Loading...

Sara Escobar Cisneros (de la novela De amores y guerras. Cuba y España)

1

Sara Escobar Cisneros (de la novela De amores y guerras. Cuba y España)

1

A mi madre le afectó mucho la noticia de la muerte de su primo don Gaspar Betancourt Cisneros. Sus bellos ojos azules se llenaron de lágrimas y le tembló la voz cuando corrió a informárselo a papá, a quien no sé si le importó menos que a ella o si acaso disimuló su emoción.

Pronto nos avisaron que lo traerían en tren a enterrarlo en Camagüey como había sido su deseo.

—Iremos sin falta. Ustedes, niñas, también, y los sirvientes… todos tenemos que asistir… Don Gaspar dedicó su vida a procurar el bien de ricos y pobres… —repetía mamá como un ritornelo, entre nerviosa e ilusionada.

De nada valieron los consejos de mi padre de que podría ser un peligro que nos llevara, que tal vez habría mucha gente y podríamos perdernos. Para mi hermana Emma y para mí todo lo que alterara nuestra rutina, fuera bueno o malo, nos llenaba de excitación así que nos preparamos a acudir a la estación de tren casi con entusiasmo. No sé por qué, pues ya sabía bien lo que significaba la muerte, me hacía la idea de que íbamos a ver a don Gaspar bajarse del vagón con su traje oscuro, su corbata de pajarita, la melena alborotada, esos ojos vivaces bajo pobladas cejas y los labios finos enmarcados en su barba cana. Hasta presentía el sonido de su palabra elocuente.

Ni el conocimiento de lo querido que era el difunto, ni las advertencias de papá, nos prepararon para las multitudes que ya abarrotaban los andenes cuando llegamos. Las damas de sociedad, con sus amplias faldas y parasoles, se mezclaban con hombres y mujeres pobremente vestidos que llevaban cargados o de la mano a sus niños. No faltaba un ganadero, un comerciante, un hombre de negocios. Abundaban por igual negros y mestizos, libertos y esclavos. El aroma de los exquisitos perfumes franceses de las señoras se confundía con el olor a sudor, a alimentos a medio comer, a vómitos de bebés. Por un instante sentí una sensación de náusea y pensé que iba a devolver el desayuno. Logré contenerme y me agarré fuertemente a la falda de mamá que se abría paso entre tanta gente para intentar llegar a donde se encontraba el alcalde y otras autoridades. Hubo floridos discursos:

—Acaba de fallecer un hombre cuya vida toda estuvo consagrada al servicio del suelo que lo vio nacer, quien dejará un recuerdo imperecedero en nuestros corazones cubanos, un hombre cuya historia pasará incólume a la posteridad, para recibir en ella tantas bendiciones como lágrimas le tributa hoy la patria agradecida.

No eran elogios inmerecidos. Don Gaspar, a quien también decían El Lugareño porque había firmado artículos periodísticos con ese seudónimo, se había convertido en una leyenda en Camagüey. Todos parecían estar de acuerdo en la gran dedicación que había mostrado para que se construyera un ferrocarril desde el puerto de Nuevitas, en la costa norte, hasta Puerto Príncipe, el único centro urbano importante de la zona entonces, justo el centro de aquellas grandes extensiones de tierras llanas, lo cual le valió el nombramiento como miembro honorífico de la Sociedad Patriótica de La Habana, unos años antes de que yo naciera. El proyecto requirió la presencia de varios ingenieros de los Estados Unidos y demoró años en tornarse realidad, pero había valido la pena. Facilitó el comercio y trajo prosperidad. A Don Gaspar no le preocupaba solo la riqueza. Fundó varias escuelas y personalmente ofrecía clases a los campesinos.

Se decía que pocos habían hecho tanto por Camagüey aunque no siempre viviera aquí. Viajaba mucho e incluso había residido en el extranjero. Se hablaba de su reunión con Simón Bolívar para pedirle que ayudara a Cuba a liberarse de España. También comentaban, algunos con admiración, otros con tono despectivo, que en determinada etapa favoreció la anexión de Cuba a los Estados Unidos, pero que por fin había abrazado la causa del separatismo.

Aunque en esa época no entendía muy bien esos asuntos de los que tanto hablaban los adultos, tenía una imagen muy clara de la alegría que mostraba mi madre cada vez que don Gaspar nos visitaba.

Recordaba estas cosas mientras contemplaba el coche fúnebre tirado por tres caballos escogidos entre los mejores, que esperaba el féretro para conducirlo a su destino final. No sucedió así. Los habitantes de Puerto Príncipe cargaron el ataúd hasta la Iglesia Parroquial Mayor.

Cuando el cortejo se acercaba a su punto final, mamá nos tomó a Emma y a mí de las manos y nos digo tajantemente:

—Vámonos a casa ya.

No protestamos. Sentí un raro escalofrío. Debí estremecerme porque mi madre se viró y comentó:

—A ver si te has refriado…

Moví la cabeza para negarlo. No me aquejaban males del cuerpo. Había sido, por el contrario, una especie de intuición. Ese día de febrero de 1866, pocos meses antes de que cumpliera diez años, el 23 de mayo, quedaría grabado en mi memoria como una premonición de que pronto todo cambiaría en nuestras vidas.

(pp.11-13)


Por lo general nos rodeaba un inmenso silencio que me permitió, como nunca en mi vida, escuchar los sonidos del campo, que aparentaba cobrar vida propia. Comencé a distinguir el canto de los sinsontes, del diminuto zunzún, del tocororo con su plumaje blanco, azul y rojo como la bandera de los insurrectos, la tojosa que parece arrullar, el carpintero verde, con sus rítmicos golpes, la cocuba, con sus silbidos, y la paloma perdiz. Estas últimas las cazaban para cocinarlas.

Pronto no se pudo ya ir a comprar nada y vivíamos de la naturaleza. Descubrí que mi padre tenía una especial habilidad para orientarse en la manigua, y era un tirador certero. Traía a casa sus presas, especialmente puercos jíbaros, así como potros salvajes, los cuales lograba domar con paciencia y mano dura. Afortunadamente la Quinta estaba rodeada de árboles frutales, y nunca nos faltaban mangos, anones, papayas, mameyes, plátanos, según la temporada. Mi madre, que antes apenas entraba en la cocina, aprendió a hacer dulces y mermeladas con las frutas, y a aprovechar cada parte de un puerco. En fin, a estirar al máximo cuanto fuera comestible. Solía repetir, sin la más mínima amargura, que había que aprender a ser pobre.

A veces me ponía a pensar en la cantidad de vendedores que recorrían las calles de Puerto Príncipe, en los que ya parecían tiempos lejanos. Igual se les podía comprar agua que leche, hortalizas, carbón, leña, viandas, frutas, casabes. Sus pregones llenaban el aire. Aseguraban que lo que llevaban era de “el bueno” y que estaba próximo a terminarse: “…que se van los platanitos manzanos… que se van las piñas dulces…”, y así. En los establecimientos comerciales se conseguía lo demás: arroz, granos, azúcar, especias. La despensa de casa se encontraba bien surtida y, sin embargo, mamá siempre estaba enviando a una de las sirvientas a buscar algo que faltaba: que si perdices para un pastel con catibía porque venían invitados, que si conserva de guayaba y también el queso porque a Emma y a mí nos gustaban mucho. Nuestra mesa, como la de todos los familiares y vecinos, era abundante. Cuando se me ocurría referirme a alguno de los recuerdos de la vida anterior, papá torcía un poco la boca y me amonestaba:

—Basta, Sara. Esta situación es temporal. Ya regresaremos a casa. No me gustan las quejas.

—Ángel, no seas duro con la niña. No está protestando. ¿Por qué no va a sentir nostalgia por una época feliz que tal vez…?

Cruzábamos una mirada cómplice. Sabía que iba a decir que esos tiempos no regresarían, pero prefería callar para no provocar a mi padre. De todas formas, la realidad que nos rodeaba, en todo sentido, necesitaba que estuviéramos siempre alertas, hasta de dónde pisábamos. Por ejemplo, en el campo abundaban los reptiles. Nos aseguraban que eran inofensivos. Había un majá muy verde que se confundía fácilmente entre la vegetación y otro azul que parecía reflejar el cielo. Por mucho que mi padre se esforzara en que no nos asustaran, a Emma y a mí nos infundían repulsión y verdadero pavor. Mi madre, por el contrario, parecía no temerle a nada y los espantaba con un escobillón, un palo, o lo que encontrara a mano, lo cual nos producía una gran admiración.

Los primeros tiempos los criollos estaban llenos de ilusión. Nos llegaron noticias de la Asamblea de Guáimaro, cuando a principios de abril de 1869 se reunieron los cubanos, hicieron una declaración de principios y sentaron las bases de un gobierno en armas. Algunos comentaron que había habido discrepancias entre Céspedes y Agramonte. El primero se preocupaba solo por el aspecto militar de la guerra, y el segundo, enamorado de la Revolución Francesa, quería que hubiera aun en medio de la contienda un gobierno con leyes, instituciones. Muchos decían que era radical. Lo que más nos impresionó, sin embargo, fue saber que Ana Betancourt se había ido a la manigua con su esposo Ignacio Mora de la Pera, quien se había alzado con Agramonte. En la Asamblea Ana había hecho un discurso a favor de los derechos de la mujer.

—Es una mujer valiente y muy culta. Por eso he querido que ustedes tengan una buena educación, para que sepan pensar por sí mismas, y actuar cuando haga falta. ¡Todo está cambiando tanto!

Años más tarde supimos que Ignacio y Ana habían sido capturados por los españoles, que ella lo había ayudado a escapar, pero que se había enfermado por las penurias sufridas, tanto en el campo como en la prisión, hasta que por fin había sido deportada y vivía exiliada, como muchos otros cubanos. Nunca se reencontró con su esposo, a quien mataron a machetazos durante la guerra.

Ana Betancourt no fue la única mujer que siguió a su marido, y no solo por ideales patrióticos sino por el asedio constante de las tropas españolas y por la falta de alimentos en las ciudades.

En esos años hubo en los campos de Cuba bodas y partos, pero también entierros de muchos niños que morían por las precarias condiciones de las vidas de sus familias. A veces nos llegaban nuevas de parientes y amigos. Supimos, por ejemplo, que Concha Agramonte Boza, amiga de Ana Betancourt y también de mi madre cuando vivíamos en Puerto Príncipe, pasó más de tres años en la manigua, donde incluso dio a luz a su hija Sara, y donde murió peleando uno de sus hijos mayores. Concha curaba a los heridos, pese a sus propias dificultades con un montón de niños. No recuerdo la fecha, pero en algún momento la detuvieron, aunque logró finalmente que le dieran permiso para irse de Cuba. Mucho tiempo después supimos de todas las vicisitudes que enfrentó en Nueva York para mantener a sus nueve hijos con el jornal de un peso diario que recibía cosiendo.

Mamá nos contaba siempre en secreto cómo las mujeres no sólo servían de enfermeras, sino de mensajeras, y a veces burlaban la vigilancia de los soldados españoles, porque, aunque las sometieran a rigurosos registros, encontraban formas ingeniosas de esconder los papeles. Una lo hizo en una ocasión dentro de los barrotes de la jaula de un pajarillo que llevaba con ella. Estos pequeños triunfos compensaban por los días y noches a la intemperie, alimentándose de raíces y frutas silvestres. Incluso en una ocasión hubo una epidemia de tifus, en la que morían tres y cuatro personas diariamente. Así, los hombres enterraban a las esposas, las madres a los hijos, los hijos a hermanos y padres. Las fosas eran de escasa profundidad y a los pocos días el olor fétido los forzaba a alejarse del lugar por no poder aguantarlo.

Por nuestra quinta a veces pasaban tropas españolas y le pedían permiso a papá para descansar y preguntaban si podían ofrecerles de comer. A mí me parecía que él se extremaba demasiado en quedar bien con ellos. Solía hacer matar algún puerco y lo cocinaban a la brasa, y mi madre, un poco de mala gana, preparaba algunas viandas. En ocasiones, mi padre sacaba un porrón de un vino que había aprendido a hacer y lo ofrecía. Después de este banquete solían quedarse adormilados, y estoy segura que mi madre hubiera deseado que los mambises los sorprendieran en esos momentos.

Todo hubiera sido posible. Las tropas españolas iban bien uniformadas, marchaban al unísono en perfecta formación, no carecían de armas. Sin embargo, les afectaba más el calor y las enfermedades del trópico, pero, sobre todo, los mambises, aunque peor armados y alimentados, los hostilizaban continuamente. Se habían hecho famosos por el uso en las batallas del machete, utilizado para la caña, y con los que ahora cortaban el acero de las carabinas o las cabezas de los soldados enemigos.

Los mambises nunca acamparon en nuestra finca, pero sí nos visitaron pequeños grupos. Mamá siempre buscaba algo que darles de comer. A veces, sin que nos los pidieran, nos ofrecíamos a remendarles las vestimentas rotas. En una ocasión en que había varios en esa situación, mi madre me pidió que la ayudara y me sentí tan emocionada como si estuviera cosiendo la bandera cubana. Es más, días después, un grupo pequeño de mambises se acercaron con más uniformes descosidos. No hubo dificultad para arreglárselos, pero se presentó un inconveniente para devolvérselos por la llegada de una columna española a la zona, cuya vigilancia, para mi gran sorpresa, mi madre burló disfrazándose de hombre y haciéndose pasar por un guajiro. Sin hablarlo entre nosotras, le ocultábamos a papá estas actividades pues sabíamos que su mayor empeño era que no nos señaláramos.

No recuerdo con fechas precisas los muchos acontecimientos de esta guerra. Duró tantos años que Emma y yo éramos niñas al comenzar y mujeres cuando por fin terminó.

(pp.26-30)

Tomado de De amores y guerras. Cuba y España. Madrid, Editorial Verbum, 2024, pp.11-13, 26-30.

5
¿Haz disfrutado este artículo? Pues invítanos a un café.
Tu ayuda nos permite seguir creando páginas como ésta.

  
También en El Camagüey: