No nos dirigimos á ninguno de los bandos que allá, como las fieras en el desierto, se buscan para despedazarse; no, allí reina la pasión, manda la ira, ejecuta el furor y el encono. No, áquel no es el campo a propósito, allí no hay tribunal competente, no hay más juez que el ciego azar de la suerte, o el brutal golpe fiel plomo o del filo de las espadas.
No: aquí, lejos del atronador vocerío da los combatientes y de los interesados en que se combata hasta el exterminio, lejos de los lazos de sangre, cuyos vapores embriagadores no nos alcanzan, aquí es en donde debe discutirse, formarse opinión, a fin de que el pueblo y el gobierno de España decida de la suerte de aquel pueblo, su hijo, como deciden de la suerte de los hijos los que, por su propio honor, saben penetrarse de los ineludibles deberes da los padres.
Allí están las peticiones y los cargos: ya los hemos indicado y desenvuelto: ¿Qué resulta de ese proceso?
Voluntarios al servicio del Ejército Español.
Resulta que a los cubanos de la generación actual no los hemos tratado como españoles, como nuestros hijos, como nuestros iguales, que no les hemos concedido derechos iguales a los nuestros, que no los hemos gobernado con instituciones semejantes o análogas, que no les hemos dado la debida participación en su gobierno y en la gerencia y administración de sus intereses, que no les hemos consultado y pedido su voto para la imposición de contribuciones, que no hemos aplicado las que les hemos exigido y cobrado en el aumento de sus intereses y satisfacción de sus necesidades, que nos han pedido y suplicado siempre de la manera que han podido (porque hasta este derecho les hemos negado), que les hiciéramos justicia, que no se la hemos hecho, sin embargo, de reconocer la de sus peticiones, que les hemos ofrecido siempre satisfacerlas, que han quedado siempre esas promesas incumplidas, bajo pretexto de estudios que nunca se han hecho, o que, si se han hecho, no han tenido resultado práctico ninguno, que nos hemos burlado de sus comisionados solemnemente convocados, imponiendo una contribución que se dijo falsamente pedida por ellos, como único resultado de sus informes, y relegando el resto al polvo de los archivos, no volviendo jamás a recordarlas, que ha estado regida siempre Cuba por el decreto de D. Fernando VII, en que se concede a aquellos capitanes generales facultades omnímodas como a los jefes de plazas sitiadas, con facultades de expatriar sin formación de causa a aquellos naturales que se hicieran sospechosos por su conducta pública o privada. Y, por último, que hemos arrebatado a aquellos particulares y sus corporaciones municipales hasta el derecho de representar a los reyes, ni aun por conducto de los capitanes generales. Esto es lo que allí hemos hecho.
Y si todo esto es cierto, cuando un pueblo tiene justos motivos de queja, y se le cierran todos los caminos legales para hacerlas oír y obtener la reparación debida, se abren los caminos extralegales, y todos los principios de derecho natural y universal de todas las naciones y los tiempos, autorizan a ese pueblo a levantarse y a repeler la fuerza con la fuerza. Y si los cubanos tenían el derecho de pedir y de exigir, el gobierno no lo tenía para negar y resistir, sino solo el deber de conceder y de hacer justicia.
Sin que obste la peregrina idea de que no se debe, por deshonroso, conceder lo que se pide con las armas en la mano, porque si esta disculpa fuera valedera, los gobiernos estarían siempre en aptitud legítima de negarse a hacer justicia a los pueblos, en paz por la voluntad; y en guerra por evitar la supuesta deshonra de un verdadero quijotismo.
Esto es simplemente absurdo: la deshonra no está en dar lo que se debe, sino en negarlo; no está en hacer justicia, sino en no hacerla. La justicia se debe siempre, en todo caso; cuando se pide y cuando se exige: cuando se exige, con mayor razón, porque se ha dado lugar a la exigencia justa.
Y suponiendo aceptable ese puntillo de un falso honor, dado que fuera necesario combatir, ¿se debe hacer la guerra de la manera que la hacemos en Cuba, y exige también el punto de honor que no pueda terminar sino por la asolación del país y el exterminio de uno de los contendientes? No: la guerra, en países civilizados, debe hacerse siempre con arreglo a los principios del derecho natural o de gentes, y después de combatir, satisfecho así lo que se llama honor militar, la paz es un deber, lejos de ser una deshonra.
Entre nosotros hay quienes sostienen lo contrario, y hasta ahora son los que han sido oídos. No solo hacemos allí una guerra salvaje, de exterminio, manchada con toda clase de crímenes, sino que llevamos la saña y el olvido de nosotros mismos hasta el extremo de insultar a nuestros enemigos llamándoles bandidos y cobardes. ¡Oh! Ya que descendemos tanto en la escala de nuestra respetabilidad, no hagamos poner en duda hasta nuestro proverbial valor.
La primera y esencial cualidad del valiente es reconocer y apreciar las del enemigo. Si los cubanos fueran cobardes, débiles, ineptos para la guerra, ¿qué seríamos nosotros, los que nos llamamos valientes, más fuertes, peritos en la ciencia bélica, inmensamente superiores en número, en armamento, en recursos, dueños del gobierno y de las poblaciones, fáciles de reponer nuestras pérdidas, superiores en todos los terrenos, y que, sin embargo, no hemos podido vencerlos?
Acostumbramos mirar con desdén a los americanos, y este vicio, hijo del rencor producido por pasados descalabros, nos ha costado muy caro, y nos ciega hasta el extremo de olvidar que las únicas páginas que quisiéramos borrar de nuestra historia, están en América; siempre, desde la conquista hasta ayer, en Méjico con Barradas, en el Pacífico y en Santo Domingo. Y nunca abrimos los ojos; abrámoslos, si no queremos exponernos a que todavía nos cueste más cara nuestra ceguedad inconcebible.
Alguno ha llegado hasta decir que la planta hombre no se da tan potente en América como en España. Podrá ser que haya alguna diferencia: pero no escudriñemos de qué parte está la ventaja: en lo físico, cuál es la figura más fina, el ademán más suelto, la fisonomía más viva y perspicaz: en lo moral, en cuanto al valor, nuestro ejército podrá decirlo aquí y allá; recordemos el resultado de todas las guerras que hemos tenido con ellos; y en cuanto a la inteligencia, que es el verdadero distintivo del hombre, nosotros mismos, con los extraños, no podemos dejar de concedérsela y aventaja, desde Feijoo y Humboldt, hasta Argüelles y Letona.
Los hispanoamericanos no han degenerado de la sangre y del nombre que llevan heredados, por más que lo nieguen y lo repelan. Mil pruebas nos han dado a nuestra costa. No les exijamos otras todavía, además de las que nos están dando. Niegan o no quieren llevar su nombre y su origen, pero lo llevan a su pesar. Y lo niegan, porque nosotros los forzamos; por la conducta que observamos con ellos; por ese insulto y desdén con que los tratamos.
Los desdeñamos, por venganza; aparentamos creer que valen menos, cuando ellos creen que valen más que nosotros, y esta injuria añadida a toda la serie de injusticias y de iniquidades de que los hemos hecho víctimas, han atesorado en sus pechos tantos raudales de odio, de repulsión y de despego, que quizá no se encuentre en la historia del mundo otro semejante ejemplo.
Cuando la última injustísima guerra del Pacífico, los peruanos lo expresaron gráficamente en los dos últimos versos de un soneto que decía:
Y si es verdad que tengo sangre goda,
Por no tenerla, la vertiera toda.
Y los cubanos anexionistas, de hoy, los que quieren la anexión de Cuba a los Estados Unidos, marchando por vía más segura, ¿sabéis por qué dicen algunos que quieren la anexión? Pues no es sino porque quieren perder, con la mezcla, su sangre, borrar su idioma, y desfigurar sus nombres, a fin de que no quede a la posteridad ninguna huella ni memoria de su origen, ni de lo que fueron y de lo que no quieren ser.
¡Oh! este odio de los hijos es la verdadera deshonra de los padres. ¿Cuánto no habremos hecho nosotros, los que debíamos habernos hecho amar, para de esa manera hacernos aborrecer? Pues no hemos hecho sino lo que estamos haciendo. Explotarlos y oprimirlos hasta hacerlos rebelar, después de rebelados, pretender exterminarlos, y antes, y después, y siempre maltratarlos, injuriarlos y desdeñarlos. No hay camino que conduzca con más seguridad al aborrecimiento.
Acabe, pues, ese tiempo, pongamos término a esa indigna conducta, portémonos como lo que somos. Esa conducta no es digna de un pueblo noble. Si ha sido la de los gobiernos pasados, no es lo que ha querido el gobierno de hoy. Esta conducta no es sino la que ha impuesto el partido vandálico de los intransigentes de Cuba.
Sabemos que el gobierno ha querido contrarrestarlo, y que hasta ahora han sido inútiles sus esfuerzos, pero también creemos saber que no se ha hecho todo lo que se ha podido y debido. Sabemos cuáles han sido sus esfuerzos: sabemos las gestiones que se han hecho últimamente para terminar pacíficamente aquella lucha fratricida, y sabemos que, a pesar de todo lo que ha pasado, seguramente se hubiera conseguido el objeto si se hubiera ofrecido todo lo que se debe, y si el forzado punto de honor no hubiera vuelto a interponerse, como se ha interpuesto siempre fatalmente en los desgraciados asuntos de Cuba.
La cuestión de esta Isla ha llegado a una situación en la que no es posible resolverla satisfactoriamente sin amplias concesiones, y sin que medien sólidas y seguras garantías, y esto ha parecido deshonroso para el gobierno, cuando lo verdaderamente deshonroso es no ofrecerlas antes de que se pidan, y mucho más negarlas cuando se piden, porque negarlas es manifestar o hacer temer que no hay intención de cumplir, y al buen pagador no deben dolerle prendas.
Es verdad que la exigencia de garantías significa desconfianza, pero desconfianza que no debe herir al contrayente, porque puede no ir dirigida a él sino a sus sucesores. Se puede y se debe exigir fianza a un deudor de quien se tenga confianza absoluta, si no se tiene la misma de sus sucesores, y en este caso se halla o puede hallarse, o puede suponerse al gobierno.
El gobierno puede haber dado, no diremos que ha dejado dar muestras de su buena voluntad, pero no ha ido hasta donde debía ir, y esa voluntad se halla cohibida, y es impotente contra los intransigentes de Cuba; y en segundo lugar, aunque el gobierno de hoy lograra sobreponerse y cumplir todos sus compromisos, no hay seguridad ninguna de que el gobierno de mañana continuará cumpliéndolas, y ya se sabe la pasmosa sucesión y veleidad de nuestros ministerios.
Esto es tan cierto que el mismo gobierno no ha podido dejar de reconocerlo. Ya hemos visto que, por conducto del general Dulce, se hicieron promesas de concesiones; últimamente, es ya indudable que se han hecho en Nueva York y en Washington por comisionado de nuestro gobierno: que fue un emisario a la insurrección, el cual, por esto, se halla preso y encausado, sin embargo, de haber ido bajo la salvaguardia oficial de nuestro delegado, hoy mismo se dice que continúan esas negociaciones, y esto, ¿qué significa? ¿Qué da a entender ese cambio de conducta del actual capitán general conde de Valmaseda? ¿Qué dice esa política de conciliación que ahora adopta, y que hemos aconsejado siempre?
Significa el reconocimiento de la injusticia de nuestra conducta negativa hasta la exageración, y de la justicia de las pretensiones de los cubanos. Significa que conocemos la impotencia de la fuerza, y la necesidad de concesiones justas. Y si lo conocemos, ¿por qué no obramos en consecuencia? ¿Por qué todo lo que se ha hecho ha sido estéril hasta ahora? Porque no hemos hecho todo lo qué debemos hacer, porque nos hemos limitado a ofrecimientos que están ya desacreditados.
Si la garantía extraña parece deshonrosa, ¿para qué la necesitamos? Pongamos la garantía en manos de todos aquellos habitantes, que es la más segura. Si hubiéramos planteado allí desde el principio de la insurrección un régimen autonómico conveniente que satisficiera a todos, la lucha hubiera terminado al nacer; hoy mismo, quizá, terminaría si se planteara, pero con toda la franqueza y lealtad que inspirara una confianza completa, más si nos limitamos a simples ofertas, que es lo que practicamos, preciso es que nos desengañemos: los cubanos no podrán jamás creer en nuestras ofertas, si no las ven cumplidas, o se les garantiza su cumplimiento. Si hay buena fe, hágase una cosa u otra. Si no, daremos razón para que se dude y se sospeche.
No hay pues exigencia indebida por una parte, ni desdoro en acceder por la otra. Y aunque hubiera algún resquicio de temor en este punto, ¿no serían bastantes para borrarlo, esos torrentes de sangre que se están derramando, y que de lo contrario continuarían derramándose, esas devastaciones que se están cometiendo, y esos incendios que los están iluminando? Venga pues la paz. Ya es tiempo. Sacrifíquense esos temores pueriles: restáñense las heridas; apáguense las llamas; sálvense los intereses que aún quedan, por medio de un acomodamiento noble y generoso, una vez que con mayor nobleza y generosidad se aceptaría por aquéllos de quienes menos podía esperarse.
Y si esto no se cree hacedero, si desdeñamos este medio que, aceptado por todos, tendríamos en nuestros manos, pendiente sólo de nuestra voluntad, si perdemos esta ocasión, téngase entendido, y no olvidemos que la continuación de la guerra es el escándalo del mundo, la ruina del país, la flaqueza de España, la exposición de los intereses peninsulares, el peligro de complicaciones con potencias extrañas que pueden sernos funestas, y por término de todo, o la vergüenza de una derrota, o un porvenir estéril después del triunfo que sólo sería una tregua: que la independencia o el abandono, sería el sacrificio de las vidas y de los intereses de aquellos peninsulares, y que no quedaría entonces otro recurso que la cesión de la Isla, que salvaría todos los intereses de allá, pero perdiéndose todo para España, y que se impondría fatal y necesariamente, como único medio de salvar los restos del naufragio, y como ineludible resultado de tantas torpezas, de tantos desaciertos y de tantas vacilaciones. ¿Sabremos o podremos elegir? Lo ignoramos. Pero creyéndonos con el deber de decir toda la verdad, hemos procurado llenarlo.
No pedimos sino justicia. Tal es el objeto de este escrito.
Un español cubano
La insurrección en un grabado de la época.
Tomado de Vindicación. Cuestión de Cuba (por Un español cubano). Madrid, Imprenta de Nicanor Pérez Zuloga, 1871.
Nota de El Camagüey: Sexta parte y final; es continuación de Vindicación. Cuestión de Cuba (V) disponible en http://bit.ly/3ZOuDMb