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Muy de mañanita aún, el forastero ha salido a ver la ciudad de Camagüey.

Cerca del hotel, le ha sorprendido el caprichoso aspecto de algunas casas. Nada de corte viejo o colonial. Las fachadas parecen obras de calígrafos vanidosos, de esos que se empeñan en lucir la letra, con rasgos y flores complicadísimos. Es una mezcla bizantina de barroco, rococó y “renacimiento” modernista: ornamentos floridos y geométricos, dinteles especulativos, cenefas y frisos fantásticos, truncas pilastras, efectos de espiral y serpentina en lo alto, problemáticos aleros, o bien, a lo largo de las azoteas, florones, ánforas, antorchas… ¡El art nouveau transportado a nuestro bravo e ingenuo Camagüey! El forastero ha pensado que esto pudiera ser el capricho excepcional de dos o tres propietarios, y, recordando todo lo que había oído acerca de los castizos vestigios en esta ciudad-relicario, ha seguido curiosamente hacia el corazón de la villa.

Pero las casas del mismo pseudo-estilo decorativo —casas nuevas todas ellas— se repiten, a cual más arbitraria. Las fachadas se dirían orlas de diploma, con su profusión de curvas y ramajes. No; no es un caso aislado, como se me antojó en un principio: parece más bien constituir ya una tradición. El mismo Ayuntamiento, construido en 1906, está ejecutado a tenor de esa manera modernista, y, según algunos informan, esa tendencia se originó en las iniciativas de varios constructores catalanes aquí venidos.


Gracias a esa peculiaridad, Camagüey ofrece al forastero un aspecto de graciosa y hasta elegante rebeldía.

Las partes nuevas de la población apenas sugieren su castizo abolengo, y ciertamente distan mucho de poseer aquella austeridad recia, sobria, algo ruinosa que a distancia se le atribuye. Forman al contrario, una ciudad coquetoncilla y risueña, con largas y animadas calles de profuso comercio, tráfago de gentes y tranvías, y aspectos decididamente capitalinos.

De vez en vez, sin embargo, según se aparta el forastero de las calles ambiciosas, perdiéndose por entre las menudas, enlodadas, humildes callejas, surgen los rezagos del tiempo viejo y revive la leyenda. Acá y acullá van apareciendo pequeñas casuchas, muy altas sobre el arroyo, como en andas de resquebrajada piedra. Los techos son de encendida teja, muy saledizo el alero, que a veces sostienen breves pilastras a media fachada, junto a las jambas de las recias y aldabonadas puertas. Las ventanas, las famosas ventanas de “palo”, fingen miradores, por la manera amplia y saliente como las cobijan en el exterior sus espesos enrejados de madera. Parece que, mirando al través de ellos, se ha de atisbar, dentro, un hidalgo con bonete, una panoplia roñosa y un lebrel.

Las gentes de Camagüey hablan con hondo rencor de este barro ignominioso que cubre las calles. ¡Oh, no creáis que el rencor es hacia su ciudad amada! Camagüey, en la noción de sus hijos, nació nítido y pulcro de la mano de Dios. Las sobras del barro divinal, ¡en tinajones se trocaron, que no en esta innoble papilla del arroyo! Pero los gobiernos, la incuria de los infames gobiernos le ha puesto así. Como no hay alcantarillado, fuerza es que las comadres vuelquen sus aguas sobre el tierno pavimento, harto necesitado ya él de alguna atención administrativa hacia sus baches abismales.

¡Risueño y amable Camagüey, tu único pecado es cuadrar tan lejos de Obras Públicas! Con todo, la voluntad amorosa de tus hijos ha añadido primores a tu natural encanto, y he aquí que ellos fomentan aristocráticamente tu arrabal, en la Vigía, y urden milagros de botánica aplicada en tu Casino Campestre, prestigiado con el nombre prócer de Guillermo (sic) de Quesada; y conservan a tus iglesias su pátina secular, y disponen dentro de ellas los altares de tal suerte, que los bajos y translucidos ventanales polícromos sirvan de fondo al ara y parezcan nimbadas de fuego las imágenes, y ascuas los menudos tabernáculos.

Por obra de tus hijos, estos comercios tienen, en sus vidrieras imprevistas opulencias; estos edificios alcanzan una excéntrica, pero gallarda distinción; tus plazas se apartan del tipo consabido del parque provincial, y en el más accesible de ellos, a la sombra de una iglesia linajuda (entre normanda y renacentista de perfiles), blande su espada, sobre el potro encabritado y broncíneo, tu hijo amado de la manigua heroica.

Es bella esta estatua de Agramonte, Camagüey. Es de las que no parecen un pisapapel (como algunas de La Habana que yo me sé), y los alto-relieves episódicos de sus costados son finos y elocuentes (a más de que, para verlos, no se ha menester binóculos).

Camagüey, Dios te conserve tu rancia distinción. El olfato experto husmea ya en ti pujillos de modernismo y auras de nordofilia. Tanto dancing y tanto cine pueden desgraciar los grandes ojos de tus camagüeyanas y aquél su porte heráldico tan loado. ¡Guárdate! Reintegra tus aceras pinas y tus arcos elípticos y tus puertas de curvo dintel; no profanes las viejas ventanas llamándolas “de palo”: no te embadurnes con cosméticos capitalinos, villa del Hatibonico! Mira que son tus encantos tradicionales los que conquistan y retienen al forastero, aún sin que tengas que darle a beber, según tu bruja conseja, agua de tinajón “con gusarapo”.


Esta noche, a punto de partir, el forastero ha conocido a un señor alto, de barba cuadrada y blanca, perfil marcial, maneras cuidadísimas. Viste pantalón negro; lo demás, blanco hasta el nítido lazo del corbatín.

Este señor es solterón. Camina y habla con distinguido reposo, y se cuentan de él historias bravas y galantes, viejas historias hidalgas de lances, amores y tropelías.

No oí bien el nombre; pero estoy seguro de que tal caballero viejo se ha de llamar Agramonte, Agüero, Betancourt o Varona…


Tomado de
Glosario. Ricardo Veloso Editor, La Habana, 1924, pp.105-109.


Leído por María Antonia Borroto.
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