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El tipo de cow-boy que inunda la región, fábrica de mantequilla, queso, tasajo y embutidos (De Pensando en Agramonte)

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El tipo de cow-boy que inunda la región, fábrica de mantequilla, queso, tasajo y embutidos (De Pensando en Agramonte)

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Se me ocurrió hacer una serie de visitas a industrias de esos productos, para autenticar con mi paladar sus méritos efectivos. Mis amigos cicerones, Jorge Juárez Cano y Juan Acosta, quisieron llevarme a varias fábricas. Pero yo entendí que por de pronto podían ser suficientes dos: una de queso y mantequilla y otra de tasajo y embutidos. No había que ir lejos.

Iba yo pensando exclusivamente en esos productos, a los que la etiqueta que diga “hecho en Camagüey” da suficiente crédito para asegurar su venta. En este sentido Camagüey ha logrado título prestigioso en el mercado de la Isla, por sus quesos, mantequilla, manteca, pieles, tasajo. Cuando un tasajo es malo o rancia una mantequilla, nadie cree que sea de Puerto Príncipe. Camagüey es garantía para esas industrias. Pensé: según las estadísticas de 1937 la provincia preparó siete millones de libras de tasajo, con un valor de unos ochocientos mil pesos; hizo cerca de tres millones de libras de mantequilla con seiscientos cincuenta mil pesos de valor; y produjo dos millones y medio de libras de queso que valían doscientos cincuenta mil pesos. Existían en la provincia un millón quinientas mil cabezas de ganado. Y se vendieron carnes de res por valor de dos millones de pesos.

Nos detuvimos y miré en torno. Había un nutrido corrillo de vaqueros criollos. Parecían salidos de una película del Far West norteamericano. Junto a ellos algunos caballos enjaezados a estilo de Texas, sin faltar un detalle en la montura, los paños, los arneses, los lazos, los enormes estribos y adornos plateados que les daban aspecto de potros de circo. Estos calcos de cowboys tejanos, con sus pantalones estrechos, camisas de colorines y dibujos detonantes, pañuelo chillón al cuello, cinto ancho de piel, del que pendían pistolas y cuchillos y llaveros, con sombreros de fieltro como tiendas de campaña, botas de piel con dibujos repujados, tacón alto y espuelas que parecían ruedas de quitrín; eran fornidos y muy blancos de piel; pero lo singular, extravagante, es que hablaban en cubano, echando sonantes tacos y discutiendo sobre asuntos políticos locales. En el ambiente no son tipos extraños, forasteros, ni escasos; nada de eso: por todas partes abundan esos cowboys, cubanos de nacimiento. Y el campesino o vaquero que no está equipado así, tiene, por lo menos, botas, espuelas, sombrero de fieltro alón y cinto con pistola. Casi totalmente desaparecieron los antiguos peones de pantalón crudo, chamarrera, sombrero de yarey y zapatos de baqueta. Por cualquier encrucijada del campo aparece un criollo cow-boy. Pululan a pie y a caballo. Me parece que casi la mitad de la población usa botas, espuelas y sombreros tejanos. Los que visten ternos civiles van en peligro de ser laceados por estos vaqueros. Hasta los dueños de haciendas usan equipos personales y para sus monturas, pintorescos y elegantes, cuando las visitan. Esto permite comercio activo de artículos para tan exótico vestir de hombres y caballos.

Tinajas, tinajitas, tinajones, venta de queso y mantequilla por todas partes, arrias de mulitas en los barrios rurales, y la pletórica presencia de mixtificados vaqueros de opereta, dan a la ciudad y a la región sello inconfundible, distintivo, propio, que no ofrece ninguna otra población de Cuba.

Lo anterior estábalo yo viendo y discurriendo cuando llegamos a las puertas de la serie de edificios que forman la fábrica Guarina, de Bernabé Sánchez Culmel (Bebé). Mucho movimiento de empleados, automóviles y carros. Chirriar de máquinas y ruidos de pitos en dominante olor a leche. Desde el exterior se advierte, por el olfato y la vista, que chorrea el blanco lácteo líquido. Este tráfago en nada se parece a la primitiva forma de manipular la leche en sus múltiples derivados. Son amplios talleres de maquinarias con fuerza motriz eléctrica. Leche y mantequilla por todas partes: por el suelo, en los tanques, en diversos receptáculos, por cañerías y canales. A veces sometida a proceso frío que forma témpanos en el exterior de los tubos, y otras a calor insoportable. La leche se agita en tanques que parecen piscinas. Las descremadoras funcionan vivamente. Se bate el producto en tamboras gigantescas y se forman quintales de mantequilla pastosa, pura, sin mezcla alguna, que a poco queda hormada, pesada y lista para la venta. Frío, calor, filtros, purifican la leche. Nada se desperdicia; porque sacada la mantequilla o la crema para los quesitos y los demás derivados, el resto, algo así como en los ingenios el bagazo, el líquido despojado de sus vitales alimentos, por un proceso de calor queda reducido a polvo que emplea la industria. Teótimo Rodríguez, José Caselas y demás empleados se muestran tan sedosos como su rica mantequilla. Aquí se sentirían a sus anchas los lactívoros, quesívoros y mantequívoros. Porque, además de estos productos, Guarina fabrica quesos de diversos tipos y de crema, patagrás y Gruyère, que almacenan en sitios donde hay centenares de miles en vías de curación. A poco de andar por aquella fábrica, sufriendo cambios frecuentes y violentos de temperatura, con los pies mojados en leche, saturado el olfato y hasta el tacto del espíritu de la industria, el apetito se abre. La psicología de estos empleados es tan certera y previsora que para esa hora tienen preparada una mesa en la que el visitante disfruta de queso, mantequilla y leche y cidra a sus anchas, hasta hartarse, ofreciendo, finalmente, obsequios de tinajoncitos llenos de mantequilla. Tan productivo es el negocio que el acaudalado dueño acertadamente abandonó el escaño de la Cámara de Representantes a que lo había elevado el voto de su pueblo, y volvió a refugiarse en su amada provincia a continuar dedicado a los problemas pecuarios y de esta industria. Los productos tienen crédito y expansión nacional, habiendo podido observar que muy conocidas marcas de otros propietarios secretamente llenan sus fines con productos exclusivos de Guarina.


Y metido de lleno en estos asuntos de carácter ganadero, nos corrimos hasta la salida de la población, por junto al río Tínima, al fondo de la antigua quinta Simoni, siguiendo desde la calle General Gómez y tomando una carretera particular hasta la fábrica y matanza Camagüey Industrial. Íbamos los mismos que estuvimos en Guarina. El primer vaho no es perfumado, sino olor acre a ganado, sangre, carne fresca, carne salada, chorizos, grasa. Nos reciben perros malencarados y gruñones. Pero pronto nos atiende el rollizo y amable asturiano Ambrosio González, administrador y técnico en estos asuntos. Maquinarias, cámaras polares y mucha agua corriente, fría y caliente. Por carrileras especiales entran tres o cuatro mil cerdos vivos y terminan distribuidos en secciones especiales; y del mismo modo, no menos de mil seiscientas reses al mes y un centenar más para carne de refrigeración. Jamones por millares. Las carnes de puerco y de vaca entran en trituradoras y por el otro extremo salen kilómetros de chorizos, longanizas y variados embutidos. Carne y más carne por todas partes. En una nevera a cero grado penden millares de cerdos beneficiados y trabajan los obreros. Montañas de cerdos en largas pencas abiertas, preparándose para tocino. En las latas, que allí mismo se fabrican y pintan, se hacen las conservas de chorizos y las pequeñas salchichas de tipo norteamericano que se han popularizado en este país. Quintales de pimentón. Manteca pura, sin mezcla alguna. Y en tanques enormes hay toneladas de pencas de carne salada que van ocupando camadas, entre salmuera, durante períodos marcados. En los secaderos hay una sabana de carne que se va curando con el aire y el sol. Y en almacenes caloríficos, mejorando la cura, toneladas de tasajo en condiciones de venta. El mecanismo, en las primeras operaciones de sacrificio y limpieza, es sencillo. El aseo, limpieza y disciplina, son ejemplares. Por desviaderos especiales el ferrocarril trae hasta los corrales el ganado que vacía el campo, así como los cochinos, cabras, corderos. Este ganado es seleccionado. Las inversiones de la industria son cuantiosas. Para garantizar el éxito hace falta pericia en esta primera etapa de elaboración, y quizá mayor aun en la venta y distribución. Al igual que otras fábricas camagüeyanas, tiene ésta asegurada salida inmediata de sus productos hacia otras subfábricas en el resto de la República, hasta de La Habana, que a pesar de ser ricas y acreditadas, tienen cuota fija de todos los productos. La manteca, los jamones, chorizos y salchichas tienen venta adelantada. Nada se desperdicia: ni tarros, ni pezuñas, ni tripas, ni la sangre ni las pieles. Los animales son aprovechados desde el hocico hasta el rabo, sin faltar los huesos, las vísceras y hasta las heces fecales depositadas en los intestinos.

Aquí los frutíveros y vegetarianos se rendirían golosos ante los solomillos y los rojizos chorizos que saben a gloria, casi tan ricos como los de España, porque el técnico González ha puesto en su trabajo apasionamiento. Así como el célebre médico argentino, Pedro Escudero, dedicó capítulos interesantes de su obra Alimentación a probar la conveniencia de ingerir alimentos de origen animal, elogiando el poder de la grasa y agregando que prohibir carne a los enfermos es ignorar sus maravillosas propiedades; aquí se cobra mayor simpatía a tan original y sabio profesor. Por mi parte y la de todos los visitantes, la reacción favorable fue inmediata. Yo hubiese querido comerme inmediatamente una penca de tocino frito y una ristra de chorizo de cinco varas, unas docenas de laticas de salchichas y unos cuantos jamones, contentivas de millones de calorías. ¡Qué tentador estaba el tasajo de pecho curado! Ante tanta carne, pensé en el contento y beneficio que hubiese producido a los insurrectos cubanos un asalto y saqueo a esta fábrica. Y si los mambises famélicos pudieron ejecutar asombrosas marchas, combates y macheteos, fácil es juzgar el vigor de un cuerpo a cuerpo teniendo dentro del estómago unos chorizos de Camagüey Industrial y un queso Gruyère de Guarina.

Tomado de Gerardo Castellanos: Pensando en Agramonte. Habana-Camagüey. La Habana, Ucar, García y Cía. 1939, pp.208-211.

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