Sr. Director de CUBA CONTEMPORÁNEA.
Mi distinguido amigo:
Motivo grande de satisfacción ha sido para mí la lectura del artículo de su corredactor señor de Sola, El pesimismo cubano. De esta manera clara, precisa, documentada, es como nos importa que se estudien las grandes cuestiones que, aquí como en todas partes, presenta la compleja vida de una colectividad humana. Y resulta consolador y fortificante el espíritu de reflexiva esperanza en el porvenir, de que está impregnado ese escrito. CUBA CONTEMPORÁNEA cumple con creces sus ofertas. Sus jóvenes redactores merecen bien de la patria.
Pero sé que no buscan elogios; y el medio mejor de corresponder a su esfuerzo es coadyuvar a su levantada obra, estudiando los que pueden hacerlo, y cada cual según su capacidad y recursos de investigación, los diversos puntos que merecen fijar la mirada del público. Demasiado saben ellos, y bien lo prueba el trabajo a que me he referido, que una sociedad, todavía hondamente conmovida por largos años de porfiada lucha y de terribles trastornos, tiene que presentar muchos lados débiles, a que hay que acudir con la crítica bien intencionada, a fin de procurar su remedio.
Honda preocupación de muchos entre nosotros es el funesto declive hacia la indisciplina social a que parece arrastrado nuestro ánimo. No andan muy remotas las causas. Nuestra organización social descansaba, hasta ayer, en la compresión férrea de la gran masa de nuestra población por los pocos que estaban encima. El esfuerzo gigantesco del pueblo cubano para derrocar ese sistema, no pudo llevarse a cabo sin sacudidas tremendas, que han dejado sembrado de ruinas el camino. La autoridad pública, y hasta la privada, fueron durante tantos y tantos años instrumento permanente de opresión, que la tendencia natural en los que se sentían libres de su peso era a sacudirse de todo yugo, y a creer que la libertad civil y la libertad política significan ausencia completa de sujeción y límite. Aquí, como en todas partes, el espíritu de despotismo ha conducido naturalmente al espíritu de anarquía.
Pero, es claro, la experiencia universal nos enseña que la libertad resulta de un compromiso constante entre la necesidad de limitaciones para el individuo, que exige la existencia de todo gobierno, y la aspiración al desarrollo sin trabas, propio a cada ser viviente. Y nuestra experiencia particular como nación nos hace ver que necesitamos, por los antecedentes a que he aludido, y si queremos organizamos de un modo adecuado y permanente, robustecer la acción gubernamental, necesitada imperiosamente de todo nuestro concurso. Por algún tiempo, el equilibrio entre los dos factores del caso, individuo y gobierno, tiene que romperse un tanto en favor del segundo.
Para que esta necesidad salte a la vista, preciso es señalar los casos reiterados de indisciplina social que se han ofrecido a nosotros en breve tiempo; y que, desiguales en su importancia y ramificaciones, convergen, sin embargo, en el mismo profundo sentimiento: la atribución al individuo o grupo de un privilegio, que es sólo otra forma más sutil de la anarquía.
El primero a que he de referirme, aunque uno de los últimos en el tiempo, es el caso reciente de la colisión entre los estudiantes de la Universidad y los motoristas. No voy a entrar en los pormenores del hecho, que desconozco en sus detalles, porque esto resultaría inútil para mi propósito. Lo importante es la actitud del elemento más culto, de mejor situación social, más joven, lo que equivale a decir que debía abrigar ideas más frescas y más en relación con las necesidades de la época. Pues bien, nuestros estudiantes, que habían dificultado el trabajo de los empleados del tranvía y puesto en riesgo la seguridad de los pasajeros, han asumido desde el primer momento del conflicto la actitud de agraviados por la policía, han pretendido que el recinto universitario disfruta de privilegios que han sido violados, y han querido discurrir tumultuariamente por las calles de la ciudad y llegar en la misma forma hasta la presencia del jefe del Estado. No se han detenido a pensar que la policía tiene el encargo estricto de velar porque no se formen grupos que dificulten la circulación, el deber de impedir choques y riñas entre los transeúntes, y el derecho de penetrar, para los fines de su institución, en cualquier edificio, siempre que cumpla con las prescripciones claramente expuestas por la ley constitucional. La universidad, el templo, la logia masónica, el club, no son diversos a este respecto de la casa de cualquier ciudadano. La policía no puede hacer en aquéllos lo que no puede hacer en ésta. Nada más, nada menos.
Ernesto Asbert
Mucho más grave en el fondo, aunque no en la forma externa, considero la actitud de los amigos del señor Asbert, desde que se inició el terrible proceso en que está envuelto. No me refiero, desde luego, a lo que privadamente, en su casa, en su círculo, en sus reuniones, hayan hecho o puedan hacer. No me refiero a los procedimientos de defensa a que han acudido sus abogados. Me refiero a las manifestaciones públicas, ostentosas, de esos letrados que en discursos o conferencias han tratado de forzar previamente la mano de los jueces. Me refiero al hecho sin precedentes de convertir la cárcel pública en lugar de aparatosa manifestación política, con el concurso de autoridades, o desconocedoras por completo de la responsabilidad moral en que incurrían, o amedrentadas por la imposición de sus correligionarios. Jamás, jamás, en país que se tiene por civilizado, se ha dado espectáculo más triste; porque nunca se ha revelado tan claramente lo que distamos del verdadero concepto de lo que son y deben ser los jueces, sobre los que no nos es lícito tratar de influir ni por la dádiva, ni por la amistad, ni por el miedo. En nuestra historia contemporánea pocas páginas se han escrito más sombrías y dolorosas.
Para que no faltase, ¿cómo había de faltarle?, su repercusión inmediata, poco después se intenta, por un grupo de simpatizadores de ciertos socialistas presos en Camagüey, acudir también en manifestación a la cárcel. Menos afortunados que los manifestantes de la capital, son recibidos a tiros por la fuerza pública; y termina en efusión de sangre su lastimosa imitación de la indisciplina que había tenido suelta la rienda entre nosotros.
Coronel Simón Reyes, conocido como el águila de la Trocha.
Imagen tomada de OnCuba
Ahora mismo trae conmovida la opinión de buena parte del país y agitada la conciencia pública el caso tremendo del coronel Simón Reyes. No necesito decir que condeno con horror el crimen que puso fin violento a su vida. Pero lo que le da singular significación, al respecto que motiva estas líneas, es en primer término la causa que se ha supuesto al atentado, y luego la actitud de numerosos compañeros de la víctima. De público se ha dicho por los que sin vacilación han querido hacer arma de este desventurado suceso, que el coronel Reyes había sido asesinado porque de algún modo amparaba al bandido Solís, el cual había servido a sus órdenes en la guerra de independencia. El estado social que revela la posibilidad siquiera de esta imputación, pone espanto a todo el que tenga el menor concepto de lo que debe ser el estado de civilización. No hay verdadera idea de lo que demanda la vida normal del derecho, donde se puede creer y alegar que relaciones pasadas de esa índole justifican olvido semejante de los deberes superiores con la sociedad de que se forma parte. Y el que entiende que existen relaciones personales que legitiman el menosprecio de los vínculos jurídicas con la sociedad, no posee la menor noción de la disciplina colectiva.
En vista del luctuoso suceso, ¿qué hacen los compañeros de armas del coronel Reyes? ¿Esperar confiados en la acción reparadora de la justicia? Nada de eso. Antes de que ésta haya podido materialmente proceder, anuncian que se retraen de la vida pública: es decir, que rompen uno de sus lazos con la gran colectividad de que forman parte. Y esto, en el fondo, en son de amenaza; porque tal parece que aquí, lo primero es hacer ver que se desconfía del poder público, y que se puede llegar hasta a ponérsele enfrente. No trato ahora de investigar las causas de ese sentimiento; me limito a poner de relieve el espíritu antisocial que revela. Dondequiera, y por cualquier motivo, que una parte de la comunidad se atribuya derechos superiores, o siquiera distintos, a los del resto, no hay allí verdadera y permanente solidaridad.
Innecesario me parece señalar otros hechos de menor significación, como la forma que tomó la protesta de los dueños de cafés contra la aplicación de una ley vigente. Los casos referidos son suficientemente graves y exponen bien a las claras el peligro social sobre el que deseo llamar la atención.
No soy, o no creo ser, de los que me amedrento con mis propias imaginaciones. Ni desconozco que estas crisis se han presentado y se presentan en todos los pueblos, sobre todo en sus períodos de transformación. Pero entiendo que el patriotismo exige no disimular los riesgos que amenazan al cuerpo social; y, ya que no puedo hacer otra cosa, doy mi voz de alerta.
De usted muy afectuosamente,
ENRIQUE JOSÉ VARONA
Habana, 8 de diciembre, 1913
Tomado de Cuba Contemporánea, Año II, Tomo IV, Núm. 1, La Habana, enero de 1914, pp.4-6.