La noble matrona ha llegado a tiempo para presenciar el triunfo del hijo. Amalia Simoni de Agramonte, acompañada de la bella y espiritual Herminia, están (sic) otra vez entre sus hermanos que en ellas veneran al héroe legendario.
PATRIA, sabedora de que no hay infamia que llegue a empañar la historia límpida de la cubana modelo, le da la bienvenida cordialísima que ella merece. No porque se relacionase la visita casual de la viuda de Ignacio Agramonte a una quinta pública, de recreo, con la presencia al mismo tiempo de la infanta Eulalia, podíamos nosotros suponer que el orgullo legítimo; enhiesto durante cuatro lustros, se doblegase en un momento de volubilidad femenina, ni que el culpable olvido cubría ya el recuerdo imperecedero del primero de los cubanos. De una coincidencia desgraciada se dedujeron suposiciones infundadas. La viuda del camagüeyano inmortal no fue a la Quinta de los Molinos a rendir homenaje a la realeza, no llevó su hija pura y leal a baile oficial alguno para que los que ultrajaron el cadáver de su padre la requebrasen; no besaron la mano de una mujer que a lo más podrá igualarse a ellas, ni hubo saludos, ni fueron presentadas: dos cubanos y no dos uniformes estaban a su lado.