Para mi buen amigo, el Dr. A. Pérez Miró
¿Está el Doctor…?
Para mi buen amigo, el Dr. A. Pérez Miró
¿Está el Doctor…?
Acaba de llegar y se ha recogido porque viene indispuesto.
¡Bueno, pues dígale que aquí está N. N. que necesita verlo: la cosa urge!
El médico que sufre de una oftalmía catarral doble, y que ha andado al sol y al polvo todo el día se encuentra mal, realmente, y se dispone a darse un baño en los ojos irritados y doloridos; son ya las diez de la noche y ha hecho hasta su última visita, pero al oír la voz del que lo solicita sale del cuarto.
El cliente, sin preguntarle siquiera por su salud, se dirige al médico y le dice: Doctor, lo necesito: uno de mis niños está muy malo...
—Pues, amigo —contesta el médico— yo he pasado precisamente dos veces hoy por su casa: la familia me ha visto: pudiera haberme llamado si tenían enfermo, estoy mal y necesito atenderme ahora un poco: lo del niño no será grave seguramente: iré mañana temprano.
—Ah, no, señor; usted va ahora: el niñito está muy mal, yo había dicho a la madre ya desde hace días que lo llamase a usted, pero no había querido; llego ahora a casa y encuentro al enfermo con convulsiones, y los ojos en blanco; ya usted ve… ¡si el niño se muere…!
—Basta, amigo, basta: voy enseguida, espere un momento, lo acompaño a V.
Y, efectivamente, allí va a pie el buen doctor olvidado ya de su propio mal, siguiendo al padre del enfermo que vive un buen cuarto de legua de allí. No valía este corto trayecto la pena de ensillar de nuevo el caballo que había estado trabajando todo el día: la pobre bestia necesitaba comer y descansar.
Llegados a la casa, por el aspecto del paciente y por los datos que suministra la familia, no tarda el médico en convencerse de que el niño, expoliado por serios desórdenes gastrointestinales, tiene una meningitis: una meningitis espuria. Esta escrofulosis es hereditaria en la familia, pues viven todos de tiempo inmemorial hacinados en un tugurio miserable, sin más nociones de higiene humana que la que tienen los pájaros del bosque: el niño es por otra parte raquítico de suyo y ha sido criado, desde el segundo mes de su vida, artificialmente: siempre indigesto, víctima temprana de la escrofulosis.
Permaneció el médico hora y media en la casa: dio él mismo un baño templado al enfermo: administróle los primeros medicamentos: y después de insistir una y otra vez en el tratamiento, se retiró solo y sin haber cobrado, no hay para qué decirlo, sus honorarios. Mas no pensó en ello: es hombre a quien apasionan los problemas clínicos, y que ejerce la medicina por devoción sincera, como ejercería un sacerdocio: catorce años hace por otra parte que asiste a esa familia, la cual le ha pagado muy mal siempre: no había sufrido hasta entonces fracaso alguno clínico en la casa.
Antes de retirarse aquella noche, llamó aparte al padre del niño enfermo y le declaró todo su pensamiento sobre el caso: era grave, a sus ojos, desde luego.
A las siete de la mañana siguiente hacía su segunda visita al enfermo: no había mejorado éste, habíanse repetido las convulsiones: el médico, preocupado, interrogaba una y otra vez a la madre, buscando un signo que pudiera hacerle atenuar el triste pronóstico que se le imponía, y la madre, a una de sus preguntas, contestóle bruscamente:
—Nada. Doctor. no se canse, ya vi yo desde esta mañanita que usted no había acertado con la enfermedad del niño: esos papelillos no le asientan, y yo no he querido darle el último, porque, usted ve, para no adelantar nada…
Quedó el galeno parado un momento, levantó los ojos que tenía fijos sobre el niño y miró de hito en hito a la señora: no sabemos qué pensó decir y qué quiso contestar, pero se reprimió por completo.
Terminó por menudo el examen del paciente y pasó a la salita de la casa a formular; dio verbalmente sus instrucciones, y las dejó por escrito. además, para que en caso de duda u olvido un vecino que sabía leer las leyese a la familia: nadie en la casa conocía la O.
Volvió a las dos de la tarde a ver al niño. Ya desde el primer instante y por la frialdad del recibimiento, conoció que no iban bien las cosas. Penetró en la habitación, y allí reinaba una atmósfera de glacial repulsión para él: más de diez mujeres y unos cinco o seis hombres estaban sentados en el estrecho aposento, formando una como barrera de carne alrededor del lecho del enfermo; estaban todos ceñudos, silenciosos, marcado en la fisonomía, estúpida y osada al par, el sello acusador del reproche; ninguno se incorporó siquiera a la llegada del médico, ni se descubrió hombre alguno: sólo la madre contestó en voz baja, entre dientes, y con semblante avinagrado las buenas tardes del doctor: un delincuente empedernido, que sube al patíbulo entre la azorada o atónita multitud hubiera despertado simpatía acaso: hubiera encontrado de seguro menos odiosidad que el pobre hombre de la Ciencia y de la Caridad encontró en aquel grupo humano.
La cosa no era para menos: el niñito no mejoraba.
—¿Ha tomado el enfermo las cucharadas?
—Sí, pero ahora traga con mucha. Dificultad; desde que se le empezaron a dar se puso peor —contesta la madre.
—No se canse, Doctor: lo que es usted no le acierta a mi hijo, y así se lo he dicho a mi marido; en cuanto al baño que usted mandó, ni he querido que calentaran el agua, porque el niño se hubiera muerto en él: si usted le hubiera mandado desde anoche un par de cáusticos, hubiera acertado.
—Dígame usted, señora —dijo el médico no pudiendo dominar el escozor del más vivo disgusto—, ¿en qué universidad estudió usted Medicina, sabe usted leer siquiera?
—Yo no sé leer, pero para saber lo que conviene a un enfermo suyo, no necesita uno saberlo tampoco; eso es cosa que se ve: desde anoche quería doña Saturnina que se los pusiese.
—¿Un par de cáusticos a un niño que apenas tiene sangre en el cerebro, señora: un par de cáusticos…?
—Ahí tiene usted por qué no quería yo llamar médico, porque nada les parece bien: el caso es que desde que usted empezó a ver al niño se puso peor.
—¡Muchas gracias, señora! ¿Cuánto tiempo hacía que estaba enfermo el niño cuando lo vi anoche por vez primera?
—Hacía como un mes que no le paraba nada en el estómago: pero eso era de la dentición.
—¿Y las convulsiones de anoche, señora? ¿Estaba bien anoche el niño cuando usted misma lo creía moribundo?
—No estaba bien: pero si usted le hubiera acertado, ya estaría bueno, que es lo que yo digo.
—En ese caso, llame usted otro médico o asístalo usted misma: suya es toda la responsabilidad del caso. Crea usted que sólo por humanidad le he sufrido sus inconveniencias; si hubieran sido ustedes personas educadas y pudientes no le hubiera oído a usted la segunda observación.
—¿Es decir que ahora me lo abandona? Como usted ha visto que se ha equivocado quiere ahora dejar el enfermo…!
—Señora de mi alma, si usted gusta dé al niño el baño templado como anoche lo hice yo (que no debí hacer tanto quizás), continúe administrándole las cucharadas, aliméntelo y dígale a su marido que vaya a verme.
¿Creerás, candoroso lector, que nuestro médico se retrajo y no volvió a ver el enfermo?
No: salió en verdad de la casa irritado, pero a poco trecho se le presentó de nuevo el problema clínico por encima de todo y por encima de sí mismo la grande, humana y generosa responsabilidad contraída con su propia conciencia, y a la noche estaba él mismo dando al interesante paciente el discutido baño. Una visita del padre del niño que fue a ver qué había pasado con su mujer: la simple invitación que le hizo a que volviese, suavizaron el justo enojo al pobre y obscuro mártir a quien no es dado lanzar una queja ni retirarse aunque lo echen, en caso como éste.
Convaleció el niño como convalecen de la pseudomeningitis tantos otros, después. sobre todo, de la vulgarización de las sagaces observaciones del ilustre West.
Con la alegría del éxito no pensó en pasar la cuenta el médico, ni se hubiera atrevido por delicadeza, a hacerlo tampoco, dadas las escabrosidades morales de la asistencia en aquel caso.
El padre del niño no le ha preguntado siquiera qué le debe, pero, eso sí, no le niega el saludo. En cuanto a la madre… que no le hablen de ese hombre: si no es porque ella le ataja en la mitad del camino le mata su hijo: así se lo cuenta, llegado el caso, a todo el mundo.
Y, así se ejerce casi siempre entre la gente ignorante del campo, en Cuba, la Ciencia Médica, el difícil y casi divino arte de curar: y lo que es más duro y no menos cierto también, no faltan ejemplos de ello en plena capital, en esta culta Habana, en ese mismo grupo selecto de población que no ha mucho tiempo iba, casi en masa, a tomar con fe ciega el brebaje para su tænia (sic). ¡Sálvese el que pueda…!
Puentes Grandes, 1894.
Tomado de El Fígaro, Habana. agosto 19 de 1894, Año X, No.29, p.397.