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Crónica de uno que perdió el estímulo, días antes de descubrir nuestro archipiélago, contada por un principeño

Crónica de uno que perdió el estímulo, días antes de descubrir nuestro archipiélago, contada por un principeño

La Luna, en cuarto creciente, se acercaba al horizonte occidental y le daba tonos fantasmales, mientras la Pinta se deslizaba a la vanguardia, seguida por la Niña, y la Santa María, que era más pesada por ser una nao, quedaba como tercera. Los vigías escudriñaban en medio de la oscuridad, que iba incrementándose al aproximarse la puesta lunar. El almirante había prometido un jubón de terciopelo y una renta vitalicia de 10 mil maravedíes a quien primero divisara tierra. Desde el jueves 6 de septiembre, durante un mes y cinco días, habían enfrentado la inmensidad oceánica.

El grumete de guardia estaba en condición de medir el tiempo con más precisión. Como la Luna, en cuarto creciente, se pone a las doce de la noche, en ese momento invirtió el reloj de arena y cada media hora tuvo que repetir la acción, al vaciarse el recipiente. Ya lo había hecho cuatro veces, eran las dos de la madrugada cuando se escuchó la voz de Rodrigo Bermejo que gritaba desde el nido del vigía en el trinquete, o mástil de proa: ¡Tierra! ¡Tierra!

No resolvemos mucho si decimos que en esa época 34 maravedís equivalían a un real de plata, y 544 a un escudo de oro, pero las cosas van tomando su nivel si analizamos que un buen piloto, capaz de jugarse el pellejo a bordo de aquellas minúsculas embarcaciones y atravesar con ellas el Atlántico, ganaba 2 mil maravedís al mes, y un infeliz grumete, en ese mismo tiempo, 666, es decir, la tercera parte.

Solamente se usaba el maravedí como referencia, a la hora de sacar cuentas, ya no se utilizaba como moneda verdadera, pero lo anterior demuestra que 10 mil era el sueldo de cinco meses de un piloto y, por lo tanto, nada desdeñable.

A Rodrigo algunos lo apellidaban de Triana por el barrio sevillano del que era originario, donde la forma en que se combinaron unos cuantos hechos muy bien pudiera haber sido interpretada como una legítima salación gitana. Ocurrió que horas antes, cerca de las diez de la noche del 11 de octubre, Don Cristóbal se paseaba por el castillo de popa de la Santa María, es decir, en la parte posterior de la nave que iba última de todas, y desde allí le pareció ver una luz hacia el horizonte. Llamó a Pero Gutiérrez, quien también afirmó verla. Tengamos presente que Pero era repostero real, y no vaya a pensar que eso signifique que era quien le preparaba los dulces a sus católicas altezas, su responsabilidad consistía en poner el estrado o plataforma para que uno de ellos se encaramara y quedara más alto que el resto de los mortales, y recogerlo cuando ya dejaba de ser utilizado, oficio generalmente designado como canchanchán en nuestros días.

Fue convocado Rodrigo Sánchez de Segovia, veedor real, es decir, quien debía dar cuenta de cuanto veía y estaba relacionado con los intereses reales, oficio que tiene nombre algo peor, pero que pudiera tal vez atenuarse. El veedor vio lo que describió como una candelilla que subía y bajaba. También divisó la lucecita Pedro Salcedo, paje de Don Cristóbal, en otras palabras, un joven a su inmediato servicio, y si lo prefiere, un aprendiz de guataca. Cuentan que hubo también un marinero que le mencionó a Salcedo algo acerca de la posible lucecita, pero Salcedo le cortó el embullo diciéndole que ya eso lo había visto muchísima gente y no era noticia.

Si tenemos presente que desde las diez de la noche hasta las dos y media de la madrugada las naves recorrieron una distancia que puede ser estimada como del orden de las 35 millas, lo que hubiera hecho imposible divisar incluso un reflector poderoso de los que ahora disponemos, lo visto por el Almirante debe relacionarse más con las ganas que tenía de ver algo, que con la realidad, mientras que los entusiastas lamebotas cercanos cumplieron cabalmente su papel ancestral de confirmar lo visto por el jefe. El marinero, cuyo nombre se desconoce, desde luego, sería el testigo más confiable, pero no puede olvidarse el hecho de que todos estaban muy esperanzados luego de recoger ese día once una caña, un pedazo de palo labrado a mano y otros testimonios de la proximidad de la tierra. Es muy curioso, y debe resaltarse, que todos los que afirmaron haber visto la tenue luz iban a bordo de la Santa María, que navegaba a retaguardia. Está científicamente probado, nada vieron. Sin embargo, cuatro horas mas tarde se divisó no una ilusoria candelilla, sino el perfil de una linda isla.

Martín Alonso Pinzón, el capitán de la Pinta, puso su nave al pairo y ordenó un disparo de bombarda para alertar a las otras dos: habían llegado por fin.

Las cosas siguieron complicándose. Don Cristóbal le dio las gracias a Martín Alonso y reconoció deberle un regalo para Navidad, nada se dice del pobre Rodrigo.

Pasó el tiempo. Ni Don Cristóbal ni Sus Católicas Majestades iban a rascarse el bolsillo para pagar los diez mil maravedís prometidos, y alguien solucionó el problema poniéndole un impuesto a los carniceros de Córdoba, quienes a su vez recortaron media onza por aquí, una onza y cuarto por allá, y lograron que sus clientes fueran quienes pagaran el famoso impuesto, y la renta que le dio origen, lo que confirma una vez más que es el pueblo quien tarde, o temprano, acaba por pagar las cuentas pendientes.

Veinticinco años antes, don Cristóbal, que entonces todavía no era Don, conoció, en casa de unos parientes, a una linda cordobesa llamada Beatriz Enríquez Arana. Ella tenía veinte años, él era viudo, y un año más tarde nacería Hernando Colón como testimonio de lo bien que se llevaban. Aunque no se casaron, Beatriz se hizo cargo de Diego, el hijo que ya existía y era un adolescente.

Todo indica que Don Cristóbal se adjudicó el derecho a la renta de los diez mil maravedís. Después de todo el que manda, manda, y nadie le pudo discutir que fue el primero en ver un testimonio de tierra, la lucecita. Hasta tenía tres testigos formidables, ya que uno de ellos era nada menos que el veedor real. Pero fue Beatriz quien los cobró sistemáticamente hasta su muerte.

Ojalá que Rodrigo haya al menos disfrutado de hacer el cuento, entre copas y palmadas, en Sevilla, de cómo vio aparecer un Nuevo Mundo como una colina recortándose sobre el oscuro horizonte, dos horas después de ponerse la Luna, desde el mástil de proa de la Pinta. Nada sé del destino del jubón de terciopelo.

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