En el suelo, para mí querido, que riega el umbroso Tínima con sus cristales sonoros; en aquellas fértiles llanuras que señalan el centro de la Antilla reina, y en la que se asienta la noble ciudad de Puerto Príncipe, que plugo al cielo destinarme por patria, vivía en los ya remotos tiempos de mi infancia un venerable religioso de la orden de San Francisco, a quien el vulgo llamaba comúnmente padre Valencia, por la circunstancia de saberse había nacido a las orillas del Turia.
Gozaba aquel varón de general cariño en el país, y nada, a la verdad, era más justo, pues en los muchos años que había pasado en él, no hubo sin duda un día siquiera en que no derramase a manos llenas servicios y bendiciones entre sus moradores.
Si se alteraba en alguna familia la paz y concordia doméstica, allí aparecía, como llevado por la mano de Dios, el respetable padre Valencia, y los sabios consejos, las paternales exhortaciones, las afectuosas súplicas pronunciadas por aquella voz llena de dulzura, restablecían sin tardanza la tranquilidad y la armonía.
Si opuestos intereses o encontradas opiniones suscitaban enemistades sangrientas entre algunos vecinos, amagando rencores y venganzas, el pacífico padre Valencia se presentaba al punto como mediador en la contienda, y la poderosa influencia de aquel espíritu evangélico, conciliador y amoroso, dominaba como por encanto las iracundas pasiones, y hacía encontrar medios de transacción y avenencia.
Si escandalosos desórdenes de algún pecador público sublevaban las conciencias timoratas, poniendo acaso en peligro la conservación de las buenas costumbres, el padre Valencia hallaba pronto delicados e ingeniosos medios de ponerse en amistosa comunicación con el causante del daño, y jamás pasaba mucho tiempo sin que, al contacto de aquella vida purísima, se viese trocado el libertinaje en ejercicios de austera penitencia.
Si ocurría en nobles o plebeyos, en ricos o pobres, alguna pérdida irremediable, algún infortunio acerbo, nunca dilataba el padre Valencia el ir a mezclar sus lágrimas con las que derramaban los pacientes, y el bálsamo de sus palabras consoladoras cicatrizaba eficazmente las heridas más crueles del corazón.
En una palabra, aquel hombre y humilde fraile había llegado a ser la visible providencia de todo el pueblo, donde ningún conflicto, público o privado, dejaba de buscar y de encontrar remedio, o alivio por lo menos, en la inmensa ternura de su alma y en las inexhaustas fuentes de su caridad cristiana.
Existía, empero, una plaga terrible, cuyo tristísimo espectáculo se presentaba a cada paso a su vista, sin que alcanzase el santo varón medios de remediarla.
Los leprosos vagaban por las calles, cuyo ambiente corrompían con la pestilencia de sus llagas, pidiendo por amor de Dios una limosna, que ni aun las personas más piadosas podían tenderles sin apartar los ojos de su repugnante aspecto. Aquellos infelices seres, peligrosos para la salud pública, se multiplicaban de día en día, a pesar de perecer en gran número, hacinados en inmundos e ignorados tugurios, a los que la ciencia médica no llegaba nunca para proporcionarles algún alivio, y ni aun la misma religión acudía siempre para ofrecerles, en sus últimos momentos, auxilios espirituales.
Sólo el padre Valencia descubría y frecuentaba tales receptáculos de miseria, tales focos de infección, haciendo sus delicias de la difícil asistencia de enfermos tan asquerosos, pero bien comprendía que no bastaba toda su abnegación personal para asegurarles los recursos y consuelos de que tanto necesitaban. Afligíale no poco esta desalentadora idea, hasta que amaneció un día, en el cual, iluminado de súbito por divina inspiración, se echó a los hombros una jaba de pordiosero y comenzó a recorrer la ciudad pidiendo de puerta en puerta una pequeña moneda para la fundación de un grande hospital de lazarinos.
Cualquiera podría reírse de empresa tan descabellada en apariencia: ¿cómo imaginar posible la reunión de fondos suficientes para construir, establecer y conservar un asilo de tal importancia, con el solo recurso de la cuestación pública, en una ciudad donde son poco numerosos los pingües caudales? La esperanza era verdaderamente absurda, según las probabilidades del juicio humano, pero para la fe del padre Valencia se presentó realizable, y se realizó en efecto.
Algunos años le bastaron para levantar desde el cimiento vasto y hermoso edificio, que hace y hará eternamente bendecir su memoria a la ciudad del antiguo Camagüey, y en el cual fueron acogidos, con general aplauso, centenares de enfermos de los dos sexos, que hallaron en aquel aislado y saludable albergue, bajo la inmediata dirección del digno fundador, todas las comodidades y aun todos los goces compatibles con su situación.
Las bendiciones del cielo, que acompañaban constantemente al admirable franciscano, hicieron prosperar cada día más, mientras él estuvo a su frente, aquel hospital modelo, del que se enorgullecía Puerto Príncipe; pero llegó al cabo el inevitable momento de ser llamado el padre de los míseros leprosos a las regiones felices, donde le aguardaba el premio de sus heroicas virtudes, y no pasó mucho tiempo sin que se sintiese dolorosamente su falta, a pesar del empeño con que todos los buenos y generosos vecinos del país procuraron impedir la decadencia de aquella institución, necesaria, más que en ninguna parte, en un suelo donde la elefancía y sus semejantes han tenido épocas de propagación espantosa.
Pero cuando verdaderamente empezaron las graves dificultades, fue al llegar un año en el que, por concurso fatal de circunstancias que no es del caso detallar, hubo grandísima escasez y carestía en toda la provincia central de la isla de Cuba. Viéronse entonces bandadas famélicas de mendigos pulular por las calles, poniendo en contribución indispensable a las clases acomodadas, que, afectadas también por la crisis que atravesaba el país, apenas podían con los incesantes recursos de la limosna aplacar el hambre de la indigente muchedumbre, y, como puede adivinarse, el asilo de los leprosos se resintió profundamente del estado de general penuria.
Habituados a la abundancia y al regalo que había sabido proporcionarles el próvido fundador, sobrellevaban mal los acogidos tantas privaciones como entonces fue preciso imponerles, y que iban aumentándose de día en día, hasta el pun to de hacerles temer verse en la triste necesidad de abandonar el techo hospitalario, bajo el cual habían esperado terminar descansadamente su desgraciada existencia. En tan terrible conflicto, acudían llorosos al modesto sepulcro que guardaba entre ellos las cenizas de su inolvidable bienhechor, invocando fervorosamente a su bienaventurado espíritu para que los socorriese desde el cielo, donde no dudaban habitase.
Crecían, sin embargo, los apuros; la administración del hospital había agotado todos los recursos de su celo y de su inteligencia, y no sabía ya de qué medios valerse para que no faltase totalmente el sustento a los numerosos enfermos, cuyas quejas y lamentaciones acrecentaban las amarguras de sus ánimos, en medio de tan insuperables dificultades.
Hubo una mañana en que, cerca de las doce, aún no habían podido desayunarse los pobres lazarinos, quienes, echados tristemente sobre la yerba que crecía en el ya arrasado huerto del establecimiento, recordaban con lágrimas aquellos tiempos pasados, en que tropas canoras de los vistosos pájaros tropicales venían cada mañana a sus plantas, para recoger las abundantes sobras del pan de su desayuno.
—|Ay! —decían—; ahora no acuden sino carnívoras auras, como esperando nuestros cadáveres para saciarse con ellos.
Y en efecto, veíase recorriendo el huerto, con lentos y como cautelosos pasos, multitud de aquellas aves pestíferas, de fúnebre color, que recuerdo me causaban, cuando era niña, pavura supersticiosa.
El aura, o gran buitre cubano, es indudablemente, queridos lectores, como acaso lo sabréis, una de las raras excepciones que se conocen entre las variadas familias de hermosas aves indígenas. Su cabeza, de un rojo amoratado, presenta excrecencias costrosas, por las cuales ha merecido se la designe con la calificación de tiñosa; su corvo pico y sus afiladas garras, teñidas de color sanguinolento, exhalan, como todo su cuerpo, la fetidez de las carnes corrompidas, que son su habitual pasto; y sus alas, de un negro verdoso y deslustrado, forman, al batir el aire, cierto rumor siniestro, que parece marcar un compás fúnebre.
Sucedió, empero, que el día a que nos referimos, y mientras los acogidos del hospital contemplaban con disgusto aquel lúgubre cortejo, que los acompañaba en su soledad, como para hacérsela más triste, apareció de repente, entre la oscura bandada, un ave desconocida, del mismo tamaño y de la misma forma que las auras, pero contrastando con ellas de una manera asombrosa. Blanca cual el cisne, ostentaba en su cabeza, como en sus pies y en su pico, el color esmaltado de la rosa, teniendo, además, en vez de los huraños ojos de la familia a que parecía pertenecer por su figura, los dulces y melancólicos de la paloma torcaz.
Sorprendidos los leprosos a vista de tan nueva y súbita aparición, se acercaron a ella llenos de curiosidad, y ¡cosa rara!, la tropa de negras auras levantó al punto el vuelo, como espantada, pero el aura blanca, lejos de huir, se dejó coger mansamente, y aun pareció querer acariciar con suave aleteo las llagadas manos que la aprisionaban.
Al día siguiente corría por Puerto Príncipe conmovedor relato. Decíase que el alma del padre Valencia, tantas veces invocada en medio de crecientes angustias por sus pobres hijos los lazarinos, había bajado a ellos en forma de un ave extraordinaria, a la que todos convenían en llamar aura blanca.
La novedad del suceso despertó de tal manera el interés general, que hubo de hacerse exhibición pública del ave, poniendo precio a la entrada; y fue tan grande la afluencia de gente, que en pocos días se recaudó considerable suma, suficiente a subvenir a las urgentes necesidades del hospital de San Lázaro.
Pero no quedó en esto. El aura blanca, paseada en una jaula dorada por muchos de los pueblos de la Isla, y excitando en todos curiosidad vivísima, los puso en contribución voluntaria a favor del establecimiento, proporcionándoles salir al cabo felizmente de todos sus apuros y entrar en nuevo período de prosperidad y holgura.
De este modo, según la vulgar creencia, el caritativo fundador proveyó, aun después de muerto, al sostenimiento de sus acogidos, quienes celebraron en la aparición del aura blanca visible milagro, comprobador de la santidad y eterna bienaventuranza de aquella alma bienhechora.
¿Qué se hizo el ave milagrosa, terminada su misión...? Nadie ha podido decírmelo con certeza, por más que he procurado indagarlo; pero si estas desaliñadas páginas son algún día leídas por mis amados compatriotas, ninguno de ellos negará su testimonio a la verdad del hecho que he querido consignar entre mis leyendas, como homenaje de respeto a la memoria del venerable religioso que tantas veces me bendijo en mis primeros años, y como recuerdo indeleble del hermoso país en que se meció mi cuna.
El Camagüey agradece a Henry Mazorra las fotos que acompañan este texto, tomado de Tradiciones. Selección y prólogo de Mary Cruz. La Habana, Letras Cubanas, 1984, pp.300-305.