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Elogio del Dr. Esteban Borrero Echeverría

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Elogio del Dr. Esteban Borrero Echeverría

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Señor rector, señoras y señores:

El piadoso deber que aquí nos congrega esta tarde pesa con tal fuerza sobre mi ánimo que sólo él me hubiera decidido a vencer las innumerables vacilaciones que me han asaltado antes de concurrir con vosotros a rendir este tributo merecido a una memoria para todos tan cara, tan especialmente cara para mí.

Nacían mis vacilaciones precisamente de este grande afecto tan arraigado en mi espíritu, porque inspirando él, como ha de inspirar en primer término mis palabras, temía yo que pareciese parcial mi testimonio. Pero han sido tantos los testigos de esa vida ejemplar, que bien puedo yo con alguna confianza descansar antes en la fidelidad de su memoria que en el peso y valor de mis palabras.

Vosotros sabéis cuál es el triste motivo de esta reunión: sabéis que no ha todavía un año perdió la Universidad; perdió Cuba uno de sus hijos más insignes, este claustro uno de los miembros que más lo honraban; y siguiendo una noble costumbre, no ha querido la Universidad de la Habana dejar enfriar sus cenizas y ha pedido a vuestro recuerdo este testimonio de afecto y me ha encargado de la ardua tarea —ardua por las circunstancias especiales en que me encuentro— de bosquejar siquiera una vida tan ennoblecida por el trabajo, tan llena de toda suerte de merecimientos.

Considerar una vida humana casi a los bordes de la tumba, que la ha devorado, es siempre para el que se sienta unido por un vínculo de humanidad con sus semejantes empresa difícil: considerar una vida humana en momentos tan oscuros como éstos para la sociedad de que formó parte y que engrandeció, es aún más difícil.

Pero yo necesito sobreponerme al sentimiento que me embarga. Os pido para él benevolencia. Hubiera deseado que mayor serenidad acompañase mis palabras.

He dicho que son bien oscuros los momentos en que me toca hacer este que el lenguaje oficial llama elogio, que será muy pálido bosquejo de insignes merecimientos; pero también esta consideración ha debido forzarme, porque más que en ninguna otra hora de nuestra vida colectiva nos importa hoy fijar los ojos en aquellos de entre nosotros que han podido demostrar que, a pesar de toda la adversidad de las circunstancias en que se debatieron, han logrado en el seno de nuestra sociedad conturbada realizar plenamente el ideal de una vida humana: y no menos que esto realizó nuestro ilustre compañero, porque en él se reunieron en extraordinario consorcio las dotes de la inteligencia, las prendas del corazón y el sereno impulso de la voluntad.

Necesario es que yo os relate someramente, si no su vida, las luchas que constituyeron el tejido de su vida para que vosotros convengáis conmigo en que no he exagerado nada al discernirle éste que es el mayor timbre a que pueda aspirar un hombre: el de realizar por completo una vida humana, el de intentar la ascensión de las más altas cimas de la humanidad para enseñanza y ejemplo de los que lo contemplan y de los que después recuerdan amorosos su memoria.


Nació el Dr. Borrero en un momento crítico de la historia de nuestra patria, al mediar el pasado siglo, en una ciudad interior de nuestra isla, donde aún parecía vivir el espíritu de las edades pasadas, aunque en el fondo ya se agitaba ciertamente aquella sociedad puesto el oído a los rumores de los nuevos tiempos y caldeada ya la mente de algunos de sus hijos por el calor de las nuevas ideas.

Desde su primera edad hubo de estar envuelto en las conmociones públicas que fueron señalando unos tras otros los años tremendos de la última mitad del pasado siglo en nuestra patria. Niño era todavía, cuando ya se encontró privado del calor paternal, no por la muerte de su padre, sino porque las convulsiones públicas de nuestro país habían obligado a éste a alejarse de la tierra natal.

Y desde entonces se le reveló, al afrontarse con la vida, en toda su austeridad y en toda su grandeza, el deber, y a él se abrazó, y fue el lábaro que le guio constantemente y con él se ha despeñado en la tumba; porque desde tan temprano y cuando otros sienten en torno suyo los halagos risueños de la niñez, él tuvo que aplicar sus nacientes energías a llenar el hueco que dejaba en su hogar la ausencia del padre. Desde muy temprano lo vemos auxiliando a su madre, que se dedicaba a las labores de una escuela particular; tierno profesor cuando otros están todavía buscando quien los doctrine y dirija. Y al mismo tiempo que esta labor prematura lo ponía así frente a frente con las más arduas luchas de la vida, su inquieta curiosidad, su amor a la naturaleza, las primeras vislumbres de aquella inteligencia dispuesta a inflamarse con todo lo grande y lo bello, se hacían ya sentir y bullían en su alma.

En las horas y los días de descanso se dedicaba el niño a paseos por las cercanías de la ciudad natal para vivir de cerca en la unión con la naturaleza, para empezar a sorprender con ojos inexpertos sus tentadores secretos. Y así se fue formando esa alma de naturalista que le acompañó constantemente y que le hizo interesarse por todo lo que le rodeaba, por lo inanimado y lo animado, por lo deforme y por lo bello, por la vida en toda su plenitud.

Observaba y estudiaba sin darse cuenta de ello, y al mismo tiempo leía con afán indecible, leía sin quien lo guiase, al acaso, las páginas que podía sorprender; y nada hay más interesante que recordar cuáles fueron los primeros libros que abrieron a la comunicación con las ideas inteligencia tan viva y luminosa.

En aquella antigua ciudad, perdida al parecer en el corazón de nuestra Isla, ha habido siempre, hasta donde nuestra memoria se remonta, individuos que cultivaron con amor el estudio y se dedicaron a importar, a pesar de todas las trabas del régimen político bajo el cual vivían, libros que eran comunicados como tesoros y que de mano en mano circulaban. Así desde edad temprana pudo este niño investigador iniciarse en las más altas disciplinas y hacer su manual predilecto de libros tan áridos como la Lógica de Condillac. Solazábase al mismo tiempo con la lectura de obras de imaginación y empezó a ser para él, como el breviario que constantemente repasaba, el libro inmortal de que nos habló aquí mismo hace tan poco tiempo con palabra elocuente: el Quijote.

Así y desde temprano por la contemplación directa de la naturaleza y por la lectura de obras severas de filosofía y de obras amenas de imaginación, se iban depositando en terreno tan bien preparado los gérmenes que habían de dar después tan sazonados frutos. Y con todo esto y a la par, vivía entregado al trabajo de la enseñanza. Mas para él no fue nunca trabajo enseñar: aspecto el más interesante de su vida, porque ha de revelarnos una de las direcciones incesantes de su actividad. Fue genial en él su amor a la propagación de las ideas, su anhelo por la comunicación de la luz que entreveía. Puede decirse que empezó a formar su espíritu enseñando y hasta el último instante de su vida estuvo enseñando; y aún después de su muerte, continúa su espíritu habitando nuestras escuelas en esos libros llenos de unción y belleza con que ha querido trasmitir su alma sensible al alma en embrión de nuestros niños.

Fue para él la enseñanza verdadera vocación en todo el sentido y en la plenitud toda de la palabra.

Para él enseñar era dar lo mejor de sí; y lo daba sin tasa. Enseñaba en los bancos de la escuela, enseñaba desde la cátedra y enseñaba constantemente, aun sin quererlo, de silla a silla; porque donde quiera que surgía un problema o un aspecto interesante de la naturaleza o de la vida, parecía que su mirada profunda descubría nuevos filones, que sabía deliciosa y elocuentemente revelar y exponer.

Jamás ha podido encontrarse hombre que en la simple conversación derramara mayor raudal de elocuencia y sabiduría. Y no conocerán la parte mejor de su excelsa inteligencia, los que sólo conozcan al Dr. Borrero por sus obras. Era necesario haber vivido en su trato, haber logrado oír aquella palabra caldeada por el más profundo sentimiento, para tener alguna idea de cómo puede bullir en la palabra y brillar en los ojos el alma humana.

Su vida, puesto que necesito insistir en ello, su vida fue así, desde el primer momento, fundida en el molde del trabajo incesante y animada por el incesante amor a ese trabajo.

¿Cómo en medio de esta existencia penosa se despertó en su ánimo el ansia indecible de sentir y expresar lo bello?

Ah; porque estas facultades que en él existían, aunque parezcan tan divorciadas, son realmente hermanas. El, hombre de ciencia, no vio la naturaleza sólo con los ojos del naturalista investigador que quiere, por decirlo así, desmontarla pieza a pieza para reconstruir después idealmente su mecanismo. Esto no era más que un proceso en su labor investigadora. Él se elevaba sin esfuerzo desde la más minuciosa investigación a la más alta cima de la síntesis científica. Y de esta suerte no dejaba por eso de seguir su honda y profunda vocación que fue ante todo la de un admirador y un creador de bellezas; porque la naturaleza es bella o deforme según los ojos con que se la mira: y él la miró siempre con ojos en que ardía la más pura llama de la admiración por todo lo grande y por todo lo bello. ¡Qué extraño que encontrara en torno suyo tanto que admirar, tanto que comunicar en lenguaje armonioso!

Mas esta misma vida de esfuerzos y de creaciones latentes se vio pronto desviada y complicada por sucesos aun más graves que aquellos que habían alejado de su lado a su padre. Adolescente aún, mancebo en la flor de la edad, se ve arrastrado por el torbellino de nuestra primera guerra de independencia. Y es el joven imberbe de los primeros que se lanzan a los campos de aquella lucha desigual, prestos a desafiar las penalidades sin cuento de esa existencia azarosa de guerrero improvisado.

En aquel breve período de su vida de soldado se acendra su personalidad; y adquiere un temple moral de tal naturaleza, que será difícil encontrar quien en este extremo lo supere.

En torno suyo no ve más que ruinas materiales, y, como es triste privilegio de estas épocas revueltas, ve también en torno suyo ruinas morales. Porque mientras la sociedad realiza su vida dentro de los viejos moldes, las virtudes medias, tan necesarias para el concierto social, no corren ningún peligro; pero cuando llegan los días tremendos de las conmociones públicas, cuando se resquebraja la vieja fábrica y parece temblar sobre sus cimientos, es cuando se contrastan y aquilatan los caracteres bien templados, y no son muchos los que salen ilesos de la prueba. El suyo, el del joven adolescente, salió ileso y mejor templado.

Volvió a la ciudad, lanzado por las vicisitudes de aquella guerra prolongada, y volvió acompañado de su familia que consistía entonces en su abuela anciana, su madre, que ya comenzaba a declinar, y dos hermanos menores.

Nadie, tanto tiempo después, como no haya vivido cerca del lugar de los sucesos, puede imaginar fácilmente lo que significaba la vuelta a las ciudades de las familias que habían vivido en los campos de la lucha durante esa época lúgubre. Los que contemplaron aquellas escenas tremendas, los que pudieron ver aquellos cuadros sombríos, no los han olvidado más, como no olvidó nunca el gran poeta florentino lo que en sus sueños apocalípticos habían visto sus ojos profundos, en la ciudad del eterno dolor y de la desesperanza eterna.

¡Ah! aquel lastimoso regreso de las familias, que habían dejado intacto su hogar y lo encontraban todo en ruinas, forma uno de los episodios más tristes de nuestra triste historia.

Y así volvió guiando a su familia el joven Borrero a su ciudad natal. Y nada encontró de lo que allí había dejado: ni hogar, ni amigos, ni medios de subsistencia.

Él había comenzado ya sus estudios, había empezado y casi terminado la segunda enseñanza; pero su bagaje era únicamente intelectual. ¿Y quién en aquellos instantes tremendos y en aquella ciudad desierta podía pensar en librar la subsistencia como él la había librado hasta entonces de profesor y de maestro? No había a quien enseñar ni quien estuviera dispuesto a pagar ninguna clase de enseñanza.

Mas, ¿creéis vosotros que aquel joven, que apenas había cumplido veinte años, se amilanó ante esta situación? No: el Dr. Borrero, el que vosotros habéis conocido tan lleno de saber, ocupando por su propio merecimiento tan alto puesto entre nuestros hombres de inteligencia, el poeta exquisito, el hombre amante de la naturaleza, el apasionado de la investigación y de las más altas especulaciones; ¿sabéis lo que hizo?

En la vida azarosa de los campamentos había aprendido Borrero a hacer zapatos, y, para sustentar su familia, a hacer zapatos se dedicó en Puerto Príncipe, cuando la suerte adversa le quitó las armas de las manos. Como esta tarea no fuera suficiente para mantener a tantas personas, le agregó la de expendedor de pan. Así lo conocí; vendiendo de puerta en puerta el pan para el cuerpo, el que estaba destinado a dar después generosamente tanto pan espiritual a sus compatriotas! Así lo conocí, y pude contemplar de cerca ese hermoso espectáculo de un joven al empezar la vida, que con frente serena, con la sonrisa en los labios, se entrega a los trabajos más contrarios a sus inclinaciones, como si aquello fuera el único objetivo de su existencia.

Y cuando dejaba los útiles del trabajo manual, cuando abandonaba la tarea de ir por las calles en busca de compradores, se reunía con algunos amigos para leer las novelas de Voltaire, para comentar las páginas de Volney, para levantar el espíritu sobre toda aquella miseria de la hora presente, buscando en regiones más luminosas la esperanza de días mejores para él y para los suyos: porque ni entonces ni en ningún otro instante de su vida dejó él de tener fija la vista en la patria que tanto amaba, que entonces tenía que amar aún más, puesto que había tocado de cerca sus miserias y sus dolores.

Ya desde entonces fue el Dr. Borrero ese tipo de patriota excelso que habéis conocido. Y advertid bien, señoras y señores, que si lo llamo patriota excelso no fue solamente porque supo en los momentos de peligro ir a exponer su vida por la patria. Quizás después y durante todo el proceso de su noble vida fue aún más completa y totalmente patriota; porque puedo ser testigo de que jamás y en ningún tiempo dejó su alma de vibrar con el alma de la patria, ni dejó de sangrar su pecho con una sola de las heridas que ésta recibía.

Por ella trabajó con tanto empeño como por su familia. Por ella anhelaba adquirir y atesorar conocimientos, y para gastarlo sin tasa en su provecho, se esforzó en poseer ese rico caudal de ideas y de inspiraciones, que hicieron de él un pensador profundo y un artista insigne de la palabra.


En aquel período tormentoso se aquilató aún más su carácter. No pensó ni por un momento que había de estancarse allí esa actividad que en él germinaba poderosa. Sobreponiéndose a todos los obstáculos, viene a la Habana, entra de profesor sin sueldo en un colegio y comienza a estudiar a la par; al poco tiempo lo vemos de segundo director de un establecimiento de enseñanza, a poco de director del colegio y propietario. Todos estos empeños habían sido realizados sin más auxilio que su propio trabajo, su decidido amor al saber y su empeño invencible de progresar en todos sentidos.

¿Cómo logra, a través de esa labor constante de todos los días, de todos los momentos, proseguir tranquilo el ideal que se había propuesto: labrarse una profesión científica, cultivar constantemente su inteligencia, desenvolverla cada vez más? ¿Dónde encuentra tiempo, de dónde saca fuerzas? Prodigio extraordinario de constancia, de abnegación y de decisión, que no conoce la duda, ni las fatigas.

Mas es lo cierto que en medio de este trabajo abrumador aún aparece más robusto el espíritu del Dr. Borrero. Hace simultáneamente estudios de agrimensura, de medicina y los especiales que se requerían entonces para el cargo de pericial de Aduana. Y en un plazo relativamente breve lo vemos llegar a la meta de sus aspiraciones en el terreno del trabajo y obtener el título de Licenciado en Medicina.

Para el Dr. Borrero no fue accidental la elección de esta carrera. Parecía bien ajena a sus otras vocaciones; era sin embargo, una manifestación del mismo espíritu. Porque para él fue el ejercicio de la Medicina, lo que él llamaba no hace mucho ciertamente pertenecer a la grande y heroica milicia de los doctos en las ciencias médicas, para él fue una continuación de ese mismo propósito decidido de hacer y realizar el bien y dar nuevo cauce al amor que sentía bullir en su alma por sus semejantes.

Sí, él fue médico por una vocación tan decidida y perseverante como había sido y continuó siendo maestro. El mismo ha dicho, recordando la interpretación que recientes escritores han dado de los orígenes de la Medicina, que en un tiempo remoto el sacerdocio y el arte de curar eran hermanos, porque los practicaban los mismos individuos, y él añadía que continúa siendo un sacerdocio la Medicina, sobre todo cuando se encarna en un clínico.

Mucho deploro no tener competencia para poder señalar cuáles fueron los extraordinarios méritos del Dr. Borrero como clínico; pero hay aquí muchos y distinguidos colegas suyos que podrán dar mejor testimonio que yo a este respecto. Lo que sí puedo decir es que nadie se acercó con más intensa compasión por la debilidad y la flaqueza humanas al lecho del enfermo, que nadie tuvo más súbitas y rápidas iluminaciones, inspirado por el deseo y anhelo de defender aquellas víctimas del dolor contra el dolor mismo: y que engrandeció por este espíritu una profesión en sí grande y noble entre las profesiones que honran la vida social.


Mas el médico y el profesor no agotaron ciertamente sus esfuerzos; nunca, jamás su otra profunda vocación de literato permaneció en él inactiva. Asombra lo extenso de su labor en este sentido; y asombra tanto más, cuanto que no tuvo nunca vagar, cuanto que no conoció jamás el descanso. Y sin embargo, desde muy joven escribía versos, desde temprano comenzó a descubrir sus singulares aptitudes de prosista; y no muy tarde, ya en la tribuna docente, luego en la tribuna política, reveló sus dotes extraordinarias de orador.

Enumerar aquí sus diversas obras sería tarea para mí grata, mas quizás para vosotros cansada; y sin embargo, no me es posible dejar de llamar la atención sobre cierto aspecto de su labor literaria. Este hombre, este verdadero hombre de ciencia que ha dejado en las páginas de nuestra prensa médica innumerables testimonios de su profundo saber profesional, fue al mismo tiempo un exquisito escritor de obras de fantasía, y en uno de sus aspectos no ha tenido rival entre nosotros. Fue el primero que dio a nuestra naciente literatura modelos de ese género tan difícil como es hoy el cuento, breve narración sagazmente compuesta para que sirva de vehículo a las ideas más profundas o a las ideas más tiernas.

Escribió muy joven todavía uno exquisito, que lleva el nombre de “Calófilo”, en que bajo el velo transparente de una simple narración se estudia el arduo problema del sentimiento y la expresión de la belleza. Más adelante publicó una serie de cuentos de igual corte y sabor, entre los que se distingue uno que no tiene realmente paralelo entre los que han producido nuestros autores. Me refiero al que se llama “Cuestión de monedas”.

Es tan profundo y tan sencillo a la par, de tal suerte puede hermanarse con lo más elevado que a este respecto se ha producido en cualquier parte, que bien podemos dolemos y sorprendernos de que sea tan poco conocido. Si en lugar de encontrarse a su pie la firma de un cubano, aunque eminente, de todos modos compatriota nuestro, se encontrase al final la firma de algún autor extraño, francés, alemán o mejor noruego, este cuento del Dr. Borrero pasaría por una maravilla literaria.

Son muy pocas sus páginas: su estilo es encantador; pero el asunto, el asunto es el símbolo animado y vibrante de toda vida humana en que la aspiración al ideal ha tenido que tropezar uno y otro día con la dura roca de la realidad hostil.

Necesito, aunque abuse quizás de vuestra atención, recordar el argumento de esta delicada obra de arte.

Sale de su ciudad natal un mancebo lleno de fervor por conocer la vida y el mundo y cree ir perfectamente pertrechado porque lleva, además de muchas ilusiones y de muchos anhelos generosos, buena cantidad de monedas de oro finísimo; y andando, andando, penetra al cabo fatigado y hambriento en una ciudad desconocida. El cuerpo le exige reposo y va a demandarlo a la primera hostería que encuentra a su paso; ábrenle las puertas, bríndanle acceso y él, después de consumir lo que más necesitaba, saca de sus relucientes monedas de oro para pagar el costo. Con singular sorpresa suya, rechazan indignados aquel metal; incrépanle desapaciblemente, y no teniendo él otro que ofrecer, se ve expulsado como falsario y defraudador. Asómbrale esta primera experiencia, mas creyendo en una equivocación lamentable, acude a otros partes en demanda de hospitalidad.

No he de relataros sus peregrinaciones, porque sería desflorar el exquisito cuento, pero donde quiera que iba en busca de la satisfacción de una exigencia del cuerpo o del espíritu, encontraba que todos por igual despreciaban como moneda vil lo que a él se le había antojado exquisita moneda de curso universal. Y cuando trata de indagar la causa de su cuita, de su humillación y de su ignominia, se encuentra con alguno que le dice: ¿de qué te quejas?, tus monedas no corren entre nosotros. — Pues ¿cuál moneda es la vuestra? — Ah!, ésta infinitamente más valiosa; y su interlocutor le enseña una negra pasta, amasada con lodo nauseabundo. Es necesario, le dice, que atiendas a ganar esta moneda y a hacer uso de ella: desecha la tuya, y puesto que no eres mejor que nosotros, aprende a vivir como nosotros.

Esta es la alta enseñanza, en su tremenda ironía, de esta fábula conceptuosa y sutil. Quién había de decir, quién, al autor, caundo así traducía en lenguaje simbólico estas luchas perennes del ideal con lo real, que estaba escribiendo, quizás sin saberlo, el resumen de su vida doliente y azarosa!


Sí, también él encontró en su peregrinación por la vida que el oro puro que habían acuñado su inteligencia soberana y su sensibilidad exquisita no tenía el curso universal que a él se le antojaba. Las deficiencias de la vida hubieron de cerrarle muchas veces el paso; lo que llamamos, para consolarnos o alucinarnos, impurezas de la realidad, le hizo advertir muchas y repetidas veces que los dones más excelsos son fácilmente negados y desconocidos; que el resplandor de la inteligencia a muchos más ofusca que alumbra, y que la sensibilidad refinada deja descubierto e inerme el pecho a todas las heridas de la adversidad.

Qué tiene de extraño, pues, que esta labor portentosa, aquí sólo sumaria y rápidamente por mí bosquejada, que esta labor titánica, comenzada en los umbrales de la niñez, terminada de súbito en la edad provecta, que este acendrado sentimiento en un afina abierta a todas las palpitaciones de la vida, que esta expresión soberana de idealidad en sus versos, que la exploración constante de todos los problemas de la naturaleza y del mundo—que él supo en tantas páginas brillantes exponer—qué tiene de extraño que sólo viniesen a ser para él como otras tantas demostraciones de que quizás había errado su camino y malgastado sus energías!

Y al decir esto no me refiero precisamente a la desestimación o poca estimación que en torno suyo encontrara; realmente, el Dr. Borrero era muy estimado entre nosotros. Me refiero ante todo a esa desconfianza natural del que se eleva a cimas demasiado excelsas para contemplar desde ellas la vida, y a su inconformidad ante las duras injusticias de que está poblado el mundo de los hombres.

No, no es posible tener una inteligencia tan elevada y un corazón tan exquisito sin sentirse hondamente perturbado, sin desconfiar muchas veces de los hombres, sin mirar en torno a veces con ojos hoscos, pensando que toda la vida no es más que un engaño sombrío en que se complace una deidad ignota. Comprendamos y compadezcamos estas luchas y tormentos de los hombres superiores.

Por otra parte, el medio en que le tocó vivir, las tremendas convulsiones que fueron sucediéndose unas tras otras en torno suyo y que lo herían en lo más sensible, porque eran las convulsiones de la patria, fueron para él un motivo perenne de tortura, lo tenían constantemente en un verdadero lecho de Procusto.

Su patriotismo, ese patriotismo a que aludía hace pocos momentos, lo hacía inconforme con todo lo que no fuera la realización del ideal que él había acariciado, en cuanto resultara humanamente posible.

Vivió en los días de lucha envuelto por el vértigo de la acción; en los días que sucedieron a la lucha, descontento del esfuerzo realizado.

Y a fe que no era posible sentir tan hondo ni llevar tan a lo lejos la mirada, sin experimentar profundo desconsuelo por cuanto le rodeaba, por cuanto tenía a la vista. El pertenecía a una generación que se había educado en el culto más puro del ideal de la patria. De cualquier manera que sea y de cualquier suerte que haya de juzgar la razón fría este estado de ánimo, este estado de ánimo existe y es un tormento en los hombres sinceros, y lo fue en alto grado para el Dr. Borrero. No podía conformarse con que la patria levantada con tanto esfuerzo, colocada por él en cima tan inaccesible, se viese hondamente perturbada, fatalmente expuesta a caer del pedestal en que él la reverenciaba.

Él no encontraba realizado su ideal: de aquí su apartamiento de la vida pública en sus últimos años y el dolor angustioso con que asistía a nuestras estériles luchas precursoras de tantas desdichas.

Cuando pienso que la tremenda y terrible dolencia que en tan poco tiempo nubló su excelso espíritu y destruyó implacablemente su vida, se anticipó sólo por pocos meses al terrible suceso que ha llenado y debe llenar de consternación nuestras almas, no sé, no me atrevo a decirlo —y aquí menos que en parte alguna— si no fue piadosa con él la inexorable muerte.

Haberse educado con la savia más pura de una creencia, haber vivido constantemente sufriendo por esa amorosa idea, haber pensado que siempre una justificación postrera vendría a dar sanción a tantas privaciones y a tantos sacrificios, y encontrarse al cabo, cuando parecía llegada la hora de recoger el fruto de tanta labor, de tanta sangre y de tanta ruina, con que parece la patria amada como perseguida por inexorable maldición, lanzada de nuevo a las vicisitudes de lo incierto, arrastrada por las propias pasiones de sus hijos al borde de un abismo, ¡ah! es encontrarse entonces realmente ante la suprema desilusión: y es preferible no llegar a ella.

En estos momentos, cuando aquí nos hemos reunido para elevar nuestro corazón hacia esa querida y noble y bendecida memoria, ¿cómo separar de nuestro espíritu la idea del patriota y la idea de la patria?

El desapareció; y ella está a punto de desaparecer. Porque si la tierra perdura, las generaciones que en ella han penado y por ella se han sacrificado no duran, no perduran, si no saben seguir obstinadas en el sacrificio: y el cubano no ha sabido seguir obstinado en el sacrificio!

Y estamos en estos momentos entregados de nuevo al azar y a la ventura, sin saber a dónde van, ni la patria, ni su bandera, ni su presente, ni su porvenir, porque todo parece tocado de vértigo entre nosotros.

Cuando un pueblo ve que así se conmueve hasta lo más hondo cuanto hace querida y apetecida la existencia, cuando no se encuentran seguras la hacienda ni la persona, cuando se persiguen las ideas, cuando se tienen recelos de toda manifestación franca, y cuando se ve que la suprema garantía de todos los derechos, la justicia, se paraliza como turbada y medrosa, aquí y en todas partes, en todas, la consecuencia, funesta, pero ineludible, es una sola: la tiranía.

Y en nuestro horizonte no se descubre hoy más que la tiranía del extraño, o la tiranía de los propios.

Si entre nosotros estuviera aún el ilustre desaparecido, el que al empezar la vida fue a ofrecer su sangre por la libertad de Cuba, el que ya doblado por los años voló a la emigración a sangrarse, brindando cuanto más caro le era y hasta la existencia de seres que le fueron muy afectos y allegados, si aún estuviera entre nosotros, él nos diría que a semejanza suya innumerables cubanos habían ofrendado por esa libertad que parecía serles tan querida cuanto es humanamente apetecible: el reposo del hogar, la seguridad del porvenir, la vida de los seres más amados, la juventud, la propia vida; pero lo habían ofrendado y sacrificado gustosos creyendo que a la sombra de las instituciones que ellos preveían que habían de ser la égida de su patria, crecerían generaciones más felices que tendrían para ellos eterno reconocimiento en el alma y palabras de bendición en los labios. Mas que al ver lo que hemos hecho de su obra, al contemplar este campo cerrado de pasiones fratricidas, no renegarían de la patria, porque de ella no puede renegarse, pero quizás, quizás considerarían, ¡oh terrible dolor!, estéril su sacrificio.

¿No es tiempo aún de que oigamos la voz de estos mártires, de estos desaparecidos insignes? ¿Habremos de reunirnos cada vez que tengamos que llorar uno de nuestros muertos para confundir en las mismas lágrimas las que nos arranque su memoria y las que debe arrancarnos el peligro de la patria?

Lo ignoro; sólo sé que si no se abren a sentimientos más humanos, ya que no más patrióticos, nuestros ánimos, no será ciertamente el duelo de un excelso espíritu lleno de sabiduría, ni será solamente el luto de un patriota insigne; sino el duelo de nuestra cultura y civilización, el luto de nuestra patria los que tendremos que llevar perennemente en nuestros corazones.

Discurso pronunciado en la sesión fúnebre, dedicada a su memoria, que tuvo lugar en la Universidad el día 19 de enero de 1917. Tomado taquigráficamente en ese acto.
Tomado de Por Cuba. Discursos de Enrique José Varona. La Habana, Imprenta “El Siglo XX”, 1918, pp. 231-262.

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