¿Por qué fuimos a conversar con Varona? “Varona está ya muy viejo”, recapacitamos por azar una tarde; y el pensamiento nos produjo una atropellada codicia de revisión, como la que nos asalta de volver a mirar y a remirar una ciudad interesante, cuando ya está próxima la salida del tren. Además, es una vergüenza “para todo cubano amante de la cultura”, no ir, de vez en cuando, a visitar a Varona. Esta obligación figura en el Decálogo de los deberes cívico-intelectuales. Varona está ya, como se gusta tanto decir ahora, en la categoría; ha trascendido la anécdota. No nos metamos en el berenjenal de discernir por qué. Contentémonos con apuntar que este viejo ilustre representa, por lo menos la concreción de ejemplarizad de dos generaciones; acaso tres. Salvo Don Mariano Aramburo, todos los autores “del patio” parecen acordes en reconocer que es Enrique José, después de Martí, nuestro cubano más egregio. Puede que la fauna política y palaciega también tenga hoy otra opinión. En todo caso, muerto Sanguily —aquel otro gran viejo tan lleno de finas aristas— Varona ya no tiene competidores. Es el “hombre cumbre”, el “viejo patricio”, el “prócer” por excelencia. Las revistas extranjeras lo mencionan con veneración. Los forasteros que pasan por La Habana van invariablemente a visitarle en su casita del Vedado. Las nuevas revistas insulares (salvo esta hereje de 1927) siempre se estrenan con una carta alentadora de Varona. Y cada vez que se produce una perturbación en nuestro clima político, lo cual no deja de ser con frecuencia, Varona es el oráculo a quien acuden los románticos impenitentes en solicitud de un vaticinio. El filósofo no niega nunca su palabra: breve, clara, certera casi siempre— y valerosa, con ese valor que ya tienen o los muy jóvenes o los muy viejos.
Enrique José Varona
Resulta, pues, casi bochornoso pasar mucho tiempo sin ir a ver a Varona. Con todo, es lo que suele acaecernos, pues ya se sabe que los nativos y residentes de una ciudad son los más desconocedores de sus timbres de celebridad. Nada aleja tanto como ciertas proximidades.
Movidos por todos estos complejos razonamientos, nos decidimos por fin a concertar nuestra cita telefónica con el doctor Varona. Además, queríamos pedirle algunas opiniones, algunos consejos —y un libro que hace tres años le prestamos.
Esta vez no sufrimos el trance terrible de entonces. El filósofo tiene la voz muy feble por naturaleza; más tenue aún por obra de los años. Cuando en aquella ocasión le solicitamos al aparato y él acudió, insistimos en tomarle por su ama de llaves, y le llamamos varias veces “señora”, hasta que un carraspeo venerable y una frase explícita nos despejaron la incógnita.
La casita del doctor Varona en el Vedado tiene algo de la sencillez, el recato, la claridad y la lógica compostura de su estilo. Es la morada, sin apuros y sin lujos, del funcionario que ya se ha retirado a vivir de su pensión. Da pena, sin embargo, verla allí, metida entre las demás, como una morada cualquiera. Parece que debiera tener un rótulo dorado a la puerta que dijese:
“AQUÍ VIVE VARONA”
para que las gentes al pasar, se descubriesen, y no metieran ruido.
Entramos.
Varona en el portal de su casa en El Vedado.
Hay unos mimbres frescos en la saleta y unos cuadritos —pinturas— en Ia pared. Si Chacón y Calvo no nos hubiera advertido, hace ya mucho tiempo, que Varona tiene verdadera debilidad por esos paisajillos, nos permitiríamos un comentarlo inmisericorde sobre ellos. ¿Quién sabe qué efeméride sentimental cifran esos cuadros para el filósofo, que tiene su alma en su armario?
Un criado —muy engreído de ser criado de Varona— nos dice que esperemos. Nos preguntamos si este fámulo habrá leído el ensayo de su amo sobre la sociabilidad. Al rato breve sale el maestro. Al aparecer él, la sala, donde ahora estamos, se llena de prestigio, adquiere visos trascendentales. Nosotros también tomarnos enseguida plena conciencia que nos encontramos ante un encanecido ilustre, ante un trozo de humanidad que está ya a la altura de la historia. Y nos cuesta un poco de trabajo asumir el tono del catecúmeno jovial, que es el único que cuadra.
Pero Varona no es de esos hombres de gloriola a quienes parece que el halo se les hubiera petrificado en. púas agresivas. No se entrega, pero despliega enseguida una exquisita, accesible cortesanía que nos anima a empezar, aunque sea con la frase boba de siempre:
— Se conserva usted admirablemente, doctor...
—Sí, no me quejo... Sobre todo para este clima tengo una bella edad... Verdad es que hago una vida muy metódica... ¡Me privo de tantas cosas! A las once siempre estoy en la cama.
—¡Y trabaja, doctor! (Me pregunto aquí si no será más clásico llamarle “don Enrique José”… Pero es demasiado largo… Opto por el “doctor” del Patio de los Laureles). ¡Trabaja!
—Algo… Muy poco… Leo… Continúo esos aforismos…
—Con el eslabón.
—Sí, señor…
Hay una pausa incómoda. Varona sonríe. Mientras encontramos el eslabón perdido, aprovecho para mirarle. Está vestido pulquérrimamente, pechera clara, con botones de oro, pantalón blanco, y, en la solapa del saco de alpaca negra, su florecita inevitable, que debió ir a buscar al jardincillo de la casa, muy de mañana. Su cabeza ha llegado ya a una máxima concentración de venerabilidad: los pelitos blancos, dispersos, le hacen guardia de honor sobre el cráneo; la piel le cuelga más lacia que nunca, sobre las mejillas, con un drapeado austero; el bigote nietzcheano filtra la sonoridad meliflua de las palabras, salvo cuando se lo recoge hacia arriba con la mano, en un gesto descuidado que parece que va a descomponerlo todo. La vocecita es ya de una tenuidad exquisita.
Hemos tomado este texto directamente de 1927. Revista de Avance. Nótese la caricatura de Conrado W. Massaguer.
Empatamos el coloquio sobre el cañamazo burdo de la política, pensando, con fruición, que Varona tendría cosas atroces que decimos. Pero hay demasiada disciplina de serenidad en este hombre. Se limita a unas cuantas frases reticentes: brotes de ironía en tierras de amargura... Y la conversación se desvía, gratamente, hacia el panorama de las letras cubanas actuales.
—No sé cómo pueden ustedes hacer todo lo que hacen, amigo mío. Aquí nadie se ocupa del arte ni de la literatura; sencillamente no interesa... ¿Cómo puede pedirse más, ante un pueblo que está de espaldas a la cultura, embebido en hacer dinero? Si quiera antes, en mi tiempo, había un interés más público por esas cosas... Yo di un curso de Conferencias en La Habana, allá por los 80, y recuerdo que el local era poco para contener tales muchedumbres. Se anhelaba más, se respetaba más la obra de la inteligencia.
Varona evoca deleitosamente las simpatías del tiempo viejo. Oyéndolo pienso en mi tesis de antaño, la crisis de la alta cultura, y en mis nostalgias, tachadas entonces de pesimismo y de falacia... Pero ¿el grado de cultura, de progreso, lo da la atención del público solamente? ¿Y la labor en sí de los jóvenes de hoy, qué piensa de ella el Maestro? Sale lo de “la juventud llena de promesas”; y luego, ciñéndose a 1927:
—He leído todos los números… Están haciendo ustedes una bonita labor… importante. Por lo menos en la prosa. Los versos, le confieso a usted que no los entiendo, —tal vez por insensibilidad ya de mis años, tal vez porque no estoy suficientemente al tanto de las nuevas modas.
Varona sonríe con ironía. Yo también sonrío con ironía. Entre la de él y la mía, media la mitad de un siglo. Alude a Navarro Luna, al fino poeta de Manzanillo, “que antes escribía cosas tan agradables”. Ahora le ha dado por esas otras, descoyuntadas.... Asumo, momentáneamente, el papel estoico de frontón, porque el tema está erizado de beligerancias, y me callo el propio parecer de que ahora es cuando Navarro Luna está dando lo mejor. De sopetón, le pregunto a Varona su juicio sobre cierto libro reciente, que ha dado mucho que hablar, de un joven cubano que estudia sociología. Varona me contesta inmediatamente, con la premura del hombre que quiere aclarar algo:
—Muy malo, muy malo... Es un libro especioso, y sobre todo insincero. Lo de insincero es clownesco, y lo clownesco no tiene más valor que el de la mayor o menor habilidad del clown... Mejor me parece ese otro libro con que se le replicó... Lo malo de su joven autor es que sabe ya mucho, ¡y no nos perdona todo lo que sabe!
Esa ponderación de valores tropicales no me interesa; hasta en labios de hombre eximio, tiene un agrio sabor de chismografía, bueno sólo para las redacciones y los cafés. Levantamos, pues, el coloquio, a ternas más nobles. Otro vago propósito de mi visita era sondear a Varona acerca de la proyectada reforma universitaria.
—Se ha reprochado a usted mucho, doctor, su plan de enseñanza de 1900.
—Lo sé, lo sé... pero es que no quieren situarse en aquel momento. Lo juzgan desde hoy, como si yo hubiera legislado para hoy, y no para ayer, y me achacan a mí la responsabilidad de todo lo que se dejó de hacer y debió haberse hecho de entonces acá. Aquello fue algo—
—provisionalísimo...
—Sí, señor. Cuando el Gobierno Interventor me nombró para desempeñar la Secretaría de Instrucción Pública, me encontré con que en la Universidad había más profesores que alumnos. Con decirle que de una asignatura —no recuerdo si el Sánscrito— el único alumno era el bedel! Lanuza, mi predecesor — que era un hombre de tanto talento— había tenido que darles ocupación a los cubanos educados que volvieron, al terminarse la guerra, desposeídos de todo, sin recursos. Se les hizo catedráticos, para que vivieran... Pero aquello no podía seguir así; yo tuve que enfrentarme con el problema de reorganizar la Universidad, a base de economías. Por lo pronto, de una plumada, dejé a todo el mundo cesante, incluso a algunos de mis mejores amigos... Me costó disgustos. Enseguida establecí el sistema de oposiciones para la provisión de cátedras y limité el número de éstas a lo indispensable, eliminando, agrupando, fundiendo... Esto era todo lo que podía hacer; esto fue lo que hice, aparte la creación de algunos laboratorios modernos... Por cierto, de entonces data la enemistad de un señor...
Ya barruntará el lector a qué enemistad ilustre aludió entonces Varona. Lo hizo con nobleza, con elegancia, no sé si con exactitud. Y la conversación —a despecho mío, que hubiera preferido demorarla sobre el tema universitario— se alargó a atravesar por entre los amenos riscos de la anécdota.
Nos despedimos del doctor Varona después de haberle pedido demasiadas cosas —una fotografía, una lista bibliográfico-filosófica...— y el ejemplar que antaño le prestamos de Main Street de Sinclair Lewis, que Varona estima una admirable novela. Pero mi alusión reivindicadora cayó en un exquisito vacío. (Walter Scott decía que, aunque la mayor parte de sus amigos eran muy flojos matemáticos, casi todos ellos resultaban ser very apt book-keepers. Varona es también un buen tenedor de libros). No nos trajimos Main Street.
Pero nos llevamos al menos (¡al más!) el contagio de serenidad, de curiosidad y de ironía de este gran cubano que ha vivido medio siglo al servicio de la inteligencia.
Agosto de 1927
...doblado por los años, se erguía para apostrofar la tiranía y alentar a la juventud para que mantuviese su actitud de protesta. —Sentados: Mañach, Portell Vilá, Varona, Marinello y Antiga. De pie: Penichet, Massaguer, Carlos Prío, Tallet, Torriente Brau, Aldereguía, Salazar, Valdés Rodríguez, Sabin, Roig de Leuchsenring, Raúl Roa y Elías Entralgo.
Revista Bohemia, 10 de abril de 1949. Cortesía de José Carlos Guevara.
Tomada de 1927. Revista de Avance. La Habana, año 1, número 11. septiembre 15, 1927, pp. 288-291.