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La mujer en el 51

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La mujer en el 51

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A lo largo de toda nuestra historia, la mujer cubana ha dado siempre inequívocas pruebas de su amor a la libertad, primero, de su ardoroso patriotismo, más tarde. Así, cuando de 1807 a 1810 estremecían a la América nuestra las ideas libertadoras llegadas del otro lado del Atlántico, muchas cubanas, en demostración de sus entusiasmos liberales, adoptaron la moda de cortarse sus hermosos cabellos, provocando con ello lo que, a semejanza de aquélla que los franceses llamaron “guerra en encajes”, podríamos calificar de “guerra de rizos y tijeras”. Porque las damas del partido opuesto, las afectas al dominio absolutista español, hicieron, por el contrario, gala desafiante de sus largas cabelleras, motivando que se las llamase “las godas”, mientras las liberales eran calificadas de “pelonas”, y recibían, unas y otras, donairosos elogios o ácidas críticas, en prosa, y sobre todo en verso, de los periódicos de la época[1].

De 1812 a 1821 se extiende el período accidentado de la lucha por la Constitución de Cádiz, que representaba un gran paso de avance, aunque dentro del marco de la soberanía española. Y la cubana manifiesta ya más marcadamente su ansia de libertad y de progreso. Bien quisiéramos, por eso, que la investigación histórica llegase a destacar con relieves más precisos a aquélla, aristócrata, rica y refinada, de la que sólo sabemos lo que nos dicen los cronistas de la época, que al reseñar una fiesta solemne ofrecida por el Ayuntamiento de Santiago de Cuba, en el último de aquellos años, como desagravio a los ultrajes que la lápida conmemorativa de la Constitución había recibido de elementos reaccionarios españoles, nos cuentan:

Entre las hermosas y seductoras cubanas que saben honrar la santa causa de los pueblos y elevar las almas hasta la más sublime exaltación patriótica, sobresalía la mujer más liberal que ha dado Cuba, la señora doña Juana María de las Cuevas, Marquesa de la Candelaria de Yarayabo[2],

y también que la Marquesa

regala dos banderas para los batallones de Milicia Nacional, en, demostración de que su ardor patriótico no está satisfecho solamente con haber presentado sus tres hijos para las compañías que se han formado[3].

Así pues, lo mismo que los intentos revolucionarios que hoy conmemoramos son prolegómenos de la gran Guerra Libertadora Cubana de los Treinta Años, así también las mujeres que en ellos de algún modo tomaron parte responden, a su vez, a una tradición liberal que, a impulso de la inevitable evolución histórica, va tornándose libertadora.

Por eso, antes de hablar de las mujeres del 51, quiero citar a su más inmediata precursora, para quien no hay todavía, en el fervor general, el reconocimiento merecido, ya que se trata de la primera mujer que en Cuba dio su vida por el ideal libertador, y su sacrificio fue espontáneo y deliberado, hijo tan sólo de su libérrima voluntad, lo que agrega muy subidos quilates a su inmolación en aras de la patria futura. En 1850, y en el valle del Yumurí, Matanzas, preparaban un alzamiento, para secundar un nuevo desembarco proyectado por Narciso López, algunos patriotas capitaneados por el que luego habría de ser combatiente esforzado de la Guerra de los Diez Años, Juan Arnao, a quien debemos el relato de este conmovedor episodio[4]. Reunidos, en la noche del 8 de octubre, algunos de los comprometidos, preséntase la amada de uno de ellos, Miguel Lara Acosta, para decirle: “Vengo a morir contigo. ¡No me prives de tan dulce muerte! El sepulcro de la patria es la gloria eterna...” Llamábase la joven Marina Mantesa, y era, según Arnao, de luminosa belleza, a la que se aunaba un temple de acero. Inútiles fueron todos los empeños para disuadirla de su heroica resolución. Sorprendidos los conjurados por los españoles, suenan algunos tiros, y quedan en el campo, gravísimamente herido, el propio Juan Arnao, y muertos Juan Manuel Alfonso, a quien llamaban el Mayoral Tormenta, y la bella e infortunada Marina Manresa, quien, al oírse los primeros disparos, había exclamado: “¡Yo también cumpliré el deber que he jurado a mi patria y a mi amante!”, ratificando así su inquebrantable voluntad de sacrificio. El año pasado, con el centenario de nuestra bandera, se cumplieron también cien años de la muerte gloriosa de ésta, la primera de nuestras heroínas; y como, que yo sepa, no fue honrada en tal fecha su memoria, he querido subsanar, en pequeñísima parte, esta omisión, uniéndola, del modo relevante que merece, al homenaje que hoy rendimos a las mujeres del 51.


En la historia del desdichado desembarco en Playitas, con todas sus funestas consecuencias, no hay participación de mujer que la historia haya recogido. Se trataba de expedicionarios, extranjeros muchos de ellos, procedentes todos del extranjero: hombres que habían dejado muy lejos, muy atrás, hogar y lazos familiares. Sólo una mención, dolorosa, para decir que, en 1851, la que fuera esposa del general Narciso López, una cubana de esclarecida familia, Ana de Frías, hermana del Conde de Pozos Dulces, desde largos años antes separada del caudillo, se hallaba unida a un cubano ilustre: José Antonio Saco.


En cambio, junto a Joaquín de Agüero y de Agüero se destacan, en diversos grados de luz, varias figuras femeninas.

En primer término, la de su madre, doña Luisa de Agüero y Duque de Estrada. Cierto que había muerto desde 1832 la aristocrática dama camagüeyana, perteneciente, como su esposo, a la ilustre familia que ya en 1826 había dado a la patria uno de sus protomártires, en la persona de Francisco de Agüero y Velasco, y que luego daría toda una pléyade de combatientes a la Guerra de los Diez Años; pero su enseñanza, su influencia, habían dejado huella indeleble en el alma de su hijo único, como muy bien lo señala el primo y biógrafo de Joaquín de Agüero y de Agüero, Francisco de Agüero y Estrada, que escribía bajo el seudónimo de El Solitario:

Su virtuosa madre, sobre todo, de una capacidad e instrucción poco comunes en las personas de su sexo, y distinguida, además, con las dotes que constituyen una piedad ferviente, pura, acrisolada, empleó todos los esfuerzos de que era capaz para ilustrar su entendimiento y formar su corazón en la práctica de las virtudes... Sin limitarse, pues, a inculcarle estériles principios... lo ejercitaba de continuo en actos de humanidad, beneficencia, noble y generoso desprendimiento, que hicieron luego habituales el tiempo y la reflexión; y de aquí el carácter filantrópico y la abnegación sublime que le hicieron después un héroe a los ojos de la humanidad y un mártir glorioso de la patria[5].

Efectivamente: si observamos lo que hay de tierno afán por el desvalido en dos de los más señalados hechos de Joaquín de Agüero antes de que se dedicase por entero a las actividades revolucionarias —la manumisión de sus esclavos, en 1842, a poco de entrar en posesión de sus bienes, a la muerte de su padre, y la creación de una escuela para niños en Guáimaro, en 1843— sentimos cómo perdura en el que había de ser héroe magnífico la suave y poderosa influencia del alma piadosa de doña Luisa de Agüero.

Ana Josefa de Agüero 
Cortesía de Teresa Fernández Soneira

Después de la madre, la esposa. En 1839 se había casado Joaquín de Agüero con su prima Ana Josefa de Agüero y Perdomo, también piadosa y distinguida y de instrucción superior a la de las mujeres de su época, además de joven y bellísima. El matrimonio tuvo dos hijos, Miguel Ángel y Ana Josefa, muy niños aún cuando Joaquín de Agüero se lanzó a su malogrado intento revolucionario. Ana Josefa de Agüero, mujer de hogar, esposa y madre amante, era también, por su linaje, por sus propios sentimientos, por su identificación con el esposo adorado, una ardentísima patriota. Lejos de disuadir al padre de sus hijos del empeño libertador, lo alentó con todo el fervor de sus entusiasmos; y al salir Agüero para preparar el levantamiento armado, lo despidió con una frase que ha merecido ser conservada en las páginas de nuestra historia entre las más hermosamente patrióticas que hayan pronunciado labios cubanos: “¡Ve, cumple con tu deber, y que cuando vuelva a abrazarte, seas un hombre libre!”[6]. No lo vería más. Pero Joaquín de Agüero murió como había querido y presentido morir Martí: “Sin patria, pero sin amo”. Murió como hombre libre.

Llegamos aquí a un punto delicado y penoso en la historia de las mujeres del 51. Se ha extendido, recogida y propalada por varios historiadores, la versión de que Ana Josefa de Agüero, con todo su amor conyugal y su patriotismo nunca desmentido, fue la involuntaria causante del desastre del movimiento revolucionario encabezado por su esposo. Cuéntase que, llevada de su fe religiosa, reveló a su confesor la conspiración que se fraguaba, y que el sacerdote, violando el que debió siempre ser sagrado secreto de la confesión, lo comunicó a las autoridades españolas. Sírvenos de profunda satisfacción el hecho de que en la obra que el joven historiógrafo camagüeyano Miguel Ángel Rivas Agüero acaba de consagrar al héroe del 51 y que es hasta ahora el más extenso y documentado trabajo sobre el movimiento revolucionario de Joaquín de Agüero y sus compañeros[7], quede totalmente desvirtuada, a golpe de contundentes argumentos, la especie que bien podríamos llamar calumniosa, y que siempre hubimos de rechazar, por intuición inspirada en la admiración y la simpatía que sentíamos por aquella admirable figura de mujer cubana. A los que deseen conocimiento completo del asunto, los remitimos a la obra ya citada.

Pero, como muy bien apunta el propio Rivas Agüero, bastaría para convencemos de la inculpabilidad de Ana Josefa de Agüero en el desdichado fin de aquel intento emancipador, la lectura de las cartas que dirigió ella a su esposo después del levantamiento, y que, como acertadamente dice el mencionado autor, “debieran estar escritas en letras de oro en las páginas de la Historia de Cuba”. Helas aquí:

Dios y Libertad.
Nuestra casa, a 30 de junio de 1851.
Alma mía, todo mi ser:
Hoy hace dos meses que salió usted de mi lado contra mi voluntad, y esto le valió no estar expatriado; quiera Dios que esta patria a quien está consagrado y por quien ha sufrido tanto (todo me lo ha contado A. M.) se vea reconquistada al fin por los esfuerzos de sus hijos; yo no ceso de pedirle al Todopoderoso que trasmita al corazón de todo cubano un ardiente deseo de liberar a su patria, y que al mismo tiempo les dé valor y virtudes para que lo consigan. He convocado a varias señoras para que en cada templo se diga una misa solemne, para rogar allí al Dios de los Ejércitos les dé la victoria; la mía se dirá el día 4, y detrás del marco de alguna imagen estará la...[8] Yo espero que cuando usted tenga reunidos los patriotas que van a exponer su vida por darle vida a la patria y para conservar su dignidad de hombres, invocará con ellos[todos de rodillas] al Dios altísimo, al Dios justo que no abandona jamás al hijo que sigue la senda del honor y del deber. ¡Oh esposo mío, quién tuviera la dicha de hallarse allí en ese momento supremo! ¡Con cuánto placer estrecharía entre mis manos la de cada uno de esos caudillos! ¡Con cuánto amor lo estrecharía a usted contra mi corazón diciéndole: ¡Hasta cantar la victoria en la tierra o hasta gozar de la gloria en el cielo! Pero ya que mis dos hijos me impiden hallarme allí, reciba usted, y todos ellos, los votos de mi corazón.
Mi esposo idolatrado, el verdadero valor es siempre prudente; no se ofenda porque le ruego que en todas ocasiones (como siempre se lo he visto ejecutar) consulte la prudencia.
Nuestros hijos están buenos, y le piden a Dios por su adorado papá y por todos los cubanos.
Adiós mi bien, mi ventura, mi solo y único amor.
J

Y a continuación, en el mismo papel, con fecha 2 de julio:

Mi bien, mi soldado:
Me parece que ninguna ofrenda puedo hacerle más grata ni más oportuna que la bandera de nuestra patria, así es que con un placer indecible la proyecté y la trabajé ayer.
El portador le dirá mi paradero. Deseo que luego que se hagan fuertes en un punto, me mande buscar para tener el placer de serles útil. Estoy, cuanto es posible, tranquila y serena, rogando y esperando en Dios, en Dios que no los abandonará por su infinita misericordia.
Los niños le mandan besos y yo el alma toda.
J[9].

Había, pues, prudencia y reflexión, al par que amor y patriotismo, en la mujer que con tan delicado tacto las recomendaba a su esposo; y juiciosa apreciación del peligro, en su proyecto de salir para ignorado paradero y en las precauciones que su carta detalla. Incompatible, todo ello, con la imprudencia que se le atribuyera. Pero destácanse, sobre todo, la excepcional alteza de pensamiento y sentimiento, el amor al esposo, al hogar, a los hijos, entretejiéndosele en el corazón con el amor a la patria y a la libertad; la noble valentía con que se adelanta a calmar la inquietud del compañero, manifestándole que se halla, “cuanto es posible, tranquila y serena”; el entusiasmo con que le envía la bandera esmeradamente trabajada por sus propias manos, según el modelo de la que trajera Narciso López, y que, como apunta Rivas Agüero, fue seguramente la primera enseña nacional que se confeccionó en territorio cubano; y la enérgica resolución de unirse a los patriotas, “para tener el placer de serles útil”, con lo que se proclama precursora, en la noble intención, de aquellas admirables mujeres camagüeyanas que, en la Guerra de los Diez Años, abandonaron los lujos, placeres y comodidades de sus mansiones palaciales para seguir a padres, hijos, esposos o hermanos en todos los peligros y penalidades de la manigua insurrecta.

Pero, desgraciadamente, no llegó a ser realidad el amoroso y patriótico deseo de Ana Josefa de Agüero. Más trágico destino le estaba reservado. Sabido es el desastroso final del alzamiento en Camagüey. Para ella, en aquellos días tenebrosos, queda el valor no desmentido, el valor que la hace digna de recibir esta confidencia de su esposo, al que se pretendía arrancar una declaración de fidelidad a España y de arrepentimiento de su intento revolucionario:

Sabré sostener mi puesto; sé bien que la vida me va en ello; pero no me haré traición a mí mismo; siempre he sido fiel a mis principios de honradez, y nada recuerdo haber hecho en el transcurso de mi vida que pueda avergonzarme en esta materia. Zayas, Benavides y Betancourt se muestran igualmente grandes e identificados conmigo[10].

Mas junto a ese valor, junto al valor de que no duda Agüero cuando tan abiertamente le confía su decisión de morir por no renunciar a sus convicciones, hay la desesperada angustia de amor que dicta a la joven esposa una carta que —según Rivas Agüero— recibió el héroe la víspera de su ejecución, ya a la medianoche, y cuya lectura le impresionó vivamente,

y acercándose a uno de los cirios que ardían en el altar la destruyó hasta que la llama quemaba sus dedos...[11].

Seguramente para que aquel supremo grito de amor y de dolor en que Ana Josefa había volcado todo su corazón no cayera jamás bajo los duros ojos del enemigo.

Muerto Joaquín de Agüero por los verdugos españoles, aquella mujer excepcional demostró que el valor y la serenidad con que invariablemente había alentado a su esposo, lejos de nacer de frialdad o superficialidad en las emociones, corrían parejas con la más viva sensibilidad, con la más honda capacidad de sufrimiento. Al llegar la noticia de la ejecución, Ana Josefa cayó sin sentido, y así permaneció durante dos días; pero bajo aquella aparente inconsciencia, sabe Dios qué atormentadores pensamientos la atenacearían cuando, al volver plenamente en sí, la joven de deslumbrante hermosura se había convertido en una anciana de cabellos blancos... Muy poco después, Ana Josefa de Agüero, con sus dos hijitos, abandonaba para siempre el suelo de la patria. En la tumba del héroe que había sido su esposo quedaban sepultadas también su juventud, su amor, su dicha, todas sus esperanzas de vida apacible y venturosa. Y como si aún no estuviese suficientemente castigada aquella mujer inocente, el gobierno español le arrebató sus bienes de fortuna, ¡para pagar las costas del proceso que había culminado en la condena y muerte de su marido!

Mas aquella víctima del amor a la patria seguía fiel a ese amor que tan caro le costara. Fuera del cuidado de sus hijos —y aún hubo de sufrir el dolor de ver morir al varón—, nada despertaba su interés, allá en su pobreza y destierro de Nueva York y Siracusa, nada salvo las noticias de nuevos intentos revolucionarios, la esperanza de ver libre a su tierra, de que Joaquín de Agüero no hubiese muerto en vano... Y cuando al fin estalla en La Demajagua la gran tormenta revolucionaria de que los movimientos del 51 habían sido relámpagos precursores, aquella mujer de sólo cuarenta y ocho años, pero de naturaleza minada por el sufrimiento perenne, se entrega, llevada de su inextinguible ardor patriótico, a tal actividad en auxilio de sus hermanos en armas, que poco después de dos meses, el 25 de diciembre de 1868, cae para siempre, agotadas sus fuerzas en aquel último afán de libertar a Cuba[12]. Cae, pues, como combatiente. Ha dado por la patria la ruda, después de haber dado por ella bienes superiores a la vida misma. Y merece en nuestra historia, no ya el nombre de mártir, sino el rango de heroína.

Y como si un destino trágico fuese misteriosamente unido a su nombre glorioso, citemos aquí que, años después, durante la Guerra de los Diez Años, una homónima suya, otra Ana Josefa de Agüero, esposa de Diego Esteban de Varona y Gelabert, sufriría martirio por el amor a la patria y al esposo. Digna heredera de un linaje todo grandeza y dignidad, cayó ultrajada y espantosamente asesinada por el celador de policía de Puerto Príncipe, Pablo Recio, que vengó en ella, a la vez la actividad revolucionaria de su marido —no satisfecho con haber muerto alevosamente a éste— y la indignación magnífica con que respondió ella a los viles requerimientos del malvado: “¡Infame, tened entendido que la viuda de Esteban de Varona jamás podrá ser la querida del asesino de su esposo!”[13].

Otras figuras de mujer se destacan, aunque con perfiles mucho menos acusados, en el intento revolucionario de Joaquín de Agüero. Cuando Ana Josefa envía a su esposo, con la carta que leímos, la bandera de la patria futura, una jovencita de la familia, dotada de claro talento y de exaltados sentimientos, escribe, de su puño y letra, para acompañar a la enseña, un soneto en que vierte su ardor patriótico, al estilo de la época, en estos versos:

     A los camagüeyanos al entregarles la bandera

    De libertad sublime y glorioso,
    el pendón recibid, camagüeyanos;
    con entusiasmo desplegadlo ufanos,
    que ha llegado el momento venturoso.

    Hacedlo que tremole siempre hermoso
    en vuestras firmes y valientes manos,
    y el que ostentan los déspotas hispanos
    destruid con su influjo portentoso.

    Valientes, combatid, mientras al cielo
    una plegaria alzamos fervorosa
    para que Dios nos dé pronto el consuelo
    de libre ver a nuestra patria hermosa.

    Combatid, combatid, que la victoria
    risueña os muestra el campo de la gloria[14].

Y, al pie, estampa su firma: Martina Pierra y de Agüero.

Martina Pierra

Carta, bandera, soneto y mensajero caen en manos de los españoles. El joven, Joaquín de Agüero Sánchez, es condenado a muerte, aunque luego se le conmuta la pena por la de diez años de reclusión. Martina, que sólo cuenta dieciséis años, es encausada; pero la salva su facultad de escribir corrientemente con dos tipos muy distintos de letra. Más tarde, esposa de José de Póo, habría de vivir una hermosa vida de patriota y de intelectual.

También ha recogido el último biógrafo de Joaquín de Agüero el nombre de una predilecta sobrina suya, María de los Angeles Piloña y Agüero, hija de una hermana de Ana Josefa, a quien entregaron Carlos Vasseur y Manuel de Agüero el pañuelo de seda azul y blanco que sirviera para vendar los ojos del héroe en el momento de la ejecución, y que para siempre quedó teñido de su sangre gloriosa.

¡Y cuántas otras, cuyo recuerdo no nos ha conservado la historia: madres, hermanas, hijas, esposas de ajusticiados o de expatriados, de aquellos numerosos “condenados a muerte en rebeldía, que no podían volver a pisar el suelo patrio, so pena de la vida”. Así, incidentalmente, sabemos que uno de los compañeros de sentencia y martirio de Joaquín de Agüero, Miguel Angel Benavides, había contraído matrimonio, a los veintidós años, en 1849, sólo dos años antes de la tragedia, con Luisa Teresa Aymerich y Duque de Estrada, y con su muerte quedó destruido un hogar apenas fundado bajo los auspicios de la juventud y del amor...

Pero es importante señalar aquí la actuación colectiva de la mujer camagüeyana en el movimiento revolucionario que se centra en el 51, destacando primero, como significativo de la importancia concedida a la mujer en aquella sociedad, el hecho de que uno de los principales agravios que habían suscitado la indignación de los próceres camagüeyanos contra las autoridades españolas consistía en el desalojo de las monjas ursulinas —seguramente cubanas muchas de ellas, y educadoras de jóvenes cubanas— del convento erigido exclusivamente con donativos y legados de los acaudalados propietarios de Santa María del Puerto del Príncipe, para convertir el edificio en cuartel de las fuerzas de la metrópoli. Este despojo se censura, con los más severos términos, en las proclamas que clandestinamente hacía circular la Sociedad Libertadora de Puerto Príncipe, eje del movimiento revolucionario en Camagüey y a cuyo frente se hallaba Joaquín de Agüero[15]. Este hervor de conspiraciones lo alienta, con todo el fervor de su corazón, la mujer camagüeyana. Cuenta Vidal Morales que su devoción a la causa de la patria llegó hasta llamar la atención del procónsul que gobernaba la Isla, el cruel e implacable general Concha, quien, en una de sus comunicaciones oficiales reconoció que “en Puerto Príncipe la mayor parte de los habitantes tenían fanatismo por la anexión o la independencia” y “las señoras pertenecientes a las familias principales se deshacían de sus alhajas para enviárselas a los emigrados cubanos de los Estados Unidos”[16].

Y del alto aprecio que de los nobles sentimientos de la mujer camagüeyana hacían aquellos patricios patriotas del 51, es testimonio elocuentísimo las palabras del propio Joaquín de Agüero al saber que un numeroso grupo de las señoras más distinguidas de la ciudad pensaba presentarse al jefe español para solicitar la conmutación de la pena impuesta a él y a sus compañeros:

Esa presentación es inútil y humillante, y por nada del mundo deben humillarse las matronas del Camagüey, que son gloria y orgullo de mi patria... Desengáñense: las lágrimas no pueden romper las cadenas; al hierro sólo lo rompe el hierro[17].

Dados los exaltados sentimientos reinantes en Camagüey, era consecuencia naturalísima que la tragedia de la Sabana de Méndez provocase el más profundo dolor colectivo, y que las mujeres, especialmente, lo exteriorizaran a tono con su más viva sensibilidad. El día de la ejecución de los patriotas, la ciudad de Puerto Príncipe amaneció casi totalmente desierta, por haberse retirado al campo, en muda protesta, todas las familias de mayor representación; las damas camagüeyanas vistieron de luto por los héroes, y como homenaje de duelo a su memoria, sacrificaron sus hermosos cabellos, en emulación patriótica de que se hizo eco una redondilla que en aquellos días circuló impresa por la población:

     Aquella camagüeyana
     que no se cortare el pelo
     no es digna que en nuestro suelo
     la miremos como hermana[18].

A quienes soñamos con la dulce Trinidad como con una encantada Shangrila tropical donde ir a descansar, por unos días siquiera, de las prisas de nuestra vida, de la trepidación y el cosmopolitismo capitalino, duro se nos hace ver en la risueña ciudad adormecida al pie de sus lomas, libre de los vaivenes del mundo y como oculta entre las montañas y el mar, un escenario de tragedia. Y, sin embargo, Trinidad tiene una hermosa historia de hazañas patrióticas que la hacen merecedora del exacto calificativo que le diera nuestro querido amigo y compañero Gerardo Castellanos G.: Trinidad, la secular y revolucionaria.

Para hacer más vivido el contraste, si en Ana Josefa de Agüero, la heroína de Camagüey, hay tiernos rasgos de Andrómaca —aunque la cubana, más dichosa en su dolor que la griega, no inclinó jamás el cuello a la esclavitud—, a la trinitaria, a Elena Echerri, madre de Fernando Hernández Echerri, muerto junto a Isidoro de Armenteros en la Mano del Negro, hay que buscarle paralelo en figuras más recias: en una madre espartana, en una matrona de los grandes tiempos de Roma. Aquella mujer de superior inteligencia y de excepcional temple de alma, consagró sus desvelos a la educación de su hijo, y con singular acierto, lo confió a aquel hombre extraordinario que sabía, en sus discípulos, “templar el alma para la vida”: a don José de la Luz Caballero. Pero no dejó ella de velar también por la formación del carácter de su hijo, inspirándole los más altos principios morales y patrióticos. El hogar y la escuela fueron, en la infancia y la adolescencia de Fernando Hernández Echerri influencias felizmente aunadas a un solo fin; y cuando aquella educación admirable dio su fruto, y el joven decidió consagrarse a la obra más noble que cupiera a su generación, a la libertad de la patria, no halló en su madre sino abnegado estímulo al cumplimiento del sublime deber.

Tan desdichado como el de Joaquín de Agüero fue el intento de Isidoro de Armenteros y Fernando Hernández Echerri. Ambos, con Rafael Arcís, se hallan en capilla. La madre, digna, valerosa, pero amante y angustiada, teme, por un instante, que su presencia conturbe el ánimo del joven que va a perder una vida toda colmada de promesas; y manda preguntarle si desea o si teme verla por última vez. Pero él es un león joven, hijo de leona; y al punto responde, con frase digna de bronces: ‘‘Díganle que ya tarda en venir”. Lo que fuera aquella última y desgarradora entrevista, no queremos siquiera imaginarlo. Pero cuentan los historiadores que Elena Echerri salió “altiva y airosa” de la capilla, diciendo que se hallaba resignada, porque su hijo sabría morir como mueren los héroes que saben sacrificar sus vidas por la libertad de la patria[19].

Aquella mujer heroica se había secado las lágrimas con el hierro candente de la resolución sublime que luego se expresaría en el grito de todo un pueblo: “¡Independencia o muerte!”; se había echado siete llaves al corazón para que su dolor no fuese pasto de la curiosidad indiferente ni gozo de los verdugos de su hijo.

Pero ese dolor, sin medida y sin término, alentará en ella, inseparable de su ferviente patriotismo, mientras le dure la vida. Cuando, años después corra el rumor de que la viuda de Isidoro Armenteros, Micaela del Rey, proyecta contraer nuevas nupcias —como efectivamente sucedió, casándose con Alejo Iznaga y Alfonso, compañero de Armenteros, no con un oficial español según entonces se propalara[20]—, Elena Echerri, enérgica, implacable, le dirá en grito apasionado, de trágica grandeza:

Yo sola lloraré a los mártires, y nunca agraviaré al que mezcló su sangre en el patíbulo con el hijo de mis entrañas; dándote otro nombre, dejas de ser mi compañera de desgracia[21].

El Destino es también implacable con la implacable, cual si se ensañara en el empeño de doblegar a aquella mujer de temple heroico: herida, incurablemente, en sus afectos, lo es también en su ardoroso patriotismo. No muere, siquiera, como Ana Josefa de Agüero, en el hervor de entusiasmo de los inicios de la Guerra Grande; ese Destino suyo le prolonga la vida, a través de las vicisitudes de la década de lucha, hasta que las esperanzas cubanas se han hundido en el Zanjón y no asoma todavía el alba del 95. En sus últimos años, es como Hécuba sobre la playa ensangrentada: en ella, en torno de ella, ruina de corazón, ruina de hogar, ruina de patria. Y Elena Echerri cierra los ojos, cercada de la absoluta tiniebla.

Como contrafigura de este perfil rotundo y enérgico de madre espartana, otra silueta femenina se dibuja, con rasgos etéreamente vagos, en la vida del “joven girondino de nuestra Revolución”[22], Fernando Hernández Echerri. Se dice que proyectaba contraer matrimonio con una joven de Trinidad. Y si recordamos que el héroe compañero de Isidoro de Armenteros era de “cabello rubio y naturalmente crespo, frente meditativa y despejada, ojos azules y amorosos, faz expresiva, figura gallarda, tipo representativo del genio y la belleza varonil”[23]; que, a más de patriota, era poeta, y que, antes de morir por la libertad, la cantó en oda tan inspirada que había lágrimas en su voz cuando la recitaba y lágrimas en los ojos de quienes se la oían; si pensamos que eran sólo veintisiete años los suyos, veintisiete años encendidos en amor a la patria e iluminados de amor a la belleza, no creemos vuelo exagerado de la fantasía imaginar a la linda trinitaria, flor apenas entreabierta, de negros rizos, tez de camelia y profundos ojos luminosos, que ocultó para siempre su púdico dolor de novia en una de aquellas amplias y silenciosas mansiones hechas para tejer ensueños y para vivir plácidas venturas hogareñas...


Para terminar este rápido esbozo, señalaremos, como de paso, a dos mujeres cubanas cuyas actividades patrióticas se enlazan con los acontecimientos del 51.

Son dos Emilias. En 1849, Emilia Teurbe Tolón, prima y esposa del poeta y conspirador Miguel Teurbe Tolón, hace realidad, con sedas y puntadas, la primera bandera cubana, nacida de la imaginación creadora de Narciso López y de sus compañeros de aquellos momentos. La labor de Emilia Teurbe servirá de modelo a la bandera que confeccionarán otras manos, también cubanas, también femeninas, en Nueva Orleans, y que el general López hará tremolar por primera vez en tierra cubana. Y esa bandera, al alzarse en Cárdenas, en 1850, estremecerá de emoción patriótica el corazón de una jovencita de dieciocho años que, a hurtadillas, la contempla, entre fragor de balas, desde una ventana de su casa familiar: es Emilia Casanova. Al año siguiente, en este glorioso y fatídico 1851, asistía la joven a un banquete, en unión de sus familiares; invitada a brindar, mientras otros concurrentes alzaban la copa entre frívolas palabras de ocasión, Emilia Casanova, fijando los ojos en un coronel español, dijo con firmeza: “Brindo por la libertad del mundo, y lo que es más, por la independencia de Cuba[24]. No hay que decir que frase tan inesperada motivó la inmediata suspensión de la fiesta. El padre de Emilia salió con ella para los Estados Unidos; pero la intrépida joven, dando nuevas pruebas de su patriotismo y de su carácter resuelto, aprovechó su estancia allí para ponerse al habla con elementos revolucionarios cubanos en Nueva York, y al regresar a Cuba, era portadora de numerosos documentos y proclamas. Después de la ejecución de Narciso López, dedicó sus energías a recolectar fondos para ayudar a la evasión de prisioneros cubanos de Ceuta, logrando éxito en algunos casos. Así inició, en 1851, Emilia Casanova, la incansable labor revolucionaria que luego, junto a su esposo, el gran novelista Cirilo Villaverde, desarrollaría en los Estados Unidos a lo largo de la Guerra de los Diez Años.

Y si recordamos que después de estas dos, otra Emilia, la patriota Emilia de Córdova, habría de destacarse por su actuación revolucionaria en la emigración y en el período de la guerra de 1895, admiraremos la intuición poética de nuestro gran José María de Heredia al designar con ese nombre predestinado a su noble amiga, la joven Pepilla Arango, que tan generosamente lo librara, en 1823, de la furia española.

Alto ejemplo dieron las mujeres cubanas en el 51. Así como hemos hallado precedentes a su actuación en páginas más remotas de nuestra historia, también es innegable que ellas, con su entusiasmo, su dolor, su sacrificio, acrecentaron el caudal que luego habría de desbordarse impetuoso en 1868 y 1895. Dice una leyenda oriental que una vez que no lograban los artífices fundir el bronce para la mejor campana del más sagrado templo de un reino remoto, una doncella, pura y abnegada, se arrojó a la enorme caldera del metal en fusión; y se fundió el bronce, y se alzó en el templo la campana, y su sonido se extendía por leguas y leguas, más intenso y armonioso que otro ninguno. Así, en la campana que en La Demajagua llamó a libertad, entre “el frío de aquella madrugada sublime”, que dijera Martí, vibraba, de seguro, el patriótico fervor, húmedo de lágrimas, pero tenso y penetrante en su resolución heroica, de aquellas cubanas que bien merecen ser llamadas también “las mártires del 51”, porque a la patria dieron más que la vida misma, en la vida de sus seres queridos, en el martirio inacabable del corazón...

Peras 
Berthe Morisot, 1891

Tomado de Homenaje a los mártires de 1851. Cuadernos de historia habanera, dirigidos por Emilio Roig de Leuchsenring. 51. La Habana, Municipio de La Habana, Oficina del alcalde Sr. Nicolás Castellanos Rivero, 1951, pp.39-55.

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