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Los amores y el amor en Martí

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Los amores y el amor en Martí

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El sobajeo más o menos biográfico de Martí no se ha inhibido de hurgar en la intimidad de su vida para investigar sus amores y dictaminar sobre ellos. No estoy seguro de que eso sea enteramente lícito: parece que también los grandes hombres debieran tener derecho a sus secretos. Pero ciertamente resulta lamentable cuando de tales pesquisas la grandeza de los héroes sale velada de reticencias que dan pábulo a la merma de su prestigio moral en el juicio común, siempre un poco precipitado y superficial. Entonces, hay que salirle al paso a la simplificación excesiva.

El problema que esa simplificación nos ha planteado respecto a Martí abarca estos extremos: ¿Hubo un erotismo en él —es decir, una fruición puramente sensual del amor? ¿Hubo, además, un donjuanismo, o sea, una voluntad frívola y egoísta, una falta de concentración realmente amorosa? Ambas preguntas se resumen en esta otra: ¿acusa un déficit moral la vida amorosa de Martí?

Veamos antes que nada los hechos establecidos.

El más obvio es que esa vida, efectivamente, abunda en amores. Concretamente conocemos, entre los más efímeros, el idilio juvenil con Blanca de Castro en Zaragoza, el episodio de la inglesita de Southampton, lo de Rosario de la Peña y Concha Padilla en México; después comprometido ya Martí para casarse, cierta aventura india en la selva de Guatemala y las relaciones con María García Granados… “En todas partes —confiesa él mismo—, un alma de mujer ha venido a bendecir y endulzar mi vida exhausta”. Añadamos, en fin, como lo más duradero, las dos Cármenes —la esposa legítima y frustrada; la otra, ilegítima y lograda…

A simple vista, los hechos nos traen a esta conclusión: hasta el final de su vida, en que Martí pudo consagrarse a la realización de su ideal político, distó mucho de ser el hombre de amor único, que en sí mismo ponderaba Unamuno. ¿Qué interpretación puede darse de ese hecho y, sobre la base de ella, qué juicio moral cabe formular?

Permítaseme, antes que nada, aportar algunas observaciones de carácter general y declarar algunos criterios personales. En primer término, resulta siempre demasiado impresionante hacerle a un hombre cualquiera el censo de los amores que ha tenido a lo largo de su vida. Si esa pluralidad es un pecado, apenas habría quien se quedase sin condena. Ejemplos como el de Unamuno son notoriamente excepcionales —al menos en nuestra raza. Por otra parte, la historia de los grandes espíritus abunda mucho en amadores impenitentes, y creo que la estadística sería mayor si la vida privada de todos los grandes hombres fuese igualmente accesible. Son las pesquisas extremas de la curiosidad biográfica, y a veces las confesiones de los propios héroes las que revelan aquella abundancia, y de las últimas, ni un San Agustín siquiera se salva…

Si miramos sólo a nuestra estirpe, recordaremos que Lope de Vega, por ejemplo, fatigó el idilio, y otro tanto parece probable de Quevedo, cuya indudable austeridad moral se ha quebrado, en la noción popular, con tan escabrosos matices. Y no los queremos menos por ellos. La galantería es un rasgo hispánico, e instintivamente solemos mirar con indulgencia hasta sus realizaciones más absolutas. Acaso el Don Juan de Tirso de Molina, si prescindimos de sus proyecciones teológicas, no sea otra cosa que una épica española del amor, inspirada en esas proclividades notorias de la raza.

Así se explicaría, al menos en parte, que el Don Juan Tenorio de Zorrilla sea tan popular y, en el fondo, tan envidiado. Pero este personaje significó, además, otra cosa: la exaltación del amor por el alma romántica, que puso en eso, como en todo, su énfasis efusivo. Rousseau, Goethe, Byron, Musset, Heine, Espronceda, Larra —para mencionar sólo unos cuantos románticos— fueron también grandes amadores. En Martí, lo hispánico y lo romántico son coeficientes de su vago sensualismo criollo y de su índole naturalmente queredora.

¿Vamos a condenar moralmente a esos profesores de amor? A cierta altura de la estimativa moral, cuando nos situamos por encima de las apreciaciones, a menudo hipócritas, que las rutinas éticas o los convencionalismos sociales dictan, no creo necesario pedir que se le perdone a nadie el haber amado mucho. El amor en sí mismo nunca es inmoral. Inmoral es lo que daña al prójimo, no lo que enrique su vida. Es el estrago, el escándalo, el vicio; no el lazo, por inconvencional o efímero que sea, con que dos sensibilidades —y a veces dos almas— se anudan. La condena de la exuberancia amorosa no se hace tanto desde el punto de vista moral riguroso como desde el punto de vista social.

Sentados estos criterios, que espero no resulten demasiado escandalosos ellos mismos, volvamos a Martí. Hemos reconocido su multiplicidad de amores, y no tenemos por qué suponerle más parco en la voluptuosidad de lo que suele ser el temperamento tropical. Si eso es pecado, no intento redimirlo de él. Martí era un hombre, aunque por el vuelo de su espíritu a veces nos parezca un ángel.

Pero yo sospecho que lo del sensualismo está, cuando menos, exagerado. Si gozó de la aventura como cualquier hijo de vecino, sus amores más notorios llevan inequívocamente el acento de lo espiritual. Desde la primera juventud nos dice que “cada ser en mitad viene a la tierra” y

      así es toda la vida del humano
      buscar, siempre buscar, el ser hermano!

Cuando corteja a Rosario de la Peña, lo que espera encontrar en ella es alguien a quien pueda “amar sin arrepentimiento y sin vergüenza, un alma pudorosa, entusiasta, leal…” No es ése, por cierto, el lenguaje de los sentidos.

Nadie tuvo más respeto que él por la espiritualidad de la mujer… espiritual; nadie se detuvo tan austeramente —según su enfática confesión— ante lo que pudiéramos llamar la ineditez femenina. Una de las cosas que más le impresionan al llegar por primera vez a los Estados Unidos es la falta de espiritualidad que advierte en las norteamericanas —a quienes, por lo demás, nunca debió llegar a conocer profundamente, pues pronto le absorbieron las criollas del exilio. Hombre de escasa vitalidad durante la mayor parte de su vida, es probable que nunca tuviese urgencias mayores de cierta índole. Todo induce a pensar que más sensible al encanto espiritual que a la belleza corpórea, con todo y lo que ésta naturalmente seducía su mirada de artista. Se acercaba al sexo opuesto —incluso a la mujer fea, como parece haberlo sido la que ocupó los últimos años de su existencia— impulsado y atraído sobre todo por el alma. Son esas redes sutiles de lo espiritual las que más a menudo le apresan; es esa fragancia la que le embriaga.

Carmen Zayas Bazán, la esposa legítima

Hay un testimonio indirecto que parece confirmar todo esto. Es cierto juicio de picante sabor criollo atribuido a alguien que le conoció mucho, un veterano, aún vivo, de nuestra última guerra de independencia. La frase en que ese juicio se expresa me la contó ha poco José Antonio Portuondo, y no se imaginarán ustedes cuánto siento no recordarla literalmente cuando esto escribo. Nos describe a Martí, en el orden amoroso, como un caballito “trotador”, pero no “llegador” —o algo por el estilo. Se pierde aquí el exacto símil criollo; pero acaso se capte la idea. Una manera más formal de expresarla sería decir que Martí, más que un amador, era un “enamorado”, como me lo atestiguaba su hermana Amelia.

Un enamorado. Es de notar ese participio pasivo con que en nuestra lengua indicamos la susceptibilidad de ciertos hombres al amor. “Enamorado” es el que tiene esa propensión, pero no tanto de un modo activo —por una tensión de la voluntad— como de un modo más bien pasivo, por una afección de la sensibilidad. Una afección… crónica, digamos: derivada de la peculiar contextura psíquica. El hombre “enamorado” está lleno de amor como otros lo están de música.

Así era Martí. No quiero sugerir con esto que siempre fuese en él más el ruido que las nueces. Mucho menos que hubiera en su vida amatoria ninguna hipocresía, ninguna falsificación. Por el contrario, lo que me parece que había era una gran ingenuidad (en el sentido más profundo de la palabra), que le hacía tropezar a menudo con el idilio, y a veces hasta con sus más fértiles consumaciones. Pero siempre era un impulso abierto, por así decir, más que un fin, más que un cerrado cálculo. El amor fue en él una vocación sentimental antes que un designio sensual. Aquel amoroso no era propiamente un amador —cuanto menos ese profesional del erotismo que con vario disimulo se nos quiere pintar. Su eros vital, como el filosófico, era eminentemente platónico, esto es, polarizado hacia una imagen más que hacia una concreción.

Podríamos decir que estaba enamorado del amor mismo. Pero esto no se ha de entender como una beata insuficiencia. El amor era en él una avidez enorme, apasionada, de comunión, de simpatía, de solidaridad, de inversión radical de su propio ser. Recordemos sus palabras más reveladoras a Rosario de la Peña: “Amar en mí… es cosa tan vigorosa, y tan absoluta, y tan extraterrena, y tan hermosa, y tan alta, que en cuanto en la tierra estrechísima se mueve, no ha hallado en donde ponerse todavía”…

¿No está ahí realmente la clave para explicarnos su episodismo amatorio, aquella frivolidad sólo aparente o de meros “amoríos”, y todos sus conatos y frustraciones afectivas? En realidad, la mujer no bastó nunca a satisfacer su enorme capacidad amorosa, que fue, durante casi toda su vida, una aptitud expectante. Mientras no encontró un ideal superior en que invertirse, esa aptitud careció de objeto suficiente y de fijeza, y los amores privados tuvieron inevitablemente algo provisional. Hasta que la mujer no estuvo espiritualmente asociada a ese ideal superior resultó siempre un lastre para su propio ímpetu ávido de conquistas mayores. Hasta entonces vivió en trágica soledad, y fue eso sobre todo —en complicidad con su temperamento queredor y con la seducción [a] que sus propios encantos le exponían— lo que multiplicó en aquella vida el consuelo de los amores adventicios.

Lo que se tiene por lujuria —escribió él mismo— no es muchas veces más que el horror a la soledad, o la necesidad de la belleza. “De lo feo del mundo se busca alivio en la mujer, que es… la forma más concreta y amable de lo hermoso”. Pero en realidad, insisto, ese ensueño suyo trascendía, platónicamente, la belleza corpórea y la individualidad femenina. Era un ensueño de patria.

Si esas ideas conllevan alguna claridad, a la luz de ellas podremos explicarnos el fracaso de la esposa legítima y el éxito de la que no lo fue. Pero ahora veamos, para terminar, el episodio famoso de la Niña de Guatemala. Este episodio es el favorito de las reticentes malicias y los aspavientos moralizantes que se empeñan en pintarnos a Martí como un Don Juan, como un aventurero irresponsable del amor. Hay que reconocer que el propio Martí ha contribuido un poco a eso con su propio poema sobre aquel episodio, si bien, es igualmente cierto que sus versos suelen leerse con escasa inteligencia. Pues se acredita de muy romo quien pretenda hacer de una creación poética un acta sentimental, una confesión que deba ser tomada al pie de la letra. La poesía traduce, sí, el sentimiento real, pero enriqueciéndolo de imaginación, elevándolo a un plano histórico. No reproduce los hechos: los exalta y sublima, les da una dimensión universal y humana.

Atengámonos, sin embargo, a esos y otros versos correlativos de Martí, ¿cómo podemos colegir que fue de veras aquel drama?

María García Granados, la que murió de amor...

Personajes: un hombre joven, algo dramático, muy gustado de las mujeres, que llega con fulgor de mundo a una tierra provinciana. Una señorita extraordinariamente sensible, llena de música y de literatura, en cuyo hogar de alcurnia se recibe frecuentemente al poeta para hacer versos y comedias. Protagonista verdadero: el alma romántica que a ambos les es común. Ella fue el fatum, la música trágica de aquel enredo. Al calor del clima romántico en que se juntan, la niña se prenda del poeta. Pudo este ahogar desde el primer momento en ausencia aquel amor incipiente. No lo hizo. Se limitó a “no dar esperanzas” a la joven. Le habló, hasta en versos, de su compromiso con Carmen Zayas Bazán. Supuso que las palabras delicadas bastan para contener el amor ajeno cuando lo cierto es más bien que lo alientan. Ella se aferró a su ilusión por lo mismo que tenía tanto de ensueño imposible. Y él no evade el dulce halago de aquella extática ternura. Por todo pecado Martí comete el que rara vez se puede y casi nunca se quiere evitar: dejarse querer. Pero ¿no habíamos en que aquel hombre era, sobre todo, un enamorado del amor? Sin embargo, Martí se va a México a casarse, y la niña

      …dio al desmemoriado
      una almohadilla de olor…

“Desmemoriado” se llama a sí mismo Martí. Sí: hombre sin fidelidades demasiado ceñidas, por lo mismo que el amor le rebasaba toda posible concentración personal.

       Él volvió, volvió casado;
       ella se murió de amor.

y ante la muerte descubre que aquella frente yerta era

       …la frente
       que más he amado en mi vida.

¿Cómo se compadece esta declaración con las protestas recientes de amor por Carmen en sus cartas a Manuel Mercado? ¿Dónde se reveló lo más íntimo y real, en esas cartas, o en los versos de la velada funeral? Probablemente en ambos. El amor en Martí era divisible por su misma abundancia. Mucho más cabía en aquel corazón.

Se ha creído ver cierta jactanciosa vanidad en los versos famosos:

       Dicen que murió de frío;
       yo sé que murió de amor.

Y no era vanidad. Era la defensa del amor contra todo prosaísmo. Posiblemente María de Guatemala murió, en efecto, de haber entrado vesperalmente en el río, como la niña que tirita en el cuadro de Paul Chabas. Pero aún eso resultaba demasiado vulgar. La poesía es la exaltación del hecho: es el debe-ser poético frente a la realidad actual. No hay, pues, vanidad en el verso, sino la generosidad del poeta que quiere rescatar la imagen de su perfil más universal y más noble: declarar la primacía de la esencia sobre el accidente: situar por encima de la mera anécdota sentimental, la gran categoría del amor.

Y eso es lo que Martí hizo siempre, no sólo en sus versos, sino en su propia vida.

Marzo 1951.


Publicado originalmente en Bohemia, La Habana, Año 43, No.9, 4 de marzo de 1951, pp. 64-65, 93. Tomado de Martí en Jorge Mañach. Selección, prólogo y bibliografía de Salvador Arias. La Habana, Ed. Letras Cubanas, 2014, pp.164-172.

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