La histórica casa donde nació Ignacio Agramonte tiene su frente hacia la calle Soledad, marcada con el número 5, por un costado corre la Mayor (Cisneros) y por la otra Candelaria (Independencia). Esquina por esta última. A su lado alzase el edificio del correo. Frente, el convento e iglesia de la Merced. A la mano, la plaza de este último nombre, hoy Charles Dana, en la cual, como dije en otro lugar, en tiempo lejanos se celebraban funciones de circo, diversiones y corridas de toros. Más allá está la sociedad La Popular. El lugar es de lo más céntrico, por tener comercio numeroso y variado, y las oficinas públicas más importantes. Es de dos plantas: con entresuelo espacioso. Sin más adorno arquitectónico que el ancho portón de entrada con el escudo de armas de la familia labrado sobre una de las jambas. Dos balcones con barandaje de hierro. Corrido por la planta superior un balcón sostenido por hilera de ménsulas de madera labrada. El interior es de habitaciones cómodas, espaciosas y claras. En la planta baja, hacia el fondo de la puerta de entrada, estaban las caballerizas, despensas, numerosos tinajones. Era la casa solariega del licenciado Ignacio Agramonte y Sánchez y doña Filomena Loynaz y Caballero. Y en ella nació Ignacio Eduardo Francisco de la Merced la víspera de Noche Buena del año 1841. Eran ricos, de linaje ilustre y muy distinguidos en todos los círculos sociales y de cultura. Gobernaba en Cuba como procónsul español el teniente general Gerónimo Valdés. Cuba alcanzaba una población de escaso millón de habitantes, de éstos el 58% negros. El Lugareño ya era figura representativa en las letras y la política.
Escasos eran los colegios buenos de la época, aunque ya los Escolapios tienen plantel abierto. Lo que se sabe sobre los estudios que hizo entonces es muy escaso, apenas que recibió clases de don Gabriel Román y Cedeño, maestro peninsular apasionado por su patria y de métodos atrasados. Los padres estaban en condiciones de darle adecuada educación y profesión; pero como comprendían que el ambiente local no era propicio para ese fin, decidieron mandarlo, no al extranjero, como era costumbre de las familias adineradas, sino a la capital de la Isla, donde los planteles educacionales eran mejores. Cuando el niño Ignacio es trasladado a La Habana parece que su preparación es somera. El cubanismo de los padres hizo que dieran preferencia a un centro de estructura criolla, a cuyo frente se hallaba el maestro más renombrado de la época. Porque ya por entonces a El Salvador de Don Pepe acudían alumnos de todas partes de la Isla.
Estos contornos de la casa solariega, la Plaza de la Merced y el templo mismo, fueron campos de paseo y solaz de Ignacio. Viendo a un niño de diez años, alto y delgado, un tanto pensativo, tristón, con el típico traje infantil de la época, es decir, de pantalones cortos y camisola y corbata, muy respetuoso, guiado por un sirviente esclavo, camino de la iglesia de La Soledad, es fácil suponer que pueda ser Ignacio. Naturalmente que no podrá serlo uno que ahora me mira soez: de pantalones de hombre, en mangas de camisa, melenudo, que habla improperios de su profesor del Instituto. Entonces los niños llenaban sus funciones de niñez y se dejaban dirigir por sus mayores.
La casa mantiene íntegro su viejo aspecto exterior. No aparece maltratada, aunque sí transformada un tanto. Por evoluciones varias, y de herencia, la finca entró en la órbita capitalista de la Srta. Dolores Betancourt y Agramonte. Para contribuir al mantenimiento de sus mandas, la administran, lo mismo que otras varias, extranjeros frailes salesianos. En un tiempo en los balcones flotaba la bandera española, amparando el consulado de España. Modernamente es residencia de familia, en los altos entresuelos, y de comercio en la planta baja. Por Independencia un modestísimo restorán que ocupa uno de los salones. Muchas veces mi romanticismo patriótico me ha conducido a comer en dicho lugar, por el placer de suponer que por allí alguna vez anduvo mi Agramonte; y después he visitado el patio interior y unos ruinosos alojamientos y visto tinajones vetustos. En el frente hay un café y barra. Sobre uno de los balcones pende el letrero de un partido político. Y en el centro del edificio, ocupando la ancha puerta, hay un puesto de frutas. Precisamente en lo alto de la jamba izquierda, pegada al kiosko, se ve el escudo heráldico de los Agramonte, con sus cuatro cuartones. Y encima de la marquesina que defiende el expendio de frutas, casi oculta hay una pequeña placa de bronces que dice:
En esta casa nació
El Mayor
Ignacio Agramonte
El 23 de Diciembre de 1841
Murió combatiendo
Por la indepdencia patria
En Jimaguayú
El 11 de mayo de 1873
Este manifiesto desdén a tan noble señal de recuerdo, dio motivo a que los veteranos de la independencia establecieran enérgica protesta en demanda de que se quitara la marquesina, a fin de que la tarja quedara libre. Menos no podía solicitarse, ya que la dueña, una camagüeyana, familiar de Ignacio Agramonte, el representativo de ese apellido que más prestigio y gloria ganó, no supo a tiempo ofrecer el noble y justo rasgo de dedicar esta cuna a una biblioteca pública y museo para honrar al deudo que murió por la independencia, al que ella, por lo tanto, debe el mantenimiento de su fortuna; y, lo que es peor aún, para administrar esa residencia prefirió frailes sin patria ni familia a sus compatriotas. Verdad es que no tengo noticias de que la fanática Srta. Betancourt y Agramonte jamás fijara su atención en las luchas que sostuvimos, sostuvieron sus comprovincianos por la libertad, más preocupada de sus rezos, iglesias y frailes y aspiración a salvación eterna… (En enero de 1939 desapareció la marquesina.)
Tomado de Gerardo Castellanos: Pensando en Agramonte. Habana-Camagüey. La Habana, Ucar, García y Cía. 1939, pp.289-292.