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Una capital desconocida

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Una capital desconocida

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Bainoa es hoy un simpático pueblito con estación de ferrocarril y muchísimo frío, casi a mitad de distancia entre las ciudades de La Habana y Matanzas, y a unos quince kilómetros de Santa Cruz del Norte, punto más cercano en la costa. Así se llama desde antes de que Colón trepara al puente de la Santa María, y todavía a mediados del siglo XVI comían ajiaco por allí unos cuantos ciboneyes. Hay quienes opinan que debe escribirse “siboneyes”, otros prefieren la c, pero como los que inventaron, dieron lustre y enseñaron a usar la palabra eran perfectamente analfabetos, parece difícil solucionar la cuestión y, hasta nuevo aviso, uso la c como quienes escribieron Historia de la nación cubana, obra en diez tomos publicada cuando nuestra república cumplió los 50 años. En ese pintoresco lugar ocurrió algo muy curioso, y es que, durante varios días, albergó a un gobernador de Cuba, su familia y sus escasas huestes, convirtiéndose de hecho en nuestra capital, y ganándose el derecho de tratar de tú a Baracoa, Santiago de Cuba y La Habana, sus ilustres predecesoras. Así como usted la ve, diría Ñico Saquito, tiene antigüedad e historia como para regalar.

Parasitaba a Cuba, en nombre del rey español, el licenciado Don Gonzalo Pérez de Angulo, gobernador de la isla con residencia en La Habana desde que el 14 de febrero de 1553 la Real Audiencia de Santo Domingo le ordenara abandonar Santiago de Cuba y mudarse para allá con cutaras y todo. El 10 de julio de 1555, al amanecer, un gran velero pasó frente a la boca de la bahía hacia la desembocadura del río que hoy llamamos Almendares. Era Jaques de Sores, corsario francés que con sus hombres desembarcó cerca de donde ahora vemos el fuerte de La Chorrera, atravesó el bosque que luego sería “Vedado” y le amargó el desayuno a los defensores de una primitiva fortaleza habanera construida con troncos de árboles, no porque el cemento Portland estuviera tan caro como ahora, sino porque no se había inventado. Allí Juan de Lobera, alcaide al mando, con unos cuantos vecinos de pantalones bien puestos, devolvió a Sores cuanto gaznatón y estocada pudo.

¿Y el Gobernador?

Bien, gracias. De pronto recordó que había prometido visitar el cercano pueblo indio de Guanabacoa, y allá fue a dar junto con su familia y algunos otros que decidieron no ponerse a discutir con el francés a esa hora.

Por fin venció el corsario, pero otorgando honrosas condiciones a los bravos defensores, y cuando ya avanzaban las negociaciones se apareció Pérez de Angulo con algunos españoles y cientos de indios, esclavos y libertos. Tenía la intención de sorprender a los filibusteros, quienes, desde luego, no estaban haciéndose los rolos ni cortándose las uñas y los pusieron en fuga con algunos descorteses cañonazos.

Indignado por el taimado ataque, Jaques de Sores suspendió las negociaciones, arrasó la villa, mató a todo el que le cayó a mano, quemó aquí, tiznó allá ...

¿Y el Gobernador?

Opinaba que una cosa es sorprender y otra, muy distinta, combatir. Aunque el trillo le quedó un poco estrecho, se desmelenó en sentido contrario al lugar donde estaban los franceses y cuando vino a darse cuenta estaba en Bainoa, lejos de La Habana y de la costa; lejos, sobre todo, del sable de abordaje con que el francés juró rebanarle la cabeza a ver si escarmentaba.

Dicen algunos historiadores, pero no lo escriben, que todo esto influyó para que, en lo adelante, los reyes de España no enviaran hombres de letras, sino militares, para el mando supremo por estos lares, con lo que se garantizó que todo aquel que se viera en condiciones tan amenazadoras como las antes vistas, corriera igualito, pero de completo uniforme. No comprendí la ventaja que esto representaba para las autoridades ibéricas hasta que un amigo, con amplios conocimientos al respecto, me informó que desde hace muchos siglos, los jefes militares dejaron muy claro que si eran vistos huyendo del enemigo con gran entusiasmo, no lo hacían por miedo, sino para ocupar ágilmente mejores posiciones defensivas.


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