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En algún sitio de la primavera

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En algún sitio de la primavera

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Yo te doy a la vida entera del poema.
Emilio Ballagas

    I

    Te lo dije.
    Siempre te lo decía,
    porque no fue cosa de una vez.
    Ten cuidado, no jures
    que me amarás hasta la muerte,
    mira que el morir es cosa seria, y si te quedas viva
    ¡qué risa la que va a darnos a los dos lo que debiera ser un gran dolor!

    Así fue.
    Ahora me río hasta las lágrimas.
    Fíjate bien. He dicho lágrimas.


    II

    No creas que no lo supe
    con tiempo. Vi gaviotas,
    hierbas sobre las aguas,
    luces lejanas en las noches.
    Sentí el terral
    acariciándome las sienes.
    ¡Tierra, por aquí hay tierra!
    –Me decía. Era tierra, ahí estaba,
    aquí está. Me esperabas,
    seria, serena, muda.

    Nada dijiste, pero yo te oí.
    Te oigo, aun cuando nada dices.
    ¿Qué me dirás que yo no sepa?
    Dale a la rueda, dale,
    suene la vieja canción.

    El tiempo pasa pasando,
                     sí señor,
    pasando y no vuelve más,
                    cómo no.
    Y yo que pensaba, el pobre,
                    sí, señor,
    que el tiempo no iba a pasar,
                    cómo no,
    que el tiempo no iba a pasar...


    III

    Yo estaba solo. Pero no creí
    que iba a estar más solo todavía.
    ¿Más solo que estar solo?
    Pues sí. Más solo.


    IV

    ¿Y ahora qué hacer?
    Nada. ¿Qué vas a hacer?
    Repásate el manojo
    de viejas cartas. Al viento
    las viejas, secas rosas.
    Recuerda lo mejor.
    Calma.
    El golpe ha sido duro, pero mira...
    ¿Qué?
    No, no. Te iba a decir algo,
    pero no.


    V

    Aquí empieza la noche.
    Cuando ya no me veas,
    me sentirás. Ardiente pluma
    rozándote la nuca
    te indicará que yo estoy cerca.
    Reza por mí y acuérdate
    de que los cuerpos parten
    pero las sombras quedan.
    No te asustes.


    VI

    Me enterrarás, amiga, en algún sitio
    silencioso, con árboles.
    En el mármol pondrás mi nombre solo,
    sin paz y sin descanse.
    ¿Qué paz voy a tener,
    ni qué descanso,
    si todo el mundo sabe que he muerto de repente, todavía
    con la copa en los labios,
    tu sonrisa en mis ojos, y tu voz
    llamándome?

    Para morir, amiga, siempre hay que prepararse.
    Si no, son esos seres,
    esos espíritus
    que piensan que están vivos, todavía
    (¡qué pesados se ponen!)
    y hablan, como hago yo, a quien ya no los oye.


    VII

    A veces,
    cuando encuentro al azar alguna fecha,
    me digo: Todavía
    yo no la conocía.
    O también:
    Tres años hacía ya que ella era mía.
    O quizás:
    Un día como este día partió sin decir nada para siempre jamás.


    VIII

    Tal vez sepas muy bien,
    o tal vez no lo sepas,
    de qué manera me gustaba
    verte en las tardes, cuando ya te ibas,
    ordenar tus papeles,
    cerrar tu maquinita,
    guardar los afilados lápices,
    y luego todavía (las seis en el reloj de la oficina)
    preparar con recortes de revistas,
    flores, fotografías
    y unas letrazas de pasquín
    el mural de tu escuela
    nocturna, compañera.
    (Sonriente miliciana,
    cumplida ya su guardia volviendo en la mañana.)

    Con qué tenaz tristeza,
    sutil como una aguja
    me penetra el recuerdo
    de cuando era
    nuestro tranquilo amor un lirio fresco,
    un lirio blanco de la primavera.
    Un amor,
    como Rubén Darío hubiera dicho,
    de te adoro, de ¡ay! y de suspiro.

    Lentos anocheceres
    de las primeras tardes, en la Habana Vieja;
    la catedral
    y aquel pequeño restorán
    donde un amigo
    nos encontró mano en la mano
    y pasó sin decirnos
    nada que nos hiciera
    sospechar que él sabía
    o imaginaba al menos.

    Era un modo de ausencias y presencias
    flotando en una niebla
    transparente, en un sueño
    dulce, de cuatro años.
    cuatro años no son ninguna broma.
    Son meses, días, horas...
    ¡cuántos besos por hora en cuatro años!
    Ay, pero de pronto
    (no sé, nadie lo sabe todavía)
    con ruidos sordos, con motores
    de aviación, con sirenas,
    aullidos, máquinas,
    como se ve en el cine
    cuando hay películas de bombardeos,
    tembló, trepidó todo. Luego
    un gran silencio fijo.
    Un gran silencio, así ha ocurrido.
    Un gran silencio, compañera.
    ¡Qué silencio!

   
    IX

    ¿Has muerto tú o he muerto yo?
    Di que morimos los dos.
    Ay, yo diré más,
    diré
    que sólo tú renacerás.

    X

    No es posible
    asimilar de pronto una catástrofe.
    Sentir los golpes
    y sonreír a cada uno de ellos.
    ¿Acaso soy de qué,
    de trapo,
    digamos trapo por ejemplo,
    para que no me duela un martillazo
    en el cráneo, un cuchillo en el hígado,
    el epiplón de par en par abierto
    de una puñalada?
    Esto es serio.
    Siento
    que se me va la sangre.
    No sé por dónde, pero se me va.
    Me apago poco a poco.
    No me queda
    más que un nombre encendido.
    El mismo que usted piensa,
    el que usted sabe.

    Nunca he muerto
    (es la primera vez)
    pero supongo que así debe de ser.

    XI

    La forma de la muerte no es una calavera.
    Es tu ausencia
    como una llanura calcinada.
    Una llanura a sol y fuego por el día,
    reverberante y sin un árbol.
    Una llanura
    damasquinada por la Luna,
    una extensión metálica
    en la frialdad nocturna.

    Si grito, no me oyen.
    Si llamo, nadie viene.
    ¿En qué planeta estoy viviendo?
    ¡Ah Dios, si lo supiera!
    Estoy muerto,
    tendido al sol y al cielo,
    un cadáver sin ojos,
    picoteado de pájaros.

    ¿Me oyes, me estás oyendo?
    Ayer no más, el mismo,
    el tuyo para siempre.

    Silencio.
    Ni aun el viento.


    XII

    De todos tus amigos, aun aquellos
    que pedían en vano
    a tu violenta y sacra lejanía
    una sonrisa,
    a tu condescendencia problemática
    el permiso
    de una mirada,
    a tu tranquila voz la respuesta a un saludo:
    de todos
    yo soy el único exiliado
    sin voz ni voto en la asamblea que presides.
    Yo, que tuve tus labios en los míos,
    de cuántos trucos, redes,
    confidentes
    he de valerme cada día
    para alcanzar apenas
    un mínimo fragmento, una partícula,
    un chispazo tal vez,
    o nada, que es lo más probable,
    de tu persona cotidiana.

    Secreto a siete llaves.
    ¡Qué situación!
    Por favor, nadie lo diga
    si no quiere humillarme.
    No lo repita nadie.


    XIII

Le temps est medecin d’heureuse expériencie;
 son remede est tardif, mais il est bien certain.

Malherbe

   Has de saber que esto te pasará.
   El tiempo es un médico sabio.
   Tarda en curar, mas cura para siempre.

   Muy bien, Malherbe,
   muy bien, mi viejo amigo,
   ¿y mientras tanto?


   XIV

   No es fácil ¿quién lo dijo?
   cortar de un golpe el férreo cable
   con que está el barco unido al muelle.
   Las olas son las olas y no pueden.
   El viento, menos.
   (Lo han confesado muchas veces.)
   Por eso no te creo
   cuando me dices que tu fuerza es tanta
   como para meter en una cápsula
   serpientes y palomas,
   el viento oscuro del deseo,
   los resplandores de los celos,
   la duda, el grito, los gemidos,
   el acezar eléctrico de los finales espasmódicos,
   y la ternura gratuita,
   rosada y desenvuelta
   como una serpentina silenciosa;
   todo el placer y todos los remordimientos.
   Todo lo nuestro, te diré.
   ¿Eso es posible? ¿Y lo que viene?

    A ver, dime si puedes,
    como me pasa a mí, quedarte seria y triste
    durante cuatro siglos; o pensar que has muerto.
    Sentirte ya vacía de ti misma.
    Saber que si te falto te faltarás también.
    Dime si en la alta noche
    despiertas con un susto en el estómago
    como ocurre en las vísperas de examen.
    Dime si es que me sientes marchar,
    sombra de tu persona,
    pegado a tu esqueleto.
    Dime si necesitas
    ver con mis ojos, hablar con mis palabras,
    y no querer, y no querer, rebelde y arrastrada
    por una fuerza tensa, seca, ciega,
    por una fuerza simple,
    una gran fuerza.

    Qué me vas a decir, carajo, si eso
    no hay quien lo aguante ni lo sufra.
    Claro, cuando has querido.
    Hay que poner las cosas en su sitio.


     XV

Como yo te he querido, desengáñate, así no te querrán.
Bécquer


    Aquí se acaba este poema.
    Es tuyo, aunque no puedas destruirlo.
    Una suspensa bruma melancólica
    flotando en mis abismos
    fija tu rostro, lo organiza,
    me ofrece tu mirada, tu peculiar
    sonrisa y la expresión
    como de un cándido reproche,
    como de una callada reprimenda por
    algo que no te agrada totalmente.
    Recuerdo frases, situaciones, vísperas,
    el lejano comienzo, esta ruptura,
    todo lo tuyo fino y tierno que hay en mí,
    que te agradezco, y no con unas gracias
    cortesanas, sino de las que no se dicen
    porque están en lo hondo de uno mismo
    aunque jamás se sabe exactamente dónde.

    Bécquer, cuya tristeza me acompaña,
    en cuya voz la vida pasa
    con sus morados velos fúnebres,
    me da en este momento la nostalgia,
    el sostén necesario,
    la suave luz para decirte
    lo que yo te he querido
    y lo que no te querrán. Pregúntale,
    y que lo diga él.

    No sé si despedirme, ni qué haré
    cuando ya no te vea. De qué modo
    voy a morir. En qué tugurio,
    en qué mazmorra, en qué mendigo, en qué
    paloma, en qué arrecife o cementerio,
    junto a qué río, en qué miseria o cruz.

    Ay, ojalá sea
    en algún sitio de la primavera
    húmedo al beso de la luna nueva,
    donde tiemblen campánulas sonando
    en saludo a tu fúlgido regreso,
    y vengas tú
    con lentas flores de naranjo
    por entre aplausos y corales.

    Pero vuelvo a decirlo,
    no sé si esto será inocencia y fiel candor,
    si no será tal vez pedir más de la cuenta.

    De veras que no sé.


(1966)


Tomado de Nicolás Guillén: Obra poética. Compilación, prólogo, cronología y notas de Ángel Augier. La Habana, Ed. Letras Cubanas, 2002, t.II., pp.401-416.

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