Hace ya muchos años, cuando yo era candidato a Alcalde de Camagüey por el PSP, me aconteció algo que no he podido olvidar. Fue que al salir yo una tarde de las oficinas de dicho partido en aquella ciudad, tropecé con un joven que a su vez entraba a ellas. Para excusarme tuve la poca fortuna de exclamar:
—¡Oh, perdón!
Nunca lo hiciera. Porque tomándome del brazo, con un tono entre fraternal y agresivo, aquel compañero me amonestó:
—¡Cómo perdón! ¡Los comunistas no pedimos perdón jamás!
Ahí tomé yo la palabra. Invité a mi ocasional interlocutor a que se sentara conmigo, y creo que lo convencí al cabo de que se podía ser muy revolucionario, y hacer gala al mismo tiempo de muy buena educación (en el caso de haberla recibido, claro) sin que en nada amenguara ello el ardor antiburgués, antimperialista o lo que fuera. ¿Por qué no?
También he contado en una revista sindical cuyo nombre no recuerdo en este momento, mi experiencia acerca del modo de tratar al público consumidor que tienen algunos dependientes de cafés y restaurantes en Cuba, y que me pareció de lo más grosero en comparación con sus colegas europeos.
Parece que yo andaba en lo cierto, porque he visto unos carteles del corte de aquellos que presentaban al que vendió al contado y al que lo hizo al crédito y en los cuales aparece un camarero fino al lado de otro vulgar, y la recomendación de que es como actúa el primero la manera adecuada de proceder en ese oficio.
No hace mucho tiempo el propio Primer Ministro tuvo que intervenir en las relaciones (al parecer no muy buenas) entra los empleados de ómnibus y los que utilizan ese medio de transporte urbano, así como también en las de los choferes de autos de alquiler o de punto con sus pasajeros. En ambos casos para limar asperezas y disminuir la tensión entre el pueblo y sus servidores.
Mucha gente se queja de que en los comercios se trata mal a los clientes, y se les despacha como si se les hiciera un favor, y se les responde en términos tan agresivos que casi da miedo no ya el comprar una mercancía, sino preguntar con toda humildad el precio de ella.
Ahora bien, ¿por qué ocurre esto? A nuestro juicio porque existe la malhadada creencia de que se es más revolucionario, más radical cuando con mayor rudeza nos presentamos. ¿La elegancia o la belleza? Prejuicios burgueses. Sin embargo, Che Guevara no se cansaba de pedir que se ponga cuidado en la más artística presentación de la mano de obra, en el “acabado” de los artículos; que éstos sean no sólo buenos, sino hermosos. Lo mismo hay que decir de la indumentaria en lo que toca a aquella con que debemos aparecer en público. ¿Por qué asistir a una recepción diplomática en suéter o en camisa, para hacer un alarde de radicalismo, de “obrerismo” que a nada conduce, si lo indicado es ir como la buena educación manda sin que padezca la buena revolución?
De igual modo ocurre en cuanto al trato personal, el respeto debido a gentes de nuestra amistad o que se hallan bajo nuestro mando y dirección. A lo que habría que añadir las relaciones entre organismos fraternales y la correspondencia que entre ellos se intercambia, que es a veces ejemplo de engallamiento frívolo y orgullo gratuito de parte de la entidad que se cree (o que es) superior a otra.
Nada de esto expresa la revolución; al contrario, la niega. Como si para entregarse en cuerpo y alma a ella hubiera que renunciar a las artes y las letras, al bien vestir, al bien hablar, a los espectáculos hermosos, a las expresiones delicadas, a la cortesía, a la cultura, en fin. Dijo Martí que había que ser culto para ser libres. ¿Por qué no decir también que hay que ser revolucionarios para ser cultos? Lenin sabía organizar muy bien un sindicato, pero eso no le impidió admirar a Shakespeare y a Balzac.
Publicado en el diario Hoy, 5 de diciembre de 1962; tomado de Manual de educación formal. La Habana, Ministerio de Educación, 1983, pp.142-143