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Santa Clara - Camagüey

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Santa Clara - Camagüey

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Noche de luna, gracias a Dios! Desde la ventanilla, junto a la almohada de la litera, que he alcanzado convenientemente, se ve desfilar, majestuosa, callada, solemne, la manigua sombría.

No sé si estaremos aún en tierras de Santa Clara o ya en Camagüey. El terreno parece más quebrado; las palmas, más altas e imponentes —acaso por efecto de la noche. Velo el paso del paisaje, en un afortunado insomnio. Pienso que ésta es la entraña de la Isla: tierra legendaria, tierra de nobles orgullos, tierra de impaciencias y de profecías, tierra de negros brujos y de mujeres macheteadas… Una loma, a lo lejos, parece un gran sombrero de yarey: en el flanco, la luna pone una mancha clara, como una escarapela.

La ventanilla alzada se va deslizando subrepticiamente, gravemente —por efecto de la gravedad— con el sacudir del tren. He calzado la ventanilla para verte, tierra de Agramonte.

Todo parece muy cerca: las lomas oscuras, las negras palmas empenachadas. Hay lucecillas misteriosas entre las matas. Con el hollín y el polvillo de carbón, vienen perfumes extraños —algarrobo, tamarindo, tierra roja. A veces, el tren se para larga, diríase que infinita e innecesariamente, como si le hubiera ocurrido un percance o se hubiese extraviado en la noche. Entonces se oye rumorcillo de frondas, sonar de hierros cercanos, un perro que ladra a lo lejos… La luna finge ironías en lo alto.

Después de todo —pienso yo— ésta es la misma luna que está alumbrando a La Habana.

La estación a la llegada del tren.

Apenas acabó de amanecer, el tren se ha parado enfáticamente en una estación extraordinaria; es decir, una estación, no un paradero. He mencionado el Hotel Camagüey, y un muchacho ha cargado mi maleta al hombro y ha corrido como un corzo con ella, del lado opuesto al andén. Yo lo he seguido, hundiendo los pies en el barro blando del rocío.

El Hotel está aquí cerca. Es un vasto edificio amarillento que fue cuartel de caballería española. A ambos lados de la entrada hay remates saledizos con aspilleras. El largo zaguán está solado de grandes losas ya algo cóncavas el uso; al final, bajo las arcadas, se insinúa ese patio milagroso de las tarjetas postales.

Confieso ingenuamente que, con todo y haberlo oído loar mucho, no me lo imaginaba verdaderamente bello. Los americanos habían hecho su publicidad por medio de postales y folletos en que se veían viejos paredones cubiertos de enredaderas, arcos floridos, frondas impenetrables, abaciales corredores y, siempre y en todo lugar, los célebres tinajones de Camagüey, panzudos, rojizos, enormes, puestos en sospechosa evidencia.

Patio del hotel: Un silencio congestionado y apoplético abochorna el ambiente.

Ahora bien, ya se sabe que no hay que fiarse mucho de la publicidad tropical de los yanquis. A creer lo que se ve y se lee en sus folletos descriptivos de Cuba destinados a los turistas, todo el encanto de La Habana estaría cifrado en ese pobre chaflán de la cuesta del Ángel, y nuestra civilización la encarnaría un negrito barrigón comiendo mangos a orillas del Almendares. Para estos anunciantes Cuba no será nunca Cuba, sino parte de las West Indies; es decir, una región deliciosamente primitiva y abigarrada.

Pero en lo que toca al Hotel Camagüey, que administra la compañía de los ferrocarriles orientales, hay que convenir que el reclamo se ha venido haciendo con harta justicia. Sería difícil encontrar un edificio tan representativo de la vieja y maciza sobriedad española en el arte de la construcción utilitaria. Hay una soberana nobleza, una recia sencillez, una austera discreción, un espíritu definitivo, por decir así, y no poco del substancioso misticismo de la raza, en esta mole de sillares que el yanqui ha adecuado a su explotación con un buen gusto inestimable.

Misticismo digo. Ante todos los viejos cuarteles españoles, se piensa que muy bien pudieran haber sido conventos —pero conventos al uso de los Loyola y Sor Teresa de Jesús, donde se vea que la religión y la milicia nunca fueron cosas muy diversas en el solar de la casta.

Ante el jardín inefable de este patio milagroso, donde crecen espesamente mil variedades de nuestra flora, vuelve al ánimo la sospecha de que nuestra naturaleza es eminentemente melancólica, tristona, como agobiada por su propia feracidad. Tiene algo del gesto deprimido de las madres demasiado fecundas.

Nada ríe aquí. Las lagartijas corren azoradas bajo el palio de tupísima (sic.) verdura; zumban los mosquitos; apenas se oye un trino entre la fronda; el sol incendia los senderos, calienta el hierro de las balas dispuestas en pirámides y recuece la arcilla de los rojos tinajones. Las flores parece que crecieran malhumoradas: adornan el paisaje, pero no lo animan. Un silencio congestionado y apoplético abochorna el ambiente.

El huésped piensa, con ironía, en los adjetivos bucólicos de los poetas y se retira a la sencillez disciplinaria, sencillez de celda, de este cuartel convertido en hotel.

Camagüey, Octubre, 1923.

Ese patio milagroso de las tarjetas postales... 
Cortesía de Pável García




Tomado de
Glosario. Ricardo Veloso Editor, La Habana, 1924, pp.99-103.


Un viaje encantador al Camagüey de 1933.


Leído por María Antonia Borroto.
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