y el colegio de los Jesuitas. Para estas obras se hicieron donaciones y suscripciones de cantidades en efectivo muy respetables para la época. Hay un Agüero que entrega de una sola vez 23 000 pesos. Para el colegio de los Jesuitas se recaudan en un año 52 000. Además de todo esto, encontramos que hay trabajo para 3 escribanías y durante el siglo XVIII se abren dos más[14].

Esta fue la ciudad de los grandes apellidos como Aróstegui, Agüero, Betancourt, Jáuregui y Varona, a la cual el censo del marqués de La Torre, en 1774, le estimó una población de más de treinta mil habitantes, segunda de la Isla después de la capital y entre las primeras de América. No obstante este panorama de esplendor económico descrito antes, que tenía además la singularidad de estar promovido y dominado “totalmente por capitales criollos, sin el menor asomo de intervención de los comerciantes españoles”[15],la villa de Puerto Príncipe tenía que enfrentar dos grandes amenazas a corto y mediano plazos. Uno de estos peligros venía del exterior, y se manifestó cuando el desarrollo azucarero occidental y la liquidación de las trabas a la exportación volvieron innecesario el contrabando de ganado. El otro era interno, y tenía que ver con la propia estructura de tenencia de la tierra que se había desarrollado durante siglos, asociada a la ganadería extensiva, y que determinó el agotamiento de los pastos y el empobrecimiento del suelo. Así describió este proceso el historiador de la economía Julio Le Riverend:

Allí los grandes feudos permanecieron indivisos y no precisamente como supervivencia comunalista, sino porque el escaso crecimiento no imponía una activa movilización del suelo, ni había en consecuencia, lucha alguna por el espacio disponible. La división de las fincas conformó las llamadas haciendas comuneras, donde cada poseedor de ganado instalaba su sitio y fomentaba su rebaño disponiendo de todos los pastos. No había [...] ningún pedazo delimitado del suelo que fuese especificado como propiedad de cada comunero pues el cercamiento de los sitios hubiese perjudicado la libre disposición de los pastos[16].

Estas características de tenencia y explotación de las tierras y el ganado durante largo tiempo, con el contrabando decadente y la permanencia de una ganadería extensiva en suelos empobrecidos, determinaron una desventaja relativa, pero creciente, en relación con otras zonas de mayor desarrollo económico de la Isla, especialmente el occidente y parte del centro, muy dinamizados por la producción azucarera. Una valoración de este complicado escenario económico-social es la que recoge el célebre informe dirigido al Real Consulado por Ignacio Zarragoitía y Jáuregui, fechado en Puerto Príncipe el 5 de marzo de 1805, tan ponderado por Manuel Moreno Fraginals, al punto de considerarlo “el único escrito que conocemos de la época a la altura de un Arango y Parreño”. En el análisis de este documento, Moreno desglosa las principales contradicciones que enfrentaban la mentalidad no azucarera de los camagüeyanos con la de los comerciantes y plantadores del occidente de la Isla. En este sentido apunta como:

Pone, por primera vez en Cuba, el ejemplo ascendente de Estados Unidos, “liberados en 1783 y ya en el segundo lugar del comercio”. Niega que Cuba haya evolucionado “excepto para los cuatro privilegiados”. Reclama medidas modernas de control económico, censos de población, agricultura, industria, comercio y riqueza nacional. Desprecia rotundamente a España: “Esperanzas de socorros de la Península es la que tienen los Hebreros del Mesías”. Y por último emite, por primera vez, el exacto concepto de cubano, el primer grito de plena insularidad, de honda raigambre nacional: “El pueblo de la Isla de Cuba no está representado, ni lo constituyen los vecindarios de La Habana, Cuba. Trinidad o Matanzas. El pueblo de Cuba es compuesto de todos sus habitantes, y este mismo pueblo compuesto de todos sus habitantes no debe formar sino una sola familia, y entre los miembros de esta sola familia es que se deben distribuir los bienes y los males, sin distinción ni privilegios”[17].

Todavía el censo de 1827 consideraba a Puerto Príncipe como la segunda población de la Isla, con cerca de cincuenta mil habitantes, pero ya en 1841 el padrón censal reconoció una disminución sensible de los habitantes en toda la jurisdicción, que el coronel Callejas, responsable del registro en el Departamento del Centro, atribuyó a las siguientes causas:

Desde que en algunos ingenios las máquinas de vapor sustituyeron a los trapiches ordinarios y desde que el establecimiento de caminos de hierro en las inmediaciones de la capital, abarcó de hecho el transporte o acarreo de carretas en la extensión de estas grandes líneas, el comercio de ganado disminuyó sensiblemente si se compara con el que hace pocos años practicaba la expresada jurisdicción en toda la Isla. De aquí la decadencia de las fincas de crianza y de aquí la consiguiente emigración de muchas personas que se empleaban en estos ramos para otros puntos más fértiles y feraces, como lo son en general los terrenos de las jurisdicciones de Cienfuegos y Villaclara en las que ha formado su población un fomento rápido, particularmente en la primera[18].

En términos estadísticos, la expresión anterior puede comprobarse si anotamos que la jurisdicción, con 61 990 habitantes en 1827 (49 012 en la ciudad cabecera) disminuyó su población en 1841 a 51 086; de ellos, 24 034 en la capital y 1 352 en la colonia de Nuevitas, que comprendía los poblados de San Fernando, San Miguel y Bagá. En cuanto a las características que diferenciaban a esta población de otras en la Isla, una de las cuestiones más notables era su alta concentración en un solo núcleo urbano, contrastando con el despoblamiento del resto de la comarca. También se destacaba por el elevado número de personas de tez blanca (64% de la población en 1827, en su mayoría criollos, la mayor proporción de la Isla) mientras que la población esclava solo alcanzó el 25%, una cifra casi el doble menos que en el Departamento Occidental, donde representaba al 48% de todos los individuos. El porcentaje restante correspondía a los libres (de color), en cifra similar a las de occidente y menor que en las demás zonas del país. Dos décadas más tarde, se mantenían estables los números que reflejaban la división en castas de la sociedad, con una sensible disminución de los blancos al 52% y un aumento de los negros y mulatos libres al 18%, mientras la población de esclavos se mantuvo estable en alrededor de la tercera parte del total de habitantes, en su mayoría domésticos[19].

El ciclo de la expansión azucarera, desplegado a lo largo de la fértil llanura roja desde Artemisa hasta Colón, con enclaves productivos en Las Villas Occidentales, Cienfuegos y Trinidad, significó un drenaje considerable de capitales hacia el oeste, al tiempo que el proceso de acumulación basado en el suministro de carne y animales a las plantaciones del Caribe se vio frenado por la desaparición del contrabando. Dicho sistema productivo no pudo encontrar un lugar para vender sus productos dentro del mercado interno azucarero, que prefirió, por razones de costo económico, importar el tasajo y la carne de vaca del Uruguay y los Estados Unidos. De tal suerte, como apuntó con agudeza Moreno Fraginals: “el conflicto entre la economía azucarera de Occidente y la mentalidad no azucarera de Puerto Príncipe se va a revelar continuamente durante todo el siglo”[20].

La crisis de la ganadería como fenómeno global puede observarse también en su retroceso como principal valor de la producción agropecuaria, de un 52% en 1827 a un 29,3% en 1860, superada en esa fecha por el azúcar con un 52,3%. El único sector que creció en el período fue la apicultura, mientras que las producciones de café y tabaco fueron prácticamente eliminadas. No mucho antes El Lugareño ya había demostrado las insuficiencias de la economía camagüeyana, cuando expresó que, a pesar de ser una región con más de cincuenta mil almas y tres siglos de existencia: “es tal su miseria, que no digo se deja introducir los productos de la noble agricultura cubana, café, cacao, azúcar, arroz, sino hasta los productos de los pueblos pastores, carne, manteca, quesos, mantequilla y otros efectos que ella pudiera llevarle a pueblos menos privilegiados”[21].

Demostrativo de lo anterior son también los géneros y destino del comercio exterior de la región al promediar el siglo. Por el puerto de Nuevitas, séptimo por su volumen de operaciones en la Isla, se exportaron azúcares, cera y mieles hacia el mercado estadounidense, y de allí se importaban víveres, algodón, sedería, peletería, oro y plata acuñada. El otro puerto de importancia, Santa Cruz del Sur, enviaba a Norteamérica azúcar, mieles y maderas y se traían alimentos, lencería y máquinas para los ingenios. Dos cosas se desprenden de esta estructura comercial. Primero, que Puerto Príncipe reproduce una disposición del comercio propia de una zona esencialmente agraria, es decir, exporta materias primas agropecuarias y consume productos elaborados. Segundo, el intercambio con la Metrópoli es prácticamente simbólico[22].

Las consecuencias de este comercio sostenido y creciente con los puertos y ciudades norteamericanas, a las que no solo se enviaban productos, sino que también viajaban las familias camagüeyanas con sus hijos, no pasó inadvertido a la perspicacia del gobierno español, como se desprende del informe del general Concha al ministro de la Guerra en julio de 1851:

La apertura de nuestros puertos al comercio extranjero, medida en sumo grado beneficiosa económicamente considerada, pero que contribuyó más que las otras causas a que la opinión se pervirtiese, porque coincidiendo esa franquicia con el uso del vapor que tanto facilita las comunicaciones, la Isla de Cuba se ve inundada de extranjeros, principalmente de la Unión americana; aumentando su riqueza y relaciones mercantiles, sus habitantes no solo viajan con frecuencia, sino lo que es infinitamente peor todavía, educan en los Estados Unidos a sus hijos y vuelven a la casa de sus padres con hábitos contrarios a las instituciones que nos rigen, propagando entre sus parientes, amigos y convecinos las perjudiciales doctrinas que aprendieron[23].

El tema del estancamiento económico principeño aparece en numerosas fuentes que lo señalan desde sus ópticas particulares e intereses inmediatos. El citado general Concha, durante su primer mando en la Isla, describía en un informe a Madrid la situación de Puerto Príncipe en los términos siguientes: “Jurisdicción vastísima [...] su comarca cubierta de grandes bosques y haciendas de crianza tiene por principal riqueza la ganadería que viene de largo tiempo en considerable decadencia, y no se conocen en ella los colosales ingenios que, representando un capital inmenso, se verían de seguro arruinados el día de una revolución o una guerra”[24].

En la literatura también es posible observar pasajes que describen la crisis de la gran propiedad rural principeña. Es el caso de la novela de la camagüeyana Gertrudis Gómez de Avellaneda, Sab, editada en Madrid en 1841, en cuyas primeras páginas el mulato Sab ilustra a Enrique Otway sobre las reales condiciones económicas del futuro suegro, propietario del ingenio Bellavista:

—¿Dice usted que pertenecen al señor de B... todas estas tierras?
—Sí señor.
—Parecen muy feraces.
—Lo son en efecto.
—Esta finca debe producir mucho a su dueño.
—Tiempos ha habido, según he llegado a entender —dijo el labriego deteniéndose para echar una ojeada hacia las tierras objeto de la conversación—, en que este ingenio daba a su dueño doce mil arrobas de azúcar cada año, porque entonces más de cien negros trabajaban en sus cañaverales; pero los tiempos han variado y el propietario actual de Bellavista no tiene en él sino cincuenta negros, ni excede su zafra de seis mil panes de azúcar. [...] Pero no es la muerte de los esclavos causa principal de la decadencia del Ingenio de Bellavista: se han vendido muchos, como también tierras, y sin embargo aún es una finca de bastante valor[25].

La memoria popular recordaría el año 1844, no como en Occidente, donde fue el año “del cuero”, sino como el de “la seca grande”, y en los informes oficiales se dijo que, a causa del fenómeno natural: “hubo mucha mortandad en el ganado y se registraron incendios en los montes de la jurisdicción, algunos que llegaron hasta el mar, destruyendo cuanto encontraban a su paso”, pero se reconoció también que “por esta época la mala situación del país era evidente y con la seca se acentuó más todavía”[26]. El historiador Jorge Ibarra ha resumido muchos de los males económicos que asolaban a las comarcas central y del levante de la Isla en el siguiente epítome:

La explotación intensiva de los potreros de ganado en la región occidental y la introducción del tasajo uruguayo por los plantadores habaneros y matanceros como medio de alimentación fundamental de los esclavos, tenderá a desplazar la demanda de ganado de la región centro oriental. La crisis de la Tierra Adentro durante los años 1848-50 dará cuenta de la disminución de los precios del café y del azúcar y la caída de la producción de esos productos, además de los del ganado, tabaco y madera [...] la sequía que asoló los cultivos y pastos de Oriente y Puerto Príncipe desde 1835, determinó la reducción de la mitad de las cosechas y de la masa ganadera [...] la extracción de 3 000 o 4 000 esclavos de los cafetales, vegueríos e ingenios de Oriente y Camagüey para venderlos en las plantaciones azucareras occidentales contribuyó todavía más a la postración económica de la región[27].

La crítica más lúcida a este estado de depresión económica e inmovilismo social provino del más moderno de los camagüeyanos de su tiempo, Gaspar Betancourt Cisneros, El Lugareño. Atraído por el progreso capitalista de los Estados Unidos (muy joven fue enviado a Filadelfia, donde trabajó en una casa comercial)[28] e imbuido de las doctrinas económicas que le eran contemporáneas, El Lugareño trató de reformar las prácticas y hábitos de su clase social, los hacendados ganaderos de Puerto Príncipe, a través de una prédica que utilizó la prensa asiduamente (Gaceta de Puerto Príncipe y El Fanal, y El Siglo de La Habana) concertando con habilidad la crítica social y el discurso del progreso en sus estampas costumbristas.

No resulta casual tampoco el seudónimo de “Lugareño”, que él mismo se aplicó para reforzar su pertenencia a una identidad regional, sin perder por eso su profunda vocación cosmopolita, y es esta dualidad tan auténticamente vivida lo que autoriza a Moreno Fraginals a llamarlo “rotundo ejemplar de Puerto Príncipe”. Ya desde sus primeros artículos, el texto aforístico titulado “Diálogo del tío Pepe y el Lechuguino” y las veintiséis “Escenas cotidianas”, publicados por la Gaceta de Puerto Príncipe entre 1838 y 1840, Betancourt Cisneros combatió con ardor una realidad social que le parecía primitiva y arcaica, y en consecuencia debía ser transformada.

Entre sus objetivos primordiales estuvo promover las ventajas que traería la desaparición de las haciendas comuneras, los mayorazgos y la ganadería extensiva, al tiempo que estimularía el auge de las comunicaciones y el comercio, como vía inicial para emprender un desarrollo capitalista moderno. Sin embargo, a diferencia de los burgueses del occidente cubano, este adelanto no pasaba necesariamente por la plantación esclavista en gran escala, sino por la pequeña y mediana propiedad de la tierra con trabajo libre.

Sobre lo anterior escribió: “propietarios hay que poseen un hato entero, y escasamente pueden sostener sus obligaciones, cuando otros con un potrero de 30 caballerías cuentan mayores entradas, sin estar sujetos a las vicisitudes de las estaciones, a las secas tan frecuentes que padecen las haciendas”[29]. Como modelo de su proyecto de pequeña y mediana propiedad, proponía una finca no mayor de veinte caballerías, dedicada a la crianza de vacas y cerdos y también al cultivo del maíz, arroz, plátanos y ñames, al tiempo que explicó que otros géneros como el café, el tabaco o la caña no eran recomendables en aquella zona, pues no formaban parte de las tradiciones y hábitos productivos de la región.

El argumento del trabajo asalariado, en el seno de una sociedad mayoritariamente esclavista, constituye uno de los pilares del proyecto ilustrado y fisiócrata de El Lugareño, donde no existía lugar para la servidumbre pues, como no se cansa de repetir a sus coterráneos: “Una ley de la naturaleza, un efecto inevitable del interés personal hace que el trabajo del hombre libre sea mejor y más barato que el del esclavo. Provista la demanda por brazos libres, el trabajo del esclavo decae [...] y esto explica por qué no es ya tan común dedicar esclavos a las artes. Estas son verdades tan demostradas que solo las pueden negar quienes no tienen ni aun tintura de economía política”[30].

La maestría con que Gaspar Betancourt Cisneros se movía en el ámbito de la economía política y la profundidad con que conocía a los principales autores y trabajos de esa joven ciencia social, sugieren la necesidad de realizar un estudio a fondo de sus ideas económicas, que Elías Entralgo resumió en la fórmula “Doctrina del Progreso + Revolución Mecánica = El Lugareño”[31]. De cualquier modo, baste decir aquí que su ideología burguesa no esclavista, sin vínculos sólidos con los sacarócratas criollos ni con los comerciantes refaccionistas españoles, hizo de él y de sus seguidores, al decir de Moreno Fraginals: “una brillante tropa de choque frente al concepto habanero de plantación”[32]. En este contexto, Betancourt Cisneros fue el máximo representante de “un grupo de terratenientes que pretendía lograr para la Isla un desarrollo capitalista”[33].

Mentalidades y costumbres camagüeyanas

Planteada esta realidad de una sociedad cerrada sobre sí misma, con una atrasada estructura de producción y que buscaba alternativas para lograr un desarrollo propio, donde existe un sector de propietarios no identificados con el proyecto esclavista de la plantación, es necesario analizar otras dimensiones, espirituales y simbólicas, que nos permitan llegar a explicar un punto de ruptura con la Metrópoli, e incluso con el resto de la Isla, y el despliegue de un movimiento reformista/anexionista que sirviera como catalizador de sus objetivos de cambio. Una interpretación de esta naturaleza necesariamente tiene que salvar la disquisición folclorista, arraigada en muchos historiadores, que busca en un pasado mítico la excepcionalidad de los camagüeyanos entre el resto de los habitantes de la Isla; pero no puede eludir el examen de otras variables y condicionamientos de orden geográfico, económico y cultural, como factores decisivos en el carácter y las actitudes de los naturales de Puerto Príncipe.

Quizás uno de los primeros en señalar una correspondencia entre el aislamiento del medio geográfico camagüeyano y las actitudes políticas de sus habitantes fue el catalán de ideas liberales Ramón Pintó, en carta enviada al rico propietario sureño esclavista John Sidney Thrasher (considerado un agente de Narciso López en la Isla y falaz traductor de Humboldt al inglés) en septiembre de 1854, en el crepúsculo de las conspiraciones anexionistas —que terminarían con la ejecución de Pintó en marzo de 1855—, cuando le dice:

P. Pre. es la ciudad de la Isla que hasta ahora ha sacrificado más cruentamente en aras de la Revolución. Extraño es el hecho en una ciudad de poco movimiento, atrasada bajo muchos aspectos, situada como una isla de habitantes en el promedio de un desierto, p° sea como fuese un hecho es un hecho y su constancia me excusa por hacerlo patente. ¿Será que los blanquizales de sus sabanas tienen virtud para despertar prematuramente el sentimiento patriótico? Aquellos llanos que forman horizontes y pr. donde con frecuencia viaja el camagüeyano ¿inspiran consideraciones morales que hacen más vivo el verdadero amor de la patria? ¿El aislamiento mismo acaso ha despertado en buena hora esa virtud?[34]

Al tópico del aislamiento se une también, desde el siglo XIX, el de la laboriosidad y la valentía de sus habitantes. Varios autores describen al montuno camagüeyano, curtido en las duras faenas de la ganadería, como expresión de una voluntad enérgica y una determinación poco común. Tal es el caso de la vivaz descripción que realiza el viajero Jean Baptiste Rosemond de Beauvallon de un grandioso movimiento de ganado por la sabana camagüeyana en la década de 1840: “Una vez vi una vacada de más de tres mil cabezas que iba de Puerto Príncipe a La Habana, conducida por unos treinta arreadores, muy ocupados. Montados en infatigables caballos criollos, con una pica en la mano y ataviados de la manera más bizarra, daban vueltas sin cesar por entre el indisciplinado rebaño, profiriendo amenazas, picando, golpeando, vociferando. Si una tarea semejante hubiera estado a cargo de otros hombres, estos no hubieran llegado a la mitad de la ruta sin perder la mitad del rebaño. Estos arreadores perdían ciertamente algunas reses, pero nunca más de dos o tres por día”[35].

En un ensayo referido a las razones que explicarían la tendencia a la rebeldía en las zonas de Camagüey y Oriente a lo largo de la historia de Cuba, el historiador Calixto Masó —autor de un libro titulado El carácter del pueblo cubano: apuntes para un ensayo de psicología social (1941)—menciona la relación entre los trabajos de la ganadería y el surgimiento de un tipo humano específico, el montero, donde concurrían una determinada predisposición hacia costumbres y prácticas asociadas al valor personal, la intrepidez y el arrojo: “Tan sólo en ciertas partes de Oriente, las Villas y especialmente Camagüey, la ganadería ha creado ese tipo del montero y del peón de ganado, que tienen algo del gaucho de las pampas y del vaquero mexicano, pero con características esencialmente criollas y que en realidad constituyó la ocupación más típica de la sociedad cubana, creando hábitos de valor, de fuerza y audacia”[36]. En opinión de este autor, la geografía y el medio natural también incurrían favorablemente en la conformación del imaginario de sedición:

La vida en estas regiones, junto a la feraz campiña criolla, desarrollando la riqueza agrícola y ganadera de Cuba, no creaba sino sentimientos de libertad e independencia. El río corre siempre caprichoso y ondulante por valles y montañas, rubricando la corteza terrestre con sus aguas límpidas y puras como la libertad. La yerba crece profusa y anárquica en las llanuras, y el grano rompe las trabas que lo opone la tierra, elevándose libre y majestuoso en el espacio, para recibir la suave caricia del aire que también con libertad mueve sus ramas. [...] Todo en la naturaleza es un canto a la libertad y una constante protesta contra la tiranía, y por eso junto a la exuberante naturaleza criolla nacían y se desarrollaban los futuros paladines de la independencia cubana sanos de cuerpo y alma templada[37].

Otro ejemplo evidente de este tipo de razonamiento es el que realizó el abogado, profesor y periodista Jorge Luis Martí, quien discurre sobre lo que denomina la “psicología del llanero”, la cual estaría presente entre los habitantes de las planicies de la región central de Cuba, desde los límites orientales de Las Villas hasta Bayamo. Esta particular “psiquis llanera” otorgaría varios rasgos al temperamento de los lugareños: “El sentido de independencia física y espiritual que tipifica al hombre de los llanos armoniza su personalidad con la vastedad del panorama que habitualmente se ofrece ante sus ojos. No hay montañas que le marquen límites al horizonte y este parece perpetuamente en fuga ante su cabalgadura”. Otros caracteres espirituales identificados por este autor lo señalan como “cauteloso, ensimismado e independiente” y esa falta de roce social haría surgir entre los pueblos pastores el fenómeno del caudillismo “porque objetiva en alguien sus apetencias arbitrarias”[38].

Parecida especulación es la que realiza el literato y abogado Felipe Pichardo Moya al explicar ciertos rasgos distintivos de los habitantes de Puerto Príncipe, en un curioso ejemplo de determinismo de la geografía sobre las actitudes humanas: “El aislamiento de la villa dio a sus gentes, con el orgullo de sus entronques familiares el carácter firme y altivo de quienes se bastan a sí mismos; el paisaje de un peniplano interminable, como es el de la región, les hacía ver todas las cosas en línea recta y equidad de reparto de sol, mientras la falta de horizontes de mar y de montañas los encadenaba al predio doméstico con devoción provinciana; y lo uno los obligaba a visiones de igualdad democrática, en tanto lo otro les daba un exclusivismo aristocrático”[39].

Más equilibrado en su análisis —no exento de matices polémicos y hasta provocadores— fue el historiador Juan Pérez de la Riva, quien relaciona en su exploración del devenir camagüeyano un conjunto de variables de gran trascendencia: el medio geográfico y natural, la economía, el comercio, la demografía, las mentalidades, la cultura y las opciones políticas:

Las sabanas camagüeyanas modelaron un peculiar género de vida, una economía eminentemente ganadera tenía una insólita concentración urbana, el 40% de la población regional residía en Puerto Príncipe y el 25% en los dos importantes pueblos de Sibanicú y Guáimaro.
Si añadimos los dos puertos de salida, Nuevitas y Santa Cruz del Sur, tendremos entonces una vastísima región muy rica y productiva, pero casi desierta. Es en ese paisaje que se desarrolla el “tejanismo” camagüeyano, los ganaderos de Puerto Príncipe salieron diferentes al resto de los colonos, pero a pesar de su cultura, tal vez en su conjunto, superior a la de los orientales, no sabían lo que querían ser y por eso fueron anexionistas[40].

A comienzos del siglo XIX, Puerto Príncipe ofrecía a los forasteros el escenario de una sociedad arcaica y con una atmósfera conservadora en muchas de sus costumbres y mentalidades. Entre esas peculiaridades, muy singulares de aquella región, estaba la extendida devoción religiosa, en algunos casos limítrofe con el fanatismo, que convivía en el imaginario popular con otras manifestaciones profanas, como las fiestas de San Juan y San Pedro, que a pesar de llevar el nombre de patronos católicos, en realidad eran celebraciones relacionadas con los ritmos económicos de la ganadería. A estas últimas es a las que se refiere Domingo del Monte (quien, por cierto, jamás estuvo en Camagüey) en su artículo de 1838, “Movimiento intelectual en Puerto Príncipe”, donde cuenta, con cierto tono peyorativo: “aun el día de hoy se sustituye a las máscaras y domingos de carnaval una sábana, colcha o mantel sucio en los días de san Juan y san Pedro, y anda la gente ensabanada por calles y plazas a manera de locos sueltos, o de enfermos huidos de un hospital”[41]. El comentario anterior marcaba una diferencia entre el ostentoso y elegante carnaval habanero, con las usanzas menos refinadas de los camagüeyanos[42].

Sin embargo, el texto de Del Monte, con sus apreciaciones un tanto arbitrarias de la otredad camagüeyana, debe ser leído en contrapunto con el artículo de Gaspar Betancourt Cisneros titulado “San Juan en Puerto Príncipe”, escrito a petición de José Antonio Saco para El Aguinaldo Habanero, en cuyo argumento es evidente “la defensa cultural que hacen los ilustrados principeños de la cultura tradicional”[43].

Ese propio año, el polígrafo Antonio Bachiller y Morales realizó una visita a Camagüey, de la que publicó luego una narración titulada “Recuerdos de mi viaje a Puerto Príncipe”, aparecida en sucesivas entregas en la revista literaria La Siempreviva. En dicho texto, la vetustez de los hábitos, las particularidades del uso del idioma y aun de la arquitectura constituyen un tópico constante a lo largo del relato. Bachiller comenzaba diciendo que: “Los habaneros encontrarán costumbres desconocidas para ellos y rasgos curiosos que dan a Puerto Príncipe una fisonomía particular”[44]. Entre esas prácticas reitera el asunto del “carácter religioso y aun supersticioso del pueblo a que me dirigía”; describe la peculiar arquitectura camagüeyana, con lo que denomina “resabios principeños aferrados a sus guardapolvos y quicios o andenes en las puertas”; la desviación de las calles, “en líneas tan irregulares que hacen de Puerto Príncipe un logogrifo”; el uso de los célebres tinajones para almacenar el agua y otros aspectos de la vida material. Dada su condición de lingüista aficionado, Bachiller fue prolijo en describir el lenguaje arcaizante hablado por los camagüeyanos:

Los habaneros encuentran en el decir camagüeyano un olor de antigüedad que nos recuerda los siglos XV y XVI del habla de Castilla, en contraste con la corrupción que se nota en las ciudades marítimas. En las clases acomodadas que componen la sociedad culta, no se distingue particularidad notable; pero en la generalidad se conserva el vos en lugar del usted moderno; y aun se me aseguró que en el hogar doméstico no se usa de otro tratamiento[45].

Bachiller realizó otras observaciones de tipo etnográfico, donde dice que a las damas camagüeyanas las distinguen su amabilidad, dulzura y decoro, y que ha “oído hablar del orgullo castellano de los principeños”[46]. Del mismo modo, describe con grandes elogios la hospitalidad y lo que llama “la sociabilidad camagüeyana”, uno de cuyos más altos exponentes era la extraordinaria afición a los bailes entre los naturales de Puerto Príncipe. Y concluye solicitando a sus anfitriones: “que se aprovechen los elementos que se encierran en la población capaces de dar un poderoso empuje a la prosperidad del país; que se conozcan y enmienden los errores y faltas que detienen el curso de las mejoras y que removidas las causas que paralizan el comercio y la industria llegue la ciudad a aquel grado de opulencia y ornato de que son merecedores sus hijos”[47].

Los viajeros extranjeros que frecuentaron la ciudad por aquellos años también dejaron testimonio de una sociedad anquilosada y detenida en el tiempo. Es el caso del periodista y literato francés de origen guadalupeño Jean Baptiste Rosemond de Beauvallon, quien visitó Puerto Príncipe en 1841—curiosamente en plena cruzada ilustrada de El Lugareño y en el mismo año que La Avellaneda publica en Madrid su novela antiesclavista Sab, de ambiente camagüeyano—, y la describe del siguiente modo: “Podría decirse que Puerto Príncipe es la medalla de la conquista, todavía viva y perfectamente conservada. Solo en esa ciudad central se encontrarán los perfiles intactos de los primeros habitantes de la isla [...] Puerto Príncipe, aislado en medio del territorio, habrá conservado la áspera simplicidad de los fundadores de la Isla, pura de toda fusión”[48].

El tópico del aislamiento y la pureza de las costumbres se reitera en su valoración romántica de la mujer camagüeyana, que recuerda lo dicho por Bachiller y Morales: “En cuanto a la mujer de Puerto Príncipe, situada, como está, lejos de todo contacto extraño, presenta el tipo español, ligeramente modificado y quizás embellecido por el cielo tropical. Es la santiaguera menos la variedad, es la habanera más la estatura elevada; pero el arte no ha tocado los dones encantadores que le concedió natura, como en sus dos hermanas de oriente y occidente. Parece la última rosa mística, perfumando todavía una patria virgen donde jamás ha penetrado el hombre”. En consecuencia, la voz de las damas principeñas “cuya alma vive replegada sobre sí misma, solo reproduce para el oído encantado los cantos puros y melancólicos de la soledad” y termina con esta conjetura novelesca: “Puerto Príncipe es como un oasis de belleza lanzado en medio de un desierto de vegetación y flores, y que todavía espera por su poeta. Si Don Juan, ese judío errante del amor, dirigiera sus pasos hacia Puerto Príncipe, quizás se quedaría allí para siempre”[49].

Sin embargo, mucho más interesante que estas descripciones bucólicas e idealizadas de la sociedad camagüeyana, es la perspectiva comparada que realiza este autor de las tres grandes ciudades de la Isla, donde postula esta curiosa rivalidad entre ellas:

Es así que Santiago envidia a La Habana, creyéndose cuando menos su igual, y que Puerto Príncipe, invocando su pureza de todo contacto externo, y llorando la pérdida de su supremacía judicial, acusa de vulgaridad a una y a otra. Para el habanero, nada es tan bello como La Habana; para el Departamento Oriental Santiago es la verdadera Perla; y Puerto Príncipe siempre ha seguido siendo la única capital de la Isla, a los ojos predispuestos de los habitantes del interior. Estas perspectivas estrechas han hecho que siempre se vea en Cuba la ciudad en lugar del país, los individuos en lugar de las masas. Se es de La Habana, de Puerto Príncipe o de Santiago, pero no se es de Cuba[50].

Es muy significativo que, varios lustros más tarde de las afirmaciones hechas por Rosemond de Beauvallon, otro viajero sagaz, el editor, dibujante y publicista estadounidense Samuel Hazard, quien visitó Nuevitas y Puerto Príncipe a finales de la década de 1860, cuando se iniciaban los fragores de la Guerra Grande, opinaba sobre esta última que: “es probablemente el pueblo de aspecto más antiguo y singular de la Isla. Puede decirse de él que no ha variado desde que lo fundaron, y como el mundo va tan a prisa, parece un lugar de un millón de años de antigüedad; y por el estilo de los trajes, podría creer el viajero que había vuelto a los días de Colón”[51].

Todavía por esas fechas, el viajero observa que predominan: “calles estrechas y tortuosas, muchas de ellas sin pavimentar y sin aceras; sus edificios comprenden casas de mampostería, varias viejas iglesias de rara apariencia, algunos conventos, grandes cuarteles para las tropas, un mediano teatro y los consiguientes edificios que ocupan las dependencias del gobierno y las autoridades, de bella apariencia. El estilo general de la arquitectura, aunque cubana, ofrece muchas peculiaridades para el artista o anticuario”. Y añade Hazard esta opinión suspicaz: “Las autoridades han visto siempre con recelo esta población, debido a las fuertes tendencias de sus hijos a la insurrección; y sus hijos han tomado siempre parte más o menos activa en casi todas las revoluciones que han tenido lugar en la Isla”[52].

También la novela y los artículos de costumbres, al estilo de José Ramón Betancourt o El Lugareño señalaron, no sin ironía, los efectos retrógrados de una mentalidad semifeudal, que era visible en el hecho de que: “El Camagüey era entonces un pueblo pastor: criaba para sus necesidades, y como estas eran pocas dormía después de haberlas satisfecho, y derramaba el sobrante en los templos o en arcas inseguras de madera”[53]. El calificativo de “pueblo pastor”, con un cierto relieve despectivo, fue creado por Betancourt Cisneros para calificar a sus coterráneos, alegando al respecto: “todo pueblo pastor es holgazán; la vida del pastor es vagar tras los animales [...] el pastor vive atenido a que la naturaleza trabaje para él, apenas con una mínima parte de su trabajo físico e intelectual en la reproducción de la riqueza”[54].

Sin embargo, sería erróneo generalizar esta visión de atraso y subdesarrollo en el Puerto Príncipe de las primeras décadas del siglo XIX. Si la economía permanecía estancada y determinadas costumbres eran propias de un pasado recóndito, la educación y la cultura daban pasos firmes hacia la ilustración y el progreso[55]. En 1817 la villa adquirió su título de ciudad y escudo de armas, y poco tiempo más tarde ya disponía de varias sociedades de instrucción y recreo, así como de efímeras orquestas que se llamaban “filarmónicas”. Asimismo, la introducción de la imprenta en 1812 propició un relativo desarrollo de los órganos de prensa, entre los que se destacaron El Espejo, Gaceta de Puerto Príncipe y El Fanal. La Diputación Patriótica de Puerto Príncipe, establecida en 1813, adquirió un papel decisivo en el desarrollo cultural de la ciudad, con énfasis en los proyectos educativos y jurídicos, como es notable en el caso de la Real Academia de Jurisprudencia Práctica San Fernando, ante la cual el propio Bachiller y Morales defendió su título de abogado y del Colegio de Humanidades El Siglo, fundado en 1838 por el abogado dominicano Manuel Monteverde, que fue considerado por Domingo del Monte como un centro de ilustración científica. Un dato relevante en el universo de la cultura es que el Liceo de Puerto Príncipe fue fundado en 1842, dos años antes que el Liceo Artístico y Literario de La Habana.

Hacia 1850 se inauguró el Teatro Principal, uno de los más importantes de la Isla en aquel momento.

Nos encontramos entonces con una situación paradójica para el Camagüey de las primeras décadas del siglo XIX. De un lado la crisis económica del inmenso territorio, las desventajas productivas y demográficas y la vetustez de las costumbres, del otro una ciudad pujante en su desarrollo urbano y cultural, inmersa en lo que el investigador Marcos Tamames ha denominado “el laberinto de la ilustración”. El Lugareño fue sin dudas el ejemplo más conspicuo del pensamiento ilustrado principeño, pero de ninguna manera fue el único, pues tuvo pariguales en otros intelectuales y prohombres públicos como Manuel de Monteverde, Tomás Pío Betancourt, Melchor Batista, José Ramón Betancourt, Pedro Alcántara Correoso, Ramón Francisco Valdés, Anastasio Orozco y Arango y el Padre Valencia[56].

Sin embargo, este grupo de las élites intelectuales camagüeyanas estaba lejos de ser compacto, como veremos más adelante, y era posible distinguir en su heterogénea composición enfoques divergentes sobre temas de enorme importancia económica y sensibilidad social, como la prolongación de la trata ilegal y la persistencia de la institución esclavista. Los dueños de haciendas, al decir del historiador Jorge Ibarra Cuesta, eran “enemigos encarnizados de todo lo que pudiera constituir una amenaza la continuación ininterrumpida del tráfico de esclavos, y representaban los intereses más inmediatos de la clase terrateniente en el Cabildo principeño. La dependencia de los señores de hato camagüeyanos con respecto a la trata estaba determinada por el poco interés que habían mostrado desde principios de siglo por preservar las vidas de sus esclavos y en mejorar el índice de masculinidad en sus dotaciones. De ahí la hostilidad que experimentasen hacia los jóvenes liberales, reformistas y anexionistas, partidarios del cese del tráfico negrero”[57].

En igual sentido, la historiadora del arte Alicia García Santana nos habla de una ciudad en la cual las ideas progresistas y el pensamiento avanzado de muchos de sus hijos, contrastaban con el estancamiento económico y social: “Presos los camagüeyanos de un tradicionalismo regionalista que anquilosó las formas, las costumbres y los valores definidos en la plenitud anterior. Camagüey quedó apresada en el esplendor de los inicios de la decimonovena centuria cuando la sede de la Real Audiencia se traslada de Santo Domingo a la villa y esta se transforma en la «más moderna» de las ciudades del interior del país” y agrega:

Tradicionalismo que coexistió en complejo contrapunto con la ilustración de sus hijos más relevantes —educados en La Habana y en el extranjero que pugnaron por transformar las costumbres, la ciudad y la cultura local.
Se alzan figuras notables, de mentalidad difícil de definir, en las que se mezcla el orgullo del pasado y del origen con la aspiración de elevar a su comunidad al nivel de las sociedades más cultas y civilizadas de la época, lo que al final termina en la asunción de un ideario político radical que convertirá a los camagüeyanos en los principales opositores de España[58].

Sobre los rasgos idiosincráticos de los camagüeyanos encontramos no pocas descripciones idealizadas, como la que propone Federico Córdova, secretario de la Academia de la Historia y compilador de los escritos de El Lugareño:

Él es, positivamente, orgulloso y altivo, pero generoso y noble. Acumula sus riquezas, pero no es avaro. Gusta de viajar. Ha procurado siempre mejorar, ilustrarse [...]. A ese fin estudia, aprende idiomas, se ilustra [...]. Es serio, formal, pundonoroso. Por eso no ha congeniado nunca con los habaneros en quienes no ha podido descubrir esas cualidades sobresalientes. Viviendo en una época de esclavitud, liberta a sus esclavos y constituyendo su principal riqueza las extensiones inmensas de sus tierras, intenta repartirlas y aristócratas muchos de ellos por su nacimiento acomodado son, no obstante, demócratas y sencillos por temperamento[59].

En la relación de atributos camagüeyanos que propone Córdova, es evidente que sus modelos son los prohombres del patriciado local, siendo reconocibles en ellos las virtudes de un Betancourt Cisneros, un Agüero o un Marqués de Santa Lucía, difícilmente generalizables al resto de sus conciudadanos, incluso a los de su propia clase social. Una explicación más consistente de la especificidad de las actitudes, mentalidades y prácticas sociales de Puerto Príncipe tendría que considerar que el aislamiento secular de la región, y el relativo abandono de su territorio por las autoridades coloniales, dejó al llamado Departamento del Centro con escasos controles políticos y militares, lo que propició las frecuentes actividades de contrabando, ingeniosas maneras de eludir el poder central y las jerarquías, en un universo simbólico cuya escala de valores era dictada por el arrojo personal y el respeto a la tradición familiar, y cuyo núcleo de resistencia se encontró en la realización de matrimonios endogámicos.

La necesidad de perpetuar los linajes por vía patriarcal, incluso cuando el poder económico de la familia había sido quebrantado, pero manteniendo a toda costa el apellido como símbolo de abolengo y prestigio, es un rasgo típico de las sociedades premodernas. Esto es lo que sugiere el historiador Herminio Portell Vilá cuando dice: “Los camagüeyanos, por siglos alejados del resto de Cuba, regionalistas por tradición propia y por las realidades cubanas de la época, tendían a actuar con cierto espíritu clanístico, que se evidencia en la complicación de sus apellidos”[60].

En Puerto Príncipe esta costumbre propició una proporción elevada de nacidos allí, es decir, de criollos, frente a la población española y africana importada, que siempre fueron vistas como elementos extraños y exteriores a aquella tierra. Todo ello contribuyó a atenuar los escasos lazos de lealtad a la Metrópoli, y a incorporar símbolos y representaciones culturales ajenos a la hispanidad y en muchos aspectos al resto del país. Así lo advirtió con sagacidad el capitán general Concha, cuando afirmó que los habitantes de Puerto Príncipe: “muestran particular afición a ser distinguidos con el nombre indio de camagüeyanos [...] como afectando cierto espíritu de singularidad en cuanto al resto de la Isla”[61].

Otro hábito peligroso para el imaginario colonialista lo constituyó la difusión del aprendizaje del idioma inglés entre los criollos cultos, lo que llamó la atención de otro capitán general, Valentín Cañedo, quien se alarmó de que: “el idioma inglés se generaliza de tal manera entre los naturales de poco tiempo a esta parte, que no solo la juventud toda de ambos sexos en las ciudades, sino también hombres ya no en la edad de estudio [...] tienen hoy maestro de aquella lengua y en ella se comunican generalmente”[62]. Para el caso de Puerto Príncipe, esta preocupación de la máxima autoridad colonial era totalmente fundada, según se desprende de la comunicación de El Lugareño a Domingo del Monte, en que le dice: “¿Qué os parece mi academia inglesa?, aquí estoy levantando un enjambre de angloparlantes, siquiera sea para que lean alguna gaceta yanqui y se den con uno de esos artículos que por allá se estilan. También podrán leer las majaderías de Franklin y algunos otros mentecatos que creen que el pueblo vale algo, como aquel Jefferson, secretario de aquella Junta de Follones del 4 de julio de 76”[63].

Para concluir este análisis de las condiciones sociales y antropológicas particulares de la región del centro oriente de Cuba, desplegadas durante siglos de relativa incomunicación, y todavía predominantes en las primeras décadas del siglo XIX, citaremos la valoración ofrecida por uno de los mejores historiadores del período, Ramiro Guerra:

La céntrica posición de Puerto Príncipe [...] hizo de la ciudad una verdadera capital regional en lo político, lo económico y lo social [...] la ciudad principeña fue, tal vez por su lejanía, su posición a distancia de La Habana y Santiago y su ubicación central tierra adentro, un centro urbano populoso, de acción social intensa. La Habana, Matanzas y Santiago de Cuba eran ciudades costeras, comerciales, con un cierto grado de similaridad en razón de este hecho y por contar con un alto grado de población española a mediados del siglo XIX. En marcado contraste, la capital de Camagüey era un [...] fuerte núcleo de terratenientes, criadores y agricultores, más que comerciantes, por tanto gente de un mayor espíritu localista y de diferenciación[64].

Sediciones, revueltas y conflictos en Puerto Príncipe

Está ampliamente documentado por la historiografía, lo que el investigador Jorge Ibarra Cuesta definió como “La creciente conflictividad de los Cabildos de la Tierra Adentro” con la Corona en los siglos XVII y XVIII. Remedios, Sancti Spíritus, Trinidad, Bayamo y Puerto Príncipe, no por casualidad las principales villas del contrabando, fueron las poblaciones con mayor número de sucesos que involucraron enfrentamientos entre las autoridades locales y el poder colonial. En el caso particular de la zona geográfica que incluía la gran sabana camagüeyana, el valle del Cauto y la metrópoli bayamesa, Calixto Masó subraya que en esa franja del territorio oriental, se habían dado cita numerosas variables económicas, políticas y culturales comunes:

Bayamo y Camagüey son la cuna de nuestras libertades y siempre en nuestra historia ambas poblaciones han tenido una identificación absoluta en su desenvolvimiento. Ambas con el contrabando exteriorizaron su protesta contra el monopolio comercial, ambas eran regiones esencialmente agrícolas y ganaderas, ambas se auxiliaron defendiéndose de los ataques de los corsarios y piratas, y cuando Jácome Milanés, Gregorio Ramos, el negro Salvador Golomón y otros bayameses rescataron al Obispo Don Juan de las Cabezas, un poeta vecino de Camagüey, Silvestre de Balboa y Troya de Quesada, cantó en el primer poema escrito en Cuba el valor y el heroísmo de los bayameses, dando muestra desde aquellos años remotos de la identificación moral y material de ambas poblaciones[65].

Entre los múltiples ejemplos que pudieran citarse, Ibarra menciona como: “El oidor de la Audiencia de Santo Domingo, Tomás Pizarro Cortés, instructor de causas por rescates en la isla, en comunicación de 14 de junio de 1689, informaba que «en Bayamo y Puerto Príncipe han sido los comercios con Jamaica y navíos del norte tantos y tan escandalosos», que no se podía considerar a una persona o un grupo de personas culpables, sino a todos”[66].

Los desplantes y agresiones de los naturales de Puerto Príncipe a funcionarios y militares españoles no fueron infrecuentes entre finales del siglo XVII y la siguiente centuria. A uno de ellos, el licenciado don Antonio Ortiz de Matienzo: “habían intentado matarlo en Puerto Príncipe tirándole un carabinazo, no obstante él asistirle a la guarda de su persona, veinticinco infantes que había llevado para el mejor logro de vuestro Real servicio”[67]. Parecida suerte corrió el gobernador Sebastián de Arancibia Isasi (1692-1698) en Puerto Príncipe, “a cuyo lugarteniente «le dieron de palos... dejándolo casi muerto de las heridas que recibió». Y como ese tipo de intimidaciones a la más alta autoridad de la región no les pareció suficiente a los principeños, «de noche le cercaron la casa de su morada con otras demostraciones escandalosas que le obligaron a volverse sin remediar cosa de consideración»”[68].

Un informe del gobernador Dionisio Martínez de la Vega (1724-1734), dirigido al Rey, de 28 de septiembre de 1728, era muy explícito en las prácticas contrabandistas de varias de la principales familias camagüeyanas: “Son muy conocidas las familias del Puerto del Príncipe que hacen el maior comercio, como Baraonas, Agüeros, Estradas y otras muchas, no puedo contenerlas así porque aquella Villa pertenece a la Jurisdicción de Cuba como por los recursos que hacen de la Real Audiencia abultando más mentiras que letras”[69]. Basado en el citado informe, Ibarra sostiene que: “La intrepidez de los alcaldes y regidores de Puerto Príncipe parecía no tener límites. Llegaron a tales extremos que, según el gobernador Martínez de la Vega, movilizaron un contingente de 200 hombres con la intención de liberar 14 prisioneros ingleses que fueron detenidos por una tropa instruida por él mismo para enfrentar el contrabando” [70].

Por esas mismas fechas, se produjo un llamado a la rebelión por los alcaldes ordinarios de Puerto Príncipe en contra del gobernador de Santiago de Cuba, Juan del Hoyo Solórzano (1728-1729), quien resultó preso y juzgado por los concejales en 1729. Como resultado de estos hechos sediciosos: “Siete miembros del patriciado principeño, promotores de la sublevación que condujo a la detención de Hoyos, fueron arrestados, juzgados y encarcelados en España. Los encausados y sancionados a esas penas fueron Xptoval de la Torre, Agustín Barahona, Bernardo de Moya, Carlos Bringuez, Santiago Agüero, Luis Guerra y Francisco de Arrieta. Por su avanzada edad y estado de salud a Xptoval de la Torre le fue conmutada la pena. Después de cumplir nueve años de prisión en España, las seis personas dirigentes de la sublevación de Puerto Príncipe fueron indultadas en septiembre de 1738”[71]. La contraposición de intereses entre el irascible gobierno local y las autoridades coloniales, quedó evidenciado en una carta del gobernador de Santiago de Cuba, fechada en noviembre de 1734, en la cual describía como:

Los principeños estaban de nuevo enfrascados en diligencias de contrabando, en actividades sediciosas y en campañas de agravios contra su persona. Los capitulares y otros vecinos lo acusaban de haberse propuesto acaparar las actividades de contrabando en la región, y haber marginado a los promotores habituales de los rescates.La represión que se extendía al poder local afectó incluso a las relaciones en el seno de la Iglesia. En carta del obispo del 23 de julio de 1763, sobre los autos que por actividades de rescate siguieron las autoridades locales de Puerto Príncipe contra el presbítero Manuel de Agüero y los miembros del Convento, se admitían implícitamente los cargos formulados contra los religiosos criollos[72].

De igual modo, fueron usuales a lo largo del siglo XVIII las tentativas del Cabildo de Puerto Príncipe por contrarrestar las medidas borbónicas que centralizaban la administración y militarizaban las poblaciones de Tierra Adentro, con el nombramiento de Tenientes Gobernadores y Capitanes a Guerra. Entre los que se opusieron a estas normativas estuvieron el deán Toribio de la Bandera y los patricios principeños Juan de Arredondo y Agustín Barahona, quienes enfrentaron directamente al gobernador de la isla Francisco Güemes de Horcasitas (1734-1746) y de Santiago de Cuba Francisco Cagigal de la Vega (1738-1746). Esta misma situación continuó durante el mandato del capitán general Antonio María Bucarely (1766-1771): “Según relata el historiador español Justo Zaragoza, las familias patricias de Puerto Príncipe, integradas por los Betancourt, Recio y Varona, se opusieron desde el Cabildo a su designación. Esta actitud provocó que «Irritado el General por tal desacato, llamó a la Habana a los que se habían opuesto a dar posesión al Gobernador y los Betancourt, Recios y Barona etc. que se presentaron fueron encerrados en el Castillo del Morro y de allí deportados a Cádiz»”[73].

Fue muy sonado el diferendo entre el teniente gobernador de Puerto Príncipe Felipe Zayas y el alcalde Luis Francisco de Agüero, quien acusó a Zayas en 1780 de calimbar a un grupo de esclavos entrados de contrabando para hacerlos parecer como legales. El teniente gobernador acusó a los ediles de sedición y ello fue motivo de una querella presentada ante la Real Audiencia de Santo Domingo, la cual se pronunció a favor de los funcionarios del Cabildo y en contra del militar español, inhabilitándolo a perpetuidad para el ejercicio de su cargo.

A lo anterior debe sumarse que: “En 1787 el teniente gobernador de Puerto Príncipe seguía autos en la Audiencia de Santo Domingo contra los regidores principeños Faustino Caballero, Diego Batista, Mauricio Montejo, Manuel Nazario Agramonte y Manuel Betancourt, por no concurrir a las sesiones del Cabildo en actitud de desobediencia contra él. Ese mismo año se instruía un expediente por la Audiencia de Santo Domingo para que los capitulares mencionados no se ausentasen de Puerto Príncipe, sin previa licencia del teniente gobernador”[74].

Todos estos factores promovieron en Puerto Príncipe un acusado sentimiento antiespañol, lo que en determinadas condiciones promovió también posturas anticoloniales, como la que relató el general Nicolás Mahy y Romo, capitán general de la Isla en 1821, sobre la irritación provocada en aquella ciudad por la llegada de los batallones derrotados en Sudamérica.

En tiempos del General Mahy (por el mes de noviembre de 1821) estuvo en grave peligro la capital del Camagüey con motivo de la agitación que allí produjo la orden de que pasase a guarnecer la ciudad el batallón de León, capitulado en Cartagena de Indias. Alentaban la agitación el Alcalde Constitucional Don Miguel Cosío, el Magistrado de aquella Audiencia Don Manuel de Vidaurre y Encalada y los demás alcaldes y regidores Fernando Betancourt, Juan Ramón Proenza, Francisco Iglesias, Bernabé Loret de Mola, Feliciano Carnesoltas, José María Tejeda, José Nicolás Porro, Juan Aulet, Ignacio de la Pera, Pedro Garamendi, Juan de Velasco, Manuel de Piña, Francisco de Iraola y José Joaquín López[75].

Más de veinte años después, eran frecuentes las escaramuzas y provocaciones mutuas entre los jóvenes camagüeyanos y la guarnición destacada en la ciudad, tal como relata Francisco de Arredondo y Miranda: “En 1847 ocurrieron graves disgustos y amenazantes motines entre los jóvenes Fernando Betancourt Agramonte, José Ciriaco de Varona, Jacinto Agramonte y Pedro Recio Betancourt con la oficialidad del Regimiento de Isabel II, las agresiones tuvieron lugar en la Plaza de San Francisco, reproduciéndose más tarde en la de La Merced y la Sociedad Filarmónica”[76].

Otro incidente de similar cariz, mencionado por Vidal Morales, involucró a los hermanos Carlos y Melchor Loret de Mola, quienes a su regreso de los Estados Unidos fueron apresados por suponerlos amigos del poeta matancero Miguel Teurbe Tolón y corresponsales en Puerto Príncipe del periódico anexionista La Verdad. Después de un dilatado trámite judicial resultaron absueltos por falta de pruebas, pero sus padres decidieron en gesto de protesta poner en venta sus bienes, lo que fue considerado un gesto arrogante por las autoridades coloniales.

Dos últimos elementos a tomar en cuenta en este sumario examen del acontecer histórico camagüeyano, previo al desenlace del movimiento anexionista de 1848 a 1851, tienen que ver con la presencia de una institución como la Audiencia de Puerto Príncipe, y con la participación de algunos principeños en los movimientos separatistas de la década de 1820, vinculados a los procesos independentistas en el continente americano. Ambos acontecimientos, en su devenir, guardan una estrecha relación. La Audiencia de Puerto Príncipe era, en términos de la legislación colonial, la heredera de la Audiencia de Indias, radicada en Santo Domingo y evacuada durante los sucesos de la revolución haitiana. Establecida en suelo cubano el 31 de julio de 1800, en realidad no representaba mucho desde el punto de vista legal, pues se encontraba lastrada por el antiguo aparato jurídico español diseñado para sus colonias americanas, pero al margen de este anacronismo, representó para los camagüeyanos un escenario favorable en oposición a los dictados del gobierno central, sobre todo a aquellos que podían traer aparejado el uso de recursos violentos o intimidatorios a sus pobladores. La tradición local recoge numerosas historias que demuestran el enfrentamiento entre los poderes coloniales y los vecinos de la villa:

[...] en 1802 fue enviado a Puerto Príncipe el teniente coronel don Juan de Córdoba con el cargo de Teniente Gobernador en razón de algunos desórdenes e irregularidades que tuvieron lugar en la elección del cabildo. El Capitán General Someruelos recomendó a Córdoba que tomara las más duras medidas pues Puerto Príncipe le inquietaba, por sus manifestaciones contrarias a la respetuosa sumisión que sus vasallos debían al Rey y a sus tenientes[77].

Según consigna el historiador Jorge Ibarra: “El capitán general Mariano Ricafort (1832-1834) instará a la Real Audiencia de Puerto Príncipe, una y otra vez, a que tomase medidas para restar poderes al Cabildo principeño. De manera que se dispuso la creación de ocho barrios con sus alcaldes respectivos; esos funcionarios no debía designarlos el Cabildo, como siempre se había hecho, sino que debían ser confirmados por el capitán general y la Real Audiencia”[78].

Al instaurarse el régimen de Facultades Omnímodas, y de manera particular durante el mandato autoritario de Miguel Tacón, fueron evidentes los roces entre ambos poderes, al punto de que un funcionario de la intendencia de Puerto Príncipe, Anastasio Orozco, le escribió a Domingo del Monte: “La Audiencia está mal con el señor Tacón porque no cuenta con ella, ni le hace caso para nada: como estos tíos tienen orgullo tonto están rabiosos”[79]. El relato anterior puede ser contrastado con otras informaciones de carácter oficial, en las que se sugiere que el Cabildo y la Audiencia actuaban de común acuerdo y en ocasiones se tomaban atribuciones que no les estaban permitidas por el mando español, como el caso que narra el citado capitán general Concha:

[...] hubo tiempo en que los magistrados de la Audiencia ejercían hasta el cargo de inspectores de barrio, y no faltó ocasión en que, siendo Teniente de Gobernador un brigadier, enviado expresamente a ejercer ese cargo por la gravedad de las circunstancias, y habiendo separado a uno de los llamados comisarios de cuartel por consentir juegos prohibidos, llegó la Audiencia a formar un acuerdo para negarle el derecho a separar a tales funcionarios[80].

La Audiencia aprovechó su autonomía para defender los intereses de los miembros más prominentes de la oligarquía local en sus enfrentamientos a los intereses metropolitanos. Quizás también molestaba de esta institución su relación con un numeroso grupo de inmigrantes dominicanos, entre los que se contaban maestros, abogados, poetas y hombres de letras, quienes no solo contribuyeron de modo activo a la vida cultural de la ciudad, sino también a propagar ideas afines a la Ilustración y el liberalismo. De hecho, el primer periódico camagüeyano, que circuló manuscrito, fue obra de uno de estos hijos de Santo Domingo y fueron dominicanos también quienes impulsaron la fundación de la Diputación Patriótica y de las cátedras de Jurisprudencia y Economía Política, creadas ambas por don Manuel Monteverde[81].

No es posible soslayar el ingente papel desempeñado por la Audiencia de Puerto Príncipe en el imaginario colectivo de la ciudad, en aspectos tan significativos como la cultura jurídica o la condición de sede universitaria alternativa a la Real y Pontificia Universidad de San Gerónimo de La Habana, toda vez que era allí donde los aspirantes a juristas de todo el país debían obtener sus grados de doctores en derecho civil y canónico. Entre esos jóvenes litigantes que concurrieron a Puerto Príncipe estuvieron figuras de la notoriedad de José María Heredia, Antonio Bachiller y Morales y José de la Luz y Caballero. El ensayista Luis Álvarez ha señalado con razón que la ciudad vivía impregnada de “una atmósfera de cierta reflexión legalista” y concluye que: “La Audiencia había convertido a Puerto Príncipe en una verdadera capital judicial y académica de la Isla, había levantado la autoestima social de la ciudad, había propiciado una profundización de su vida intelectual y había estimulado sus prácticas culturales en una dirección que no podía ser satisfecha de otro modo bajo el modus vivendi colonial”[82].

De todo esto era consciente el capitán general José Gutiérrez de la Concha, quien entre sus medidas para fortalecer el mando del gobierno central en el año 1850, manifestó a la Corona el propósito de disminuir la autoridad de la Audiencia de Puerto Príncipe, al considerar que: “La Audiencia, ya por el prestigio que le daban la antigüedad y los hábitos adquiridos, la solemnidad de los actos, su tratamiento mismo de Alteza, y por último su influjo, muchas veces decisivo en la gobernación civil, debía oscurecer a la autoridad política y militar, que a su lado debía hallarse rebajada y abatida, mucho más siendo nueva y no habiendo tenido tiempo todavía para acostumbrar a los pueblos a prestarle toda la obediencia, sumisión y respeto que le eran debidos”[83].

Poco tiempo después, ya en el fragor del alzamiento de Agüero, Concha era mucho más explícito cuando informaba a sus superiores su deseo de suprimir aquella incómoda corporación:

Hay, sin embargo, un pueblo en la Isla tan avanzado en el camino de la rebelión, que requería de parte del Gobierno una conducta diferente. Hablo de Puerto-Príncipe [...]. Esa situación especial, ahora como entonces debía convencerme de lo infructuosas que serían la moderación y la templanza. Considerando imposible, a lo menos por algún tiempo, conseguir con beneficios, no un cambio de opinión, que tampoco me prometo de cierta clase de la población en los otros puntos, pero ni disminuir su hostilidad contra el Gobierno, parecía claro que la política allí, no sólo conveniente sino necesaria, era comprimir la revolución con la fuerza; y para mejor lograrlo, rebajar todo lo posible la consideración y la importancia de un pueblo rebelde. Y he aquí por qué solicité en la comunicación citada de 9 de Enero la supresión de la Audiencia, que con anterioridad recomendaron por otras razones mis antecesores[84].

Cuando se vertebraron por toda la isla los movimientos separatistas inspirados por las guerras de independencia americanas, un oidor de la Audiencia, el peruano Manuel Lorenzo Vidaurre, desempeñó un papel destacado en la conspiración. De él informaba el gobernador de Santiago de Cuba al capitán general Francisco Dionisio Vives en 1823:

[...] no me queda la menor duda de que una porción de hombres perversos e inquietos principiaron desde el año 1820 a perturbar el sosiego, jamás interrumpido de los vecinos del Príncipe, resistiendo el nombramiento de jueces de letras, que al siguiente año, apadrinados y excitados por el ex oidor prófugo don Manuel Vidaurre, se aumentaron y envalentonaron hasta el grado de atacar de frente a las autoridades y facultades de la Capitanía General de la Isla[85].

Refugiado en los Estados Unidos, el patriota peruano se integró a la tertulia del camagüeyano residente en Filadelfia, Bernabé Sánchez, frecuentada por otros jóvenes latinoamericanos, como los cubanos José Antonio Saco y Gaspar Betancourt Cisneros, el ecuatoriano Vicente Rocafuerte y el argentino José Antonio Miralla.

Algunos historiadores, entre ellos Leví Marrero, creen que el anfitrión de las veladas era el enigmático Mr. Sánchez, vinculado a un plan anexionista a los Estados Unidos en fecha tan temprana como 1822[86].

Todo parece indicar, por la actitud mantenida en ese momento por los conspiradores, que se inclinaban más bien a obtener el concurso de los ejércitos bolivarianos para alcanzar la separación de España, antes que promover una aventura anexionista. Como parte de este plan, debía acudir a entrevistarse con Bolívar, en 1823, una delegación integrada por varios camagüeyanos, entre ellos el propio Betancourt Cisneros, José Ramón Betancourt (padre) y José Agustín Arango. Dilatada esta comisión por múltiples adversidades, Agustín Arango fue facultado para regresar a la Isla y poner en alerta a los conjurados.

Entre los lugares que visitó estuvo su ciudad natal, donde había sido descubierta una parte de la conspiración y procesados por el delito de “cadenistas y francmasones”, Diego Alonso Betancourt, El Solitario, y Tomás Borrero, quienes pertenecían a la Cadena Triangular del Camagüey, una de las secciones conocidas de la Conspiración de Los Soles y Rayos de Bolívar[87]. Bajo las órdenes de El Solitario estuvieron los camagüeyanos Francisco Agüero, Frasquito, y Andrés Manuel Sánchez. Este último era un mulato libre de personalidad contradictoria, que había estudiado en Filadelfia y conocido allí a Betancourt Cisneros y a los hermanos trinitarios José Aniceto y Antonio Abad Iznaga Borrell.

Ambos conjurados, Frasquito Agüero y el mestizo Sánchez, cayeron víctimas de una rebelión inmadura y con escasas posibilidades de enfrentar militarmente, con éxito, al colonialismo español. Luego de realizar un viaje azaroso hasta las costas cubanas, fueron rápidamente capturados y, después de un juicio sumario, en el que se enfrentaron las posturas vacilantes de Sánchez y la posición firme de Frasquito, fueron ahorcados en la Plaza Mayor de Puerto Príncipe, el 16 de marzo de 1826[88].La historiografía tradicional acuñó para estos héroes prematuros el sobrenombre de “protomártires de la Independencia”, como símbolo de los esfuerzos pioneros y desesperados de las clases medias y los sectores profesionales por romper los lazos con la Metrópoli[89].

A pesar de su fracaso, el esfuerzo independentista de Frasquito Agüero, quien gustaba de componer versos patrióticos, dejó en el imaginario local una melodía que tituló “Himno cubano”, escrita en 1821, que al decir del gran músico Gonzalo Roig, fue “el primer himno que se escribió para la revolución cubana”[90] y constituye un antecedente de gran valor en el universo de canciones de contenido político, que llamaban a los cubanos a dar la vida por las libertades patrias:

    Himno cubano

    ¡A las armas, cubanos; vuestros brazos Patria
    os conquisten, libertad y honor!

    ¡Gloria al que estreche de hermandad los lazos!
    ¡Muerte y oprobio al bárbaro opresor!

    ¡Oh Cuba! ¿En tus oídos el huracán no zumba?
    ¿El viento no retumba clamando libertad?

    ¿Qué hacéis, hijos de Cuba?

    ¿No fuera torpe mengua que sólo vuestra lengua no exclame: libertad?

    El sol que nuestro suelo de vida y luz inunda,
    con fuerza igual infunda de patria el santo amor!

    Quien muere por la patria
    vivió cuanto debía;
    la vida dura un día,
    la gloria es inmortal
[91].

Con posterioridad a estos hechos, Diego Alonso Betancourt, uno de los conspiradores más tenaces de aquel tiempo, emigró a México, donde firmó una petición al Congreso de aquel país para incorporar a Cuba al Estado mexicano. Luego marchó a Filadelfia, y desde allí colaboró con los movimientos anexionistas de las décadas de 1840 y 1850, incluidos los promovidos por los militares sureños y que tenían como líder al general venezolano Narciso López.

Para mediados del siglo XIX, existían diversas condiciones previas, tanto en el orden material como en el de las ideologías y mentalidades, que propiciaban un surgimiento entre las clases medias, los profesionales y algunos hacendados de Camagüey, de un poderoso sentimiento anticolonialista y también antiespañol. Sus motivaciones eran profundas y podían mostrar, incluso, a sus primeros mártires. Solo faltaba vertebrar aquel sentimiento de inconformidad y desobediencia en torno a una idea común y un programa de acción, encaminados a lograr una doble emancipación: del atraso económico y de la crisis política. Enfrentando, si era necesario, a la institución esclavista, con la que no estaban comprometidos y que constituía un peligro amenazador en las regiones occidentales. Lograrlo, pasando de una prédica modernizadora y de crítica de las costumbres, al campo de las acciones prácticas y la propaganda antiespañola, fue la razón que inspiró la vida y obra de Gaspar Betancourt Cisneros, El Lugareño.


Tomado de
El puñal en el pecho. Imaginarios políticos y rebeldía anticolonial en Puerto Príncipe (1848-1853). Editora Historia, La Habana, 2023, pp.19-71.

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