Una estatua de jaspe rosado coronada de nieve. Los ojos verdes, de un verde marino, lanzan miradas severas, atenuadas por cierta dulzura femenina y cierta melancolía secreta. Los labios, color de fresa, si se entreabren ligeramente para dar paso a una sonrisa, ciérranse al punto con fría rigidez. Hay en el conjunto de su figura la majestad de una patricia romana y la gracia de una duquesa del siglo dieciocho. Tal es, a vista de pájaro, en lo físico.
Cuanto a lo moral, lo más próximo a la perfección. Su espíritu, como el de toda camagüeyana, esencialmente varonil. La imagen de la patria, semejante a la de una Mater Dolorosa, con su manto de terciopelo negro, recamado de estrellas de oro, y con su pecho virginal, atravesado por los siete puñales, se entroniza en él. Nunca faltan flores en los búcaros, ni se apagan los cirios en los candelabros. Tras el amor a la patria, el culto al hogar, austero como una capilla, pintoresco como un caracol, fragante como un invernadero, tibio como un nido y atrayente como un jardín de rosas, donde se filtra la luz de las estrellas y revolotean luciérnagas entre los pétalos. Después de ambos cultos, el de la Musa. Ésta no es para ella la Bacante que, con la corona de pámpanos en las sienes y con la copa de falerno alzada a la diestra, ahuyenta el sueño de los párpados que se entornan, reaviva el ardor de los sentimientos que languidecen y llama de nuevo la carcajada a los labios que comienzan a bostezar. Ni es una de esas figuras del Tiziano, de ojos serenos como astros y cabellos rojizos como oro líquido, sonriendo plácidamente a sus amantes, sobre tapices de púrpura que hacen resaltar la morbidez de sus carnes desnudas. Tampoco es la Margarita moderna, hambrienta de ideal y cubierta de heridas, alocada por la neurosis y amoratada por la tisis, que lo mismo se ciñe el sayal de estameña de la religiosa, que el peplo de gasa de la cortesana, que desgrana las perlas del rosario en el templo y agita con igual gracia las varillas del abanico en el salón, que huele a incienso y a polvos de arroz, que salmodia oraciones y esputa blasfemias, que siente el ardor del cilicio en la cintura y la frialdad de la morfina en el brazo, que se asfixia entre el humo de las cervecerías o vaga al aire libre por las alamedas oscuras y desiertas. Su musa es la Juana de Arco legendaria, cabalgando en blanco bridón, con el estandarte de la Libertad al brazo y la trompa épica en los labios, hacia el encuentro de la Victoria y dispuesta a subir a la hoguera, antes que abjurar de sus dioses tutelares.
Ante esa gloriosa Trinidad, formada por la Patria, el Hogar y la Poesía, ofician sus dos cualidades distintivas: la bondad y la sinceridad. No hay alma más bondadosa bajo apariencias más severas. Es una bondad que brota plácidamente de su alma, como la frescura de la onda, como el aroma del jazmín, como el fuego del astro, como la voluptuosidad del beso. Descuella por cima de sus acciones, como el oro de la espiga sobre el verde de las mieses. El mal le pone en su nube de tristeza, del mismo modo que la noche pone su sombra en la luna de un espejo. Su compañía es grata, como la lumbre en invierno y como la nieve en estío. A la aparición de su figura, los desencantos se alejan como las víboras a la salida del sol. Ella es la Aurora. Devuelve el azul al cielo, el movimiento a la marea, el verdor a la montaña, la azada al labrador, el himno al bosque, la blancura al cisne, el águila al éter, la fuerza al músculo, la vibración al nervio, el color al pincel, la estrofa al bardo y al alma la ilusión. La mentira no ha aprendido jamás el camino rosado de sus labios. Dentro de su espíritu no ha podido albergarse, como la avispa en la hortensia, el guijarro en el alga, la carcoma en el sándalo, el veneno en la adelfa y la polilla en el raso.
Junto a esas cualidades, posee el don que salva: el de la admiración. De todos los dones que el alma recibe, al bajar a la tierra, ninguno más bello, más eficaz. Es el leño que flota sobre el oleaje negro de la vida y que conduce al espíritu náufrago a la playa salvadora; la palma que cobija, bajo su quitasol de hojas verdes, la caravana tostada por el sol y asfixiada por el polvo del desierto; el junco que se yergue, al borde del abismo, brindando apoyo a la mano trémula del que se siente vacilar. Dios sonríe, desde la bóveda azul, al verla resplandecer. Quien tenga tal don, llevará consigo el talismán que conjura al maleficio, el ácido que aniquila al microbio, la fuerza que arranca la pistola al suicida, la moneda de oro en el fango del arroyo, la tea fulgurante que deshace el pavor en las tinieblas.
Fruto de ese don, en consorcio con su inteligencia, es el volumen que con el título de Un paseo por Europa, dio, no ha mucho, a luz. Es un libro de viajes, como su nombre indica, escrito a la moderna, donde la autora ha estereotipado las impresiones que recibiera, día por día, durante su permanencia en algunas ciudades europeas. Francia, con su última exposición, Italia, con sus reliquias artísticas, y Suiza, con sus maravillas naturales, han inspirado esas páginas encantadoras, donde el espíritu del lector se extasía en la evocación de las grandezas que desfilan impresas por delante de sus ojos. Desde la llegada a París, la pluma de oro de la gallarda escritora comienza a anotar en su libro de viajes las sensaciones recibidas al paso desarrollándolas luego, en abundantes períodos, cada uno de los cuales, por sí solo, es un cuadro completo inspirado por asunto grandioso y ejecutado por distinto procedimiento que los demás. Recorriendo las hojas del libro, se contemplan todas las maravillas que el mundo entero expuso, por espacio de muchos meses, en la última Exposición Universal de París. Ya es la Torre de Eiffel, como un fantasma rojo, envuelto en un sudario de brumas, alentejuelado por las chispas multicolores de las fuentes luminosas; ya la Galería de las Máquinas, donde los metales entonan el himno de la industria; ya el salón de las esculturas en el que le encantan Molière moribundo y la alegoría de la Paz; ya el pabellón azteca, repleto de granos, materias textiles, ricos minerales y obras artísticas; ya el de las colonias australes, con sus lanas, sus sedas, sus aves acuáticas, sus selvas artificiales y sus figuras de cera; ya las instalaciones orientales, forradas de tapices deslumbradores, cortadas por biombos resplandecientes y ornadas por innumerables objetos de porcelana, bronce y marfil; ya los palacios de repúblicas americanas, en los que se interna con acendrado cariño y con júbilo especial, no exento de vaga tristeza, complaciéndose en detallar las maravillas amontonadas en ellos; ya el museo de antigüedades, cuyo contenido le fatiga, hasta el punto de llegar a ridiculizarlo; ya el Palacio de Bellas Artes, donde la deslumbra El ensueño de Detaille, El fusilamiento de Torrijos y sus compañeros por Gisbert, La rendición de Granada por Pradilla y algunas obras bélicas que guardan cierta analogía con su manera de pensar y sentir; ya los departamentos de lo útil, cuya contemplación le sirve de pretexto para ensalzar los beneficios de la industria, del comercio, de la agricultura y de las artes prácticas en general.
También pueden contemplarse, lo mismo en la parte referente a Italia que en la consagrada a Suiza, las innumerables bellezas de ambos países, artístico el uno y positivista el otro, del mismo modo que si se estuviera en ellos. En la primera, se ve una sucesión de ciudades, de templos, de monumentos, de museos, de palacios, de teatros, de estatuas, de cuadros y de recuerdos históricos; en la segunda, de lagos, de montañas y de paisajes, acompañados siempre de oportunos comentarios. Durante la lectura, el lector siente latir, en las páginas del libro, el espíritu varonil de la autora, templado para la acción y rebelde al ensueño, que se enamora de todo lo grande, de todo lo verdadero.
Tras las páginas en prosa, se encuentra el poema “Pompeya”, donde se evocan en trozos pequeños, pero hábilmente trabajados, como mosaicos pompeyanos, las bellezas de la ilustre mártir que duerme para siempre en su lecho de lava. El poema tiene color local y las estrofas están saturadas de poesía. Allí resurgen los labradores entregados a sus faenas; los fieles que acuden a los templos para adorar sus dioses tutelares; las bellezas sumergidas
en las termas perfumadas
por amorcillos guardadas
bajo festones de rosas;
la multitud aglomerada en el Foro para la celebración de los comicios; la bacanal animada y deslumbradora; y, en fin, la mañana del nefasto día en que los pompeyanos huían quedando luego sepultados bajos sus propias cenizas. Hay en este poema vida, movimiento, energía, sobriedad, colorido, relieve y armonía. Tiene el encanto supremo de lo exótico, de lo lejano, de lo desconocido, de lo pasado, de lo que no se ha visto, de lo que no se espera ver.
Y, por último, una página negra, la de la vuelta a la patria, en la que le asedia, al tocar sus playas, las tristezas de sus miserias y la nostalgia de la civilización. Es la página más bella, más varonil, más enérgica y más oportuna. Parece el grito del cóndor caído, desde lo más alto del azul, al fondo de lóbrego foso, poblado de reptiles que babean en las tinieblas y tras cuyos muros se divisa un cielo plomizo, donde la tormenta no acaba de estallar, ni asoma el disco dorado del sol.
El fusilamiento de Torrijos y sus compañeros en las playas de Málaga, de Antonio Gisbert Pérez, obra celebrada por Aurelia Castillo.
Tomado de Prosas. La Habana. Edición del Centenario, 1964, vol. I, pp.257-259.